Saint Seiya – Tenkaihen
Por:
Conejo

Capitulo uno.- Aquileus


"Regresarán a cumplir con su destino… Ciertamente… su luz milagrosa aún ilumina nuestro mundo…"



     Caminaba, casi desplazándose, casi volando, sobre una superficie aparentemente líquida. Cada que sus pies alcanzaban a rozar con el piso, producían numerosas ondas que crecían alrededor de la joven mujer de cabellos rojos y lacios, piel blanca con cierto bronceado y unos ojos rojizos que parecía que lanzaban fuego. Tenía gran desición en su alma inmortal, tanta como su propia belleza. Parecía una diosa.



     Se encontraba en un brumoso lugar, vasto, conformado con un lago y varias cascadas a los alrededores que acarreaban un líquido parecido al agua, pero que era tan transparente y puro que podría aventurarme a asegurar que no lo era. Justo en el centro del inmenso lago había un pequeño islote. En él yacía un pequeño templo de construcción griega. La mujer se dirigía precisamente a ese templo.



     Al llegar y meterse en él, se impresionó de lo grande que era a pesar de lo pequeño que se veía desde afuera. Sin duda, era la primera ocasión en el que se introducía al templo de un solo sendero delimitado por inmensos pilares de piedra color azul y el piso del mismo material. Al fondo, había una gran imagen en relieve grabada en la pared de una joven mujer en perfil izquierdo, envestida con una túnica griega, inclinada y extendiendo su brazo para tomar una flor de tantas que había en un pequeño jardín. Delante de la imagen, había una pequeña plataforma, y encima de ella un pequeño cofre dorado que tenía enfrente la imagen de una rosa. Bajo el cofre, en la parte superior de la plataforma, había una palabra grabada (parecía un nombre), de un misterioso idioma.



     La mujer se puso frente al cofre, y sonrió triunfante: por fin comenzaría con todo lo pactado.



- Esposo, muy ingenuamente creíste que con no darme la ubicación exacta del altar de Afrodita no me daría el trabajo de buscarla por mí misma. Qué equivocado estabas- Acercaba lentamente sus níveas brazos al cofre mientras añadía para sí – Pronto comenzará la más grande de todas las guerras santas, al abrir este pequeño cofre dorado y liberar lo que contiene en su interior.



     De pronto, se dolió, al mismo tiempo que alrededor del cofre un extraño campo de fuerza eléctrica hacía acto de aparición al tiempo que apenas tocó el objeto con sus dedos.



- Parece que no fuiste tan ingenuo como pensaba. – gruñó, por lo tonta que fue al suponer que sería muy fácil – Para proteger el cofre, le creaste un campo eléctrico de fuerza, tan potente que ni yo misma con toda mi poder podría anularlo... – Tras esas palabras, borró su anterior disgusto y la cambió por otra llena de ironía – Bueno, eso fue lo que pensaste, pero... – De su mano derecha creó una esfera luminosa de considerable tamaño y la lanzó en dirección al campo de fuerza. El impacto fue tremendo, y por unos segundos ninguno de los poderes cedía, hasta que por fin la mujer triunfó y el campo de fuerza fue destruido, creando un destello que iluminó por unos instantes toda la vasta sella – olvidaste que todo ser vivo con el transcurso del tiempo evoluciona y se hace más fuerte. Nosotros los dioses nos incluimos dentro de esa regla.



     Ya con el obstáculo hecho a un lado, la mujer volvió a poner sus manos en el cofre. Esta vez, no sucedió nada anormal y sonrió triunfante. Ya todo estaba libre para cumplir con la primera parte de su objetivo. Tan pronto comenzó a abrir el reluciente objeto, una gran luz comenzó a emitirse de él. Lo abrió por completo, y un potente rayo de destellos blancos salió disparado hacia el techo del templo de manera espectacular, igual que cuando se arqueó y cayó a la derecha de la mujer de largos cabellos, a unos cuantos centímetros de ella. Producía un ruido ensordecedor, parecido al que hacía un trueno décimas de segundo antes de poder apreciarse en el firmamento, con la diferencia de que éste era mucho más duradero. La chica miraba, sin inmutarse ni por lo que tenía a su diestra ni por lo que escuchaba en sus oídos, cómo la luz increíblemente se amoldaba para adoptar aparentemente una forma en particular. Mientras tanto, el recinto una vez más se vio iluminado en su totalidad por tal evento.



- Por fin, - Comenzó a decir Hera lentamente y en voz alta, como disfrutando las palabras - después de tantos años que estuviste encerrada contra tu voluntad, es hora de que renazcas una vez más, hija de Zeus, diosa del amor y la belleza… – La figura, ya formada, dejó de emitir tan desagradable ruido y de resplandecer lentamente, y en su lugar apareció una joven de cabello corto y semejante al oro, y una belleza tan grande que eras capaz de enamorarte de ella con tan sólo percatarse su presencia, llena de paz y amor contrario a lo que debería de sentir por haber sido presa. Abrió lentamente sus ojos, unos ojos azules, tan serenos como el mismo océano. Al principio se pusieron llorosos; veía muy apenas ciertos tonos de negro. Pero luego de un rato su vista se acostumbro una vez más a la luz y así pudo mirar a su liberadora, quien tenía un semblante de profundo amor que trataba de expresar vanamente con su sonrisa – Afrodita.



- Yo… yo te conozco…- Balbuceó lentamente Afrodita, tocándose su frente con sus blancas manos. Era lógico que sucediera eso, por los siglos en los que había permanecido alejada de todo ser viviente. Estaba confundida, no comprendía bien lo que estaba sucediendo. Hera se acercó y puso sus manos en los hombros de la diosa.



- Estás en lo que hasta ahora era tu tumba, querida Afrodita. – Explicó la mujer pelirroja - Mi estúpido esposo te encerró en aquel cofre por rebelarte contra él.



- ¿Rebelarme contra él? – Murmuró Afrodita, rehuyendo la vista de la mujer que tenía su divino rostro a unos pocos centímetros de ella – No-no recuerdo bien lo que pasó.



- No te preocupes, pronto lo harás. Pero ahora, eso no es importante.



Afrodita no hizo caso a tales palabras.



- Yo… Yo sólo recuerdo… a una chica… Se llamaba Palas…



- Palas Atenea. – Repuso la mujer – La diosa protectora de la tierra, la señora de las artes de la guerra sabia.



- Atenea…- Tras ese nombre, la mente de Afrodita comenzó a desaparecer poco a poco esa densa bruma que la envolvía – Comienzo a recordar… Yo… Ella.. - Por fin se atrevió a mirar a la mujer de largos cabellos y le dijo con ciertos trazos de inseguridad – Tú eres Hera, ¿no es así?



- Así es.- Afirmó Hera sonriente aunque con un dejo de desconcierto por la tan repentina recuperación de la memoria de Afrodita – No me gustaría que recordaras en este momento, Afrodita. Te repito que no es necesario.



- Pero, Hera, - replicó Afrodita, mostrando suma incertidumbre – quiero saber qué fue lo que sucedió. No recuerdo la razón por la que Zeus me encerró; ni siquiera recuerdo si en verdad el mismo Zeus fue el que me aprisionó en el interior de ese cofre.



- Afrodita...- Murmuró Hera. Aunque conociera bien a Afrodita y su condición como diosa del amor, aún le sorprende y le intriga la gran compasión que posee. Es un sentimiento de ingenuidad y amor profundo a la vez - No te voy a revelar nada. Es preciso que tú lo descubras por ti misma, y te aseguro que eso será más pronto de lo que imaginas; yo no soy nadie para hacerlo por ti.



Afrodita volvió a bajar su mirada.



- Comprendo bien. – Luego agregó – Pero, ¿Porqué me devolviste la libertad luego de tanto tiempo? Se supone que eres la esposa de Zeus. Si él descubre tu traición, no me imagino lo que podría hacerte...



- No es ninguna traición como tal.- Replicó Hera con seriedad – Una persona que desde un principio da por entendido que no está de acuerdo con otra no es capaz de traicionarlo, porque lo tiene muy presente. Tan sólo agrego más piezas al juego. El momento de la rebelión de los dioses inconformes hacia Zeus ha llegado por fin.



- Sigo sin comprender – Expresó Afrodita, intrigada. Hera por fin la soltó, y se acercó nuevamente a la que hasta ahora resultaba ser la prisión de la diosa del amor. Posó la mirada en el interior del cofre dorado, y metió su mano en él. Enseguida, Afrodita contempló azorada el objeto que había sacado del cofre: un cinturón de plata, que brillaba de igual o mayor manera que el cofre de oro, con un enorme y hermoso rubí en medio.



- Ese... Ese cinturón...- Balbuceó la joven rubia, tocándose el pecho por la conmoción – Ese cinturón lo recuerdo. Me lo creó Hefestos.



- Así es, es tu cinturón, Afrodita.- Confirmó Hera, De inmediato lo miró, mientras recitaba fuertemente - ¡Musas que fueron encerradas por el supremo gobernante del Olimpo! ¡La esposa de Zeus ordena que se rompan sus ataduras divinas y regresen al lado de su protegida!



     Tras esas palabras, un trío de luces salieron del rubí del cinturón y se posaron frente a una desconcertada Afrodita. El ensordecedor ruido volvió una vez más al sagrado recinto. Las tres luces rápidamente cobraron forma humana, y cuando terminaron aparecieron tres doncellas postradas ante la diosa del amor. La primera, de izquerda a derecha, era una muchacha de piel bronceada, cabello rizado y castaño oscuro, ojos marrones y una sonrisa que podría ablandar hasta una roca. En su mano derecha llevaba una flauta de oro con diversos tallados. La tercera, en el mismo orden, era una joven de piel nívea y cabellos rubios que le llegaban hasta la cintura. Sus dos ojos los mantenía cerrados. En sus brazos llevaba una hermosa lira de oro con las cuerdas de plata. Ambas jóvenes simplemente llevaban puesta una túnica y unas hombreras de plata. La última, la de en medio, tenía la piel un poco bronceada, ojos añiles y una larga cabellera roja de la cual su dueña había hecho una coleta que le llegaba hasta un poco más debajo de la cadera. Al igual que las otras dos, tan sólo llevaba hombreras por armadura, pero no llevaba puesta una túnica sino una camisa de tela y un pantalón del mismo material.



     Afrodita los observaba, aún con cierta confusión que poco a poco iba desapareciendo por la naciente actitud de amor profundo que se le presentó al irlas reconociendo poco a poco.



- Chipre de Euterpe, a sus órdenes. – Dijo la doncella de cabello rizado.



- Melpome de Ératus, a sus órdenes.- Dijo la muchacha de cabellos dorados.



La joven guerrera del centro se levantó y le sonrió a su diosa protegida.



- Citera de Caliopus, a sus órdenes, mi señora.



***

     Mientras tanto, en Atenas, una mujer pelirroja exploraba los alrededores del Partenón, el Santuario de Atenea.



     Luego de la terrible guerra sagrada contra Hades, el Santuario quedó reducido a ruinas por la falta del cosmos de Atenea, y de entre las pocas construcciones que quedaban en pie, la extraña joven con ropas extrañas y una máscara de plata ocultando su rostro buscaba interesada algo en especial.



     "No siento su presencia." Pensó, luego de veinte minutos sin encontrar nada "¿Acaso... habrá desaparecido junto al infierno?"



***

     Era un hermoso atardecer, rebosante de románticos matices naranjas y rojos. Se respiraba tranquilidad, y el viento soplaba gentilmente. Los pájaros revoloteaban, y algunos se podían apreciar con facilidad mientras se posaban en las copas de los abundantes árboles que ahí había. Los niños jugaban divertidos en el patio del orfanato Santa Estrella, mientras que Miho los vigilaba a escondidas detrás de una de las ventanas del pasillo del segundo piso. Acababa de ver al director, ya que una de las hermana le informó hace media hora que había sido llamada por él.



- ¿Ya se ha recuperado tu amigo? – Recordaba muy bien aquella pregunta liberada por la apacible voz de su superior. Tampoco Miho olvidará su respuesta: tristemente movió su cabeza negativamente y contestó cortadamente:



- Dios no lo ha permitido…



- …Dios es injusto. – Agregó, conmocionada, en el presente. Lágrimas traicioneras recorrían su rostro. Ya no podía soportarlo más: le dolía el posible descenlace de su amigo, de su hermano, de su…



     Era realmente extraño en estos tiempos tener un día tan calmado, y más con los últimos fenómenos que habían ocurrido: lluvias torrenciales, inundaciones, un eclipse inesperado, muerte y destrucción en otros países ajenos a Japón. Miho sabía muy bien la razón por la que tan funestos eventos se abatieron sobre la Tierra: la voluntad de los dioses. Y, a su vez, la voluntad de Dios. Pero… Él se había rebelado en contra de los seres divinos, y había triunfado. Él luchó para mantener la paz en la Tierra, para que siempre cada atardecer sea igual al que Miho presenciaba por la ventana. Para que los niños siempre rieran como lo hacen en ese momento. Todo eso aparentemente lo logró por fin, cumplió su meta, pero ¿a qué precio?



     Se separó del reposabrazos, se retiró las lágrimas del rostro con su mano derecha, y se dispuso a partir con los niños, cuando de repente percibió que a su izquierda alguien la tomó del hombro derecho. Ella lanzó un grito ahogado. Furtivamente cruzó por su mente la idea de que fuera él, que milagrosamente se hubiera recuperado, y cuando se girara sobre sus talones lo encontraría sacando su blanca sonrisa que la contagiaría de una gran felicidad. Así, con ese hermoso pensamiento en su cabeza, se volteó esperanzada, pero toda ilusión se rompió y no pasó de eso; de ser una simple ilusión.



- Miho. – Era una chica pelirroja, de pelo corto y ojos del mismo color que su cabello. Le retiró la mano del hombro y le sonrió forzosamente, tratando de hacer sentir mejor a su amiga – Los niños te están buscando. Hikari se lastimó una rodilla al tropezarse con el balón mientras jugaba fútbol con los niños. Ya la llevé a la enfermería.



- Pero, Seika…- Las palabras no salían de su boca.



- No te preocupes. – Le interrumpió Seika – Yo… Yo cuidaré de mi hermano.



- ¿Has tenido, alguna noticia del doctor?



Seika negó con la cabeza.



- Insiste en que es mejor practicarle la eutanasia y detener su sufrimiento. – Explicó apesadumbradamente – Porque, Miho, está sufriendo. Sufre aunque ya no percibe el dolor.



- ¡Yo no voy a dejar que lo maten!- Exclamó con énfasis Miho, dejando correr deliberadamente lágrimas para acentuar la ofensa tan grande que le había hecho Seika



- Pero, es inhumano dejarlo así. – Replicó Seika, tímidamente y bajando su vista al suelo – Sé que es doloroso, pero prefiero mil veces que mi hermano menor pare de sentir dolor y descanse en paz.



- ¡Pero matar contra la voluntad de alguien es profanar con la ley de Dios! ¡ Seiya no lo quiere, sé que no desea morir, y tú deberías de saberlo también!– y tras esas palabras que siguieron resonando por el pasillo luego de ser dichas, Miho se marchó corriendo dejando a Seika conmocionada. Sus ojos no tardaron en cristalizarse, anunciando un llanto reprimido, mientras se dirigía a la habitación de su hermano. No tardó mucho en llegar, y tomó el pomo de la puerta, la abrió, se introdujo al cuarto y la cerró tras ella. Al fondo,  vio a su hermano de espaldas, delante de la ventana. Seika no pudo soportar más y dejó escapar todas sus emociones de tristeza comenzando a llorar ahogadamente: Seiya estaba sentado en una silla de ruedas, con la vista dirigiéndose hacia sus piernas, perdida. No movía ni un solo dedo. Respiraba tranquilamente bajo los numerosos hilos de luz naranja saliendo de su ventana, formando dramática armonía. Su corazón no latía, y aún así seguía viviendo milagrosamente. Los doctores eso fue en lo que concluyeron: el que siguiera vivo de esa manera resultaba un milagro; ni nada más, ni nada menos.



- Seiya. – Llamó Seika, tratando lo más posible de sonar apacible y contenta, aunque no podía dejar de escucharse aquel nombre cortado por la emoción – Seiya, ¿cómo estás? ¿Me esperaste mucho? Aquí… Aquí está tu hermana… No te preocupes. Siempre... Siempre estaré a tu lado, apoyándote. Jamás te abandonaré, Seiya... Ya no más...



No había respuesta alguna desde hacía dos días, aunque torpemente ella seguía platicando con él con la expectativa de que en algún momento él le correspondiera. Pero, era imposible; Seiya era un vegetal. No volverá a sonreírle, no volverá a jugar con él, jamás escuchará su nombre pronunciado dulcemente por su querido hermano… Se querido hermano.



Y con esos pensamientos Seika se derribó, desplomandose de rodillas a unos pocos centímetros de la espalda de su querido Seiya, mientras expulsaba un grito desesperado de profundo sufrimiento…



- Ya... Ya no te abandonaré nunca más... Seiya...


***



     A pocos centímetros, justo en el lugar en el que segundos antes se encontraba buscando, una lanza enterró su filosa punta en la grava. Desconcertada, miró a su derecha, donde probablemente hallaría el dueño de aquélla lanza yacía; y, efectivamente, ahí se encontraba: era de tez blanca, rubio, de intimidantes ojos plateados y una armadura del mismo reluciente tono, con alas a sus espaldas y una diadema con pequeñas alas a los extremos. Le sonreía a la Amazona, aunque al apreciarla bien su sonrisa cambió a un profundo recelo.



- Yo te conozco. – Puntualizó Marin, mordiéndose el labio tras su máscara por el hecho de que aún no había encontrado el objeto que indagaba – Eres uno de los Ángeles del Olimpo…



- Así es, Aquileus. – Agregó el Ángel, con suma desconfianza sumada a cierto desconcierto - ¿Cómo lo sabes, Santo?



- No es necesario que te lo diga. – Replicó.



- Me interesó mucho encontrarte indagando por los alrededores del Santuario. – Comentó Aquileus, ignorando el comentario anterior de la Amazona - ¿Se puede saber qué es lo que buscas?



Marin hizo un ruido lleno de ironía.



- Eso ya debes de saberlo muy bien, ¿o me equivoco?



- Claro… Como lo supuse. – Dijo, con una mueca de inmensa satisfacción - ¿Cómo pude dudar por unos instantes? – Alzó su mano derecha, mostrando su palma, y enseguida la lanza plateada comenzó a vibrar, para después liberarse de la grava y regresando a su dueño. El arma amenazadoramente pasó de largo con Marin, quien no se inmutó para nada. Como acto final, Aquileus tomó la lanza con suma naturalidad cuando llegó a su diestra. – Eres tú.



- Buen truco. – Observó Marin. Luego, volvió a las últimas dos palabras de Aquileus – Por supuesto que soy yo.



- Eso no fue nada. – Replicó Aquileus, regresando al comentario sarcástico de la Amazona – Si no me dices ahora dónde se encuentra, le ordenaré a mi lanza que se esta vez se clave en tu cuello.



- Si puede. – Rectificó la mujer pelirroja, sonando divertida.



- No intentes defenderte con eso. – Replicó tranquilo Aquileus, dirigiendo su vista a Marin – Sé muy bien que en estos momentos te encuentras completamente indefensa a mis ataques.



     Marin rió hipócritamente, para después ponerse en posición de batalla. Lastimosamente Aquileus tenía razón; sin todo su poder, no tendría ni las más mínima oportunidad contra un Ángel del Olimpo, pero no debía darle el gusto a su rival de comenzar a luchar sabiéndolo. Por su parte, el guerrero de la lanza la observaba, reapareciendo su duda.



- ¿No es esto lo que querías, Aquileus? – Preguntó Marin, con la intención de intimidarlo - ¿O acaso quieres que enceste el primer golpe? Bueno, si así lo deseas… ¡Ah!



     Aquileus sonrió. Marin miraba perturbada cómo la máscara que tenía delante de sus ojos se dividía en dos, justo a la mitad. Sus bien abiertos ojos azules salieron a la luz, y el Ángel contempló la pequeña gota de sudor que pasaba junto a ellos.



- No soy un estúpido, Marin. – Insistió Aquileus, sonriendo ampliamente – Si tuvieras todo tu poder, sin duda hubieras notado y esquivado el movimiento de mi lanza. Para ti hubiera sido como el ataque de una lenta tortuga.



     Marin volvió en sí, y comenzó a temblar más de impotencia que de miedo. Sin embargo, debía luchar. No se lo perdonaría si escapaba; es por esa razón que volvió a su posición de ataque.



- Y además, no tienes tu túnica - agregó Aquileus, acentuando cada una de sus palabras - ¿Cómo piensas batirte conmigo de esa forma?



- Deja la estúpida túnica a un lado. – Replicó Marin, sonriendo nerviosamente – No me subestimes, Aquileus.



- No lo haré. – Repuso Aquileus – Sería un estúpido si lo hiciera. Tan sólo estoy intentando hacer de esta lucha algo memorable. Después de todo, eres alguien importante para Atenea. – Alzó lentamente su lanza, mostrándole la punta a Marin. Ella retrocedió inconscientemente un paso, como queriendo huir pero su orgullo se lo impedía – Pero, bueno… ¡Prepárate!



     Aquileus se dispuso a arrojar la lanza justo al cuello de la Amazona, pero abruptamente algo detuvo su brazo. Preguntándose cómo sucedió, volteó y miró desconcertado lo que había sido: cuerdas de plata, que brillaban por el Sol del atardecer. del mismo modo que su armadura.



- ¡¿Qué demonios es esto?! – Exclamó, con los ojos muy abiertos. Marin también estaba azorada, pero al mismo tiempo aliviada por la tremenda suerte que tuvo. Posó su mirada a unos metros atrás de Aquileus, y encontró a su salvadora: una joven de largos cabellos rubios y ojos cerrados, sosteniendo en sus brazos una lira dorada, objeto de donde provenían los hilos de plata, que se movían tal cual serpientes.



- Su cara me es familiar.- Musitó para sí la Amazona, cavilando, tratando de recordar aquél rostro en algún momento de su larga existencia. De pronto, exclamó - ¡Es…! ¡No, no puede ser cierto!



- ¡Suéltame! ¡Te lo ordeno! – Gritó Aquileus, al percatarse de la presencia de su cautiva y blandiendo fuertemente su antebrazo para librarse de las cuerdas que a cada momento se enredaban más. La chica sonrió, y dijo lentamente, con una voz queda y monótona:



- Mis cuerdas plateadas poseen una gran resistencia, Aquileus. Poco a poco cubrirán todo tu brazo, y seguirán con el resto de tu cuerpo. Al final, cuando tus pulmones ya no puedan tomar aire, tocaré para ti el réquiem celestial.



- No hay duda, es Melpome. – Repuso Marin, sonriendo ante tal ironía – No pensé estar tan agradecida de que hubiera aparecido en un momento tan oportuno. – volvió con el ángel del Olimpo, y le advirtió con voz fuerte – No te será tan fácil liberarte de su lira. Esas cuerdas están hechas de una variación especial de Oricalco y polvo del Gran Maestro. Tiene una tenacidad superior a la de las túnicas de los Santos Dorados. Bajo esa posición te será casi imposible romperlas.



- ¿En serio? – Replicó burlonamente Aquileus, aunque su rostro daba a entender lo contrario a lo que se podía pensar. Sin embargo, sonreía; desesperado, pero no del todo. Hizo un nuevo esfuerzo por zafarse, ésta vez con toda sus fuerzas. Luego de un breve rato, Melpome no lo podía creer; estaba siendo arrastrada por el sujetado brazo del Angel.



- Qué-qué haces. – Inquirió Melpome, tomando fuertemente su lira para que no se separara de sus manos. Poco a poco, pese a la fuerza que aplicaba la chica rubia, era acercada más y más a Aquileus.



- Es cierto, tus cuerdas son muy resistentes, - Dijo, sonriente – pero no tengo necesidad de romperlas, como bien puedes apreciarlo.



     Repentinamente, sintió un agudo dolor en su cuello. Al mismo tiempo de eso, Melpome inteligentemente retiró las cuerdas de plata del brazo de Aquileus, que se encontraba aturdido por el golpe, y las devolvió a su tamaño natural. Enseguida, cayó al suelo, agotada. Había recurrido de todas sus poca fuerza física para evitar que su contrincante la tirara hacia él. Marin, por su parte, veía pasmada al muchacho que había encestado una fuerte patada al Angel. Era un joven moreno, de pelo café y alborotado, de ropas gastadas y aterradas, y una mirada llena de un fuego especial que despedía sus ojos del mismo tono que su cabello. La Amazona lo vio saltando momentos antes, y por un momento juró ver a un Pegaso que volaba imponente a ras del suelo.



- ¡Ma-maldición! – Rabió Aquileus, con un odio profundo hacia su plan frustrado por aquellos dos desconocidos que intervinieron en la lucha. Volteaba con su atacante, y le lanzó una mirada fulminante. Él, no se inmutó; lo miraba seriamente, como si tuviera presente que esta lucha que estaría a punto de iniciar no sería tan fácil como se notaba a primera instancia.



- ¿Marin, estás bien? – Preguntó el muchacho, sin voltearla a ver. La joven pelirroja, aún totalmente impresionada por su inesperada aparición, contestó afirmativamente. Francamente, si bien no se sorprendía de su recuperación, no la contemplaba tan rápido. Por ese motivo, se le hacía extraño tener a su alumno frente a ella. Su cuerpo, muy lastimado por las anteriores luchas que sostuvo, no tambaleaba como era lógico esperar, sino que se erguía firme, con desición y soportando el dolor. Notando tal panorama, sonrió satisfecha por hacerle despertar tal coraje en su querido pupilo. Él, volteó su cabeza para con su maestra, y le hizo ver su blanca sonrisa. También notó la que había sacado Marin. No se inmuto ni pasmó al apreciarla sin máscara; lo único que pensó al verla era que era lógico que creyera por mucho tiempo que Marin era su hermana Seika.



     Dentro de unos pequeños momentos, ambos se sonrieron y sin palabras se desearon buena suerte. Tal vez tenían el presentimiento de que posiblemente no se volverían a ver, o quizá era un amable gesto sin significado. También podía ser un simple hecho fortuito el que ambas muecas se encontraran. El hecho, no importando la verdadera razón, es que por primera vez se demostraron un profundo cariño y amor mutuo; de maestra a aprendiz, y viceversa…