Y Damrod tuvo que partir de nuevo. Fue en una cálida mañana de finales de otoño cuando llegó Mablung a avisarle que partían en dos semanas. Huelga decir que Lasbelin recibió la noticia con el mismo entusiasmo que como si se hubiesen dicho que le prohibían sus versos en la noble. En el fondo, Damrod no podía evitar la sonrisa ante una de estas reacciones tanto por la gracia que le hacían como porque demostraban preocupación por parte de ella; al menos él esperaba que fuera preocupación, bien podía tratarse de decepción por no tener a quién recurrir en momentos de ocio donde el no dejar en paz a alguien con avalanchas de bromas (o cualquier cosa) se hacía necesario. No hubiese sido extraño viniendo de Lasbelin. Pero Damrod siempre podía guardar esperanza.

No se enteró de la reacción de Zilbêth sino hasta tres días antes de la partida, y no pudo explicar si lo que causaron sus palabras fueron ira, vergüenza, ambas o un poco de ternura.

«Y ahí viene ésta con su magnífico oestrón» pensó el montaraz a la vez que percibía el penetrante perfume de la sureña. Una mujer de cabellos largos y negros y unos ojos verdes de una maligna hermosura se acercaba, probablemente con su mente a mil millas de lo que Damrod se proponía a comentar. Más tarde admitió él, con la total aprobación de Lasbelin, que la lengua se le había adelantado a la cabeza y que por deslenguado se había ganado lo que se había ganado. Era raro, la verdad es que era raro que hablara sin reflexión, pero la sureña le había causado ciertas ganas de conversación sin trascendencia.

-Lamento que sea impropio que tú me desees buen viaje –dijo el montaraz a Zilbêth desprevenida. La mujer se volteó hacia él.

-En otro caso te lo diría –dijo tímidamente, sin sonreír y porque no conocía el deferencial-, pero, enemigos o no, matar es matar y lo que vas a hacer no tiene qué ver conmigo.

Pues al diablo con ella. Uno sólo se le acerca para entablar conversación y sale con que no le hable. ¡Como quiera! No sólo Damrod se tomaba la molestia de traerla, alimentarla y procurarle trabajo, no: Ahora ella respondía. A ver si Lasbelin no tenía nada que decir con esto si algún día se enteraba. ¿Con qué derecho le echaba en cara la sureña a Damrod de las muertes que causaba si ella misma venía de un pueblo donde a los prisioneros se les quemaba vivos o se les dejaba medio muertos sólo para que sirvieran de manjar para los orcos aliados? Cómo no. Claro. Casi daban ganas de correr con Lasbelin y contarle todo el episodio para que ella se encargara de reprender a la sureña. Sí, claro, pequeño Damrod: Corre con Lasbelin y dile lo malvada que ha sido Zilbêth contigo. Quizá lo mejor era dejarlo pasar después de todo. Claro, había que pensar que la sureña probablemente había perdido a alguien querido en alguna de las batallas (si no es que en la misma guardia en el lejano Harad que los hombres de Gondor habían montado hace ya algunos meses) y que el dolor le hacía decir cosas y cosas; al fin y al cabo, ella era mujer mortal, de los segundos, y, de una raza malvada o no, también era de suponerse que tenía ciertos sentimientos, tanto de amor por los suyos como de odio para los hombres del oeste. ¿Habría perdido a alguien en la batalla? Si era así, Damrod no la culpaba de nada y casi se arrepentía al momento de haberle insinuado que se marchaba a una de esas misiones donde matar sureños u orientales era un bono. Damrod, Damrod, mal hecho, mal hecho. Casi podía ver el rostro de Lasbelin en una expresión de resentimiento mientras sacudía la cabeza y que cómo puedes ser tan insensible a veces y encima de todo echarme la culpa a mí de serlo. Mae. No había nada más que pensar y había que disculparse con Zilbêth. A ver si el orgullo se lo permitía.

Lo malo fue que el orgullo se lo iba a permitir pero no hubo tiempo para ello.

Yo, Dínen de Doriath, llamado Faethin, vi por vez primera al grupo de treinta hombres de los montaraces de Ithilien en los bordes del sur de Ered Nimrais, en la provincia de Lamedon, cuando quizá una semana de invierno había pasado. Me encontraba en los parajes cuando realizaba uno de mis muchos viajes a través de la Tierra Media, en camino hacia la desembocadura de Anduin el Grande, y tuve la fortuna, entonces, de conocer a Damrod, el montaraz, nativo de los alrededores, a quien debo, si no la vida, al menos el estar sano y entero. He de relatar lo que aconteció mientras compartí mi tiempo con la expedición de los hombres de Gondor a la caza de varios trols de las nieves que rondaban por entonces las faldas de los montes.

Escuché una tarde, cuando el sol se encontraba en descenso pero aún había mucha luz, horribles rugidos provenientes de una cueva a un poco menos de tres centenares de pies del manantial donde había decidido pasar la noche comenzando por un adelantado descanso. Alarmado, porque ya había escuchado de los muchos tyryg que habían sido vistos en los últimos días en la tranquila Lamedon, tomé mi arco y me dirigí sigilosamente hacia el lugar de donde todavía salían más y más rugidos, acompañados de algunos golpes sordos que parecían estremecer la tierra. Tras un árbol me escondí pero el follaje era muy espeso, y sonriendo ante mi propia ingenuidad trepé por las numerosas ramas y divisé un acalorado enfrentamiento entre un grupo de mortales (se notaba a leguas que eran mortales, he de decir) y un particularmente grande trol de las nieves, el cual contaba con su escamosa y enfermizamente blanca piel cubierta de precisas flechas que los hombres del oeste sabían lanzar tan bien.

No suelo acercarme a los hombres por varias razones, pero sobre todo por dos: Porque detesto las preguntas que me inundan cuando me topo con algún mortal excesivamente curioso y porque simplemente no me es tan fácil distinguir a un hombre del oeste, de los mortales que son (o eran) nuestros amigos, de cualquier otro hombre, sureño u oriental, sin tener que acercarme demasiado. Llamadme extraño, pero ese es mi caso.

Decidí hacer una excepción ese día porque yo también odio a los trols y porque me parecía una causa justa el luchar contra estas bestias en defensa de la madre tierra. Atentamente observaba como cualquier intento por acercarse a la bestia y propinar una estocada con la hoja de hierro resultaba en una maza de guerra blandida por el torog suficientemente fuerte como para enviar a cualquier contra las rocas y hacia una mejor vida en los salones de Mandos. Por suerte, los hombres eran ágiles y pronto comprendieron que la bestia sólo caería con golpes certeros de flechas. Llovían y llovían las saetas entonces, pero, a decir verdad, no creo que hubiesen estado lastimando demasiado al trol puesto que sólo se limitaba a rugir y a iniciar algún repentino ataque hacia el montaraz más cercano y a retroceder de inmediato al ver que los demás se apilaban junto a él y exhibían las magníficas espadas. En cierto modo, la situación se tornaba un poco pasiva y recuerdo haber pensado que parecía más la doma de un salvaje corcel que la caza de un peligroso trol de las nieves. Incluso me permití sonreír una vez cuando observé que Damrod (a quien obviamente no conocía todavía) comenzaba a arrojarle piedras, produciendo la risa en algunos, «para ahorrar flechas en una bestia que caería por su propio peso», según el mismo dijo.

Desgraciadamente, una de éstas fue demasiado certera e hirió a la bestia en uno de los ojos. Aullando de dolor, el trol cargó en contra de Damrod, quien de un atinado salto a su derecha logró esquivar la maza que surcaba los aires como un péndulo descontrolado. Huía la bestia, y el capitán de los montaraces ordenaba en la lengua noble (con un acento que mi hizo reír más tarde) que la persiguieran. Entonces fue cuando entré en acción. De rama en rama, di alcance al torog y un salto hacia él, calculando caer en su nuca. Acerté, y sin pensarlo dos veces blandí mis dagas y las hundí en ambos costados del cuello escamoso. Una pestilencia a animal muerto, junto a una desagradablemente cálida sangre negra que chorreaba a borbotones, me hizo caer de la bestia; pero no pasó mucho antes de que ésta se desplomase a unos veinte pasos de donde yo yacía. Con unos mugidos que bien sonaban como los de una vaca hambrienta se lamentaba de su desgracia y piadoso fue el montaraz que se acerco y hundió el único metal forjado por un mortal que habría de conocer la sangre de ese trol en su frente. Pronto me vi rodeado por la treintena de hombres del oeste que me miraban como algo salido de un cuento.

Era graciosa la expresión general de los montaraces de Ithilien. Era obvio que pocos (quizá ninguno) habían visto a uno de los de mi gente en su corta vida. He de ser justo y afirmar, sin embargo, que Damrod el montaraz era el único que se mantenía absolutamente sereno.

-¿Qué es esto? –preguntó uno de ellos.

-Pues no es una lechuza de orejas largas –respondió Damrod con un sarcasmo al que después terminé por acostumbrarme.

-Im edhel –dije en la noble, obviando el comentario, incorporándome, inclinándome en reverencia hacia todos y tratando de sacarles del estupor en donde se hallaban perdidos. Sabía que un encuentro entre elfos y hombres no era algo muy común en estos tiempos.

Los hombres que habían quedado rezagados se apresuraron a llegar y a cerrar filas en el círculo. Muchos exhibían ligeras heridas, raspaduras y golpes, y todos tenían un magnífico arco largo en la mano. Vestían botas de viaje, ligeros petos de cuero con un bello emblema del árbol blanco de Gondor, cinturones donde colgaban las espadas ceñidas y grandes capas de un color blanco como la nieve que no tardaría en oscurecerse con el viaje. Pude reconocer al típico hombre del oeste con rostros tristes pero orgullosos y ojos grises. Un detalle que llamó mi atención era que pocos eran barbados, cinco de los treinta quizá.

-Eso es obvio –dijo el capitán-; pero, aunque no me quejo porque los de la raza noble son siempre bienvenidos a nuestras tierras, sí he de aceptar que me es extraño encontrarme con un elfo en estos parajes y bajo estas circunstancias.

-Os he prestado una ayuda en vuestra causa, –dije en su lengua-, porque me encontraba a poca distancia de vosotros. Habéis de saber que en la sangre se encuentra el odio de los edhil por cualquier criatura salida de los pozos del Enemigo. No me atrevo a declarar que de no haber sido por mí el trol hubiese escapado, pero es de mi parecer que si os hubiese causado más dificultades el haber rastreado a tan asqueroso animal por entre los riscos y cavernas de Ered Nimrais.

-Nadie niega vuestra ayuda, señor élfico -dijo el capitán muy reverentemente-. En verdad os agradecemos el gesto y esperamos que nos acompañe durante algún tiempo para que, en lo posible, intentemos pagaros la deuda. Pero, yo me pregunto, el tener a uno de los de la raza noble con nosotros, ¿no es ya algo que nunca podremos igualar?

Me hizo sonreír la propuesta, tal y como una inocente propuesta de ayuda de un niño hace sonreír a un padre. Pero no por eso me negué. No tenía nada planeado para el viaje. Si me dirigía a Edhellond no era aún porque abandonaba la Tierra Media, así que mi viaje podía esperar. Quizá, porque nunca ignoraba la posibilidad, no saldría vivo de la empresa si aceptaba la invitación del capitán, pero confieso que hace mucho que había dejado de importarme mucho mi propio bienestar y que ahora me preocupaba de otras cosas. Además, pensé que sería una excelente manera de convivir con los hombres en una empresa que beneficiaría a muchos otros. Aunque hace mucho que los elfos han dejado de preocuparse por los problemas más graves de la Tierra Media tanto como lo hacían en los primeros días, he aquí que se me ofrecía una oportunidad de realizar una buena acción.

Tal vez las razones que expongo suenen ingenuas, o incluso un poco falsas, pero así fue como pensé; yo mismo me cuestiono de cuando en cuando si en verdad me uní a los montaraces en aquella hazaña por dichas razones. Pero, verdaderamente, el porqué creo que es irrelevante.

-Corteses son tus palabras –dije riendo pero sin menosprecio-. Agradezco yo a vosotros el dejarme acompañaros durante un tiempo, pues eso era lo que yo mismo iba a pediros; pero, ¿por qué deseáis la ayuda de uno de los míos? Veo que os encontráis de cacería de trols y creo que mi ayuda no estaría de más. Sin embargo, he visto que sois hombres de gran fuerza y manejo de armas. Quizá mi participación en vuestra compañía acerque un poco más a aquellas dos razas que en un principio eran hermanas y que ahora están tan distanciadas una de la otra, pero no creo que ese sea el motivo bajo el cual pedís mi compañía.

Damrod mismo, después de habernos conocido, me dijo que mis palabras habían sembrado la impresión de querer hacerme de ruegos en más de un valiente montaraz.

-En absoluto –dijo el capitán, siempre tan cortés-. Si os pedimos vuestra compañía nos amparamos en el pretexto de pocas veces haber visto a uno de los de la raza noble en nuestras tierras. Tal privilegio sería de sumo agrado para mis hombres y para mí; sería como contar con un hermano mayor en nuestra misión. Pero no insistiré más si así lo desea el señor. Sé que el acompañar a la guardia de Ithilien no siempre es algo bien esperado.

Noté que la sonrisa afloraba en más de un rostro. Admito humildemente que había sido derrotado (¡horrible vergüenza!) en discursos por un mortal. Reí de buena gana.

-Insisto en que tus palabras son corteses, incluso para los oídos de un elfo. Verdaderamente los hombres del oeste son aún el verdadero reflejo de los primeros hombres que fueron aliados en los días de nuestro primer encuentro. ¿Quién dice que somos los únicos seres nobles sobre la Tierra Media? Me veo forzado, aunque fuese por pura cortesía, a aceptar tu invitación. Prestaré a vosotros mi compañía y mis armas.

-Pocas veces me he sentido tan afortunado –dijo el capitán-. ¿Qué piensan los montaraces bajo mi mando?

Vítores y uno que otro cuio i edhel! llenaron el aire a mi alrededor.

Probablemente le daría risa, y no dudo que aprovecharía a preguntar por canciones en élfico que él supiera. Risa le daría, pero no a manera de desprecio, claro; no creo que pueda ser tan cínica. Cuando regrese (bueno, si es que regreso) y le cuente esto, inmediatamente me preguntará por algún verso que me haya enseñado, así que lo mejor sería preguntar de una vez y esperar que sepa alguna canción que ella no conozca; aunque con ese pergamino sin fin que tiene como memoria, dudo jocosamente que sea así. En fin, siempre puedo guardar esperanza. De todas formas, es probable que a mí me pongan como guardia personal del señor. Supongo que es de aprovechar la noche o algún descanso oportuno para inquirir. ¿Y si pregunta por qué deseo saber canciones en élfico? No es que los montaraces cantemos mucho, como descubrirá al estar con nosotros unos cuantos días, ¿qué le respondo entonces? Bueno, ¿por qué no le digo simplemente la verdad? Que tengo una amiga (desgraciadamente) a quien encantan los versos en la noble y que, a manera de regalo, quisiera llevar alguna nueva canción. Simple. Llano y sencillo, en lugar de inventar excusa tras excusa. Claro que tendré que cuidarme de que Mablung no oiga mucho porque de inmediato preguntaría por ella, pero bueno, es un riesgo que quisiera tomar. ¿Qué estará haciendo ahora mismo? Cantando, eso es seguro, que las aguas fluyen y el corazón en medio de ellas pero que tú aún no encuentras tu camino a casa, que día tras día encuentras sueños que compartir, que sólo truena cuando llueve, que en el velo del sol nos encontraremos de nuevo. Uno se acostumbra a eso. Ya no tengo nada que comentar acerca de ello. A ver si no está peleando (aunque dudo mucho que un monólogo pueda ser una pelea) con la pobre sureña que no hace más que usar un perfume un poco fuerte y mantenerse callada. Qué frío tan condenado hace en casa, no me hubiese imaginado que pudiese haber tanto viento helado a un tiro de piedra de la colina donde tuve la gracia de conocerlo. Supongo que le gustaría verla de nuevo, la tumba no ha de estar muy lejos. Si el capitán se desvía un poquito llegaremos a ella y probablemente llore por dentro. ¡Qué viento, maldita sea!

Damrod el montaraz fue elegido por el capitán como mi guardia, por ser el que poseía la edhellen más fluida y porque era el más solitario del grupo. Lo de ser el más solitario del grupo no lo entendí muy bien, pero eso fue lo que el propio montaraz dijo. Efectivamente, poseía un buen dominio del élfico gris, (con un ligero acento de Lórien, quién habría de decirlo) y pronto entablé con él lo que se podría llamar una amistad de complemento: No nos parecíamos mucho, pero su humor seco y su aprecio tan oportuno por los momentos de silencio contrastaban con varias de las cosas que más me hacían fruncir el ceño ante los otros mortales que había conocido, a excepción, quizá, de los montaraces del norte. Alguien que era opuesto a mí en ese sentido me hacía una grata compañía. Sin embargo, pronto descubrí que los montaraces del sur no diferían mucho de los del norte, y que, si bien siempre me sentí apegado a Damrod, todos los hombres del grupo eran corteses y oportunos con el silencio, tanto como Damrod o solamente ligeramente menos. Númenor no había muerto, recuerdo haber pensado, sólo había cambiado de lugar y de tamaño.

La jornada que llevamos al día siguiente de nuestro encuentro estuvo marcada por la aparición de un trol de pequeño tamaño (como si el primero, de gran tamaño, fuese para compensarle) apenas más alto que el hombre más alto de nuestra compañía. Si bien era más ágil que cualquier otro trol que hubiésemos visto, los tyryg son tyrig y una acometida con lanzas fue suficiente para acabarlo. Reconocí inmediatamente al típico trol de las nieves, con su piel escamosa, blanca como sus alrededores, y particularmente resistente. Portaba una maza de regular tamaño y una especie de cinturón hecho de piel mal cosida de donde colgaba una bolsa igualmente fabricada llena de guijarros. Utilizados como proyectiles, estos apenas si dan en su objetivo la mayoría de las veces en que son usados; sin embargo, por razones que aparentan ser estupidez innata, las bestias que rondan los espacios abiertos tienden siempre a cargarlos. Herido mortalmente por la lanza del capitán, no tardó en expirar, tras lo cual sangró poco para nuestro gran alivio.

-La pestilencia de estos bichos cuando mueren es especial –decía Damrod-. Por alguna razón, el frío les hace más aromáticos. Eso es bueno, porque puedes olerlo a millas siempre y cuando no haya tormenta.

-Hablas como si conocieras a más de estas bestias –replicaba yo-; sin embargo, no son muy comunes en las tierras de los hombres del oeste.

-Qué, ¿y tú crees que la guardia de Ithilien solamente abarca Ithilien y quizá estos parajes?

-Pues por algo se llama la guardia de Ithilien.

-Por algo, pero nosotros hemos hecho algunos viajes incluso hasta los comienzos de las montañas nubladas. Créeme, he visto a varios de estos monstruos. Son como caballos. Los hay de nieve, de cavernas, de bosque y ve a saber de qué otras cosas.

-Los hay inteligentes… al menos hasta donde se puede hablar de inteligencia en un trol.

-Eso es algo que admito no haber visto.

Habíamos de llegar a un poblado cercano hacia el final del día. Cuando llegamos al pequeño pueblo, llamado Lossdal, el capitán sostuvo una charla con el anciano de la aldea, quien le informó que otro trol, junto a una banda de los malditos orcos, habían estado rondando el lugar y que a más de un solitario viajero habían capturado, degollado y engullido. La sola mención de orcos que se alimentaban de hombres causó impresión general entre los montaraces a tal punto en que varios rehusaron la buena sopa que las mujeres más experimentadas ofrecían para la noche por temor al desperdicio en un ataque incontrolado de asco en el que devolvieran a la tierra todo lo que hubiesen cenado. Debo ser humilde y admitir que la cena estuvo excelente incluso para el paladar élfico. Mi presencia causaba sensación en toda la aldea, y cuando nos sentamos en el salón común para un merecido descanso no fueron pocos los que deseaban charlar conmigo muy a mi pesar.

-Vamos –decía Damrod-, eres todo un elfo, ve y complácenos a nosotros los simples mortales.

-Gracias por el apoyo –respondía yo.

-Ir anírag.

La noche trajo consigo viento helado bajado de la montaña y un curioso episodio en donde me enteré de algo totalmente ajeno a nuestra misión. Ya con el fuego a punto de morir, me encontraba dispuesto a arrojar unos leños más a las llamas cuando sin querer pisé la mano de uno de los montaraces, llamado Mablung. Despertar y desenvainar una brillante daga fue todo un solo movimiento pero rápidamente me retiré de su alcance. El montaraz, en vez de soltar un justo enfado hacia mi descuido (excesivamente poco común entre los elfos, según alguien más), sonrió y me deseó buenas noches en la noble. Yo repliqué de igual forma pero cometí la ligera imprudencia de olvidar por un momento el agotamiento del hombre y le rogué que me aclarara una duda que había cargado conmigo desde el momento en que conocí a Damrod, el montaraz.

Extraño, lo sé, pero el cansancio entumece un poco la mente.

-De ti, que eres su amigo, quisiera saber algo: ¿Cómo es que Damrod habla con tanta facilidad la lengua gris si no ha tenido nunca contacto con uno de nosotros?

De inmediato me percaté que sonaba ridículo: En la noche sin estrellas, con alguien a quien había despertado de manera brusca, haciendo preguntas intrascendentes. Vaya elfo.

Muchas veces he reflexionado acerca de la manera en que llegué a saber esa mujer, y siempre he concluido que fue debido a simples actos de inusual torpeza que me llevaron a ello. Sé que Mablung debió haber encontrado muy rara mi pregunta y no estoy seguro de que yo hubiese podido no hacer una mueca de exasperación ante ella en medio de la helada noche. Pero haciendo gala de nobleza Mablung dijo con un bostezo: -Qué, ¿no lo sabes?

-No, señor, de lo contrario no te importunaría ahora.

Mablung rió calladamente.

-El compañero Damrod, ese mismo que habla cuando debe y las pocas veces que lo desea, ese mismo que es capaz de mostrar desdén incluso hacia uno de los de la raza noble, está perdidamente enamorado de una mujer en la torre de la guardia, en nuestra amada Minas Tirith. Ella habla también de manera muy hermosa la hermosa lengua noble y él aprendió de ella a fuerza de complacerle en todo. Lo digo, no porque sea algo que todos hemos oído por chisme, sino porque muchos le hemos oído hablar en sueños, musitando versos en élfico y llamándola discretamente.

Lo que siguió no fue mucho más que agradecerle e instarle a que regresara a dormir. Así que mi amigo el montaraz estaba enamorado.

Fue como dijo Mablung, cuyo nombre me traía distantes, hermosos y terribles recuerdos. Durante la noche escuché débilmente a Damrod musitar, una y otra vez una palabra. No entendí al principio, pero la impresión que me causó, aunque entonces no hubiese comprendido aún, continúa; le escuchaba pronunciar y pronunciar Otoño, Otoño

Sólo el tiempo me diría que significaba esto.