Corazones desequilibrados

Por Nochedeinvierno13


Disclaimer: Todo el universo de Canción de Hielo y Fuego es propiedad de George R. R. Martin.

Esta historia participa en el Drabblectober de "[Multifandom] Casa de Blanco y Negro 3.0" del Foro "Alas Negras, Palabras Negras".

Prompt: Nothing breaks like a heart, Mark Ronson ft. Miley Cyrus.


II.

Things fall apart, but nothing breaks like a heart.

Llevaba dos días y una noche agonizando por la fiebre.

El chico estaba tumbado en un colchón de plumas de ganso, en un barracón con una minúscula ventana que daba al patio principal. El aire que llegaba del exterior era húmedo, pesado, y se deslizaba por debajo de la puerta. Una única vela ardía en el candelabro y creaba sombras fluctuantes sobre las paredes de piedra y barro.

El maestre cambiaba la cataplasma dos veces al día: una cuando amanecía —no podía decir cuando el sol despuntaba porque el cielo permanecía encapotado casi todo el tiempo— y otra antes de la cena. El ungüento le daba un sosiego momentáneo; cuando la fiebre volvía, era más intensa. Se retorcía de dolor y balbuceaba palabras incomprensibles. Nunca llegaba a estar lúcido del todo, pues el dolor y los espasmos lo arrastraban a la inconciencia.

El cuerpo estaba cubierto por una manta tan fina que casi parecía un sudario. Incluso así de ligero, sudaba copiosamente. «Es por la infección de la herida —pensó Aemond Targaryen, contemplándolo. No se había apartado de su cama ni un instante—. El corte no fue limpio.»

Cuando Aemond lo vio empuñar el cuchillo, no pensó que se atreviera a hacerlo, por eso no lo detuvo. Era un niño de verano, criado entre las apacibles gárgolas de Rocadragón, más sobreprotegido que aguerrido. Pero lo había hecho. Enterró la hoja en la cuenca de su ojo y la retorció hasta que perdió el conocimiento. No consiguió arrancarlo de raíz; eso lo tuvo que terminar el maestre posteriormente. Aemond lo sostuvo entre sus brazos, petrificado por la sorpresa y el horror, le quitó el puñal del ojo y la sangre le corrió sobre los dedos, cálida e impura. Y él mismo lo llevó hasta el lecho en el que reposaba ahora.

Los criados le llevaban comida en charolas de metal, pero las retiraban intactas. No era capaz de probar bocado alguno. No cuando su sobrino estaba a las puertas de la muerte y su sacrificio no había servido para llenar el hueco en su oscuro corazón. Pensaba que el ojo de Lucerys sería suficiente para sosegar su sed de venganza, pero había algo en su interior que seguía gritando, clamando por más.

«No te puedes morir.»

Si su sobrino moría, acabaría la guerra de cuervos y comenzaría la de los dragones.

¿Quién iba a creerle que Luke se había hecho eso a sí mismo?

Lo culparían por haberlo orillado a eso. Y no podía confiar en la lealtad de Lord Borros. Si su tío se presentaba a lomos de Caraxes, él tendría que responder por la integridad de Lucerys, ya que se encontraba bajo su techo. Bastión de Tormentas había sido construido para soportar la furia de los dioses, pero bajo el fuego de dragón se convertiría en otro Harrenhal.

Aemond había encontrado al maestre intentando enviar un pájaro a Rocadragón con un mensaje para su media hermana. Él degolló al cuervo antes de que batiera sus alas negras y emprendiera vuelo. Cuando Vhagar devoró al segundo, no intentó enviar el tercero. Lord Borros estaba demasiado avergonzado como para recriminárselo.

Pero los días pasaban y el chico no mejoraba y los cuervos no paraban de llegar. Tenía que tomar una decisión y debía hacerlo pronto.

El maestre entró en el barracón, haciendo una reverencia. Los pesados eslabones que colgaban de su cuello hacían que no pudiera caminar derecho. Aunque una capa le cubría la cabeza, la túnica se le había empapado por la lluvia. Con él llevaba tres sanguijuelas flacas y viscosas.

Hizo la manta a un lado y el cuerpo quedó expuesto al aire de la noche. Una camisa de lino le cubría hasta la mitad de los muslos; la respiración irregular hacía que el pecho subiera y bajara. En los brazos tenía las marcas de la succión; en los dedos, su propia sangre reseca.

—¿Le pondrá de nuevo esos parásitos? —inquirió Aemond.

El hombre sacó dos sanguijuelas del frasco, una para cada brazo, y reservó la tercera para cuando sus hermanas se hincharán.

—Es la única forma de aliviarle el dolor.

Aemond no era maestre y los libros de medicina no se encontraban en sus lecturas de interés, pero le bastaba con ver cómo reaccionaba el cuerpo del chico cuando le chupaban la sangre. Se agitaba y retorcía en la cama.

Le detuvo la mano al maestre antes que posara la sanguijuela en la piel.

—No te atrevas a usar esos bichos inmundos otra vez —le advirtió. Su voz era fría como el hielo—. ¿No enseñan nada en la Ciudadela? ¡Haz algo!

Al maestre le tembló la papada. Estaba acostumbrado a recibir órdenes y quejas de Lord Borros, pero Aemond tenía acero y sabía cómo usarlo.

—Esas fiebres no son normarles. Ya tendrían que haber desaparecido —balbuceó—. No hay más nada, mi príncipe. Vomita la leche de amapola y la cataplasma no surte efecto —le contestó. Su mano se aferraba a su cadena, como si eso pudiera protegerlo de su ira—. La vida del príncipe Lucerys se encuentra en las manos de los dioses. Solamente ellos con su misericordia…

No le dio tiempo de termina la frase, las palabras quedaron ahogadas en su boca cuando se abalanzó sobre el hombre y le rodeó el cuello hasta que el color abandonó su cara.

—Los dioses no tienen lugar aquí. La vida de mi sobrino está en tus manos. Si muere, tomaré la tuya como pago, ¿entiendes? —le presionó más fuerte el cuello.

El maestre salió a trompicones del barracón.

Una vez más, el silencio reinó entre Lucerys y él. Aemond se sentó a su lado. El colchón se hundió bajo su peso. Le tocó la frente. Estaba hirviendo. Los mechones oscuros le caían encima de la cataplasma. Sumergió un paño en agua fría y se lo colocó en la cabeza.

De repente, Lucerys abrió el ojo que le quedaba, pardo como el pelaje de un oso, y lo clavó en él mientras le sostenía la mano.

—No te haré daño —prometió.

—Arrax —susurró. Su voz era débil y ronca—. Llévame con Arrax. Tengo que volver a casa.

Afuera, la llovizna se había convertido en diluvio y el viento que arreciaba era tan salvaje que había arrastrado a un guardia fuera de las almenas. Lord Borros había ordenado que nadie saliera de las paredes de piedra hasta que la tormenta se dispersara.

Tampoco sabía dónde se encontraba el dragón. Cuando Lucerys se clavó el puñal en el ojo, los rugidos retumbaron en la sala. Los mozos de cuadra lo vieron agitar las alas furiosamente en dirección a Vhagar. Los dos dragones remontaron vuelo y se perdieron entre las nubes y los relámpagos.

Solamente Vhagar había vuelto a tierra firme.

—Primero te tiene que bajar la fiebre.

—Por favor —imploró. Nunca había escuchado ese tono de voz en su sobrino—. Ya te di mi ojo. Arrax… Necesito a Arrax.

El ojo le quedó en blanco y un espasmo le sacudió el cuerpo. Lo llamó por su nombre. Una. Dos. Tres veces. Pero Lucerys no volvió en sí. Un hilo de saliva le corrió por la conmensura de la boca.

Le arrancó la cataplasma y vio el pus que supuraba de la herida. Si lo seguía dejando al cuidado del maestre, iba a morir por la infección; si se marchaban en plena tempestad, sería por una pulmonía.

O quizás había una tercera opción.

Si volaba hasta Harrenhal, en las Tierras de los Ríos, ella podría curarlo con la magia ancestral de los bosques. ¿Cuántas veces la había visto cerrar heridas negras y podridas como la noche? ¿Cuántas veces había dado soplos de vidas a hombres en los brazos de la muerte? Lo único que tenía que hacer era montar a lomos de Vhagar, enfrentarse a la tormenta que asolaba aquella parte del mundo conocido y encontrar una corriente de aire ascendente que lo llevara hacia el norte.

No lo pensó más.

Tomó la muda de ropa que los criados habían dejado para él. Calzones, pantalones y un jubón de lana suave. Fue sencillo vestirlo, su cuerpo desmadejado no opuso ninguna resistencia. Al final, le colocó una capa para protegerlo de la lluvia. Acomodó el brazo de Lucerys alrededor de su cuello y lo arrastró fuera del barracón.

La lluvia caía incesante frente a su ojo. Era una cortina opalescente que se mecía al compás de las fuertes ráfagas que provenían del este; las olas embravecidas chocaban contra los acantilados. Tormenta y mar luchaban en una pelea que se remontaba a los tiempos de Durran Pesardedioses.

¡Vhagar, ven a mí! —gritó en valyrio. Su voz fue tragada por el sonido de la lluvia—. Obedéceme. Sírveme.

Vhagar descendió de la muralla exterior y avanzó por el patio, haciendo que el castillo temblara a su paso. Sus ojos de lava y carbón se posaron en él. Las cadenas que colgaban de la silla se le iluminaron por los relámpagos que danzaban en el cielo. De las enormes fauces sobresalía un retazo de ala del color de las perlas. Era el presagio de un trágico final. «¿Qué has hecho, Vhagar?», se preguntó.

Las fosas nasales se dilataron al percibir la presencia del chico a su lado. Cuando tomó con fuerza la cadena para subirse a la silla, Vhagar se agitó violentamente. Era una dragona vieja y belicosa y mortalmente peligrosa. Era la primera que la montaría en compañía. ¿Y sí no lo dejaba subirse con su sobrino a cuestas? ¿Y sí los arrojaba en pleno vuelo? Su padre siempre lo decía: «la idea de que controlamos a los dragones no es más que una mera ilusión». Pero el vínculo jinete-dragón era lo más cercano que existía.

Él es yo y yo soy él —pronunció en valyrio—. Una sola carne un solo corazón. Dos vidas entrelazadas —Eran las palabras que había usado Helaena al montar en Sueñafuego con Jaehaerys en sus brazos—. El cielo está esperándonos.

Repitió el juramento tres veces, igual que lo hizo su hermana, antes de sujetar nuevamente la cadena. Vhagar permaneció rígido mientras Aemond ascendía con su sobrino firmemente agarrado. Envolvió sus cuerpos con los eslabones más pesados para mantenerlo seguro durante el vuelo. Le ordenó ir a Harrenhal, a la fortaleza que Balerion el Terror Negro había derretido durante la Conquista.

Vhagar desplegó las alas y emprendió el vuelo hacia un cielo plomizo e inclemente.

Si su sobrino moría en el camino, no podría decirse que Aemond Targaryen no había hecho todo lo que estaba en sus manos para salvarlo.