Narbeleth,

a helthannen

i ngelaidh e

bain in laiss dín.

Amman boe anim?

Narbeleth,

a ernaid eriar

a ernaid dannar

dan bedig lim…

…a lim.

Lo que más gustaba a Damrod de ella era su voz. Lasbelin tenía una muy grave que no se prestaba mucho para el canto pero sí para los susurros. Resultaba muy útil cuando Damrod le buscaba en medio de las masas que mantenían ocupadas a todas las doncellas en las Casas de Curación; en medio de los ocasionales graznidos por parte de los heridos una suave nota le hacía dirigir la mirada inmediatamente hacia donde ella se encontraba respondiendo al viejo que dirigía las casas o a cualquier otro que tenía la fortuna de tener algo con que retenerle en un momento de conversación. En ocasiones el murmullo se perdía y dejaba lugar a la risa, aunque hace mucho que esto había dejado de ser común. Cuando ocurría, Damrod juraba que todos se detenían por un momento y se inclinaban a escucharle. Claro que Damrod se sabía propenso a la manipulación de las cosas con su imaginación, Lasbelin le había dicho muchas veces que ya que él veía demasiadas cosas donde no había nada. Y si Lasbelin lo decía, para él era casi indiscutible. Ella conocía a las personas, ella sabía acerca de ellas, ella podía sentir lo que aquejaba a los demás. Al menos eso decía Damrod, pero ahora también dudaba que eso no fuera, de nuevo, algo que sólo él notaba.

Pero había que se justos.  Lasbelin había sido muy hermosa durante su temprana juventud y treinta otoños desde su nacimiento aún lo era, si bien la frescura de su juventud había desaparecido casi por completo. En su lugar, y Damrod siempre había admirado esto sobre lo otro, Lasbelin ahora tenía una niebla de elegancia que no era igualada por ninguna de las otras mujeres de su edad en parte, pensaba él, porque pocas de esas mujeres eran doncellas aún. ¿Quién sería el marido tan afortunado de la dama? No gustaba pensar en esto. No era su problema.

Pasaba a veces que Lasbelin hablaba, totalmente conciente de la gravedad de su voz, con un tono tan bajo que Damrod le confundía con algún otro joven que se dirigía a él. A ella le causaba gracia mientras que a él le irritaba. Pero no es que ella se esforzara mucho por complacerle siempre.

Y eso era lo que más mantenía a Damrod en silencio.

-Te has dejado crecer la barba.

Como si se hubiesen visto apenas el día anterior.

-A mí también me agrada verte de nuevo.

Lasbelin sonrió.

-Dos meses es mucho tiempo –dijo ella.

-Y el calor era insoportable.

-¿Has matado gente?

-No tanto como el calor.

-O sea que te han obligado.

-Es una manera de verlo, sí.

-Déjame adivinar, el capitán.

-Pues seguramente no ha sido Mablung.

-No metas a Mablung en esto.

-Mujer, ¿quién más?

-Ese capitán siempre ha sido demasiado fanático al señor.

-Por algo es su hijo.

-Pero el otro no es así.

-Por algo es su hermano.

-¿No tienes muchas ganas de hablar, verdad?

-¿Tanto se nota?

Damrod sonrió como un chiquillo travieso. Ella hizo parecido.

-Me agrada mucho verte –dijo ella de repente abrazándole. Él tuvo mucha dificultad en admitirse después que había contenido la respiración al momento.

-Te he traído algo –dijo cuando se hubo repuesto.

-¿En serio?

-Pensé que te sería curioso.

-Mientras no me hayas traído una cabeza...

-¿Pero cómo adivinas?

-Intuición femenina.

-Pues no es una cabeza.

-Hennaid.

-Pero sí se le parece.

-Ai...

-Velo primero y luego te quejas.

-Una máscara de guerra...

-¿Te gusta? Pensé en traerte un recuerdo.

-Qué considerado de tu parte.

-Póntela, vamos.

-Primero la lavaré, si no te importa.

-Claro que no.

Sopló un viento fresco, sonó la campana del atardecer en las Casas.

-¿Te das cuenta de que te marchaste a mediados de verano y que has regresado a principios de otoño?

Damrod suspiró. Qué vicio ese.

-Pues qué coincidencia –dijo