No quiso verla partir. No quiso por que seguía sintiendo que era su culpa. No quiso por que si la hubiera visto salir por la arcada de piedra, dejando un pasado lleno de recuerdos hundidos en un valle, la hubiera seguido.

"...Una mujer de fijo mirar de centinela triste,

de bestia apaleada y no obstante victoriosa,

de vigía del fin del mundo..."

Desde aquel incidente era ya casi un año y aún lo sentía como un día rojo y cercano, que la perseguía para repetirse y encerrarla en un círculo interminable de sufrimiento. "Una línea progresa, un círculo no..." pensaba para sí en las interminables horas que pasaba en su habitación. Paseaba, indiferente, entre sus dedos la joya que en tan poco peso y forma representaba el recuerdo de su padre. Era un recuerdo diferente, que había salido de entre las sombras para ser una llama clara y definida, pero que al aparecer difuminaba los contornos de su realidad. El tiempo se le iba como agua entre los dedos y sin embargo los días y las noches se sucedían de una manera monótona y espesa, de ritmo cargante y melodías tediosas que tejían las palabras de los demás.

Volvía a ser un verano lluvioso y premonitorio, que traía augurios vagos, de aquellos que no se ven pero se sienten, que se saben pero se callan. Aquella mañana sin querer se había topado frente a frente con el Señor Celeborn, quien esa justa mañana había llegado acompañado de su esposa. Un escalofrío le recorrió la espina cuando se miró reflejada en los ojos plateados y glaciales, que sin embargo le ofrecieron una sonrisa a la cual ella no pudo corresponder como no solía, no podía hacer.

Esa impresión la había dejado reflexiva toda la tarde, ignorando los golpes anónimos de puerta para llamarla. Incluso Glorfindel había estado ausente todo el día, tal vez hablando con los señores de Lothlórien. No pudo haber tocado él a su puerta, pues tenía un código: 2 golpes, una pausa, y 3 golpes. Entonces sabía que quien la buscaba era él. Pero todo habían sido indiferentes llamados. De desconocidos. Todos parecían desconocidos.

Aunque no lo veía, armaba la escena con imágenes vivas y reales. Sin querer y siendo discretos los elfos de Imladris despedían a su señora, desde lejos, desde los ventanales y balcones. Galadriel y Celeborn cerca de la arcada, majestuosos y rígidos. El sinda con los ojos velados, acariciando el cabello de su nieta, quien se abrazaba a él... y su esposa con una tristeza apenas perceptible, pero con aquella serenidad rayana en la jactancia de saber que esas cosas sucederían. Elrond, oscuro, tomando la mano de su esposa. Elladan y Elrohir juntos, diciéndose miles de cosas con el pensamiento. Indiferentes guardias en indiferentes caballos alistándose para un viaje que para ellos tenía retorno. Para Celebrían no.

Nunca lo vio, pero así fue. Y así fue como la presencia plateada y pura de Imladris se perdía en el llano, en un futuro que tal vez no llegaría, pues una espesa bruma que auguraba desgracias se instalaba en la percepción de todos.

Era como si estuviesen acostumbrados a mirar algo; no le prestaban atención por que tenían la seguridad y la certeza de que ahí estaba. Sin embargo, cuando una parte de ese algo se iba se sentía un inexplicable vacío en algún lugar de sus corazones. Nadie hablaba de aquello, su nombre no se mencionaba. Como si con una tumba de palabras pudiera enterrar un recuerdo.

En la sala de concilios se celebraba un concilio. A juzgar por el semblante de los integrantes, no se trataba de una reunión muy agradable; Elrond con el ceño fruncido escuchaba las nuevas que un noble señor de Arminas les comunicaba. El norte estaba casi tomado por los Reyes Brujos de Angmar, que sembraban miedo y terror entre los humildes habitantes de aquellas tierras y bajo tierra sus orcos y bestias inmundas pululaban en abundancia, sin que nadie pudiera ni se atreviera a detenerlos.

En el recibidor se recibía a unos mensajeros. A Miluinel le había tocado esta tarea puesto que ningún otro elfo estaba por los alrededores; conducía a un grupo reducido de dúnedain hasta con Elrond, puesto que traían noticias importantes desde el norte.

Miluinel ignoraba que estaba siendo ignorada. Los elfos del concilio ignoraban que ella estaba a punto de darse cuenta. La pálida elfa se anunció con una frase opaca y sin esperar respuesta entro a la sala. Jamás hubiera esperado mirar a todos los señores de Imladris decidiendo una estrategia militar a corto plazo. Incluso en el concilio estaba el señor Celeborn de Lothlórien, quien junto con su esposa, llevaba algunas semanas en el valle. Elrond la miró con gravedad y los demás bajaron la mirada; todos, excepto Glorfindel. Él sabía lo mucho que el asunto le molestaría, sabía, por encima de todo, cuanto le dolería sentirse rechazada.

-¿Una guerra se aproxima y no me habéis considerado parte de este concilio?- preguntó con los ojos llenos de una furia creciente, al contemplar la interrumpida asamblea

-A nadie le es indiferente el hecho de que sea una de nuestras mejores estrategas, Dama Miluinel...-

-¿Pero?-

-No creemos prudente que, en vuestro estado...- se animó a decir Erestor, pero unos fuegos enfurecidos se posaron en él

-¿En mi estado?¿Y en qué estado me percibe usted, señor Erestor? ¿Estoy lisiada, o gravemente herida?... ¡¿O es que considera, mejor dicho, que estoy loca?!- sus palabras no podían ser más corrosivas

-No malentienda nuestros juicios, dama...- repuso Elrond conciliador

-¡Si yo no malentiendo nada! ¡Si me lo han dejado bastante claro!-

-Miluinel...- dijo Glorfindel, levantándose de su asiento... se aproximaba poco a poco a la elfa pero ella se apartó violentamente

-¡No! ¡Los creía incapaces pero ya lo he visto, me creen fuera de mis cabales, me creen inútil!-

Los dúnedain permanecían callados mirando como la elfa estallaba en cólera, la misma elfa distante de sonrisa triste, tan frágil como una hoja al viento. Los elfos del concilio ya no tenían palabras para apaciguarla, ni motivos, ni razones... la tormenta de cabellos castaños pasó por su lado, rauda, dejando a todos con una incómoda sensación, mirándose a los ojos entre sorprendidos y avergonzados.

Miluinel caminaba por los pasillos rápidamente. No había sido suficiente. No bastaba el dolor que aún llevaba cargando en ese momento; que además de las heridas se le clavaran las miradas desdeñosas de las elfos; elfos antes amigables que se comportaran distantes, que murmuraban y recalcaban que Miluinel no salía de los campos de entrenamiento, que hablaba poco, que comía menos. Elfas que la miraban de reojo cuando andaba por los jardines con Glorfindel. Aquello no era envidia, no... era un desprecio generalizado.

"Se ha hecho muy rara esa elfa".

"¿Crees que algún día lo supere?"

"Se está volviendo loca".

Cuchicheo que se convertía en ruido poco a poco, como un panal de abejas. No era suficiente. Se lo habían confirmado: todos, y no solo algunos, creían que se estaba volviendo loca.

Cerró la puerta. Se desató el cabello y se miró al espejo. ¿Qué le había pasado? Una lágrima rodó por su mejilla y aquel escudo defensor, el de una soberbia fingida, había caído. No lo soportaba; no podía estar más ahí y no estarlo. Una mirada de desprecio más y estaría vencida. Se dejó caer en el lecho y siguió llorando calladamente por largo rato.

Hasta que un golpe en la puerta la sacó del remolino de dolor y lágrimas. Ese debía ser Glorfindel. Y ahora la escucharía, y ahora sabría lo enojada que estaba y seguiría estando...

-¡Ni se te ocurra! ¡No pienses que será así de fácil que...!- gritaba aún sin abrir la puerta, cuando detrás de esta no vio a quien esperaba ver. Un nimbo dorado enmarcaba un rostro bello y terrible, de ojos penetrantes y muy azules. Si algún día la había visto tan de cerca no lo recordaba.

-...Nínquenis...- dijo con un hilo de voz, haciendo una reverencia –yo... lo siento, pensé que era otra.... persona-

-No os preocupéis- respondió sin dejarla de ver con esos ojos que casi dolían – aunque he de deciros que aquellos gritos de hoy por la tarde me distrajeron de mi lectura-

-En verdad lo siento- repetía la elfa mirando al piso, una y otra vez.

-No hace falta pedir tantos perdones, Dama Miluinel... no vine aquí en busca de ello y no es preciso que lo haga. Era su destino... Celebrían no partió por vuestra culpa-

La elfa de cabello castaño entonces, temerosa, miró a Galadriel

-...no puedo más...- dijo Miluinel quedamente, más la frase resonó en toda ella y en toda la habitación. –doy lástima, a usted, a Glorfindel, a todos...-

Qué importaba ya que la vieran llorar. Qué importaba ya mostrarse débil como se sentía, derrotada.

-No necesitas la compasión de nadie, Miluinel- repuso enérgicamente la dama – ni siquiera el perdón, pues no has hecho nada malo... y te lo dice la madre de quien se ha ido para no volver-

-es que... ya nada tiene sentido, es que me siento enjaulada en mi misma, me falta el aire, las cosas se confunden... a veces no sé diferenciar el amor del odio-

Galadriel sonrió al mirar el prendedor en los cabellos de Miluinel; le traían recuerdos de aquel modesto muchacho, años atrás, quien estuviera lleno de las mismas dudas, de las mismas ganas de buscar y buscar y explicar una inexplicable existencia. La dama sonrió y dijo con dulzura: - si alguien sabe que es sentir un vacío en el corazón es un noldo, pequeña... entiendo perfectamente tu búsqueda y tu soledad-

Miluinel solo dejó que las lágrimas brotaran de sus ojos de agua.

-Y enjuaga esas lágrimas ¿Sabes? Hubo una vez que consolé otras semejantes en un niño...-

-Ese era mi padre ¿verdad?-

-Sí, Miluinel, el más valiente de los niños, quien supo hacerle frente a un inmenso dolor, sacar vida de la muerte que le rodeaba y crear cosas tan hermosas, como tú-

La mano blanquísima de la dama secó sus lágrimas mientras en su cabeza le susurraba: "del llanto de las nubes, fabrica flores la tierra seca"

-¿Cree que he sido demasiado dura con Glorfindel?-

Miluinel dejó de conocer el pudor o el protocolo y le hablara a la dama como si fuera una madre, como una consejera...

-¿Cómo juzgar el corazón de un elfo, pequeña? Y doblemente complicado es el de Glorfindel... más le veo alegre, como nunca lo había estado-

-Creo que estoy demasiado preocupada en mi como para amarlo como merece, y es tan bueno que...-

-Veo que aún no conocéis bien ni a ti ni a Glorfindel: ni tú eres tan mala ni él tan bueno-

Miluinel guardó silencio hasta que tuvo valor e hablar de nuevo

-...No puedo seguir aquí...-

-Vete, si es lo que tu corazón te dice, más no olvidéis que en vuestro camino el sufrimiento no os abandonará... y no esperéis encontrar mejores cosas en lo desconocido que en lo conocido-

-Es un riesgo que prefiero tomar- dijo la elfa con seguridad, por primera vez mirando a los ojos a la dama.

-Yo también opté por esa opción- finalizó Galadriel, sin decir nada más, y Miluinel no pudo descifrar en su mirada si se había arrepentido o no.

Miluinel no podía corresponder al abrazo que su amado elfo le procuraba. En dos noches partiría a la guerra, se lo había dicho, y la elfa luchaba contra sus propias palabras para no decirle que también iría, que no le importaba lo que él o el consejo hubieran decidido.

-Sabes en el fondo que es lo mejor para ti el quedarte-

-Pero no me pidas que os despida la noche de la partida, no podría soportar verlos ir y no estar ahí con ustedes... contigo-

Glorfindel sonrió tristemente y acarició la mejilla de Miluinel

-No tienes remedio, mi pequeña... naciste con el alma encendida-

-Mi Señor, necesito la verdad... no váis a enfrentaros con simples orcos ¿verdad? Hay más que eso-

-Después del ataque sientes el mal más cerca ¿no es así?- dijo Glorfindel, estrechándola contra sí – Es verdad, inútil sería mentirte, el mal ha despertado en sus formas más terribles, lo supimos desde el oscurecimiento del Bosque Verde... y no enfrentamos orcos ni salvajes, enfrentaremos al mismísimo rostro del terror-

A Miluinel le recorrió un escalofrío por la espina y hasta entonces correspondió al abrazo del elfo.

-Pero tú te quedarás aquí, hermosa, donde nadie, ni siquiera toda esa maldad, podrán hacerte daño-

-Lo que me hace daño no está en el norte...- murmuró para sí, casi imperceptible.

Esa misma noche, había dejado los vaporosos vestidos por el ceñido traje verde hoja de la guardia de Imladris. El cabello, trenzando y sobrio. No quería dejar ni siquiera un rastro de feminidad, de delicadeza. Se puso la capa corta y encima la capucha, para que nadie la pudiera reconocer. Salió sigilosamente por la ventana hasta los cuartos de huéspedes, donde sabía que seguirían aquellos Dúnadan del Norte. Miró fuego en la pequeña sala de descanso y se aventuró a entrar.

-Tened buena noche, hermanos- dijo y se retiró la capucha, haciendo una reverencia. Miró a dos hombres de espesa barba, con los orgullosos ojos grises chispeando por las flamas de la chimenea; los más jóvenes estaban parados y un poco apartada estaba una dama bastante peculiar: de rostro moreno y el cabello negro de noche atado en una trenza. Sus ojos eran peligrosos y felinos, oscuros.

Era la misma.

-Buenas noches tenga usted- dijo el que parecía ser el líder -¿Ha ocurrido algo?-

-Nada que los demás tengan que saber- dijo la elfa, misteriosa.

-¿De qué hablais, mi Señora?-

-Quisiera dar por hecho que recuerdan aquel poco amable recibimiento en el concilio...-

-Cuando vos estallasteis en cólera- interrumpió la mujer, con una sonrisa cínica – Sería difícil no recordarlo-

-He de disculparme por aquel comportamiento ante ustedes- dijo Miluinel, arrogante- más no he venido solo para tratar ese asunto-

El dúnadan le indicó que tomara asiento y fue hasta entonces cuando reveló la intención verdadera de su visita. Con notable seguridad les planteó a aquellos edain lo que planeaba hacer; iría a la guerra con quien estuviera dispuesto a llevarla, no le importaba, no podía quedarse cruzada de brazos; si el mal ya le había hecho bastante daño no podría hacerle mucho más. Solo matarla, y eso significaría poco más que el final de su sufrimiento.

-Una espada más nunca sobra- dijo un joven dúnadan, sonriéndole a Miluinel discretamente.

-Sin embargo más ayuda quien no estorba- replicó la mujer, mordaz, como no había dejado de estar desde que llegara Miluinel.

-Dama Cirincë, le exijo como vuestro superior que tengáis respeto por la dama- dijo Ornendil, el comandante y guía de aquel grupo de Dúnadan.

Cirincë solo ahogó una risa y guardó silencio. Miluinel le dirigió una mirada fulminante que la edain pudo sostener altivamente.

-Es más que un deber una necesidad la que tengo de partir y pelear al norte. Os ofrezco mi servicio, mis armas y mi vida si es preciso-

-Confío en que vuestra maestría guerrera sea la adecuada, pues venir aquí y proponernos esto no es para ningún principiante-

-Confíe en que no es así; he peleado al lado de hermanos edain en la Guerra de la Última Alianza... no sé si sea suficiente prueba- dijo orgullosa, como nunca se había visto a si misma. En ese momento, con esas palabras y esa voz era el vivo recuerdo de su madre. Los edain, temerarios y arrebatados como eran, fueron convencidos por aquella fría dama, que parecía tan deseosa y determinada a partir a la guerra.

-Tendráis vuestros motivos para no ir con vuestro pueblo... podréis venir a la guerra con nosotros, pero eso os obliga a...-

-A portar nuestro estandarte y seguir nuestras órdenes. No vendrá un extraño a decirnos qué hay o no que hacer- dijo Cirincë

-Creedme, Señora, que no he venido aquí con el afán de manejaros a mi antojo... y si no he de partir con mi pueblo es por motivos mucho más fuertes de lo que pueda imaginar-

-Entonces seremos como hermanos, iguales, aunque no de raza... y piense en que fuera, con nosotros, será un Dúnadan del norte y no una doncella elfo de Imladris. Estamos haciendo esto sin la aprobación del capitán y es riesgoso, pero no corre gran peligro si se enterara, menos siendo nosotros Elendili-

-Considere dejar atrás vuestro nombre élfico- dijo el mismo joven dúnadan que antes le sonriera.

-Amandil tiene razón- continuó Ornendil- Y está a tiempo de considerar vuestra decisión...-

Miluinel respiró profundo. La hora de elegir le había llegado demasiado pronto y sin tener un segundo de reflexionar. ¿Era la respuesta dejar atrás lo que hasta ahora había sido? No lo sabía, pero si había llegado hasta ahí, si el destino le había hecho esa pregunta, no podía quedarse callada...

-Entonces que así sea; vosotros conocedme como Irianda, en adelante-

Irianda. Libre como el viento viajero, sin hogar, sin ataduras... libre.

-Vendremos por usted en tres noches, no nos adentraremos en el Valle pues habrá guardias que nos descubran... estamos corriendo un gran riesgo, solo por usted, espero que lo valga- dijo Ornendil

-Se lo demostraré en el campo de batalla- puntualizó Miluinel.

Al salir del recinto se adentró en los jardines, sigilosa. Estaba hecho, había seguido el impulso, se había negado a estar con su propia raza; había elegido otro camino. Caminaba silente por los jardines hasta que sintió una presencia y se detuvo.

-Mi abuela me habló de ti hace años-

Se sorprendió al ver a Cirincë salir de entre las sombras, con una media sonrisa. Miluinel no supo qué responder.

-Me dijo que el destino me uniría a una persona muy diferente; mi abuela era Lirulin, luzco como ella, otra haradrim...-

-La vi solo una noche-

-Así es; pero supiste que la volverías a ver-

Miluinel se sorprendía de la soltura y desfachatez con la que la edain le hablaba, como si se conocieran de años.

-Y siempre les ponen nombres de aves, más que para dejarlas volar, para enjaularlas-

- Y a vos también os han querido enjaular, por eso habéis llegado hasta aquí ¿No es cierto? Buscando la libertad-

-Ni siquiera yo se lo que busco... pero no está aquí-

Ambas sonrieron.