Pase lo que pase, todo estará bien.
Natalia.
(Palimpsesto)
El cielo está nublado. Gris. Deseo verlo azul, como el agua del mar, como los ojos de mamá y como los hondos y profundos ojos de ella. Y estas gotas de agua que me nublan la vista y que lentamente se escurren por mis mejillas heladas, ¿son lágrimas? Creo que no, porque está lloviendo suavemente. Las rosas blancas que sostengo en mis manos, las rosas blancas embebidas de agua, ahora están más bellas. Las rosas son hermosas cuando parecen cubiertas de rocío. Camino. Camino y siento que a cada paso un dolor indescriptible mana de mi corazón herido y se extiende e invade cada célula de mi cuerpo, y no puedo, no puedo desprenderme de él... Es grande, casi tangible; pero a la vez, abstracto. Seguramente, ya forma parte de mí, como una piel interna..., que no podré arrancármela. Camino. Camino y cada paso me es más difícil. Mis ojos están cegados por la lluvia, creo. O, mejor dicho, quiero creer. No me atrevo a confesarme a mí mismo que estoy llorando. Es mejor culpar a la lluvia, inocente y suave. Casi cálida. Como ella. Todo alrededor mío se desdibuja. Todo. Todo, excepto el cielo plomo, a ratos de un celeste pálido, perdido entre nubes grises, cargadas de agua. Camino. Camino y comprendo que me duele. Admito que me duele, porque desde antes comprendí que me lastimaría. Sólo que me era imposible aceptar aquella situación..., y ahora también lo es… y, sin embargo, lo he hecho. Camino. Camino y sé que estoy derrotado por aquel enemigo invisible, invencible. Aquel enemigo despiadado, que ataca sin odio, sin rencor, sin venganza. Aquel enemigo que únicamente acomete al más débil, porque es el momento, que no trepida en alzar el arma y perpetrar el crimen, porque es la hora. Camino. Camino y todo está negro... Y allá en el horizonte... una luz blanca brilla... En el horizonte, una esperanza helada. La acojo en mi corazón y embargada por mi cariño, se prende. Y ahora es una llama; ahora, es fuego crepitando, iluminándome y dándome fuerzas para continuar. Camino. Camino y evoco sus palabras, henchidas de dolor, pero pronunciadas con voz dulce, serena y cálida: "No te apenes, porque yo siempre voy a estar contigo... Cuando veas a los pequeños, me verás a mí... Pero me verás como una gran amiga, solamente, porque será otra...—y su voz se entristece súbitamente, se quiebra—Deberás perdonarme algún día". Camino. Camino y comprendo que no me ha abandonado. No estoy sólo, porque tengo dos pequeños hijos. La Muerte se ha apiadado de mí: los ha dejado conmigo.
—Joven Syaoran, que bueno que ha regresado temprano—me saluda Wei, suspirando aliviado, al recibirme en la puerta—. La lluvia aún no amaina—añade.
—Gracias, pero no debes preocuparte por mí.
Coloco una silla cerca de la estufa, me despojo del abrigo empapado y lo dejo secándose sobre la silla que he colocado cerca de la estufa.
—¿Cómo están los niños?
—Bien, señor. Gracias a Dios, los niños no comprenden la pérdida que han sufrido.
—Eso es lo bueno de ser niño: hay muchas cosas que no comprendes, y eres irremediablemente inocente y feliz—musité quedamente.
Me asomé al cuarto donde dormían mis hijos. Ambos dormían plácidamente en sus cunas. Le besé a cada uno la frente y les deseé buenos sueños.
Luego voy a prepararme una taza de té. Wei está en la cocina. Me parece tenso, pues se restriega las manos nerviosamente y sus ojos negros resplandecen con un brillo de ansiedad, y eso no es normal en él. Le pregunto que qué pasa, mientras espero que hierva la tetera.
—Sucede que ha llamado su madre, joven.
—¿Cómo?
—Al enterarse de la muerte de su esposa, solicita que usted regrese a casa—me comunica, mirándome fijamente.
—No volveré, Wei. He amado a mi mujer durante estos dos años que estuve con ella y, créeme, no me arrepiento. Mi madre se ha equivocado… Y yo aún no olvido lo que hizo. Deberá pasar mucho agua debajo del puente para que yo piense en regresar—replico, con voz serena.
—Pero, señor, usted sabe que necesita encarecidamente dinero. Su situación es bastante pobre. No lo digo por usted ni por mí, sino por sus hijos. Ellos tienen un año de edad y deben alimentarse correctamente. Y "correctamente" significa dinero, y bastante.
—Comprendo lo que dices, Wei y te lo agradezco. Pero no regresaré—repito, duramente y luego agrego, más suave—. Trabajaré más duro, si es necesario. En los estudios me va bastante bien, por lo que no requiero estudiar demasiado y así tendré más tiempo libre y podré emplearlo trabajando.
—Usted se sacrifica demasiado, joven—me reconviene Wei.
—Si es por amor, cualquier sacrificio es un placer—repongo, tranquilamente.
—La señora me pidió que usted la llamara comunicándole la respuesta.
—Bien.
Me dirijo al teléfono y marco los dígitos. A pesar de mi aparente calma, mis manos tiemblan imperceptiblemente.
—Buenas noches, casa de la familia Li.
—Buenas noches. Por favor, déme con Ieran Li.
—¿De parte de quién?
—De Syaoran Li.
—Espere un momento.
Mientras tanto, pienso en cuáles son las palabras correctas y más adecuadas.
—¿Syaoran?—pregunta desde Hong—Kong, la voz serena e imperturbable de mi madre.
—Sí, madre. ¿Cómo está usted?
—Muy bien, gracias. ¿Y tú?
Me turbo. ¿Y yo? No sé que responderle.
—¿Y tú?—repite, siempre frío e inmutable su tono de voz.
—Bien, gracias—contesto ásperamente—. ¿Cómo están mis hermanas y Meiling?
—Bien también. ¿Has pensado en lo que te propuse?
—No acepto, pero le agradezco, de todas formas.
Se mantiene un rato en silencio. Es un silencio espeso, hondo, lacerante. Es mi madre.
—Como tú quieras—concede inconmovible, sin alterarse.
Es mi madre, me digo de nuevo, mentalmente. Inconmovible y helada.
—Por favor, déle saludos a mis hermanas y a Meiling.
—Claro.
—Gracias.
—Buenas noches, hijo.
Cortés, sólo en cierta forma, es decir, a su manera. No preguntó por mis hijos ni por Wei. Está molesta, pero no lo reconoce. Es mi madre. Mi madre y su orgullo, casi palpable.
—Buenas noches, madre.
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Sus ojos azules, como dos océanos cansinamente vivos, inmensos y abismantes, hermosamente tristes e inocentes. Su piel pálida y tersa. Cuando le acariciaba las mejillas, mi mano resbalaba suavemente por su piel. Era exquisito besarle sus labios tibios y rojos y era exquisito besarle sus manos y su frente, su cuello y su pecho. Besarla entera a ella, era sublime y bello. Y su cabello negro caía como cascada sobre sus hombros, brillante y espesa. Y era su silencio una dulce ambrosía y eran sus caricias de ternura como un remanso en paz y pleno. Su rostro velado por ese halo de tristeza y su sonrisa eternamente melancólica, me indujeron a imaginar que su congoja era connatural en ella. Toda ella era un enigma insoslayable. Sus brazos eran acogedores y su abrazo entrañable. Y yo la amaba, por sobre todas las cosas. Era un amor especial… Quería su callado mirar, su sonrisa serena, su abrazo íntimo, sus mínimas y ausentes demostraciones de amor hacia mí y sus ojos azules tan hondos e infinitos. Infinitos como el cielo azul. Infinitos como sus secretos inconfesables. Infinitos como su amor ingenuo y puro.
—Quiero decirte que te amo—me decía algunas veces.
Tal vez cuando el cielo estaba azul y claro y cuando su pasado la liberaba. Ya no lo recuerdo. Pero mi memoria retiene con firmeza y, estoy cierto de ello, que Natalie me asía las manos y me prodigaba cariñosos besos en la cabeza cuando pronunciaba esas palabras de tierno y frágil amor.
—Lo sé—contestaba yo, inmerso en sus ojos grandes.
Y algunas veces, yo le respondía.
—También yo te quiero.
En esas ocasiones ella se afanaba en sonreírme con dulzura tierna, en dejar sus nostálgicas evocaciones atrás, pero aquello era en vano: su acostumbrada tristeza perduraba en su rostro noble y su mirada fervorosa retornaba a ser lánguida. Lánguida y lejana y melancólica.
Y callaba. Y su silencio era hondo, como el de mamá, pero hondo y tibio. Ella sabía cuando debía hablar… Y siempre cuando lo hacía, pronunciaba las palabras sosegadamente, veladas por un ingenuo candor.
Nos amábamos en silencio. Entrelazadas las manos, caminábamos largamente, apreciando cada porción, por muy recóndita que fuese, de nuestro alrededor. Anhelaba la primavera cada año, para contemplar el cielo azul, como sus ojos, desprovisto de nubes. Para observar las flores despertar de su largo letargo y quererlas. Y caminar entre ellas. Alababa la sabiduría inmensa y grande de la naturaleza sin palabras.
A ella le gustaba caminar… Caminar entre los árboles, entre las flores, bajo un cielo azul iluminado cálidamente por los rayos del sol, en la arena, en la orilla del mar, jugando con las olas, en todas partes. Caminar junto a mí, tomados de las manos y decirme: "Te quiero". Y yo la amaba. O quizá amaba su silencio y sus ojos azules y su frágil cuerpo y su desenvoltura y gracia para caminar y su mirar acongojado casi angustioso y su sonrisa melancólica y el deseo de conocerla más allá de sus palabras.
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—Joven Syaoran, debería estar durmiendo ya—me dice Wei, cortando el curso de mis recuerdos nostálgicos. Nostálgicos y ahora tan distantes.
Lo miro atentamente y veo que sus ojos negros denotan pesadumbre y pena. Él también la quería. O tal vez sólo la quería por el cariño que me tiene a mí.
—Wei, añoro el día en podré volver a verla—murmuro, ya sin ocultar mi pesar.
No tiene sentido. En verdad, no tiene sentido intentar engañarlo para no afligirlo, pues Wei me conoce desde que nací y sabe leer y comprender la mirada de mis ojos.
—Señorito, usted debe seguir adelante. La señorita Natalie no regresará, pero, como ella dijo, estará acompañándolo… si usted se lo consiente.
—¿Qué quieres decir?
—Debe aceptar y asumir que ella está muerta, para que esté a su lado ahora.
Me avergüenzo de este pensamiento que me roe el alma, que me inunda, que me llena. Me siento solo… No es que la presencia de Wei y de mis hijos sea en vano, pero no suple la ausencia de ella. Viví con Natalie cerca de dos años. Días felices… Y la amé serenamente, casi sin fuego, casi sin ardor, sin enamorarme profundamente de ella, no como es en realidad el verdadero amor, lo admito, pero así éramos felices. Nuestro cariño era callado y así era hermoso. Ahora siento un vacío hondo y pesado que me oprime el corazón, que me llena de pesar…Extraño a Meiling, con sus trenzas negras, con sus ojos canelas sonriendo alegremente, con su voz eufórica, con su conversación inacabable…; a mis hermanas, con sus locuras y su cariño y su charla bastante incoherente y divertida, especialmente a Fanren, que siempre estaba dispuesta escuchar y a entender… aun a mamá, con sus ojos azules inalterables e insondables, su caminar erguido, su semblante frío, severo y altivo… Añoro con nostalgia dolorosa y amarga los días en que fui niño y fui completamente feliz, y cuando ella y yo nos amábamos en silencio bajo el cielo azul despejado de nubes, tomados de las manos y nos besábamos con pasión apaciguada, nos besábamos con amor tibio… Pero esta soledad que me ahoga… Este desconsuelo, este sufrimiento que no termina… No lo quiero… No.
—Joven Syaoran, debe dejar de martirizarse con agrias cavilaciones. Piense en sus hijos.
No me sorprendió que Wei sospechase las amargas meditaciones que me perturbaban.
—Amo a mis hijos, Wei—repongo con voz apagada.
Ha dejado de llover. Ha dejado de llover, y pienso que es momento de asumir esta pérdida. Mas no comprendo por qué ahora siento tantos deseos de llorar, que me anudan la garganta y me impiden hablar.
—Lo sé y por eso tengo la certeza de que usted sabrá cómo continuar. Buenas noches, joven, que duerma bien.
—Gracias, Wei, y buenas noches—le digo, tratando dificultosamente de dominar el quiebre de mi voz.
Antes de salir del cuarto, apaga la luz. Y todo se torna negro. Negro como la noche fría de Londres. Negro. Me asomo a la ventana. Oteo el cielo. Es imposible distinguir la luna y las estrellas en esta noche, ya que el cielo está cubierto de nubes. Los árboles están desnudos y tiemblan visiblemente por el rigor del viento. De vez en cuando unas hojas vuelan raudamente. Es este invierno tan frío. Frías estaban sus manos al tomarlas y fríos sus labios al besarlos desesperadamente, cuando ya la muerte estampaba en su frente bella, pero horriblemente helada, su sello indeleble e inapelable.
Las lágrimas acuden a mis ojos y mi vista se nubla, de inmediato. ¿Por qué? Ya no duele tanto esta herida, incluso me parece remota… Pero sollozo inevitable y silenciosamente… y en este llanto sin consuelo se libera el dolor…Escapa, huye de mí…, pero sus estragos permanecen en mi corazón lastimado.
Es bueno llorar… Me siento mejor… Creo que esta noche podré conciliar el sueño… Y dormiré en paz, sin evocar en sueños aquellos ojos azules, vidriosos y anegados por las lágrimas.
Ha transcurrido un mes desde que comenzó el invierno. Esta es la primera lluvia de la estación. Ha transcurrido un mes desde su muerte. Y por fin, puedo llorar.
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Ella sabía escuchar, es cierto, pero como muchas cosas, a su manera. Como yo soy un muchacho tímido y muy callado, hablábamos poco. Aunque, de vez en cuando, echaba de menos conversar con Meiling y eso que siempre era ella quien hablaba y yo muchas veces pensé que aquello era aburrido. Pero cuando me fui de casa, comprendí que añoraba tener junto a mí a Meiling y que realmente me gustaba charlar con ella o, mejor dicho, oírla parlotear. Entonces, cuando me embargaba la nostalgia del hogar, recurría a Natalie. Ella me miraba largamente y una chispa de vida parecía brotar de sus ojos azules…y yo me sumergía en ellos y sentía caerme en ese abismo azul. Inmerso tibiamente en ese mar cálido y amado. Pero tan rápido como había brotado, ese destello de vida se extinguía. Y su mirada mortecina parecía remontar el vuelo hacia remotos confines, donde no había cabida para mí. Y en esos instantes uno podía conversarle, decirle muchas cosas, pero yo callaba. Callaba porque sabía que ella sólo me oiría, pero no me escucharía y nada replicaría. Callaba, porque, muy en el fondo de mi ser, intuía que ella no comprendería mis palabras. Callaba y la contemplaba, extasiado y la amaba aún más. Y contemplaba sus ojos azules y opacos… Su sonrisa tenue y ausente. Ausente y triste, como todo en ella: su mirar, su rostro y sus gestos. Pero yo la amaba, o eso creo.
Por ella dejé a mis seres queridos.
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—Joven Syaoran, Sakura y Tsé llaman a su mamá—me dice Wei.
Yo he regresado del trabajo, que ha estado muy liviano, bebo una taza de té. Son las ocho p.m. y la noche ha caído sobre Londres. De pronto, unos relámpagos alumbran la ciudad y luego unos truenos resuenan en el silencio hasta ahora impenetrable. Dejo la taza de té a medio beber y voy dispuesto a tranquilizarlos.
Los acuno en mis brazos a intervalos cada uno, pero cada vez que oyen los truenos rompen en un llanto ruidoso. Poco a poco, van recobrando el sueño. Por fin se han dormido.
El té está helado y ahora son las diez p.m. El tiempo pasa veloz y apenas me doy cuenta. El sueño me invade perezosamente. Me levanto, doy dos pasos, pero son pesados y vacilantes. La visión se me nubla repentinamente y es Wei quien me sostiene.
—Trabaja usted muy duro, señorito. Su salud ha empeorado notablemente. Se alimenta mal. Se levanta a las seis y camina hacia la universidad con la dureza del invierno, luego trabaja hasta las siete y media…Y casi no descansa.
—No puedo permitirme ningún descanso, Wei, lo sabes. Necesitamos el dinero.
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Sólo sabía de ella que estaba sola en el mundo, ni siquiera un familiar lejano tenía. Su apariencia desamparada, frágil e inerme me conmovía y enternecía hasta lo más hondo del corazón. Parecía que con cualquier contacto fuese a quebrarse. Sus ojos azules tan tristes. Tan tristes y melancólicos. Siempre estaba inmersa nostálgicamente en sus tormentosas remembranzas y cuando emergía casi penosamente de ellas era sólo por un momento fugaz, que yo anhelaba eterno. Eterno, porque yo la amaba.
—Te quiero y me gustaría que me besaras—me susurraba al oído, ingenuamente.
Yo me sonrojaba y me daba miedo tocarla, por temor a que se quebrase, como cuando se rompe un vaso de cristal al caer al suelo. Pero ella se me acercaba y me acariciaba el cabello y luego me besaba dulcemente. Y sus labios eran tibios y rojos, y parecía que era lo único en ella, a parte de sus palabras, que poseía vida. Y luego, volvía a abstraerse en sus ensueños y reaparecía en sus ojos aquella llama carente de alegría, como agotada de vivir. Y yo quería sustraerla de ese mundo, pero no podía. Honestamente, no me atrevía. Ella era hermosa así, con sus secretos, su sonrisa enigmática y su mirar extenuado y triste. Triste y remoto, y vago. Y sus ojos azules. Tan azules como el cielo azul en primavera.
Primavera. Flores y verde y ese azul intenso. Y mis hijos… En esa época inolvidable nacieron ellos de su vientre.
El cielo estaba azul y sereno, igual que su mirada. Y sus ojos azules hasta expresaban alegría y su sonrisa misteriosa hasta demostraba regocijo. Casi no había rastros de su usual tristeza.
—Me gustaría que me besaras…
Ella estaba en cama y su frente estaba perlada por el sudor debido a la fiebre. Yo estaba nervioso… Temía, quizá hasta sospechara, lo que iba a ocurrir después. Ella era tan frágil. Tan frágil y débil.
—Debes descansar…
—Estoy feliz, querido Syaoran… Feliz. Nunca antes había sentido este gozo o quizá… sí, recuerdo vagamente…—meditó un momento y pareció perderse unos instantes en sus habituales ensoñaciones, como siempre solía hacerlo, pero sus ojos azules se posaron en mí y regresó, entonces prosiguió—. Y te lo agradezco profundamente… Pero no debes preocuparte… Acaso esta llama de vida que brota ahora en mi alma… se apague pronto… Por eso debemos aprovechar este momento… Y, querido Syaoran, recuerda que pase lo que pase, todo estará bien, ¿comprendes?
—Pero…
—Me gustarías que me besaras…—insistió con infantil tenacidad.
Y la besé con amor. Y nos besamos con amor. Era tan bella. Tan bella y callada… Y por primera vez, la tristeza había desaparecido de su rostro… Y por primera vez, las lágrimas que brotaban de sus ojos eran de júbilo… Le tomé las manos y se las besé repetidamente… Y ella reía con sutil gracia… Y le acaricié su cabello negro, suavemente ondulado, sus mejillas… Y le dije que la amaba.
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—Li, éstos serán tus nuevos compañeros de trabajo…—me anuncia mi jefe.
A la muchacha de ojos verdes y alegres, de cabello castaño claro y corto y de gentil sonrisa la presenta como Sakura Kinomoto; a la joven de largos cabellos negros, de ojos violetas y observadores, como Tomoyo Daidouji; al joven de cabello negro con reflejos azulados, de piel tan blanca como la de Daidouji, de ojos azules y hondos y de sonrisa extrañamente misteriosa y familiar, como Eriol Hiiragizawa.
—Chicos, él es Syaoran Li. Trabajarán juntos en este cuarto y espero que os llevéis muy bien.
—Hola, es un placer—me saluda Kinomoto, tendiéndome la mano, cordialmente.
Luego los otros también la secundan.
Yo les estrecho la mano con cierta reserva. No soy un joven muy sociable. En casa, mis hermanas y Meiling siempre me reprendían la usual desconfianza con que acostumbraba tratar a las personas desconocidas por mí.
Kinomoto es una muchacha muy feliz, me parece. Siempre sonríe. Pero no es como la sonrisa triste de Natalie; la de ella, es afable y muy alegre. Y también muy tierna e inocente. Realmente me impresiona. Al parecer todo le causa deleite. Siempre está satisfecha. Y se ríe. Ríe y habla mucho… Por lo que deduzco al oírla charlar, se preocupa mucho por los demás: por Daidouji, por Hiiragizawa, por su hermano, por su padre, por su tía, por su novio, por sus amigos…, hasta por mí…. Es extraño. Su actitud me desconcierta. Ella es muy generosa. Gentil y amable, y contenta, y feliz. No llego a comprenderla. Algunas veces, su alegría me parece una ofensa y no puedo evitar dirigirle frías miradas y tratarla con dureza. Y otras veces, su corazón sincero me conmueve y una dulce congoja me inunda y una desconocida sensación me sube al pecho y mi respiración se torna agitada y si me mira y me sonríe, porque siempre sonríe, me avergüenzo y un calor insoportable invade mis mejillas y una expresión de confusión asoma a mis ojos. En cierta forma, la admiro.
Infiero por las miradas que se dedican, como se toman de la mano y las palabras de amor que se recitan, que Daidouji y Hiiragizawa son novios y que se profesan un verdadero cariño y se han enamorado profundamente. Ellos se sonríen cada vez que sus miradas se encuentran, y son muy tranquilos y serios. Hablan largamente y a veces quiero callarlos, como que me da rabia que ellos estén juntos, y estén bien. Pero mi ira prontamente cede a la comprensión: también ellos son buenos muchachos.
Algunas veces me invitan a tomar café junto a ellos, pero nunca accedo. Me lastima verlos a ellos tan felices. Creo que si me acerco a ellos ese cuadro tan bello se va a manchar. Yo soy tan serio, casi triste, egoísta y, porque no deseo que nadie lastime mi corazón vulnerable y sensible, escondo mis sentimientos. Sentimientos que me abruman, que no quiero descubrir ante nadie, por injustificable terror a sufrir. No merezco compartir la mesa con ellos, que son honestos y solidarios y felices. Pero me duele.
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—Joven Syaoran, son mellizos: un niño y una niña, sanos y fuertes.
Wei me aguardaba a la entrada del hospital y una fugaz sonrisa cruzó sus labios, pero sus ojos denotaban cierto brillo de preocupación.
—¿Y cómo está ella?
—Mal, señor. Está muy débil, aunque ya fuera de peligro.
—Iré a conversar con el doctor… Luego voy a ver a los niños.
Camino rápidamente. No pude estar junto a Natalie en esos instantes trascendentales, porque era indispensable que hoy estuviera presente tanto en la Universidad, rindiendo una prueba de importancia, como en el trabajo. El jefe no acepta justificaciones, es muy estricto. Demasiado estricto e inflexible. Y el dinero es esencial en esos momentos cruciales: el alto costo de la operación, la hospitalización, el alimento de los niños.
A través del vidrio de la puerta, veo a Natalie. Está en cama, conectada a muchos aparatos y su sueño es apacible, porque la expresión de su rostro hermoso es serena y esboza una sonrisa que ilumina su cara demacrada.
El doctor está verificando la evolución de ella, mientras anota los resultados en una tabla. Me ve desde atrás de los cristales. Sale del cuarto y viene hacia mí.
Es un hombre cincuentón, usa gafas, es muy alto y sus ojos cafés son muy brillantes. Brillantes y como desolados. También, como ella, su expresión era triste y marchita.
—Buenas tardes, joven.
—Buenas tardes, doctor. ¿Cómo está?
—Su situación es crítica. Ahora está sedada, pero no se desanime, pues probablemente mañana experimente importantes mejorías. Por lo menos, deberá permanecer internada una semana. Cuando llegue a casa, no debe realizar ningún tipo de ejercicio, aunque éste sea leve. Absolutamente nada. Es esencial para su recuperación que descanse, que no se esfuerce en lo más mínimo, ¿comprende? Tendrá que guardar cama cerca de dos meses, y más si su salud no evoluciona positivamente.
—¿Cuál es su problema?
—Lo ignoro… Es difícil diagnosticar su enfermedad en el estado en que se encuentra. Cuando ya pueda caminar, deberá efectuarse exámenes para determinar su padecimiento. Eso sí, puedo decirle que sus defensas son muy bajas… ¿se alimenta bien?
—Sí, doctor.
—Bueno, su estado es precario. Su salud es endeble y ahora ha empeorado notablemente. El dar a luz no le ha ayudado en nada.
—¿Se recuperará, verdad?—le pregunté ansiosamente aquella vez al médico, con el corazón apretado.
Pero un presentimiento que me agobiaba desde que la dejé en el hospital, me auguraba que ella, que ella…
—Si sigue todas mis instrucciones, por supuesto. Tranquilo, muchacho. Ella es joven. Sólo le falta vitalidad… Y depende de usted y de sus hijos…—y sonrió compasivamente, ocasionándole muchas arrugas a su rostro ajado—. Para que sus defensas progresen, le indicaré la dieta alimenticia que deberá seguir y consumir unos medicamentos que le recetaré, ¿bien?
—Gracias, doctor. Muchas gracias…
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—¿Estás bien, Li?—me pregunta una voz, palmoteándome suavemente el hombro. Levanto la cabeza pesadamente. Me he quedado dormido sobre el escritorio en que trabajo. Es Hiiragizawa.
—Sí, gracias—pero mis ojos comienzan reiteradamente a cerrarse, por lo que sacudo mi cabeza, en un esfuerzo por desalojar al sueño de mi mente.
Wei ha enfermado. Tiene fiebre. Hace tres días me vi obligado a ordenarle que se acostara, ya que el insistía en cuidar a los niños. Así que yo he tenido que encargarme de ellos hasta muy entrada la noche, a parte de estudiar. Aunque Wei debe hacerse cargo de ellos mientras yo trabajo, por eso ha tardado en mejorarse. He fallado todos estos días a clases, para quedarme en casa y cuidar de los tres, pero al trabajo no puedo ausentarme. Y eso es aproximadamente cinco horas y media, a diferencia de Kinomoto y Cía., quienes laboran dos horas solamente. Es por este motivo que el sueño me invade.
—Oye, si necesitas ayuda, sólo dinos, ¿bueno?
Es Sakura. Sakura sonriendo dulcemente… Y sus ojos esmeraldas agradablemente alegres.
—Gracias… —musito, desviando tímidamente la mirada.
No entiendo qué es lo que me pasa. De un tiempo a esta parte, observar a Sakura se ha convertido para mí en una delicia y en un tormento a la vez. Sus ojos verdes. Verdes y contentos. Su piel trigueña, que se me antoja suave. Su cabello castaño, brillante y sedoso. Sus labios abiertos siempre en una sonrisa. Una sonrisa franca, hermosa. Muy dulce y gentil. Y su rostro tan bello. Tan bello y sereno, y feliz. Y su voz melódica, cadenciosa que transmite alegría, paz. Y su cuerpo armónico. Y su ingenuidad pura. Y su mirada tenue y sincera.
Pero si ella me mira, percibo claramente como se me suben los colores, como mi respiración se acelera, y si me habla, siento que mi corazón apresura sus latidos y tartamudeo al responderle.
Algunas veces, deseo fervientemente ser su amigo y llamarla Sakura y acompañarla y solidarizar con sus problemas, sus preocupaciones. Y algunas veces, cuando habla sobre su novio, deseo olvidarla, pensar que no existe. A pesar de que el chico del cual está ella enamorada, por las cualidades y virtudes que ella le otorga, da la impresión de ser un buen muchacho, yo siento una angustia que no comprendo. O mejor dicho, no quiero comprender.
Esto es nuevo para mí. Creo que estoy comenzando a enamorarme. Pero me duele. Me duele que sea así. Ella nada sabe de mí… Ella ama a otro…
Continuará pronto...
Nota de la autora: este es el primer fic que publico aquí. Se lo debo a Rubiax, quien me dio todas las instrucciones pacientemente para subirlo. Muchas gracias, compañera.
Quiero agradecerles que hayan leído el fic, que tiene más capítulos, y simplemente espero que lo hayan disfrutado. Por favor, háganme saber sus reacciones, ya sean buenas o malas, pero siempre de manera respetuosa. Pueden escribirme a lejos_en_el_cielo@hotmail.com
