Capítulo 12
Los rayos del sol le habían despertado hacía un buen rato. Pero no le importaba. Permaneció en la cama contemplándola mientras dormía. Le apartó uno de sus rizos negros de la cara, dejando que volvieran a caer sobre sus hombros desnudos. Desde que se sincerara con ella, habían luchado por lo que les unía. Y él sentía que cada día que pasaba su amor se incrementaba. No todo habían sido buenos momentos. Su estela de muerte le seguía, y hacía ya varios meses que Marié había perdido a su padre, fulminantemente, como ya ocurriese con su progenitora.
La apoyó, quiso serlo todo para ella, sostener su mundo ahora que había cambiado por completo, y se dedicó por en cuerpo y alma a ayudarla a sostener su negocio, que ahora le pertenecía por herencia, con su sudor, sus palabras de aliento, y sobre todo, su devoción.
Casi sin darse cuenta, dos años distanciaban al día en que llegó de mano del destino a aquel pequeño pueblo del sur galo. Sólo deseaba poder disfrutar un poco más de la hermosa vista que tenía, pero... La sombra que oprimía su corazón desde hacía días no le dejaba. Un pesado presentimiento le llenaba. Y aunque trataba de ocultarlo, cada vez se le hacía más dura la tarea.
La cubrió con las sábanas suavemente y se vistió, con la intención de dejarlo todo a punto para poder abrir la tienda.
Estaba revisando el estado de las instalaciones exteriores cuando lo sintió. Dejó caer lo que llevaba en manos, y se levantó, sin volverse.
- Ingenuo... - se dijo.
Sí, ingenuo. Lo había sabido perfectamente, pero se había negado a creerlo, disfrazándolo de presentimiento... Claro que lo sabía, aquello que le había estado ensombreciendo el corazón los últimos días no era una premonición... Era un cosmos.
Y al alzar la mirada atrás, le vio. Reconoció en aquel joven la apariencia misteriosa y arcaica, los rasgos duros, la mirada anciana, el cosmos imponente, que compartían todos los miembros de Santuario.
Dicho joven se despojó de la parte de su capa que le cubría parcialmente el rostro, mientras se acercaba. Pudo percibir con claridad su voz cuando quedó cerca de él.
- Vos sois Hyoga, Caballero del cisne. ¿Estoy en lo cierto?
- Así es...
El joven era realmente imponente. Debía pertenecer a la nueva estirpe de Santuario, a los nuevos guerreros reclutados por Shion en todas partes del globo.
- Os hago llegar órdenes directas del sumo Patriarca. Ha llegado la hora, como quedó acordado. A medianoche deberéis esperar en la plaza principal de este pueblo, allí os esperará un vehículo, el cuál os transportará hasta el puerto de Brest. Os embarcaréis ahí hacia vuestro destino. Recibiréis más indicaciones cuando sea el momento adecuado.
Asintió.
- Gracias por vuestro comunicado. Llevad a Shion mis más sinceros deseos de agradecimiento... Ahora... Partid de nuevo a Santuario, bajo protección de Athenea.
Y así, sin más, el joven emprendió el regreso, sin que nadie recalara en él. Hyoga le contempló mientras se alejaba, convirtiéndose en una mancha difusa en la lejanía. El viento agitaba su cabello. Había llegado la hora...
Se volvió hacia la casa... Y allí estaba ella. Envuelta en un chal blanco que resaltaba aún más el contraste entre su piel cremosa y su melena azabache.
No hizo falta que mediaran palabras. Con tal solo ver la expresión de Hyoga, ella supo lo que había ocurrido. Se miraron, conscientes de que la verdadera prueba empezaba ahora. Él se acercó hasta ella, y la estrechó entre los brazos, con la mirada perdida al vacío. Marié se refugió en su calor, disfrutando de aquellos instantes que sabía no volvería a tener en mucho tiempo... Afrontando su dolor como parte del trato. Reuniendo fortaleza por él, debía de ser fuerte y aguardar a su regreso. Así lo había elegido, y así sería. La voz cálida y enigmática de él la sacó de sus pensamientos... Sin poder dar crédito a lo que el mensaje decía.
Cásate conmigo.
No le soltó. Siguió aferrada a su torso, a sus brazos, rogando para que el dios Crono detuviera el tiempo, aunque solo fueran unas horas.
No hubo testigos. No hubo sonrisas ni deseos de felicidad. El reloj del campanario marcó las 12 en punto. La noche reinaba, nada deshacía la tranquilidad de las calles desiertas.
El prometido vehículo esperaba a lo lejos. Contempló a la que ahora era su mujer, una vez más, guardando para siempre en su memoria su rostro. Ignoraba qué le deparaba el futuro, pero no se arrepentía de nada de lo que había hecho. Y estaba decidido a darlo todo por volver allí, a donde pertenecía.
La besó. No quisieron que fuera una despedida, por ello no hubo intercambio de palabras. Se habían entregado el uno al otro, en el más puro secreto, violando nuevamente otra de las sagradas reglas que el código de la Orden exigía a sus miembros.
Por su dolor... Y por el mío... Lo conseguiré. Saldré airoso de mi última batalla.
Y tras jurarse a si mismo aquello, emprendió la marcha, sus caminos se separaban. Volvió la vista atrás, una única vez. Ella le instó con un gesto a que siguiera, tratando de retener el llanto.
Montó en la destartalada furgoneta que aguardaba. Arrancaron. Dentro estaba oscuro, no sabía quién la conducía, ni le importaba. Se tumbó entre los sillones, dejándose mecer por el brusco movimiento de aquel viejo carruaje que le conducía a puerto. Si nada fallaba, llegaría al mar a primera hora de la mañana.
Creía estar preparado para afrontarlo. Pero no era así. Ya no sólo por el dolor que le producía dejarlo todo nuevamente atrás, sino por pensar en el que pronto sería su nuevo papel... Iba a tener un discípulo.
Por primera vez no sería alumno... Sería maestro.
Maestro...
Murmuró la consabida palabra... Sensei... Como antaño llamara a Camus. No sólo parte del destino de la Orden caía en sus manos, sino una vida, a la que tendría que modular durante los dos próximos trienios. Un reto por el que tenía que desvivirse.
Pensó en Camus... Había cumplido los 24 hacía apenas unas semanas... ¿Qué edad tenía Camus cuando quedó bajo su tutela? Posiblemente era más joven que él. Intentaría estar a su altura, en conocimientos... Si bien tendría que idear una metodología.
No supo ni como, pero consiguió dormitar un rato, tal vez para evitar que los pensamientos le turbaran aún más. Se quedó dormido, viendo de nuevo su rostro, recreándose en ella para sacar fuerzas, para poder sonreír y exigirse a si mismo más de lo que pensaba podía dar.
De nuevo el mar... El aroma salado a yodo, el viento fresco, el travieso graznar de las gaviotas... Por muy dispares que fueran los diversos puertos del mundo, todos tenían algo en común.
Su barco saldría en unos minutos. Embarcó en aquel pequeño navío, con las otras 5 personas que seguían el mismo camino. Era una embarcación vieja, pero de aspecto resistente.
Sólo sabía que debía ir ahí. Desconocía aún a dónde le llevaban. Había recibido instrucciones precisas al abandonar la furgoneta.
Cuando lleguéis a vuestro destino final, alguien os estará esperando para daros nuevas indicaciones. Sed cauteloso.
El navío se alejó de la costa. Apoyado en la barandilla, con sus pocas pertenencias agolpadas en una maleta a sus pies, vio a la tierra desvanecerse entre la neblina. Tristeza. Se cuestionó si de verdad llegaría el día en que terminaría para él. Tal vez estaba marcado desde que nació a conocer una penuria tras otra.
No era momento para pesimismos.
Un hombre trabajaba con afán en la cubierta. Se acercó a él, preguntando con cautela:
- Disculpe... ¿Podría decirme el destino de este barco?
El hombre le miró, sorprendido. Echó una media sonrisa sarcástica. Posiblemente le habría tomado por borracho... ¡Mira que preguntar a dónde iba el navío en que se había metido!
- Haremos escala en el norte de las costas escocesas dentro de tres días, y de allí, partiremos hacia Reykjavik, aunque nuestra última parada será al norte del país, en Sudureyri... De todos modos ust...
- Gracias... - le dijo, no dejándole continuar.
En su mente, ahora sólo resonaba una palabra.
Reykjavik.
Muy apropiado. El lugar ideal para cerrar el círculo. Allí iba a pasar los próximos seis años de su vida, internando a otro pobre desgraciado en el laberinto del que difícilmente podría escapar.
Su prueba le esperaba, de nuevo entre glaciares.
La pasaría en Islandia, la tierra del hielo.
