Capítulo 8

La duda había empezado a asaltarle con más frecuencia de lo normal, y eso le preocupaba. ¿Había hecho lo correcto? ¿No sería más sencillo resignarse a su destino y tragarse el dolor como le habían enseñado? ¿Para qué resistirse a sucumbir cuando apenas quedaban esperanzas?

Aunque era pesimista por naturaleza, supo sacar templanza para apartar esos pensamientos de su mente. Tuvo que tomar la decisión de hacia donde partir desde Atenas. Si pretendía establecerse en algún lugar del viejo continente, ya tenía un serio hándicap en su contra: el idoma. Así que no le quedaron muchas opciones, la racionalidad le hizo escoger Francia como destino final. Fue una de las tantas frases de Camus que tenía grabadas en la cabeza la que determinó su elección: "Ni la mayor de las fuerzas te será útil si no eres capaz de hacerte entender".

Bajo tal diplomática excusa su maestro había empleado las gélidas noches del invierno siberiano en enseñarle su idioma natal, por lo que Hyoga era capaz de comprender y chapurrear algo del francés, lo sificiente para sobrevivir por el momento, hasta coger soltura.

Los días de viaje se le hicieron eternos, estaba cansado de aquella rutina, prefería hacer frente a la incertidumbre de una vez. Al menos las comunicaciones eran infinitamente mejores que en tierras soviéticas.

Recaló, al fin, en el sur del país galo. Decidió apearse en la antepenúltima estación de la línea... No supo porqué, simplemente sintió que era el momento adecuado. Atravesó la estación entre el mar de personas que entre el bullicio salían o entraban al tren. Tras alejarse unos metros, pudo cercionarse de que el escogido se trataba de un bello y sencillo pueblo, pues el casco urbano se encontraba a pocos minutos del lugar. Estaba situado en medio de un gran valle. El verde brillante lo inundaba todo, y la temperatura, aunque fresca, era agradable para la época del año en que se encontraban.

No sin cierta dificultad consiguió una habitación en un modesto hostal, donde dejó a mejor postor sus pertenencias. El dinero que le quedaba no le daría para más de una semana, así que lo mejor era salir cuanto antes a buscar un trabajo. Se miró al espejo, con la misma presión en la boca del estómago que hubiera sentido de tener que enfrentarse al más temible de los adversarios. Se rió para sus adentros... En verdad le gustaba "el reto". No podía hacer más que confiar en su capacidad de improvisación.

A medida que pasaban las horas, le quedó claro que el motor comercial de aquella comarca era el sector vinícola. De los sitios en donde había preguntado, la mitad se dedicaba a dicha actividad.

No había tenido demasiada suerte. "No son buenos tiempos", era la respuesta que había recibido... O al menos eso le había parecido pescar entre las palabras al viento de los comerciantes. Una mujer le había indicado que creía que buscaban a alguien en la bodega del final de la calle.

Caminó, desanimado, hasta el lugar señalado. Estaba en el cruce de dos calles, las cuáles daban lugar a un amplio cruce de suelo adoquinado. Las casas, de madera y grandes ventanales, parecían inmutables. Aparte de las voces de los niños que correteaban entre juegos, sólo se oía el ruido del viento y su agitar en las ramas de los árboles.

Entró en el establecimiento. Un gran panel de madera tallada invitaba a hacerlo. Abrió la puerta. Era un pintoresco lugar, completamente forrado de madera, repleto de vitrinas y botellas, con un mostrador al fondo. No vió a nadie. Decidió acercarse a dicho mostrador, extrañado.

-¡Buenos días! ¡Enseguida le atiendo!

Una fina voz resonó desde lo que parecía el interior del local. Segundos más tarde salió por la puerta un curioso hombrecillo, algo entrado en años, de rostro amable y frente prominente. Apoyó las manos en el mostrador, sonriendo ampliamente.

-¿En qué puedo servirle?

-Buenos días, monsieur... Eh... Yo... -titubeó. ¿Cómo era posible dudar tras haber repetido la dichosa frase a lo largo de toda la mañana?- Quería saber si podría ofrecerme un trabajo. Lo que sea.

El semblante del viejo cambió. Le miró de arriba a abajo, con aire desconfiado. Se sintió incómodo ante la mirada fija del hombrecillo.

-Mmm... para ser tan flaco tienes buenos brazos. Este año habrá buena cosecha, necesito unos brazos jóvenes para la recolecta... Me sería útil tener a alguien que se ocupe de todo eso mientras yo atiendo. Eres extranjero, ¿verdad, muchacho? -aspetó, con cara de póker.

-Sí, monsieur... Soy ruso.

Aquel gesto amenazador empezaba a ponerle nervioso. Un potente alarido brotó de la garganta del dueño de la bodega.

-¡Marieeeee!

No obtuvo respuesta.

-¡Marieeee!

-¡Ya voy, padre!- se oyó a lo lejos.

-Mira a ver el nuevo este, a ver si nos sirve. Yo tengo que preparar un pedido.

Antes de darse media vuelta echó una última mirada desconfiada a Hyoga.

-Te estaré vigilando.

Hyoga tragó saliva mientras asentía con la cabeza. El viejo desapareció y casi al instante una joven ocupó su lugar. Iba vestida de faena, y par de rizos negros se escapaban del resto de la melena, recogida, encarmada por el sudor que cubría su frente. Sus ojos verdes ofrecieron al fin algo de amabilidad.

-No le hagas caso a mi padre, es muy uraño cuando se trata de desconocidos... ¿Entonces buscas trabajo?

-Sí...

-Ven por aquí. Estaba trasladando las últimas cajas de las reservas al almacén...

Le siguió. El lugar era mucho más grande de lo que parecía desde afuera. A lo largo de un pasillo se ramificaban salas de almacenaje y un pequeño taller. La chica señaló una furgoneta, llena de cajas de madera con el distintivo de la bodega.

-Hay que llevarlas al almacén. Coge las que puedas y sígueme.

Las cajas eran pesadas, pero no tuvo dificultad para acarrear varias de una vez. Siguieron con la tarea hasta haberla completado. Ella se secó el sudor nuevamente y le sonrió.

-Yo sola hubiera tardado el triple... Si sigues interesado en trabajar con nosotros hay muchas cosas que hacer, este año no tenemos jornaleros para la colecta de las viñas, supongo que a mi padre le interesará contratarte si puedes desempeñar cualquier tarea...

-Por mi parte no hay problema.

Ella iba a contestar cuando el hombre entró en el almacén.

-¿Y bien?- de nuevo ese tono áspero que le incomodaba.

-Servirá, padre- afirmó, con decisión y soltura.

-Bien... Te daré una oportunidad entonces... Ven mañana, a las 8 en punto. Si me convencen tus servicios, te pagaré semanalmente, ya hablaremos del dinero.

-Muchas gracias, monsieur - asintió Hyoga, agradecido.

-Bien, ya puedes irte.

-Gracias. Hasta mañana.

-¡Adiós!- se despidió ella alegremente.

Padre e hija quedaron en silencio unos momentos.

-Padre, ¡pobre chico! Mira que eres agrio a veces...

-Tenía que ponerle a prueba, Marie... Nunca se sabe. Ahora con la crisis hay muchos extranjeros meroneando... ¡Y el negocio es el negocio!

Ella rió con dulzura. Al mismo tiempo, Hyoga emprendía el camino de vuelta, ilusionado. Todo apuntaba a que finalmente la suerte estaba de su lado.