Corazones desequilibrados
Por Nochedeinvierno13
Disclaimer: Todo el universo de Canción de Hielo y Fuego es propiedad de George R. R. Martin.
Esta historia participa en el Drabblectober de "[Multifandom] Casa de Blanco y Negro 3.0" del Foro "Alas Negras, Palabras Negras".
Prompt: Nothing breaks like a heart, Mark Ronson ft. Miley Cyrus.
IV.
This burning house, there's nothing left,
It's smoking.
We both know it.
Aemond Targaryen no le dio importancia a la herida, pero Alys Ríos sí.
Ella dedicaba su vida a ser la nodriza, tanto de los niños que nacían en Harrenhal —los cuales menguaban con el pasar de los años— como los de Villa Harren, un pueblo apostado al oeste de Harrenhal. Cuando las mujeres morían en los lechos sangrantes, desgarradas por el parto o abiertas con un cuchillo mal afilado, Alys Ríos acudía con sus senos enormes, cargados de leche, para alimentar a los huérfanos de madre.
Alys había amamantado a sus propios hermanos, Harwin y Larys Strong, ¿y cómo se lo había pagado el antiguo señor de Harrenhal? Con una cama de paja en la Torre Aullante, un torreón que nunca dormía, pues el viento silbaba al pasar por entre las piedras.
Cuando la conoció en una de sus incursiones por las Tierras de los Ríos, ella estaba bañando en el Ojo de Dioses, desnuda como el día de su nombre. Se puso de pie —el cabello pegado a la cara y el vientre surcado de las marcas de embarazo— y le dijo: «mi nombre es Alys, si a mi príncipe le place». No tuvo miedo de Vhagar, ni siquiera cuando voló tan bajo que arrastró las secuoyas a su paso. Le gustó su osadía, su desvergüenza al decirle que había estado preñada muchas veces, pero nunca por un jinete de dragón.
Esa misma noche hablaron de historia, política, magia y sangre. «Vuestro rostro se me hace familiar», confesó él después de que bebieron un pellejo de vino entero en una taberna de Villa Harren. «Es porque mi padre sirvió al vuestro como Mano durante muchos años», le contestó.
Alys era una bastarda que se apellidaba Ríos, pero que había sido engendrada por la entrepierna de Lyonel Strong durante su juventud. Le decían Alys la Nodriza, vivía para cuidar sin que nadie cuidara de ella.
Le pasó un paño mojado por la mano para quitar los restos de sangre ennegrecida. Lavó la herida con abundante agua del lago que atravesaba el Bosque de Dioses y, cuando terminó, le besó cada uno de sus dedos.
Ella conocía cada uno de los cortes blanquecinos que había ganado en sus entrenamientos con Ser Criston Cole. Aemond Targaryen no s arrepentía de ninguna de sus cicatrices, pues todas lo habían forjado desde cero.
—¿Os duele, mi príncipe? —No importaba cuántos años llevaran compartiendo ocasionalmente el lecho, ella no perdía las cortesías a la hora de dirigirse a él—. Os traeré vendas.
Él la detuvo tomándola por la muñeca.
—No es necesario, mi señora. Sentaos y compartid el fuego conmigo.
Alys Ríos se sintió complacida de que la invitara a sentarse a su lado, frente a la chimenea donde los leños ardían hasta la última ascua.
Se encontraban en la Sala de las Cien Chimeneas, en la Torre de la Pira Real, aunque su nombre era una hipérbole. Apenas llegaban a ser treinta y cinco. Dada su naturaleza de bastarda, rara vez era invitada a la mesa de un señor, mucho menos de un príncipe.
Los criados habían recolectado leña para mantener caliente la fortaleza durante un año entero. Los árboles que crecían afuera de la gran muralla —secuoyas, hayas, abetos y pinos— eran frondosos y abundantes; los aldeanos de Villa Harren sembraban y cultivaban la tierra para engordar las reservas. Los rumores de la guerra ya no eran más rumores, con su hermano coronado en Desembarco del Rey y su media hermana en Rocadragón, el conflicto era inminente. Cada bando estaba bordando estandartes, llamando a sus abanderados y trazando planes de batalla.
—¿Es la guerra lo que os agobia, mi príncipe? —preguntó Alys como si pudiera leerle el pensamiento. A veces pensaba que era así—. ¿O es el niño quien os quita el sueño?
«Me quita el sueño desde que me arrebató mi ojo», pensó.
—Cuando mi sobrino me clavó la pluma en la mano, la suya también sangró. No sé si él lo habrá notado. —Aemond miró el círculo rojizo en su palma—. Tenemos heridas gemelas. ¿Cómo es eso posible?
—Ninguno de los conocimientos del bosque pueden explicar un suceso tan extraordinario —contestó ella. «Si Alys no sabe de qué se trata, estoy perdido», pensó—. No obstante, los hechizos de la tierra y de la luz no son los únicos que existen. Hay otros mucho más antiguos, rituales de fuego y sangre que remontan a los tiempos de la Antigua Valyria.
—Aenar el Exiliado abandonó el Feudo Franco cuando su hija, más tarde llamada Daenys la Soñadora, predijo que las Catorce Llamas implosionarían. Arribó a Rocadragón con un puñado de hombres y cinco dragones —relató Aemond—. Las tradiciones que Aenar les trasmitió a sus hijos, se perdieron con la Conquista, cuando Aegon el Conquistador decidió unificar los Siete Reinos bajo un mismo estandarte y adoptó la Fe de los Siete como propia. —Bebió un trago de la copa rebosante de vino—. Si se trata de hechizos perdidos, no deben ser una explicación para esta inquietud.
—Olvidáis que Visenya, la hermana-esposa de Aegon el Conquistador, coqueteaba con las artes oscuras. Se dice que era experta en pociones y venenos —explicó Alys—. A menudo se tiene la creencia que la magia consta de enunciados y complejos procedimientos para invocarla, pero la magia, al igual que la religión, depende de una sola cosa: fe. Si quien lleva a cabo el acto, cree fervientemente que lo conseguirá, la magia funcionará.
—Pero ninguno de los dos la conjuró. Lucerys solamente se sacó el ojo y yo lo traje a lomos a Vhagar porque su dragón está muerto.
—¿Cuál es el lema de vuestra casa?
—Fuego y sangre.
—Ahí tenéis la respuesta —dijo la nodriza—. Fuego y sangre. Los dos son los componentes de los antiguos rituales valyrios. Cuando hombre y mujer se casaban, cortaban sus manos y dejaban gotear la sangre sobre una pira encendida por sus propios dragones. El niño se quitó el ojo por vos, sangró por vos.
—Él puso la sangre —comprendió Aemond. Todos los presentes en el salón de Bastión de Tormentas lo habían visto—. Pero, ¿qué hay del fuego?
—¿Qué son los dragones si no fuego hecho carne?
Miró por la ventana más cercana.
El dragón estaba enroscado en la Torre de la Viuda —nombrada así en honor a la tía-abuela de su padre, Rhaena Targaryen, que había muerto allí mismo—, luego de haber devorado un rebaño de ovejas entero. Sus escamas de un color bronce con ribetes azules y verdes, se perdían en la negrura de la noche cerrada, sin luna.
—Vhagar —pronunció. Él lo había presentado para que lo dejara subir a la montura—. Vhagar fue el fuego del ritual. —«Mierda», pensó. Estaba tan desesperado por evitar su muerte que había unido sus vidas—. ¿Cómo lo deshago?
—Lo que el fuego y la sangre hace, el hombre no lo deshace. Además, tenéis que tener presente el lugar donde se llevó a cabo el ritual. —Aemond conocía la historia de la fortaleza, pero dejó que ella se la narrara—. El origen se remonta a Durran Pesardedioses, llamado así porque se casó con Elenei, la hija de los dioses del agua y del aire. Los dioses, disgustados porque su hija se hubiera enamorado de un mortal, asolaron las Tierras de la Tormenta.
»No obstante, Durran Pesardedioses no se dio por vencido y decidió erigir una fortaleza a los pies del acantilado. Los dioses, al verse desafiados una vez más, destruyeron su fortificación, no una sino seis veces. La séptima construcción fue la que soportó el embate de la ira divina y es lo que hoy se conoce como Bastión de Tormentas.
»Estabais condenado a cruzarte con él, igual que Elenei con Durran Pesardedioses.
«¿Qué es la magia? ¿Y qué es el destino?» Aemond Targaryen ya no tenía tan clara la diferencia.
Al llegar a Harrenhal, luego de un vuelo cansino y tumultuoso, donde el corazón no dejaba de martillearle en el pecho cada vez que la respiración de su sobrino se volvía más acompasada, Alys Ríos lo esperó con todos los fuegos de la Sala de las Cien Chimeneas encendidos. Ella sabía que iba en camino porque lo había visto en las llamas.
Sujetó a Lucerys con el cariño de una madre, le quitó las ropas empapadas y posó los labios sobre su frente. «Estas fiebres no son normales —dijo usando las mismas palabras que el maestre de Lord Borros—. No agoniza por la infección sino por un vínculo roto.»
¿Podía ser posible que todo se debiera a su dragón? Era cierto que luego de la muerte de Balerion el Terror Negro, su padre no había vuelto a ser el mismo; tampoco a reclamar otra montura. En ese tiempo, lo atribuyó a su edad, a su gordura, pero ¿y sí su melancolía se debía a que una parte de su corazón había muerto junto al dragón?
Luego de haberle cerrado la herida del ojo, Alys le preparó un ungüento con plantas que crecían en lugares que solamente ella conocía. Era una bruja del bosque y de la tierra, poseía conocimientos que los maestres no se molestaban en aprender.
Confiaba en su palabra tanto como en la de su Helaena.
—Ese niño es vuestro destino, pero ya lo sabias, ¿verdad? —susurró con voz dulce como la miel—. Por eso me habéis tomado como amante. Los dos somos bastardos Strong, la sangre impura corre por nuestras venas.
Acalló las verdades que susurraba su boca con un profundo beso.
La atrajo hacia su cuerpo, colocándole la mano en la nuca. Alys se subió la túnica hasta la cintura para que Aemond tocara la humedad que allí se anidaba. Si la tomaba de espaldas podía imaginar que era otro pelo el que estaba acariciando.
Volvió a besarla con más premura para deshacerse de los pensamientos que invadían su mente. Alys le deshizo las lazadas de los calzones y liberó su miembro erguido. Iba a arrodillarse para hacer la plegaria que más disfrutaba, pero Aemond la detuvo. No quería preliminares, estaba necesitado. Pegó la espalda al respaldo de la silla y la ayudó a sentarse a horcadas sobre su regazo.
Alys se dejó caer sobre su erección con un gemido ronco; luego, le clavó las uñas en la piel de los hombros hasta hacerlo sangrar.
Se decían muchas cosas de ella. Que se bañaba en la sangre de doncellas vírgenes para conservar la belleza y juventud. Que engañaba a los hombres para atraerlos a su cama. Y Aemond Targaryen sabía que todo era verdad.
—Poned vuestra semilla en mí, mi príncipe, y os daré un niño de cabellos de plata y ojos violetas.
Sus palabras extinguieron cualquier deseo que pudiera sentir. Aemond la apartó bruscamente y se puso de pie, aún con el miembro inhiesto.
Estaba cansado de que alumbrara a niños muertos.
