Damrod, acuclillado, tomó el arco que yacía junto a él. Aunque no había nada que hubiese de preocuparle por el momento, el estar en aquellas lejanas tierras era motivo suficiente para mantener en constante alerta a cualquiera. A la vez que la derecha apretaba la madera, la mano izquierda se apostaba sobre el mango de la espada. Suspiró. Nunca había gustado mucho de la lanza, ésta permanecía en el suelo ignorada; prefería las armas que eran manejables a corta distancia, eran más fáciles de usar; solamente usaba el arco, a decir verdad, porque tenía que mantenerse fuera de un encuentro cuerpo a cuerpo, según el capitán. Con un fluido movimiento, un compañero que se encontraba en la mismo posición se inclinó hacia él y susurró con una callada risa, que frisaba el nerviosismo: -No creo que tengas en mente disparar la hoja en vez de la flecha, ¿por qué no sueltas ambas armas y te tranquilizas un poco?
-Déjame en paz –replicó Damrod-. No veo como puedes mantenerte tan frío en tan extraña situación.
-Uno se acostumbra después de algún tiempo –dijo aquel compañero-; Y, ante todo, uno se acostumbra a tener confianza en el juicio del capitán, ¿o acaso ya perdiste el tuyo al no hacer como yo?
-Sabes bien que nadie en este grupo ha perdido la confianza en él –dijo Damrod con un ligero resoplido, luego soltó el arco, mas no la espada-. Pero no hace ningún mal el estar preparado.
-Eso es la desconfianza hablando, no la mente –dijo el otro, ante lo cual Damrod arqueó las cejas-. No lo tomes a mal, me refiero a la desconfianza por los extraños alrededores, no por el capitán. ¡Bah! No importa, no esperaría que cualquiera se mantuviera fresco en estas tierras donde el mismo aire es diferente al que se respira en Gondor, y no lo digo por el calor solamente. He de admitir que yo mismo nunca había visto a más de cinco múmakil en fila en mi vida; eso, te concedo, hubiera alarmado incluso al más viejo. Creo que ni el capitán lo esperaba.
-Gracias por las palabras de aliento –musitó Damrod con sorna, el otro tuvo que inclinarse para escucharle mejor-. Digo, que espero que esto termine pronto. No tengo intención de permanecer ni un minuto más de lo necesario aquí.
-¿Ni aunque el capitán lo ordene?
-Bueno, en ese caso sería necesario.
-Te comprendo perfectamente, no creas que me causa mucha gracia estar gateando por días a la espera de una condenada caravana que debería cruzar estas regiones en poco.
-¿Estamos seguros que pasará tal caravana? –inquirió Damrod con cierta incredulidad-. Hace ya unos días que debería haberse presentado ante nosotros por estos paisajes y ves que no hemos visto más que algunos arbustos moribundos desparramados por el campo. ¡Quién sabe si no se trataba de una treta del Enemigo! No sería la primera vez que nos pasase, recuerdo perfectamente la vez en que escuchamos de una considerable hueste de orientales que se acercaba a tomar por sorpresa nuestras guaridas cercanas, incluso hasta Henneth Annûn y que solamente se trataba de una ridícula expedición de orcos rastreadores.
-Ah, sí, aquellos que olfateaban todo lo que veían: hojas, caballos, prisioneros, enemigos, incluso a sus propios compañeros.
-Sí, precisamente.
-Supongo que eso no debió haber sido muy agradable.
-¿El qué?
-El tener que oler el asqueroso hedor de orco sudado.
Damrod rió calladamente, su compañero hizo igual. Por un momento su mano se alejó del mango de la espada y se posó en el suelo para sostenerse mejor. Un fresco viento sopló sobre las llanuras de Harad pero éste no fue suficiente para refrescar de manera suficiente los cansados brazos de Damrod, estos comenzaban a entumecerse finalmente. Un desagradable hormigueo le invadió y tuvo que sacar a relucir su voluntad para no ponerse en pie, estirarse y bostezar.
-Esto es cansado –dijo al fin-. Si verdaderamente vemos esta caravana, creo que yo mismo correré con una antorcha o con una flecha ardiente para quemar en las patas a esas bestias y así terminar con todo esto pronto.
-Sí, claro –respondió su compañero-. Absolutamente, si tu deseo es morir aplastado por ellas, después de haber sido empalado en sus colmillos (y eso después de haber quedado como un erizo de saetas), no seré yo quien te detenga. ¡Adelante! Tienes todo mi apoyo. Desgraciadamente, no creo que el capitán piense como yo.
-No, yo tampoco lo creo.
-Vamos, no creo que tarde ya mucho. Me atrevería a pensar que no hemos de esperar más que unas cuantas horas más. ¿Qué son unas horas para alguien que ha nacido, crecido y peleado toda su vida en Ithilien?
-Únad –replicó Damrod con otro suspiro
-Exactamente, nada. Así que deja de quejarte ya.
Damrod finalmente cedió a la tentación y se sentó por primera vez en todo el día. El Sol hacía poco que se había posado justamente sobre ellos y ahora hacía que sus sombras yacieran junto a los arcos y lanzas pronto a usar. El montaraz, cansado de ver hacia el horizonte, posó su mirada en los arbustos en la cercanía. Secos, ya sea por falta de agua o por la cercanía a la Maldita Tierra, se alzaban tristemente sobre el suelo café de las tierras del sur. Una ráfaga de viento, que hizo que más polvo que el que sus lágrimas pudieran detener entrara en sus ojos, sacudió por un momento los alrededores. Cuando al fin pudo posar su vista de nuevo en las tristes plantas, vio en esta un fuego al que le había sido retirado toda su ardiente piel. Muerto pero lleno de vida, el fuego aún se sacudía aunque las llamas ya no inundaran su ser. El fuego ardía incluso cuando muerto. ¿Podría decirse lo mismo de los hombres de Gondor?
No gustó de este último pensamiento. Falsamente profundo, demasiado ridículo. Cerró sus ojos y se concentró en cualquier cosa que su imaginación le hiciese ver. Nada. La imaginación es como la hoja de una espada, se oxida si se deja de usar. La tierra bajos sus manos se sentía rugosa y llena de piedras que lastimaban la mano si no se tenía cuidado al posarla. Ese calor que ahogaba hasta los deseos de levantarse y correr un poco le sofocaba y le llevaba un paso del fatal momento en que dejaría de estar en sus cabales. No es que estuviese muriendo en ese horno que llaman el Sur, era quizá más el sentimiento de estar tan alejado de sus propias tierras lo que causaba tanta desgana. ¿Desgana? Sí, desgana de continuar sentado (ni siquiera yaciendo) en el suelo por tanto tiempo a la espera de una manada de múmakil que no se hacía presente. ¿Y cuál era su prisa? Decir múmakil era decir muerte, y a Damrod nunca le había gustado ver la sangre de sus compañeros derramada por causas que parecían tan alejadas de la realidad como estas tierras lo eran del norte. En cuanto apareciera la caravana comenzaría una batalla que probablemente ganarían a costa de la muerte de algunos montaraces. ¿Qué hacían los Montaraces de Ithilien aquí? De nuevo no quiso seguir pensando más tras haber llegado a esto.
Como último recurso levantó la vista al cielo. Allí encontró un poco de la calma y frescura que necesitaba al momento, y por un rato estuvo en paz. Divisó varias nubes que hacían más soportable la luz del Sol y pensó que podría retomar un juego que practicaba cuando más joven. Posó su mirada en la nube más cercana y grande y la observó con atención. Lenta, lentamente iba tomando forma. Sí, ya parecía algo, parecía una enorme y acolchonada tetera como las que usan allá al norte en Belfalas. Con este calor, sin embargo, no era té precisamente lo que más le apetecía. Trató de darle otra forma pero el juego no funcionaba si era uno el que les asigna lo que debían ser a las nubes. Busco entonces otra, y no tardó en ver una nube que se asemejaba a un yelmo como los que una vez vio que los Jinetes de Rohan usan. ¡Hasta con la pequeña borla atada al extremo de la cabeza! Sonrío ante la ocurrencia y en seguida comenzó con otra nube. Qué extraño. Esa tenía forma de un niño cayendo de un alto caballo. Y esa parecía una joven llenando un cántaro con agua en la fuente. ¡Excelente! Un jarro de vino muy sabroso y fresco. Luego, se había roto el jarrón y ahora el vino chorreaba la nube de abajo. Divertido, Damrod observó ahora esa nube. ¡Charco seguro como el que una vez hizo Lasbelin cuando por primera vez trató de servir la mesa! Pero la nube no parecía vino derramado. Quedó asqueado.
Una, no, siete enormes figuras con largas trompas y terribles colmillos acababan de aparecer en las nubes desde la tetera. Como una escoba gigante barrían a los hombres que se encontraban frente a ellas mientras lanzaban horribles mugidos semejantes a cuernos de guerra. Las flechas volaban y se clavaban en todo el cuerpo de uno de los monstruos, pero éste apenas si se daba por enterado. Mientras tanto, los otros se abalanzaban sobre aquellos Hombres del Norte que habían quedado al descubierto, y las flechas silbaban y llovían sobre ellos como granizo envenenado. Muchos cayeron, pero muchos más lograban escabullirse entre las hondonadas y los arbustos que robaban algo de la monotonía a los parajes. Damrod se vio a sí mismo arrojar todas las flechas con las que contaba y luego protegerse del granizo bajo el cobijo de unas rocas que había un poco más allá. Los mugidos y los gritos de hombres en extrañas lenguas eran suficientes para volver al cobarde loco de terror, pero entre los Hombres del Norte no había de esos. Poco a poco las bestias se aproximaban a los escondites de los Montaraces, y grande era la risa que les causaba a los Hombres del Sur el ver tan patético intento de derrotar a los poderosos Múmakil. Con muchas llamadas de cuerno y estruendosos gritos, los que dirigían los monstruos llamaban a sus compañeros para que se unieran a atrapar a los del norte como ratas en una trampa. Y cuando la situación pintaba negro para estos, repentinamente fueron descubiertas tres máquinas en forma de arco como las que los sabios de Minas Tirith sabían construir y que los montaraces habían traído consigo. Al principio no hicieron más que redoblar la risa de los enemigos, que creían invencibles a los múmakil, sin embargo, pronto la risa fue apagada y reemplazada por gritos a la vez que las armas comenzaban a escupir gigantes saetas que derribaban a las bestias si acertaban en ellas. Grande era el destrozo en las filas de los monstruos cuando la munición de los Hombres del Norte se había acabado. Y entonces dio inicio la verdadera batalla.
El compañero sacó a Damrod del sueño donde ya se había sumergido. Despertó y el sueño degeneró hasta ser solamente un recuerdo otra vez. Por su naturaleza, su mano tomó de nuevo el arco. La madera estaba incluso más áspera que antes. El montaraz frunció el ceño.
-¡Despierta! Uno de los centinelas acaba de reportar que ha visto grandes nubes de polvo en el horizonte como las que levantan los múmakil. Pero solamente han enviado a uno.
-¿Y qué hemos de hacer, puesto que no tenemos munición para las armas de asedio? –inquirió Damrod pensando eso por primera vez-. ¿O acaso mi idea de correr hacia las bestias con las antorchas y prenderles fuego ha sido bien acogida?
-Claro que no, aunque no distas mucho de la verdad. El capitán ha dado la orden de preparar flechas ardientes.
-Amman? Ú 'erim bilinn hi.
-¡Claro que tenemos! El capitán ordenó recuperar todas las flechas que pudiésemos después de la batalla.
-Pues yo no he escuchado nada de eso.
-Porque tú estabas con los que dieron sepultura a nuestros compañeros caídos.
-¿Por qué me toca a mí siempre lo desagradable? –preguntó Damrod sin verdaderamente esperar una respuesta satisfactoria. Siempre había tenido disgusto por la muerte.
-¡No importa! Ahora mismo debemos acudir a la llamada del capitán. ¡Prepara tu fuego! Yo te traeré flechas.
Pero el compañero no había resuelto su duda. ¿Por qué siempre le ponían a realizar las tareas que tenían que ver con la muerte? Damrod había comenzado a pensar que algún malhechor conocía sus debilidades y convencía a los capitanes de asignarle tareas así de desagradables, sí, algún desgraciado que le odiaba por alguna razón y que había oído alguna vez al montaraz decir a Lasbelin (porque sólo a ella le hacía confidencias desde hacía ya un tiempo) que detestaba el ver gente muerta. Pero no, ridículo, no tenía enemigos entre los montaraces de Ithilien. ¿O acaso sí? En todo caso, él no conocía o recordaba alguien con quien pudiera tener problemas. No en ese momento. Aunque nunca se sabe en esos tiempos tan oscuros como los que se posaban sobre la Tierra Media entonces.
Damrod se acuclilló de nuevo. Como ya tenía el arco en una mano, la izquierda volvió a posarse sobre la espada. El frío metal contrastaba mucho con la cálida madera. Recordó lo que su compañero había dicho hacía un momento y soltó el mango. ¿De qué serviría la espada en contra de las bestias? Bueno, pero ¿de qué servirían las flechas en contra de las bestias? Daba lo mismo que una hormiga picara sin piedad a un hombre que varios montaraces dispararan a discreción hacia un monstruo de esos. Deseaba que las municiones para las armas de asedio no se hubiesen acabado, así podrían derribar de una sola vez al maldito animal y regresar a casa. ¿Y si fabricasen las municiones allí mismo? No, puesto que, a menos que lanzaran las cabezas de los muertos que yacían a unas millas de distancia en las fosas, no contaban con cosas de suficiente tamaño (y peso) para lastimar siquiera a los múmakil. No, no había escapatoria. A flechazos o a nada.
No le tenía miedo a la muerte, pero si mucha repugnancia. Las armas de asedio en contra de los monstruos hubiesen facilitado muchas cosas, y le hubiesen ahorrado desagradables encuentros también. Ya desde su propia posición podía verla acercarse, la bestia con una gran plataforma como una gigantesca canasta sobre su lomo. Seguro que en su interior había decenas de sureños prestos y listos para machacar de manera inmisericorde a cualquier Hombre del Norte que viesen. Seguro que en este momento charlaban entre ellos en esas extrañas lenguas del sur que jamás sonaban más allá de Harad y no sospechaban nada. Seguro que se llevarían una sorpresa tan grande como el animal que les llevaba al acercarse a los grandes matorrales a los que lenta pero seguramente avanzaban. Damrod suspiró una tercera vez. ¿Acaso era por desesperanza o por cansancio?
Ya venía, ya venía, ya se podían ver figuras en forma de hombres en las torres del animal; eran esas intimidantes máscaras las que usaban los guerreros del sur en sus batallas las que más odiaba Damrod. Con tanto pañuelo en la cabeza y encima esas máscaras que no servían ni como yelmo, ¿cómo eran los sureños tan poderosos guerreros? Había que admitir que se veían mucho más imponentes que el guerrero desnudo con esas máscaras, pero también había que admitir que la visión no había de ser muy buena con semejante cosa casi tapando por completo el rostro. La verdad es que por pura curiosidad a Damrod le hubiese gustado ponerse una de esas cubrecaras. ¿Cómo se vería un montaraz con aquéllas? Seguramente extraño. Aunque también pensó que, para los sureños, las capas que los Hombres de Gondor utilizaban para viajar habrían de resultar igualmente extrañas. ¡Mantos atados al cuello con los que dormían, cabalgabam, comían, luchaban y morían. Le hubiese gustado mucho que en vez de guerra constante hubiese habido comercio constante entre Gondor y Harad. Intercambio de culturas, claro.
Ya estaba muy cerca el múmak. Qué extraño, no veía a los típicos centinelas que siempre se mantenían de vigías para la nave terrestre, tampoco veía al que dirigía la bestia sentado en la nuca de ésta. ¿Dónde estaba? Y las siluetas en la torre, las siluetas no eran las de hombres con las máscaras puestas. ¿Se tratará de alguna trampa o señuelo para confundir a los montaraces? Muy raro, definitivamente muy raro. ¿Qué estaba ocurriendo?
¡Ajá! ¡Allí estaba el primer arquero a la vista!
-Dartho! –exclamó el capitán por lo bajo. La orden corrió de hombre en hombre: -Hasta que oigáis el cuerno atacáis, aunque la bestia os pase al lado, atacáis hasta que suene el cuerno. No antes.
-Pues no creo que sea la intención de alguno la de levantarse y ser derribado a flechazos antes de tiempo –musitó Damrod por lo bajo también. Su compañero rió ligeramente.
Veía ahora hasta los tatuajes desgarrados en la piel de la pata del animal. Horribles. Eran muchas grotescas figuras que parecían hombres feroces con gestos de guerra y usando las infames máscaras. Damrod se prometió a sí mismo que si salía vivo del ataque se llevaría una como recuerdo. ¡Lo que Lasbelin iba a reír cuando se la mostrase! Tal vez eso ayudaría a mitigar un poco el duelo casi perpetuo en el que se mantenía. ¿Qué estaría haciendo ahora mismo? Seguramente ayudando en las Casas a los heridos. Incluso después de muerto su hermano, continuaba cumpliendo su trabajo. Damrod comenzaba a extrañar su propio hogar ahora.
El cuerno sonó como una avalancha en medio de la arena. Casi simultáneamente ciento cincuenta montaraces de Ithilien se pusieron en pie y soltaron la nube de saetas sobre la torre. La criatura mugió terriblemente, no por dolor alguno, sino por la tremenda sorpresa, y levantó y agitó las patas delanteras, enloquecida. Si la torre no hubiese estado firmemente sujeta, habría caído llevándose a todos los que cargaba. Se oyeron innumerables gritos provenientes del interior, y como respuesta salieron de allí una veintena de flechas que hirieron a unos pocos pero que no mataron a ninguno. A Damrod le pasó una de ellas demasiado cerca para su gusto.
Otra vez soltaron los montaraces su nube de saetas, hacia los ojos de la bestia esta vez. Con otro mugido, peor que el anterior y que obligó a muchos a taparse los oídos, el múmak quedó ciego y loco. Con su enorme tamaño se sacudía y se sacudía, y no faltó el incauto Hombre del Norte que se encontraba demasiado cerca y que era enviado de un golpe al aire y a una vida más allá de la Tierra Media. Del propio lomo del monstruo caían a veces sureños en medio de horribles gritos; los que no se partían el cuello de la caída eran pronto aplastados por el propio animal que debía servirles para sus causas de guerra. Damrod vio, sin sonreír, como uno de estos caía por el frente y quedaba incrustado en los colmillos del animal donde permaneció hasta el final del ataque. Las flechas desde la torre se hacían cada vez más escasas a medida que las de los montaraces inundaban el cuerpo y la cabeza de la bestia.
De pronto cayó al fin la torre de sobre la bestia. Varios hombres tuvieron que apartarse para no ser arrollados por el múmak. El animal dio media vuelta y huyó a través de la estepa con el sureño aún atascado en su colmillo derecho. Dejó abandonados a sus amos y con todas sus fuerzas atravesó las líneas de los montaraces y partió de regreso al sur. Los pocos Hombres del Sur que habían quedado con vida fuera del refugio después de la caída murieron atravesados por innumerables saetas al intentar una desesperada batalla contra los montaraces.
-Av' aphado han! –gritó el capitán al ver que varios se disponían a subir una colina para ver la dirección que tomaba la bestia. Los montaraces siguieron su orden y le dejaron escapar. La nube de polvo que se iba levantando se acrecentaba con la locura del animal y disminuía con la lejanía. Si Anor hubiese estado más cercana al atardecer, el crepúsculo hubiese sido más corto.
La torre yacía en el suelo. Damrod se encontraba lo suficientemente cerca de ella como para oír los gritos provenientes del interior. Se acercó más, buscando alguna fortuita máscara de guerra que hubiese tenido la suerte de caer en los alrededores. Al no encontrar ninguna, aguardó a que el capitán diese la orden de capturar a los sobrevivientes. Seguramente ellos tendrían alguna que ya no habrá de servirles.
-¿Qué haces? –preguntó el compañero, observando como Damrod miraba en torno suyo con impaciencia-. Cualquiera diría que has perdido algo.
-No es así, pero casi lo es. Busco una de esas máscaras que los Haradrim usan para la batalla. Siempre he querido una. Para mí y para una amiga.
-No creo que le guste mucho el regalo –replicó el otro negando con la cabeza-. Por muy original que sea el recuerdo, no veo como a una dama pueda gustarle eso.
-Hablas como si no conocieras a Lasbelin –dijo Damrod arqueando una ceja-. Tú sabes que eso le llenaría de curiosidad, al menos, tanto como a mí. Además, ¿no te parecen bonitas, solamente como trofeos?
-Ahora suenas peligrosamente como un sureño –dijo su compañero.
-¡Acercaos a los sobrevivientes! –exclamó el capitán señalando a Damrod y a su compañero junto a otros cinco hombres-. Haced como ellos mismos. ¡Si hay hombre vivo, que no quede así!
Damrod lanzó un resoplido de puro disgusto ¿Qué? ¿Ejecutar a los sobrevivientes? Yrch! ¡Ni que fuesen salvajes! ¿Por qué siempre le tocaba los más desagradable de todo? ¡Ejecutar a los sobrevivientes! Obviamente el capitán había tenido un muy mal día. Ya podía ver la cara de algún pobre diablo viéndole con terror mezclado con odio a la vez que descargaba el montaraz una estocada sobre aquel individuo. ¿Para qué habrían de ejecutar a los sobrevivientes? Man nautha e hi? Por algo lo eran: Eran sobrevivientes. A ver: Matar en una batalla se llama batallar, matar al vencido se llama crueldad. ¿Qué le ocurría al capitán ese día? No, seguro que no. Seguramente había escuchado mal. Seguramente "Si hay hombre vivo, que no quede así" significaba que si había algún hombre herido que se le atendiese y se le cuidase para luego llevarle de regreso a Gondor para interrogación. Mae. Sí, eso. Seguramente Damrod había entendido mal. Porque matar a todo aquel que hubiese quedado con vida no tenía sentido. No, claro que no. Ú lastanneg vae, Damrod. Sí, claro.
-¿Acaso el capitán quiere decir que recojamos a los heridos y los traigamos ante él? –preguntó Damrod totalmente carente de esperanza. Su compañero bajó la vista. Se diría que no deseaba oír lo que ocurriría si se equivocaba Damrod.
-No, Hombre del Norte, no tenemos tiempo ni provisión para tomar prisioneros. Ve y acaba con cualquiera que quede con aliento. ¡Aprisa! El día se escapa.
-¿Cómo pretende el capitán que matemos a todos esos pobres infelices que han quedado después de una batalla en la que perdieron? –preguntó Damrod lleno de asombro. ¿Cómo podía ser ese el capitán que él conocía?
-Daug! Na-erui caro han i bédin! ¡Solamente ve y hazlo! ¿Crees que me place tener que derramar tanta sangre de vencidos? Pero eso es lo que ordena el Senescal y Señor de nuestra ciudad. ¡Y su palabra es nuestra voluntad! No deben quedar enemigos dentro del alcance de Gondor. ¡Ninguno! Así que lleva contigo a seis compañeros y acaba con ellos de una vez. No les hagas sufrir más de lo que necesitan, aunque son tiempos duros, no somos una partida de salvajes.
¿Ah, no? Bueno, en todo caso Damrod debía seguir las órdenes del capitán. Yrch! ¡Más que eso! La lengua élfica no tenía palabras suficientes para describir lo que el montaraz sentía por dentro. ¡Qué asco! ¡Matar al que ya no tiene esperanza de regresar a casa! Sólo un salvaje haría eso. No, no, no sólo un salvaje, ¡también los hombres de Gondor! Pero los hombres de Gondor no eran salvajes, no. No tomaban prisioneros, los ejecutaban allí mismo, ¡pero ellos no eran salvajes! Entonces, ¿qué era ser un salvaje? Todo aquel que no pertenecía a los reinos de los Senescales o sus aliados eran salvajes. ¿O sea que los elfos eran salvajes también? Eso sería pensar incongruencias. Pero tampoco tenía mucho sentido el matar a los enemigos derrotados sólo porque su hogar o su prisión quedaban ambos muy lejos. Ya no estaba muy lejos de la torre caída.
¿Cómo sería todo si estas guerras cesaran? ¿Cómo sería el poder viajar desde Minas Tirith hasta Umbar sin problema alguno en las fronteras? Pero no estaba en sus manos la paz, los hombres de Gondor luchaban por su propia defensa, no por extender sus bordes u obtener esclavos. Era el maldito Enemigo que no deseaba ningún reino lo suficientemente poderoso como para disputar su absoluto dominio sobre Ennor. Ninguno. Y Gondor no era la excepción. ¿Qué diría Lasbelin si supiera que tendría que ejecutar a una veintena o más de indefensos enemigos dispuestos a la rendición? Seguramente ella comprendería que no tenía elección, pero eso no impediría que viese con asco al capitán cada vez que se aproximara a ella, lo cual ocurría con cierta frecuencia. Después de todo, ella era hermana de un soldado.
Un ruido que provino del interior de la torre paralizó a Damrod. Un ruido que él hubiese esperado escuchar en algún hogar, en alguna Casa de Curación, en alguna plaza de las ciudades pero no en medio del desierto le paralizó. Extraño. Rarísimo. Igual efecto tuvo en los otros compañeros. ¿Qué ocurría? ¿Qué demonio tenían los sureños que rugía así? ¿Qué perversidad habían cometido aquéllos? ¿Qué...?
-¿Qué ha sido eso? –inquirió el compañero a Damrod. Éste no supo responder. No, no lo sabía, verdaderamente, no lo sabía, law, porque a lo que había sonado ese ruido era a algo que no podía encontrarse en esas circunstancias, de ninguna manera, no podía ser, no tenía sentido, claro que no, por supuesto.
-Parece... pero no, no puede ser –dijo uno de los soldados.
-Ha sonado como un llanto.
Los montaraces se miraron entre sí con incredulidad. Solamente Damrod avanzó decididamente hacia la torre con su espada liberada de la vaina, ésta brillaba con intensidad en el Sol de la tarde. Se pasó la mano por la frente y se rascó una mejilla a la vez que el compañero le llamaba.
-¡Espera! ¡Acerquémonos todos juntos, no sabes quienes podrían haber permanecido adentro!
Pero, ¿cuál era el caso? Si de todas formas habían de ser ejecutados, y tras haber caído del lomo de una bestia gigante, la gente que quedaba no debía estar muy preparad para la batalla, o al menos eso pensó Damrod. Claro, últimamente había estado pensando de manera muy fatalista, eso era lo que decía Lasbelin, así que tal vez resultaba sensato escuchar al compañero. Ae! ¡Ya basta, hombre! ¡Sólo había que acabar con ellos! ¡No hacía falta tanta reflexión! ¡Ellos eran Enemigos! ¡Enemigos! Sureños, bajo el dominio del Enemigo, del Enemigo, no del Senescal, del Enemigo. Había que eliminarlos lo antes posible, si no, tarde o temprano caerían sobre la ciudad ¡Matarles, matarles, matarles y a los Salones de Mandos con ellos! No, no, no. Damrod el Montaraz no era ningún desalmado, un poco seco, un poco pasivo, eso sí, pero no era un desalmado. Al menos él no lo creía. ¿Y qué creería Lasbelin? No, seguramente ella creería igual.
Con un solo movimiento, Damrod descubrió de la manta escarlata que los cubría a los sobrevivientes que hablaban y lloraban bajo los escombros de la torre. Eru a Rodyn anim! Una hermosa muchacha, morena y de ojos verdes, se hallaba junto a otra docena de doncellas igualmente jóvenes que tenían los rostros cubiertos con un elegante velo y que se apretujaban para mantenerse bajo el amparo de una mujer que parecía ser la mayor, y con dificultades ésta sostenía a un niño que no podía ser de más de dos veranos. Todas yacían sobre los restos de la torre y algunas estaban heridas, aunque ninguna de gravedad. Las damas, percatadas de la presencia súbita del montaraz, lloraban o hablaban incluso más en la extraña lengua del sur pidiendo suplicantes algo que Damrod distaba mucho de comprender completamente. Pero era seguro que nadie de los montaraces había experimentado tanto miedo como el que las mujeres del sur sentían ante ellos. La muchacha más joven y con el rostro descubierto se echó a llorar aterrada pero se retiró junto a las demás al ver que los demás Hombres del Norte se acercaban.
No tenía sentido, no, de ninguna manera, law, ni lo que había ordenado el capitán antes tenía menos sentido que la escena ante ellos. ¿Qué podrían estar haciendo estas doncellas en medio de un campo de batalla? A Damrod se le ocurrió pensar que podría tratarse de vulgares mujeres que se emplean a ellas mismas para satisfacer a los hombres y para hacer dinero, traídas desde lejos para subir la moral a los soldados, pero de inmediato deshecho tal idea al observar de nuevo a las muchachas. No podían ser de más de unos veinte años y a menos que los del sur fuese más depravados de lo que se imaginaba ellas aún dejaban ver un poco de la inocencia de la juventud de la que Lasbelin tanto hablaba cuando veía alguna pareja de enamorados. «Inocencia de la juventud» decía ella con una mueca y un suspiro. ¡Verdaderamente Lasbelin podía ser cínica cuando se lo proponía! ¿Qué pensaría en una situación como esta? Seguramente diría que no eran mujeres indecentes. Pues entonces Damrod y ella pensarían de la misma forma. Esto tranquilizó un poco al montaraz, pero un poco, nada más, porque de pronto se le vino encima la gravedad del asunto.
-¡Son sureñas! –exclamó el compañero.
-Y muy hermosas –replicó alguien sin ninguna vil intención en su corazón y que solamente aún no había desesperado de los alrededores tanto como Damrod.
-Sí –dijo este con un cuarto suspiro y levantando los ojos al cielo añadió: -Y nos han ordenado ejecutarlas a todas. ¿Qué os parece?
