Capítulo 19

El transcurso del tiempo se le hizo angustiosamente lento.

Procuraba no darle demasiadas vueltas, pero al llegar al pueblo, no pudo reprimir decirse a si mismo la verdad:

Seis años era mucho tiempo… Demasiado tiempo.

Las calles tenían el mismo ambiente y color que aquellas que había guardado en su cerebro. Corrió por ellas, sorteando a la gente que iba y venía de hacer compras en el mercado matutino.

Su corazón bombeaba a toda velocidad, presa de la duda… Del miedo… De la ansiedad.

Lo había arriesgado todo, lo había dejado todo atrás. Para el resto del mundo él no tenía pasado, no tenía identidad alguna. Y si aquello por lo que había sacrificado su mundo ya no le esperaba… La vida carecería de sentido.

Escuchó murmullos a su paso de gentes que le miraban, a los que hizo caso omiso.

Y al fin… Llegó. Al cruce de dos calles adoquinadas, en donde entre pintorescas casas en medio de un valle del sur de suelo galo se alzaba una bodega cualquiera… El lugar donde se produjo el principio del fin.

Entró, no sin cierto temor… Había clientela dentro. Nadie se percató de su presencia.
Y entre las personas que se arremolinaban sobre el mostrador para llevarse lo deseado… La vio.

Tan hermosa como siempre. Con el cabello recogido en una gran trenza, su sonrisa amable…

Y su mirada, de la que se había prendado la primera vez que su brilló le eclipsó.

La vio despachar a los clientes, quedando por unos momentos ausente, con un gesto cansino y terriblemente melancólico en su rostro. Los clientes abandonaron el local. Fue cuando Marié se dispuso a atender a la última persona que había entrado.

Y sus miradas quedaron sostenidas en el tiempo, que pareció detenerse.

Por el rostro de ella parecieron desfilar mil y una emociones…

No podía ser… Pero estaba allí… Era real…

Allí, a pocos pasos de la puerta, como el primer día en que llegó, como un niño perdido, sin saber apenas expresarse.

Su Hyoga, en el que había creído noche tras noche, por el que había rogado y arriesgado su cordura.

Era él… Había cumplido su promesa.

Antes de que pudieran reaccionar, se habían abalanzado el uno sobre los brazos del otro, acabando prácticamente arrodillados en el suelo, con los cuerpos fundidos, sin poder creer que aquello real.

Se miraron entre lágrimas.

- Me dijeron que estaba loca por esperarte, que no volverías…

- Pero aquí estoy… Y no volveré a dejarte… Nunca más. Ya no.

Y mientras la besaba y estrechaba contra su pecho, todos y cada uno de sus pensamientos se canalizaron en alguien… Sintió que todo su ser ahora mismo le pertenecía a él.

Gracias Shun, gracias… Al fin ya estoy en paz contigo, porque ahora sé… Que soy feliz.

El bullicio de la multitud era apabullante. Para cuando consiguió apearse del tren, el mar de gente amenazaba con complicarle aún más la tarea.

Santuario necesitaba alguien que se encargara de llevar los asuntos con el exterior. Y él se había ofrecido a desempeñar la tarea, compaginándola con su deber de caballero.
Iba a pasar una temporada en el país galo, a lo que recibió la invitación de pasar con ellos unos días nada más notificarle que estaría por suelo francés.

Buscó y buscó, hasta que al fin, le vio.

A lo lejos, algo alejado de la multitud, estaba Hyoga. El mismo Hyoga con el que había crecido y compartido tantísimos momentos de su vida, el Hyoga al que ya hacía la friolera de 11 años que no veía.

Cuando sus miradas se cruzaron, una gran sonrisa se dibujó en sus rostros.

Lograron abrirse camino entre la multitud, para al fin reencontrase.

- Condenado Pegaso, has hecho un pacto con el Diablo, los años no te han afectado lo más mínimo.

- No puedo decir lo mismo de ti…

Rieron, a la par que se abrazaban con tesón y cariño. Hyoga le separó por los hombros, mirándole a la cara, analizándole.

Qué feliz le hacía tenerle otra vez a su lado tras todo aquel tiempo, durante el cuál no habían dejado de mantener correspondencia.

Cogió su maleta, agarrándole de la muñeca para sacarlo de allí.

- Ven, sígueme. Quiero que conozcas a alguien.

Llegaron a la salida de la estación, donde una joven les aguardaba sin perder su hermosa sonrisa.

- Seiya, te presento a Marié, mi mujer, de la que tanto te he hablado.

Ella se acercó a él, dándole dos besos como era costumbre.

- Konichiwa, Seiya…

Él inclinó ligeramente la cabeza en señal de gratitud, mientras observaba a la culpable de la profunda transformación que su compañero había sufrido.

- Y ésta… - prosiguió el ruso, agachándose por unos instantes detrás de Marié- Es Natasha, nuestra princesa.

Cuando se hubo alzado, tenía en brazos a una preciosa niñita de unos tres años, que le observaba con ojos curiosos.

Con sus enormes ojos azules, los mismos que viera en su padre aquella mañana en que llegó al orfanato de los Niños de las estrellas, con una salvedad… Que no había dolor en ellos. Tan sólo inocencia y pureza.

- ¿Qué se dice, cariño? – le oyó preguntar a la cría con un francés casi perfecto, a la par que padre e hija jugueteaban entre carantoñas.

- Bonjour…

La niña nada más haber pronunciado con mágica voz infantil la palabra corrió a esconder la cara entre los cabellos de Hyoga, vergonzosa, a lo que el ruso no pudo evitar sonreír.

Y Seiya le observaba, profundamente emocionado. Pues nunca había visto esa sonrisa en él, esa sensación de paz que se transmitía. Parecía que el antaño caballero del cisne había encontrado al fin poco de felicidad para él tras tantos años de penuria y soledad.

Pero no pudo sumirse en sus pensamientos durante demasiado tiempo, pues Hyoga, tras subirse a la niña a los hombros, y Marié, que cogió su maleta para llevársela, emprendieron camino, a lo que les siguió.

- ¿Cuántos días te quedarás? ¿Tres, no? Suficientes para que me pongas al día de todo…

- Tres días y tres noches darán de sí… ¡Para ello y recordar viejos tiempos!

Sin más, los cuatro emprendieron tranquilamente camino hacia la casa. El día era bello y cálido, los rayos del sol brillaban, inundándolo todo de luz y energía.

Y disfrutaron de la mutua compañía por el mero placer de volver a estar juntos, ya no por una batalla o misión que cumplir, tan sólo por capricho de la vida.

FIN