Capítulo 5
Pulsó el botón y el pequeño aparato se puso en marcha. Ya había perdido la cuenta de cuántas veces había escuchado aquellas tres únicas cintas que trajo consigo...
Le gustaba la música. En los dos únicos años que había podido vivir como un joven cualquiera había descubierto su amor por el sencillo arte de escuchar melodías... La música para piano era su favorita. Precisamente en aquellos momentos sonaba su pieza preferida, "El claro de luna", de Beethoven. Le encogía el corazón.
En aquel tren no se podía hacer mucho. Lo que más echaba de menos era moverse. Toda su vida había sido prácticamente un atleta, y tanto tiempo allí sentado le hacía sentir entumecido, por lo que procuraba bajar en cada cuidad aunque solo fuera caminar un rato. Sentía alivio al poder confundirse con la multitud, sus transparentes pupilas ya no llamaban la atención. Observaba a la gente, como iban cambiando sus costumbres y apariencia a medida que avanzaban en kilómetros... Muchos paisajes, dialectos, incluso lenguajes completamente diferentes a lo largo de aquel inmenso país. Sólo captó algo en común entre las personas a las que se tomaba la libertad de analizar: el ligero velo de tristeza que les nublaba. Pobreza y sometimiento. Pese a todo, era un pueblo que sabía sacar alegría de donde fuera.
Se preguntó como habría sido todo de haber crecido como un campesino cualquiera, sin más expectativas que sobrevivir a la Siberia, hogar de desterrados donde la esperanza hacía mucho que no se dejaba ver.
Rebobinó la cinta para oír la pieza de nuevo. Cuando no escuchaba música solía leer los diarios, tanto para ponerse al día de las revueltas como para coger soltura en su idioma materno, tras tanto tiempo sin poder practicarlo. O simplemente, pensaba. A veces en su futuro, otras en su pasado. Intentaba recordar detalles ocultos en su memoria, o vislumbrar acontecimientos relevantes. Antes solía dedicar unos minutos diarios a calcular el tiempo que llevaba en ruta... Ahora que se daba cuenta... Ya habían pasado prácticamente dos meses... Miró el diario que tenía a su lado...
-Vaya... Si hoy es 24 de diciembre... Casi Navidad.
¿Cuánta distancia había cubierto ya? ¿10.000.000 de kilómetros? La cercanía a la capital comenzaba a notarse, se había percatado de la mayor presencia de comerciantes cuando iba a dar una vuelta entre los vagones. Tal vez en menos de una semana estaría pisando la Plaza Roja. Se permitió el lujo de sentir el ligero escalofrío que todo aquel nativo de las lejanías siente al llegar al centro de su país. Llevaba años viviendo en Tokyo, posiblemente la urbe más descomunal del planeta, pero ni siquiera eso le iba a privar del orgullo de sentirse parte de una cultura, y de reencontrarse con su propia identidad, casi extinta.
¿Habría llegado su carta a manos de Seiya? Lo dudaba. Volvería a escribirle, mejor una vez en Europa, si es que conseguía pasar la frontera soviética. Kurasagi le había asegurado que con aquel documento no tendría problemas. Ojalá estuviera en lo cierto. Sería muy irrisorio ver al Santo del Cisne atrapado ante una mera barrera de inmigración.
-Qué demonios, ¿no querías pasar por una persona corriente? Ahí tienes la dura realidad.-se dijo.
Para colmo, se agotaron las pilas. Le había resultado prácticamente imposible conseguirlas a lo largo del viaje. Las últimas las tuvo que regatear en un puesto ambulante, a un pobre viejo que las vendía como una reliquia del progreso.
Dijeron por megafonía que se iba a efectuar una nueva parada para repostar. El trayecto se reiniciaría a las 6 de la mañana del día siguiente. Aún quedaban varias horas para que se pusiera el sol, así que podía buscar donde echarse algo al estómago.
Recogió sus pertenencias, y tras dejar la maleta en consigna guardó cola para salir del monumental vehículo. Entre el barullo pudo distinguir la placa de la estación. Kirov. No se había equivocado, ya estaba en la etapa final del recorrido. Aquella ciudad era conocida más que nada por el grupo de ballet que llevaba su nombre, y no estaba demasiado lejos de suelo moscovita.
Paseó entre las calles de la pintoresca ciudad. Se respiraban aires festivos. Habían niños jugueteando, hombres y mujeres en frenética actividad, comerciando, comprando, hablando animadamente.
Un crío de grandes y claros ojos captó su atención: le recordaba a Jacob. Pobre chico, no había vuelto a saber de él. Seguramente habría crecido y no le reconocería. Sonrió para sus adentros. Siguió al niño con la mirada y le vio correr, junto con un grupito, hacia lo que parecía un enorme lago helado. Qué extraña sensación de alegría flotaba en aquel lugar... Notó que le tiraban de la manga del abrigo.
-Hey, señor, ¿quiere patinar? Mi padre alquila patines, ¡y no le costará mucho!
Un mocoso le miraba fijamente, mientras le sonreía. ¿Patinar? Sí, ¿por qué no? Patinar había sido el único juego que había conocido en su infancia. Cuando Camus se ausentaba por breves periodos durante la primera etapa de su entrenamiento, se escabullía para deslizarse sobre el agua helada con los demás niños de la aldea... Hasta que cumplió los 11 años y se acabaron los juegos para él... Camus...
-¿Señor?
Despertó de sus pensamientos. Apoyó una rodilla en el suelo para ponerse a la altura del chiquillo.
-Claro, me gustaría mucho. Llévame hasta tu padre.
De buen grado alquiló unos viejos pero cómodos patines al padre del crío, el cuál le acompañó hasta la misma pista improvisada.
-¿Cómo te llamas, pequeño?
-Sâsha, señor.
-Toma, Sâsha, para ti - dijo, dándole 3 rublos.
El niño sonrió, asombrado.
-¡Muchas gracias!
-Empléalo bien, ¿vale? Cómprale algo bonito a tu madre.
Sàsha asintió, entusiasmando. Hyoga le guiñó un ojo, y se dispuso a patinar. Hacía una eternidad que no lo hacía, casi había olvidado lo mucho que le relajaba. Cobró velocidad, dando vueltas alrededor. Las risas, las parejas, los padres con sus hijos... Todos pasaban velozmente a su alrededor. El hielo, su elemento, el cuál manejaba a su antojo con perfección... Le agradó comprobar que su prodigiosa agilidad no se había visto muy mermada.
-Feliz Navidad, Hyoga.-pensó, con resignación, concentrado en la técnica.
Se dejó llevar, jugando a flotar por el mortífero y hermoso cristal, con la gracia del cisne que llevaba dentro.
