La primera vez que Lasbelin vio a  Zilbêth, más tarde confesó aquélla, la sureña causó cierto sentimiento de simpatía en la mujer del oeste. La segunda vez dijo ésta que le compadecía. La tercera vez aceptó que le tenía lástima. Era de esperarse de Lasbelin. Pero Damrod no se lograba explicar por qué, la joven no se miraba demasiado lastimera. Más bien se había mostrado resignada desde el momento en que, después de algunas jaquecas por parte del anciano encargado de las Casas, había comprendido sus sencillas tareas como ayudante.

-Demasiada resignación para mi gusto –decía Lasbelin-. Yo no me encontraría así si me capturaran los del sur.

-Tú ya estarías muerta –respondía Damrod-, no porque te hubiesen de ejecutar sino porque te habrías matado tú misma.

Pero la sureña no se había matado. A Lasbelin no le molestaba mucho su presencia siempre y cuando no se metiera con los enfermos; a Zilbêth no le molestaba Lasbelin siempre y cuando no se metiera con ella, y a Damrod lo le molestaban ninguna de las dos siempre y cuando se soportaran entre ella. Ellas se soportaban, no se toleraban, desde el fondo de su mutismo. Zilbêth había hecho entender a Damrod que Lasbelin no le era muy agradable, lo cual era común entre los que la conocían por primera vez. El montaraz aún sonreía cada vez que recordaba cómo el desagrado por su amiga había sido lo único que la sureña había querido expresar; aparte de ello, Zilbêth se mantenía en silencio mientras realizaba sus tareas.

-No digo que hubiese sido mejor que la abandonasen en el sur... sólo porque ¡paf! me gano una bofetada de tu caballerosa mano.

-Jamás te tocaría si tú no quisieses.

-Lo sé –decía ella con una sonrisa, pero no era una mueca de satisfacción sino una sincera sonrisa de aprecio. Qué raro.

-De todos modos agradezco la comprensión –decía él.

-Cuando quieras –decía ella.

Entre enfermos, heridos, lastimados, tretas para visitar las casas y otras cosas pasaban las semanas. Lasbelin ahora aceptaba que, por antipática que le resultara Zilbêth, el capitán de los montaraces había mostrado una piedad descomunal para él al haber permitido que las prisioneras del la caravana fuesen traídas a la ciudad. Damrod había reído de buena gana cuando, en medio de una nube nocturna de confianza propiciada por el buen vino de Lamedon, había contado a Lasbelin acerca de la cara que todos habían puesto cuando habían visto a las sureñas por primera vez allá en el desierto. Lasbelin tenía cierto talento para imitar las voces de ciertos jóvenes montaraces que aún no tenían muy clara la distinción entre joven y hombre y ambos se divertían jugando al capitán y al soldado. Era de las pocas cosas que Damrod hacía en son de burla al referirse al capitán, pero tal era la insistencia de su amiga (y tal su deseo por reír con ella) que se dejaba arrastrar por los aires de la guasa y pasaban un rato digno de un par de chiquillos irrespetuosos, entre hacerse las enamoradas del hermano del capitán y carcajearse ante la nariz de saco que tenía el capitán. Había veces en que Damrod, aburrido o con simples ganas de verla, llegaba a las casas y aprovechaba algún descanso de las doncellas y se vendaba cualquier parte del cuerpo para jugar al enfermito, y, aunque varias veces el anciano le había reprendido, seguía llegando y fingiendo que tenía dolor en las partes pudendas, o que el cabello que se había cortado el día anterior de dolía horrores, o que la barba tenía atascada un pedazo de hoja metálica, o que se había quedado ciego en el ombligo, o que tenía la absoluta seguridad que una de las doncellas estaba encinta, o que Lasbelin planeaba asesinarle para apoderarse del recinto para luego pasar a la torre de Ecthelion y allí asesinar al Senescal para proclamarse señora de Minas Tirith para poder hacer guerra con los enemigos del pueblo de Númenor. El pobre anciano, indeciso entre el querer colgarlo por el cuello en la puerta y el reír ante la obvia demostración de enamoramiento, permitía que el pequeño Damrod llegase de cuando en cuando a dar la lata y a pasar el rato. Las doncellas, pues sabían de igual manera que el anciano, se preguntaban qué demonios miraba alguien como Damrod en el cubo de hielo que Lasbelin era frente a todas. Solamente Zilbêth permanecía ajena a todas estas cosas.