Corazones desequilibrados
Por Nochedeinvierno13
Disclaimer: Todo el universo de Canción de Hielo y Fuego es propiedad de George R. R. Martin.
Esta historia participa en el Drabblectober de "[Multifandom] Casa de Blanco y Negro 3.0" del Foro "Alas Negras, Palabras Negras".
Prompt: Nothing breaks like a heart, Mark Ronson ft. Miley Cyrus.
VI.
Well, there's broken silence.
By thunder crashing in the dark.
El vuelo desde Harrenhal hasta Rocadragón fue lento, pero segundo.
Con los vientos soplando a su favor, atravesaron auroras, cielos encapotados, bancos de neblina y ocasos sangrantes. A veinte mil pies de altura, los bosques, arroyos y aldeas no eran más que manchas difusas.
El mundo les cabía en la palma de la mano.
De vez en cuando, veían columnas de humo que se retorcían hasta alcanzar las nubes más bajas o escuchaban las aspas de molinos que se alzaban junto a torreones muy cerca de los ríos. Y también sobrevolaron un campo de trigo, dorado y reluciente como el oro, que era cosechado por los campesinos.
Vhagar descendió en tres ocasiones para alimentarse. Escupió llamadas rojizas y anaranjadas para rostizar la carne antes de apoderarse de ella. No discriminaba entre ternera y oveja, o cerdo y cabra. Los despedazó con sus enormes fauces de un solo bocado y la sangre le corrió por la mandíbula.
Oscilaron entre prados en flor y colinas pronunciadas. Algunos árboles estaban cubiertos de hojas amarillentas; otros, no eran más que esqueletos, víctimas de las bandas de forajidos que asolaban los pueblos.
Durante la noche de luna llena, perros y lobos se unieron para cantar una misma canción. Y fue una de las melodías más hermosas que Aemond Targaryen escuchó en su vida.
Mientras un paisaje le daba paso a otro más hermoso, él se mantenía firme en la montura de su dragón; su sobrino, aferrado a la cadena de tal forma que los nudillos se le quedaron blancos como huesos, mantenía una distancia prudencial.
El chico había llorado la primera mitad del vuelo, entristecido por la pérdida de su dragón; la otra, durmiendo profundamente. Estuvo a punto de caerse en dos ocasiones, pero Aemond lo agarró del brazo antes de que se precipitara al vacío. Lucerys ni siquiera lo miró como agradecimiento, lo apartó con brusquedad y se sumió en otro profundo silencio.
Lucerys lo odiaba y le sobraban motivos.
Su ojo izquierdo se había cerrado para siempre, Vhagar había destrozado a su dragón y también estaba lo que había sucedido en la sala de baños de Harrenhal.
Para Aemond Targaryen hubiera sido tan fácil tomarlo en la bañera, contra la pared o incluso en el foso. Su sobrino estaba tan húmedo, tan dispuesto a ser suyo. No se quejó en ningún momento, ni siquiera cuando le estampó el rostro contra el mármol y se abrió paso entre sus piernas con su mano.
Podría haber reemplazado los dedos con la boca y con su propia erección. Pero si lo hacía, si se fundía con él, ¿qué pasaría luego?
Una sola palabra acudió a su mente.
Caos.
Tendría que cortarle la cabeza a quien se interpusiera entre Lucerys y él. Le daba igual que fuera a pie, a caballo o a lomos de otro dragón.
«Lo mejor es mantener un atisbo de cordura», se dijo.
Pero era tan difícil cuando el viento le traía el aroma de su pelo. Olor a limpio, a inocencia, a juventud. Y su cuerpo irradiaba la misma calidez que las escamas de Vhagar. En la sala de baños pensó que se debía al agua hirviendo y al vapor que los envolvía; ahora sabía que era él.
—Ya estamos llegando —dijo Lucerys.
Aemond Targaryen se sintió aliviado cuando, en medio de un mar índigo y calmo, vislumbraron la silueta de Rocadragón.
El asentamiento se alzaba a los pies del volcán Montedragón y se decía que los magos que la construyeron, trabajaron la piedra con fuego y artes arcanas que se perdieron con la maldición de Valyria.
Lo primero que divisó fue los monstruosos dragones de piedra que flaqueaban las entradas y torres de la fortaleza. Los muros, en vez de estar coronados por almenas, eran custodiados por gárgolas con forma de: grifos, mantícoras, sabuesos infernales, basiliscos y más dragones.
—Con que esto es Rocadragón —susurró Aemond.
Él nunca había estado en la isla. Su madre no era amante de los viajes —ni siquiera había ido a Torre Alta en los tiempos que su padre dejó de ser la Mano del Rey— y tampoco dada a estrechar lazos familiares. Y cuando su padre, el rey Viserys, habló de ir a Rocadragón, el viaje se vio truncado por la adquisición de Vhagar y la pérdida de su ojo. Luego, al ver que el tiempo que forzaban a la familia a estar unida terminaba con lágrimas y sangre, su media hermana tomó posesión del castillo y se mudó allí con sus hijos ilegítimos y engendró dos más al casarse con Daemon.
—Dile a Vhagar que descienda en la colina.
—Vhagar, desciende lentamente —indicó en valyrio.
El dragón se dirigió a tierra firme.
Por los cielos de Rocadragón no sobrevolaba ningún jinete con su montura, exceptuando ellos; tampoco vio a Caraxes o a Syrax merodeando los alrededores. Quizás lo atraparía más adelante, cuando llegarán a las puertas del castillo; o tal vez su media hermana cumpliría con su palabra de que, si le entregaba a su hijo, no lo tomaría como rehén.
El camino desde la colina a la fortaleza la hicieron en silencio, como si se encontraran en una procesión. El sonido del mar le invadía los oídos; el aroma a sal, roca y pescado, las fosas nasales.
Cada vez que observaba a Lucerys por el rabillo del ojo, éste le regresaba la mirada con una súplica muda grabada en ella.
—Aemond… —susurró.
Todavía podía volver sobre sus pasos, montarlo en Vhagar y llevarlo lejos de Rocadragón. «No lo hagas más difícil, Luke», pensó. Ya estaban ahí, tenía que entregarlo a su madre y dejarlo ir.
—Ponte la venda —le respondió—. No quieres asustar a tus hermanos pequeños, ¿verdad?
A Aemond no le desagradaba la cuenca vacía, encontraba algo poético en ella. Tenían eso en común, aunque la suya estaba ocupada por un zafiro frío como el hielo. Su sobrino hizo lo que le dijo, se envolvió la mitad del rostro con la venda de lino.
—Si vas a marcharte —susurró, dejando caer la posibilidad de que no fuera así—, hazlo de una maldita vez.
Le dio un toque en la espalda para obligarlo a avanzar. Una descarga eléctrica le recorrió el cuerpo como si lo hubiera impactado un rayo.
—Camina, mocoso.
—¡No me llames mocoso!
—¿Prefieres que te diga mi señor Strong? —Ninguna respuesta—. Eso creí, mocoso.
La fortaleza estaba protegida por tres murallas con puerta de hierro negro y retorcido. Entre ellas se encontraban varias torres, unidas entre sí por puentes de piedra elevados y galerías.
Cada puerta que atravesaron estaba enmarcada por dragones de menor tamaño, también cincelados por los magos, y los apliques para las antorchas tenían forma de zarpas de dragón. Y las colas formaban arcos, escaleras exteriores y puentes.
—Mi madre siempre está en la Torre del Tambor de Piedra.
Lucerys lo guio por el patio interior y le dijo que, durante las tormentas, los muros rugían y se sacudían al son de la lluvia y los relámpagos, igual que el asentamiento de los Baratheon. Ascendieron por una escalera empinada hasta la parte más alta de la torre.
Allí se encontraba la Cámara de la Mesa Pintada, una habitación redonda con muros desnudos de piedra negra. Tenía cuatro ventanas, altas, estrechas y puntiagudas; cada una orientada a un punto cardinal. Y en el centro había una inmensa mesa de madera tallada que medía aproximadamente quince metros de largo. En ella se veía el continente, con todas sus bahías, penínsulas, bosques y poblaciones. Y, sobre una plataforma elevada con peldaños, estaba su media hermana observando la superficie de la mesa.
Ella llevaba la corona que había sido de su padre; el pelo oro y plata le caía sobre un vestido negro con brocados rojos como la sangre. Se mostraba regia, soberana; una demostración de poder que a Aemond no le impresionaba en absoluto.
Ser Criston Cole había colocado la corona de Aegon el Conquistador sobre la cabeza de su hermano y el Septón Supremo lo había ungido. Ahora era Aegon Targaryen, el segundo con el nombre, mientras que su hermana solamente era reina de Rocadragón.
—Mi dulce niño —dijo al verlo. Le arrancó la venda y luego le sujetó el rostro entre sus manos—. ¿Qué te ocurrió? —Miró a Aemond. En sus ojos no brillaba más que la furia y el odio—. ¡Fuiste tú! ¿Qué le hiciste a mi hijo, monstruo?
Lucerys detuvo a su madre que, iracunda, dio tres zancadas en su dirección.
—Él no lo hizo, madre. Fui yo.
—¡Porque él te obligó! —gritó. Su voz rebotó contra las paredes, similar al rugido de una tormenta—. Lord Borros me comentó que hubo un incidente, pero no dijo que se trataba de esto. —Aemond detectó duda en su voz—. Temía provocar mi ira. Estabas bajo su techo, ibas como emisario, era su deber protegerte.
—Lord Borros no tuvo nada que ver. Fue mi decisión.
—¿Acaso negarás que él te orilló a hacerlo? —Su sobrino no dijo nada; Aemond tampoco pretendía que lo defendiera—. ¡Guardias! —gritó. Los hombres entraron por la puerta como un río de bronce y acero. Pronto se vio rodeado de una docena de espadas—. ¡Apresad al príncipe Aemond!
«¿Ahora recuerdas los títulos y las cortesías, media hermana?»
—Diste tu palabra de que no me tomarías como rehén para doblegar a mi hermano. Lo juraste delante de tu falsa corte.
—Mi medio hermano es un usurpador y ya le llegará su hora —más que una amenaza, era una promesa—. No te estoy apresando por traidor sino por haber mutilado a mi hijo. No me importa si él se quitó el ojo, lo hizo por ti y con eso me basta.
—¿A dónde lo llevamos, Majestad?
—A las mazmorras —respondió—. Llevadlo a las mazmorras en lo que decido dónde pondré su cabeza.
Aemond Targaryen sonrió mientras era apresado.
Su media hermana no era nadie sin Daemon a su lado. Ni siquiera se atrevía a tomar la decisión de ejecutarlo allí mismo, con su hijo mirando todo a través de un solo ojo.
«Esto me favorece», pensó.
Si le hacía daño y veía que Lucerys sufría también la herida, su secreto quedaría al descubierto y entonces sí estaría perdido porque sabría cuál era su única debilidad.
