Capítulo 18

La ciudad milenaria de Athenas seguía intacta en su belleza y esplendor.

El día claro y brillante les dio la más cordial de las bienvenidas a Santuario, solo comparable con la que los integrantes de la Orden les tenían preparada.

Uno a uno, atravesaron los templos, ahora vacíos, ante la incredulidad de Alar.

Muéstrate respetuoso. Este es nuestro recinto sagrado, donde nuestra Atenea vela por el bien de la humanidad, y nosotros velamos por el suyo.

Y al estar en la cima, con las 12 casas a sus pies, Hyoga sintió un escalofrío. Contempló la vista, antes de entrar en el Templo del Patriarca, aquel templo donde cumplió su primera misión como Caballero de Atenea, ahora tanto tiempo atrás.

Su alumno le siguió, bajo un respetuoso silencio.

La cámara del Patriarca estaba oscura… Hasta atravesarla y dar con un torrente de luz que se filtraba a través de las múltiples ventanas. Y allí, en el centro de la instancia de mármol y columnas, se encontraba Atenea, custodiada por sus doce caballeros de oro que, ataviados con sus armaduras, formaban dos filas, marcando un amplio pasillo hasta ella.

Y a la derecha de la diosa, Shion, Patriarca, en cuyo rostro se podía ver la más profunda felicidad.

Hyoga se acercó con paso solemne, seguido a corta distancia por Alar. Los caballeros de oro le hicieron una pequeña reverencia con la cabeza, uno a uno…

Los caballeros de oro… Resurgidos a la vida tras haberla perdido en el Muro de las Lamentaciones, por gracia de la Diosa, por haber luchado hasta el final por su causa.

Mu… Alderaban… Saga… Death Mask… Aioria… Shaka… Dhoko… Milo… Aiolos… Shura… Afrodita…

Y Camus.

Se arrodilló ante Atenea y el Patriarca, a lo que su alumno respondió con igual gesto.
Shion bajó del altar, quedando a su altura y apoyando las manos en su cabeza.

- Has cumplido con tu misión… Por tanto, se te concederá aquello que me pediste, en justo cambio por tu entrega y nobleza. Levanta, hijo mío.

Se incorporó, mirando a Shion a lo ojos, hasta que éste comenzó a entonar la ceremonia, con voz solemne.

- Hyoga, Caballero del Cisne, valiente guerrero de los hielos, defensor de nuestra diosa Atenea… ¿Consideras a tu alumno digno de sucederte en tu puesto, para cumplir con el divino deber que se le confía a partir de estos momentos?

El ruso miró con dulzura al joven, que no salía de su asombro.

- Sí, Patriarca.

Shion dio su conformidad.

- Alar, a partir de hoy quedas nombrado nuevo Santo del Cisne, tu nueva vida como protector de la Diosa empieza aquí, en este templo donde desarrollarás tus cometidos para con esta Orden.

Atenea bajó al igual que el Patriarca hasta ellos. Primero para dar su bendición a Hyoga, y segundo para entregar a su nuevo Caballero la Caja de Pandora que contenía su armadura.

- Aquí concluyen oficialmente tus días en Santuario Hyoga. Puedes partir en paz.

El ruso volvió a agradecer en silencio… Y percibió la mirada de Alar, desconcertada e incrédula.

- Maestro, vos… ¿Siempre habéis sido el Caballero del Cisne?

- Así es…

Permanecieron cerca el uno del otro, mientras los allí presentes aguardaban en respetuosa compostura.

- ¿Por qué no me lo dijisteis?

- Era lo mejor para ti, Alar… Haberlo sabido tal vez te hubiera aportado presiones que te hubieran obstaculizado… No pienses en ello ahora, lo importante es que no podría haber tenido un mejor sucesor que tú.

Los ojos del joven Caballero se vidriaron. Tenía tantas dudas, tanto por aprender todavía…

- Maestro… ¿Volveré a veros alguna vez?

- No lo creo posible… Mas no temas… El Caballero Camus, que a su vez fue mi mentor, completará tu preparación.

Miraron a Acuario, que asintió lentamente.

- No sé si estoy preparado…

- Claro que lo estás… Confía en ti mismo, ha llegado el momento de que le muestres al mundo la luz que llevas en tu interior.

Suspiró, conteniendo la emoción. Que duras eran siempre las despedidas.

- No olvides lo que te he enseñado. Las estrellas te guiarán, pero no lo dudes, sólo tú tienes la última palabra al escribir tu destino. Dejo a Atenea en tus manos, sírvele con honor y entrega.

Por el hermoso rostro del muchacho rodaron dos sendas lágrimas. Hyoga le abrazó, con fuerza, cerrando los ojos.

Aquí empieza tu camino, Alar. Sé fuerte, y lo conseguirás.

Le besó en la frente, y le miró una última vez.

Tras ello, se despidió con sendas y sencillas reverencias de Shion… Y de la Diosa.

Se dio la vuelta, y emprendió el camino de salida.

Los doce Caballeros de oro se inclinaron a su paso, en señal de respeto.
Reinaba el silencio, que sólo fue roto por un imperceptible murmullo. Milo acercó sus labios hacia el oído de Camus, que permanecía a su lado.

- Si no lo haces ahora, te arrepentirás por el resto de tus días…

Y así, justo cuando Hyoga se disponía a empezar a bajar los peldaños que descendían hacia la salida del sagrado recinto, el Caballero Camus le alcanzó, rompiendo el protocolo de la ceremonia, dejando a sus compañeros, a Atenea, al Patriarca y al nuevo caballero atrás.

- Hyoga, espera…

Aquella voz… Se volvió, sorprendido al ver correr al que fuese su tutor hacia él.

El imponente Camus de Acuario quedó a corta distancia. Era como si hubiese hecho una alianza con el tiempo, pues su belleza, ahora madura, no se había perdido ni un ápice.

Su severo rostro, frío, como el más puro glaciar.

Camus… Al que tanto debía… Y por el que tanto dolor llevaba en su corazón.

- Decidme…

Acuario pareció dudar por un momento… Para finalmente mirarle a los ojos, en la expresión más sincera que nunca había visto en él en todos los años que hacía que se conocían.

- Sé… Que este no es el momento más adecuado… Yo sólo quería decirte… Que lo siento. Siento no haber sido nunca un padre para ti. Intenté ser un buen maestro, pero tal vez no lo conseguí.

- No digáis eso… Si volviera a nacer bajo el mismo sino no dudaría en desear volver a quedar bajo vuestras enseñanzas.

Milo contemplaba la escena a distancia prudencial, lo suficiente como para ser testigo, pero pasar desapercibido.

- Hyoga, antes de que marches en busca de tu nueva vida… Quería que supieras… Que siempre he estado orgulloso de ti. Siempre.

Y fue entonces cuando Camus, el hombre al que tanto había querido, temido, respetado, idolatrado, por el que tanto había sufrido y por el que llevaba la pena de sentirse siempre por debajo de sus expectativas… Le tomó entre sus brazos.

Los ojos de Hyoga quedaron anclados en un punto en el infinito. Su cuerpo no fue capaz de reaccionar a aquello. Cuando finalmente fue consciente del mensaje que le estaba transmitiendo… Correspondió, estrechándole con fuerza, dejando que las lágrimas surcaran libremente por su cara al cerrar los párpados.

Porque al fin… Sabía que no era una carga para su maestro. Que no era una vergüenza para aquel al que tanto estimaba.

- Que Atenea vele por ti, Hyoga… Buena suerte.

Y Camus le vio marchar, alejarse por la escalinata de mármol, lejos de Santuario, a donde ya no volvería.

Sólo Milo pudo sacarle de sus pensamientos.

- Ahora ya puedes estar en paz…

Le miró, con cierta tristeza todavía en la mirada. Pero no tardó en recobrar su habitual porte y serenidad.

- Sí… Y una vez hecho, lo que me preocupa es comprobar los resultados de las enseñanzas de mi alumno…

Milo sonrió. El francés nunca cambiaría…

Y Hyoga, una vez en la entrada al sagrado lugar, lo contempló por última vez. Miles de sentimientos se atropellaban en su corazón… Por todos aquellos a los que dejaba atrás… Pero en ese momento, sólo podía pensar en una persona.