Nacimiento de la esperanza

                                                                                              1 de marzo de 2.931 de la TE

            Habían cabalgado durante todo el día y la noche anterior, sin apenas detenerse a descansar, desde que recibieran el mensaje. Sólo le acompañaba su lugarteniente y mejor amigo, aquel que era como un hermano para él, Hador.

Llegaron  a la casa con el despuntar del sol sobre los brumosos campos de Arthedain. El llanto del recién nacido les dio la bienvenida nada más trasponer el umbral. Una gran sonrisa se dibujo en el rostro del aun joven Capitán de los Dúnedain.

- Enhorabuena, hermano, ya eres padre. Y parece que tu hijo tiene fuertes pulmones – le palmeó en la espalda su amigo, casi tan emocionado como él.

- Nunca en mi vida he estado tan nervioso ni he sentido tanto miedo como hasta ahora, Hador. Estoy deseando verle.

- Entonces a qué estamos esperando – Ambos hombres se encaminaron al cuarto principal, mientras los sonoros llantos se fueron apagando.

Entraron en la habitación, el ambiente era cálido gracias al fuego que ardía en el hogar. Junto a la cama, en la que una mujer de negro cabellos yacía agotada pero sonriente con su hijo en los brazos, Fíriel, la esposa de Hador,  que había hecho las veces de comadrona, los vio entrar y les dijo:

- Llegáis a tiempo, acaba de nacer – tomó el bulto envuelto en mantas de los brazos de Gilraen y se lo acercó al nervioso y sonriente padre.

- Vuestro hijo, mi Señor Arathorn. Está sano y fuerte – Arathorn cogió al pequeño con mucho cuidado, embargado de una gran emoción. Retiró las mantas, que solo dejaban a la vista una pequeña cabecita cubierta por una suave pelusilla gris, para poder ver la cara y el cuerpecito de su vástago.

- Es hermoso. El niño más bello que he visto – dijo, acariciándole una diminuta manita.

- Te ciega el amor de padre – rió Hador.

- No, amigo. Suilad ion nin. Bienvennido al mundo – el niño se revolvió un poco en sus brazos – Creo que quiere volver con su madre – y diciendo esto, lo puso en el regazo de su madre – Lo has hecho muy bien Gilraen – la besó y se sentó en la cama, junto a ella, observando feliz a su familia.

- Quieres dejar de sonreír como un bobo – le reprochó entre risas su esposa.

- Sólo cuando tu dejes de hacerlo – los cuatro rompieron a reír.

- No podréis remediarlo, a Hador y a mi nos pasó lo mismo, creo que la mayoría de las arrugas de mi cara me saldrán porque desde el día del nacimiento de nuestro hijo no he dejado de sonreír cada vez que le veo – sentenció Fíriel.

- Deberías recordárselo cada vez que le regañamos – dijo Hador.

Unos pasos apresurados irrumpieron en la casa y se dirigieron a la habitación. Un niño de oscuros cabellos y apenas cinco años apareció en la puerta, sin atreverse a cruzarla.

- ¿Ha nacido ya? ¿Puedo... puedo verle? – preguntó tímidamente.

- Sí, ya ha nacido. Adelante Halbarad, pasa y acércate – dijo Arathorn divertido.

El muchacho sonrió, pasó junto a sus padres, se acercó a la cama y se asomó por encima de las mantas que cubrían al recién nacido.

- Es muy pequeño – dijo un poco desilusionado.

- Tu también lo eras cuando naciste, hijo – rió su padre.

- ¿Cómo se llama? – preguntó Halbarad mientras contemplaba al pequeño.

Gilraen miró interrogativamente a su esposo, él le devolvió la mirada con la seguridad en sus grises ojos.

- ¿Qué nombre le pondrás, mi Señor? ¿Cuál ha de ser el nombre por el que será conocida la esperanza de los Dúnedain?

Arathorn acarició suavemente el rostro de su hijo dormido, tan pequeño, tan indefenso le parecía y con un destino tan grande pesando ya sobre sus diminutos hombros, pero crecería y sería grande, más grande, quizás, de lo que él pudiera imaginar y allí estarían Gilraen y él, y también Hador y Fíriel y el pequeño Halbarad, para permanecer siempre a su lado, dándole todo el amor del mundo y apoyarlo en lo qué los hados le dispusieran en su camino.

- Aragorn, ese será su nombre y así lo habrán de llamar, Aragorn hijo de Arathorn – dijo en serio tono pero sonriente.

- Hola Aragorn – le saludó Halbarad.

Hador se acercó a su hijo y le puso una mano sobre el hombro, mientras miraba al pequeño Aragorn.

- Halbarad, deberás quererle y protegerle como a un hermano, como si ambos compartieseis la misma sangre.

- Cómo tu y tío Arathorn.

- Sí, de igual manera – ambos hombres sonrieron, pues desde niños, habiéndose criado juntos desde la cuna, más que amigos eran hermanos.

Arathorn exhaló un gran suspiró, desearía poder quedarse con su esposa e hijo más que nada en este mundo, pero el deber como Capitán le obligaba a alejarse de ellos por un tiempo.

- Hemos de marcharnos – dijo con resignación y levantándose de la cama – Estamos metidos en una batida de orcos, los hombres nos necesitan en el frente – Sabía perfectamente que si le pedía a Hador que se fuera sin él y lo sustituyera en el mando, este lo haría sin ningún problema, es más, ya se lo había propuesto antes de partir hacia su hogar. Pero él, más que ningún otro, debía cumplir su deber, aunque eso significase separarse de aquellos a los que amaba en un momento como aquel.

- Halbarad, ven, dejemos que se despidan a solas – lo llamó su madre.

- Preparé los caballos – dijo Hador.

Arathorn volvió a tomar a su hijo en brazos y lo estrechó contra su pecho, arrullándole con palabras élficas, bendiciéndole desde lo más profundo de su corazón.

- Adiós por ahora, hijo mío – le besó en la frente y se lo devolvió a su madre – Adiós también a ti, mi amada. No sabes cuánto me duele separarme de vosotros.

- Sí lo se, Arathorn, porque yo siento el mismo dolor al verte partir. Pero ve a cumplir tu deber, nosotros aguardaremos tu regreso aquí. Cuídate y no corras peligros innecesarios – ambos se abrazaron y besaron dulcemente.

Arathorn abandonó la habitación con lágrimas contenidas, tal era la pena que llenaba su corazón ante la temprana separación, nunca le dolió tanto abandonar la casa.

- Cuida de ellos en mi ausencia – le pidió, innecesariamente, a Fíriel – En cuanto me sea posible, enviaré a un hombre de armas a proteger esta casa.

- No te preocupes tío, yo les protegeré – dijo un sonriente Halbarad, con las palabras de su padre resonando aun en su cabeza.

- No lo dudo – rió Arathorn, revolviéndole los cabellos – Anda, ve a ver si tu tía necesita algo – el muchacho corrió hacia el cuarto - ¿Está todo listo, Hador?

- Sí, Fíriel nos ha preparado comida para el viaje.

- Entonces vámonos – Ambos salieron acompañados de Fíriel, que los despidió, mientras montaban a caballo y salían al trote.

- Tomaremos el Camino del Este – comentó Arathorn.

- ¿Hacia el este? Creía que volvíamos al norte.

- Sí, pero antes quiero ir a Rivendell. A darle la noticia del nacimiento de mi hijo al Señor Elrond. Mas habrá de ser una visita corta y rápida, me temo.

- Entiendo – asintió Hador. Durante años, casi desde la caída del Reino de Arnor, el Caballero Elrond se había convertido en amigo y protector de los descendientes de Isildur, ayudando con sabio consejo y refugio a los Capitanes y los Dúnedain.

Así, feliz y triste al mismo tiempo, Arathorn, acompañado de Hador, cabalgó a Rivendell, con el deseo en el corazón de regresar pronto junto su familia y ver crecer al que la madre de Gilraen, Ivorwen, había llamado la "última esperanza de su pueblo".