4 DE NOVIEMBRE DE 1419 (C. DE LA C.): DE MADRUGADA
Como una sombra entre las sombras vertidas por la fría luz de la luna otoñal, la silueta de Frodo vagaba junto al Agua.
Tras la terrible jornada vivida, toda la Comarca parecía sumergida en un silencio estremecido. Los otros Viajeros dormían exhaustos, unos en la granja de Coto, y Sam, con su familia.
Pero Frodo, que se deslizaba como la niebla al borde del río y parecía difuminarse en la oscuridad cuando se detenía, envuelto en su capa gris, para contemplar el brillo incierto de las ondas, no deseaba dormir. O quizás, no lo necesitaba. Entre los muchos cambios que las penosas experiencias del último año habían provocado en él, para bien y para mal, estaba éste: rodeado del aliento de los árboles y el agua, bajo la luz de las estrellas y la Luna, se sentía descansar sin sumirse en el sueño.
Y esa noche tenía el corazón lleno de tristeza...
Era como si de nuevo cargara con un peso cruel, aunque muy distinto de aquel otro, avasallador y obsesionante, del Anillo.
Aquel había dejado en su alma un extraño hueco, a veces doloroso como una herida, a veces desolador como una casa abandonada. Y en ese vacío había perdido su capacidad de experimentar el profundo goce de vivir de un hobbit si los placeres cotidianos y sencillos fueran algo ajeno, palabras habladas en un idioma que ya no podía entender bien. Sin embargo, ese espacio deshabitado interior parecía servir como una caja de resonancia que agudizase la sensibilidad de Frodo hacia la vida que le rodeaba, hacia las misteriosas sutilezas de la Naturaleza, y hacia los sentimientos y emociones de amigos y enemigos.
Por eso, el sufrimiento que no había podido evitar a hobbits y rufianes, la ira que contaminaba la Comarca y la amargura de las infames muertes de Sáruman y Grima, ahogaban su espíritu como una marea de sangre y le sumergían de nuevo en el océano de desesperación y culpa en el que, a veces, naufragaba...
Pacientemente dejó que el rumor familiar del río y el susurro del viento en los álamos deshojados aliviase su angustia, como la mano fresca de una madre sobre la frente febril del niño.
En realidad, desde su regreso en Ithilien al mundo de los vivos, había tenido que afrontar una y otra vez el tormento de sus recuerdos y sentimientos, y había pactado con ellos hasta llegar a una difícil paz. Aceptaba sin orgullo ni vergüenza su propia derrota en Sammath Naur, comprendiendo que ésta solo había acaecido tras haber luchado hasta el límite. Y, con cierto asombro, entendía que se le había concedido la gracia de ser liberado de la esclavitud del Mal. Profundamente herido, con terribles secuelas, pero libre y vivo para presenciar el triunfo de la esperanza en la Tierra Media.
Por eso no lamentaba su propio destino, pero sentía una irreprimible piedad por aquellos que, como él mismo, habían sido también corrompidos y, sin embargo, se habían alejado más allá de toda salvación. Sméagol, Saruman, Grima, ... y esos hombres y semi-orcos salvajes y desesperados, excitados en su codicia por el antiguo Mago para sus propios fines de venganza, hasta no ser capaces de otra elección más que matar o morir.
Frodo respiró profundamente el aire frío del Noviembre, y el olor húmedo de la tierra y las hojas caídas apaciguó su tristeza...
Matar o morir, pensó, es una terrible disyuntiva, de la que nadie sale intacto.
Para él, no obstante, ya no existía ésa elección. Nunca volvería a esgrimir un arma. "Yo no deseo llevar una espada", le había dicho a Gandalf en el campo de Cormallen, y no era más que la escueta verdad. Porque, incomprensiblemente, en la torre de Cirith Ungol y en las asoladas llanuras de Gorgorth; entre el terror y el dolor abrumador, y con su mente arrasada por el Anillo de fuego, se había conformando esa repugnancia a dañar a cualquier ser vivo, fuera lo que fuera, siquiera para defenderse.
Y, después de la destrucción del anillo, la convicción de que su mano no habría de armarse más, solo hizo que acrecentarse.
