Capítulo 9

Frío. Como si por las venas le corriera nitrógeno líquido, congelando cada centrímetro de su inerte cuerpo... Quería hacerse un ovillo, concentrar el poco calor que le quedaba... Pero no podía...

Su vista nublada enfocó lentamente... Le contempló. Su piel, pálida como la nieve, había cobrado un extraño tono azulado. Los cabellos, largos, alborotados, parecían fibras de oro en una eterna suspensión. Su rostro, terso y rígido cuál porcelana, mostraba una serenidad reflejo del dolor y la resignación... Conocía bien ese rostro... Luchó por recordar, por rescatar de su cerebro la clave que eliminase la violenta angustia que la ignorancia le producía.

Fue como si de repente alguien arrancara el velo que le cubría los ojos, mostrándole el camino de la verdad... Claro que sabía quién era aquel al que observaba...

Soy... Soy yo...

Quiso gritar y huir despavorido, mas fue inútil. ¿Dónde estaba? Sacó valor de la congoja para mirar hacia abajo, y la vista colmó de explicaciones su insaciable desconcierto.

Un sarcófago de hielo... Del más puro jamás visto, nítido y sólido como diamante... Y dentro, su cuerpo, como si de la más preciada pieza de un coleccinista se tratase.

Pero... ¿Cómo era posible? ¿Acaso su alma había quedado presa, ligada al quasi cadáver que se resistía a rendirse, condenándole a permancer ahí hasta el fin de los días? Por más que lo intentase, no podía escapar, sentía el peso de la cadena que le mantenía anclado a la tumba de cristal en la que yacía.

Verse a si mismo era un espectáculo dantesco, pero no fue comparable a lo que en breve sigió... Se estremeció ante la sensación de familiaridad que ese cosmos le producía. No, no era sólo uno, eran varios, cada uno totalmente independiente, unidos en un poderoso todo. Bajó a ras del suelo, vislumbrando con horror como un grupo de personas se le aparecían, surgiendo de la nada... Tan reales, y tan fantasmagóricos a la vez...

En aquellos momentos, sólo deseaba gritar, dejarse la garganta y suplicar que alguien acabara con aquella tortura...

Sois... Vosotros... Camus... Isaac... Shun...

No parecían haberse percatado de su presencia. Sus miradas, ahora fijas en la víctima del cero absoluto, le atravesaban. El finlandés dio un paso adelante.

Isaac.. No puede ser... Pero si yo...

-Esto nunca debió ocurrir, Hyoga... No deberías haber llegado hasta aquí, debiste haber muerto aquel día bajo las aguas de Siberia, llevándote tu insensatez a donde nadie jamás pudiera recordarla... Debiste haber muerto sin que nadie lo lamentara. Mi sacrificio fue en vano... Justo castigo recibo ahora por mi imprudencia.

Desapareció, tal y como había surgido. Cada una de sus palabras le provocaron el dolor más agudo que había padecido hasta el momento.

No... Maestro... No, por favor...

El caballero de Acuario pareció abarcar todo el espacio y la materia que aquella sala ofrecía. Sus ojos, fríos, inexpresivos, no permitían leer la más mínima muestra de emoción o pensamiento.

-Me equivoqué retrasando el momento... Te habría ahorrado todas estas horas amargas si te hubiera sepultado bajo los hielos eternos el mismo día en que quedaste a mis cuidados. Nunca tuve dudas sobre ti: siempre supe que no estabas capacitado para esto. Si has llevado esa armadura, ha sido por pura compasión. Ahí permanecerás para castigar mi error, la culpa me acompañará hasta el mismísimo infierno...

Que acaba esta tortura, por favor... No lo soporto. Ayudadme... AYUDADME...

Shun... Te lo suplico... Estoy aquí... Sé que puedes sentirme...

Serenidad. Fue lo único que vislumbró en él. Su amigo. Su escudo. Su apoyo.

-Tu mayor deseo siempre fue morir...- Se dio la vuelta, disolviéndose lentamente, bajo la estela de sus últimas palabras- Que así sea.

No me dejes... Maldita sea... No me dejes...

Se debatió, luchando por romper aquello que lo ataba, desesperado, presa del pánico y de la nueva dimensión de soledad que le esperaba...

Su propio grito le despertó. En un violento espasmo había quedado sentado en la cama; el pecho se movía frenéticamente al ritmo de su corazón desbocado, y un sudor frío le cubría la frente y el camino de la columna.

Trató de calmarse. "Sólo ha sido una pesadilla", se dijo, mientras observaba la habitación del hostal, cercionándose de que aquello era real.

Refrescó la cara con agua fría, reflexionando acerca de lo que acababa de ver en sueños, rememorando el esquema principal antes de empezar a olvidar detalles.

No era supersticioso, pero creía en el posible mensaje del subconsciente. No era la primera vez que tenía un dejavú a partir de lo soñado la noche anterior. ¿Qué había sentido? Opresión, dolor... Obstáculo... Ataduras... Pasado.

-Eres un hipócrita- musitó.

En una mañana normal los primeros rayos del alba le habrían ayudado a despetar, pero aquélla era gris. Se sentó en el marco de la ventana, apoyando la frente en el cristal, sumido en el sonido de las gotas rompiendo contra la superficie. Odiaba la lluvia. Aquella atmósfera plomiza le deprimía, le recordaba demasiado a Japón, al insoportable clima de Tokyo.

Quería perseguir una nueva vida. Por ello, cada vez que atravesaba el marco de la puerta de esa habitación, se transformaba. Anhelaba un cambio, alejarse lo máximo posible de su propia sombra. Y la mejor manera de alejarse de Hyoga era la sonrisa. Sonreía en todo momento, se esforzaba por ahcerlo, despojándose de la máscara cuando su única compañía quedaba reducida a su presencia.

Llevaba casi un mes trabajando para los Dordogne. Se sentía muy cómodo entre ellos, y afrontaba las largas jornadas con optimismo y ganas. Sin embargo, algo le preocupaba. Le habían pagado hacía poco, pero el nivel de vida del suelo francés era elevado... Había consumido sus últimos ahorros hasta el punto de que le sería imposible pagar otra noche en aquella posada que habia sido su hogar desde que llegó. Además de ser muy temprabo, no le daría tiempo a buscar algo más barato antes de acudir a las bodegas, así que tendría que llevar la maleta a cuestas, y tras terminar en el trabajo, probar suerte o pasar la noche en la calle.

Se apresuró a recogerlo todo, no había tiempo de compadecerse de si mismo. Se le había hecho tarde, así que tras despedirse de la amable casera apretó el paso bajo la fina lluvia. Le rugía el estómago. No podía ser, ya se echaría algo a la boca al mediodía.

Entró, puntual como siempre, a la tienda, dispuesto a olvidarse de si mismo durante unas horas.

Estaba cansado, no había parado de trasladar cajas de un lado a otro, de atender y de arreglar goteras en todo el día. La temida hora de marcharse había llegado. Se despidió d eMarie, y cogiendo sus cosas hizo ademán de salir por la puerta, cuando percibió la voz de su jefe a las espaldas.

-Hyoga, espera... Ven un momento.

Extrañado, obedeció. Se quedó a poca distancia del hombrecillo. Un temor se apoderó de él... ¿Acaso había hecho algo mal? Por un instante temió quedarse literalmente en la calle.

-Dígame...

-Sólo quería saber dónde estás residiendo... ¿Tienes un alquiler?

-Oh, no... Me quedo en una posada cerca de la estación...

El hombre refunfuñó, pensativo. Miró hacia atrás, donde Marie le instaba con un gesto, como si le pidiera que hiciera algo. Su padré masculló algo entre dientes, como si le costara soltar prenda. Finalmente, lo hizo.

-Verás... Marie y yo estábamos comentando anoche que esta casa es demasiado grande para los dos, y...

-¡Vamos, padre!

-Ya voy, ya voy...- le recriminó.- Pues... Queríamos proponerte que te quedaras a vivir aquí con nosotros... Si te parece bien.

Se le iluminó la cara. Por nada del mundo se hubiera imaginado semejante propuesta.

-Esó sí - retomó el francés-, te reduciré la paga en compensación. Y estarás disponible durante las 24 horas... ¿Qué me dices?

-Si no es molestia...

-¡Claro que no! - exclamó Marie.

-Bien... Acepto.

Él y Marie sonrieron. El viejo volvió a lanzarle una mirada grave.

-Confío en tu honradez, no me decepciones, muchacho.

-Prometo no defraudarle, monsieur Dordogne.

Sin duda, había sido un golpe de suerte. Pese a que le podía la timidez y la intimidación de invadir el espacio privado de aquella familia, era la mejor opción, por lo menos hasta encontrar algo que pudiera permitirse. Además... Le apetecía sentirse parte de algo.

-¡Vamos! No te quedes ahí quieto. Marie, ¿por qué no le enseñas la planta de arriba?

-Por supuesto... Ven, sígueme.

Hyoga cogió sus cosas e hizo lo indicado. Casi sin darse cuenta, Marie se había convertido en una gran amiga. Formaban un buen equipo trabajando, le había ayudado a mejorar su pronunciación, y le encantaba su humor ácido y elocuente. Además de valorar su fortaleza. No había conocido a muchas mujeres como aquella.

Subieron las escaleras que conducían a la casa. Todo estaba forrado de madera. No era una vivienda de dimensiones descomunales, pero sin duda era amplia y acogedora. Observó los detalles a medida que atravesaban el salón, para doblar un pasillo que conducía a las habitaciones. Se detuvieron ante la última de ellas.

-Esta es tu habitación. Ayer estuve arreglándola un poco, estaba segura de que te quedarías - comentó animadamente.

-¿Y qué te hacía pensar eso?

-No sé, supongo que intuición femenida... ¡Vamos, entra!

No se hizo de rogar. La contempló, entre los tonos violáceos del atardecer. Le encantaba. El mobiliario era sencillo, apenas una cama, un armario y un escritorio, de colores claros, rematado todo por un ventanal a preciosas vistas: el valle, y al fondo los viñedos.

Marie se acercó hasta quedar a su lado.

-¿Te gusta?

-Es... Estupenda... Gracias.

-No me las des... Dáselas a mi padre, fue idea suya...

-¿De veras? -inquirió, sorprendido.

Ellá rió, divertida por su expresión.

-Al final del pasillo está el baño. Mi habitación está al otro lado del salón, y la de mi padre es la contigua. Cenamos sobre las 8, ponte cómodo y ve a la cocina cuando acabes, voy a preparar la cena.

-De acuerdo.

Ella le regaló la más encantadora de sus sonrisas y marchó a su cometido.

Miró a su alrededor, como flotando en una nube. Deshizo la maleta, organizando la poca ropa que llevaba consigo y sus enseres personales. Sobre el escritorio dispuso un par de libros y demás objetos.

-C'est la vie...-pensó- Nunca sabes los giros que puede dar el camino...

Ojalá pudiera perder de vista la maleta... Porque ello significaría, al fin, estabilidad. Sin tener que convivir con la incertidumbre de la llamada de Santuario, siendo conciente de que tendría que volver a desaparecer en cualquier momento. No supo hasta que punto era bueno quedarse allí, cuanto más tiempo pasara, más dura le resultaría la marcha.

Decidió dejar de darle vueltas al asunto e ir a la cocina a echar una mano en lo posible. Se sentía como un niño con zapatos nuevos.