Capítulo 1: Teléfono rojo: volamos hacia Londres
Los primeros días de verano en Privet Drive se habían hecho menos largos de lo habitual para Harry. Parecía bastante probable que la idea de que Alastor "Ojoloco" Moody, Nymphadora Tonks y otros destacados miembros de la Orden del Fénix hicieran una visita tipo comando a su casa si volvían a portarse mal con Harry, apaciguaba bastante los ánimos de los Dursley a la hora de descargar sobre él toda la inquina que parecían profesarle a todo aquello relacionado con el mundo de la magia. Claro, que el hecho de que su primo Dudley ya no le usase de sparring, su tío Vernon ya no le machacase moralmente y su tía Petunia ya no le matase de hambre, desvirtuaba un poco su trasfondo de pobre chiquillo maltratado e incomprendido, lo que le hacía un personaje bastante menos interesante. Y eso, en el fondo, preocupaba sobremanera a Harry, que aspiraba a ser un personaje trágico. Muchas veces, incluso, el joven mago pensaba en la posibilidad de comportarse realmente mal, es decir, de aprovechar sus poderes mágicos para, por ejemplo, hacerle crecer el bigote a su tía Petunia para que pareciera un escobón al revés, o convertir la videoconsola de Dudley en una muñeca hinchable y sus videojuegos en novelas de Danielle Steele, para que su familia adoptiva volviese a tratarle peor que a un perro y así volver a ganarse, a través de la compasión, el cariño de los lectores. Pero enseguida se echaba atrás: No, Harry, no lo hagas. Sí, Harry, podrías hacerlo, y de hecho estaría plenamente justificado, por tantos años de penalidades y sufrimiento, pero no: piensa que un héroe como tú, tan noble y limpio de corazón, no puede ser tan rastrero. No, no puede el vencedor de los Mortífagos, el Niño que Sobrevivió, caer tan bajo.
Absorto como estaba en su sobrecogedor y profundo monólogo interior, presa de sus contradicciones de personaje maduro, moral y psicológicamente complejo, Harry Potter no cayó en la cuenta de que un teléfono llevaba un rato sonando, de que los timbrazos no venían de la televisión, en la que estaba viendo los Teletubbies (su favorito era Tinkie-Winkie), sino del teléfono que tenía justo al lado, en el salón de los Dursley. Harry, despatarrado en el sofá, estiró el brazo y lo dejó caer pesadamente sobre el auricular, que fue descolgado con cierta desgana:
-Si pregunta por algún Dursley, no están.
-NO, HARRY, SOY YO, RON. TE LLAMO DESDE UNA CABINA DE ESAS.
Ron Weasley, el mejor amigo de Harry, gritaba tanto a través del teléfono que casi le hubiera bastado con sacar la cabeza por la ventana de donde estuviese y hablar un poco más alto aún para que Harry le hubiera oído perfectamente sin necesidad de teléfono.
-No hace falta que hables tan alto, que te oigo perfectamente. Además, eso denota un candor y una inocencia ante los inventos "muggles" por tu parte que te hace más encantador que yo, y eso sí que no te lo consiento.
-Vala, vale, lo que tú digas, tío. ¿Qué tal si vas haciendo petate?
-¿Cómo?
-Hermione, yo y unos cuantos más jugamos unos números de lotería "muggle" poco después de nuestra trifulca contra los mortífagos, ya sabes.
-¿Y eso?
-Bueno, Harry, no sé tú, pero Hermione y yo pensamos en aquel momento que estábamos en racha, o a ver cómo demonios habríamos salido vivos de esa, si no.
-Porque íbais conmigo, El Niño que Sobrevivió, ¿por qué si no? Bueno, ve al grano.
-El caso es que nos ha tocado un buen pellizco, pero como somos a repartir entre ciento y la madre, la cosa nos da sólo para pasar un veranito en Hogsmeade, en plan colonias, pero sin monitores coñazo ni actividades lúdicas de esas que aburren a las piedras. ¿Te apuntas?
-¡Por supuesto! Sospecho que me esperan allí divertidas correrías juveniles en las que volver a demostrar al mundo que soy, sencillamente, el mejor. Además, como estoy forrado, no tendré que aceptar vuestro sucio dinero de origen "muggle", aparte de que el gran Harry Potter jamás aceptaría ese tipo de dádivas por parte de sus amigos.
-¿Sabes, Harry? Estas empezando a hablar de ti mismo como hablaría Dobby, y eso me preocupa.
-Lo que no sé es cómo os van a aceptar libras "muggles" en Hogsmeade.
-Ya no tenemos dinero "muggle", Harry. Lo hemos cambiado por un buen puñado de galeones.
-¿Y eso?
-He hecho valer mis influencias. Mi hermano Bill trabaja en Gringotts, ¿recuerdas? Además, con todas esas libras "muggles" se puede comprar bastante oro en el mercado de Londres. Ve haciendo las maletas. Y tráete la escoba.
-Por supuesto.
-Por cierto, Harry, hablando de Londres, ¿te importaría que antes pasáramos por el callejón Diagon? Quiero ver qué tal les va a Fred y a George con eso de preparar su tienda. ¿Sabes que ya tienen un local y todo?
-¡Por supuesto! Y después de la cantidad de dinero que les doné para la causa, en mi infinita generosidad, es lógico que al menos hayan podido alquilar un local.
-Pues ya está decidido. Paso a recogerte mañana, si te parece bien. Nos reuniremos en Londres con Hermione, mi hermana y Lovegood.
-¿Y qué hacen esas tres en Londres?
-Han ido de compras. Ya sabes cómo son las mujeres.
-Bueno, pues para allá que vamos. Estoy bastante a disgusto con los Dursley este año. No me hacen sentir lo suficientemente desgraciado. ¿Qué crees que podría hacer?
-No estás hablando en serio, ¿verdad, Harry?
-¡Claro que sí!
Ron sentía algo bastante extraño al ver la postura de Harry ante su nueva situación de "niño desgraciado pero no tanto". Algo a medio camino entre la perplejidad y el enojo.
-No sé, Harry, ¿qué tal si te auto-flagelas con un cinturón de tu tío por el lado de la hebilla?
-No, pero me has dado una idea genial. ¡Siempre puedo auto-compadecerme por la muerte de Sirius! ¡Muchas gracias, Ron!
-Oh, Harry, de nada. Siempre es gratificante saber que ayudo a un amigo.
Ron y Harry habían quedado en el pasaje de Diana Spencer, una sucia y oscura callejuela en algún lugar perdido de Surrey en la que sólo había cubos de basura y desperdicios tirados por el suelo. Se suponía que Ron llegaría a Surrey en escoba y, una vez allí, para evitar ojos "muggles" curiosos, en taxi hasta el desierto (y por tanto discreto) pasaje, y que luego, acto seguido, les recogería un autobús mágico de tres plantas que les transportaría hasta Londres. Y, en efecto, allí llegaba el taxi. Cundo se hubo parado junto a Harry, una de las puertas traseras se abrió y de ella salió un chico espigado, pelirrojo y con una prominente nariz. Tenía el pelo un poco más largo de lo habitual, de forma que hasta se permitió llevarlo recogido en una coleta corta, y por su cara no parecía que el trayecto en taxi hubiera sido precisamente divertido. El taxista, un tipo rechoncho y calvo, salió apresuradamente del puesto del conductor para abrirle a Ron el maletero, de donde sacó una enorme maleta con ruedas y una Nimbus 2001 a la que estaba enganchada una suerte de bandolera similar a la de una guitarra eléctrica. Harry se alegró de que la posición de "nouveau riche" de Ron no fuese lo suficientemente alta como para comprarse una Saeta de Fuego, lo que le hubiera puesto a su altura, cosa de difícil remedio, dado que para ese año no se esperaban novedades de relumbrón en el mundo de las escobas voladoras. Ron se echó al hombro la bandolera de la escoba y se la colocó hasta que le quedó a la espalda y casi en vertical. Luego asió fuertemente la maleta y miró con cierto desprecio al taxista. Éste, a su vez, con la mejor de sus sonrisas, le dijo:
-Hasta otra, joven. Y ya le digo: Miss Margaret Thatcher debería volver a presentarse a las elecciones.
Y se volvió a meter en el taxi y se marchó.
-¿Y esa Nimbus 2001 que tienes? –preguntó Harry, quizá casi celoso, sentado en su baúl, entre la jaula de Hedwig y su Saeta de Fuego.
-De segunda mano, que tampoco quería pulirme todo el dinero en una escoba nueva si luego quería irme de vacaciones. ¿Crees que el bus tardará mucho?
-Por supuesto que no. Al Niño que Sobrevivió no puede salirle mal algo tan nimio como una escapada veraniega.
Y, en efecto, como de la nada apareció un enorme autobús de tres pisos y de aspecto destartalado, que paró junto a ellos y abrió sus puertas para que subieran.
-¿Sabes, Harry? Algo me dice que, a pesar de lo que dices, este va a ser un verano movidito.
