Capítulo 7: Namárië, meleth nîn.
Lúthien cerró la puerta de su cuarto tras de sí, suavemente. El día había resultado agotador, con tanto ir y venir por la preparación de la partida de la comunidad. Y es que, los nueve valerosos compañeros emprenderían su viaje en unas semanas. Lúthien estaba eufórica, pues ya sabía que su amado Glorfindel no partiría a Mordor.
Con una leve sonrisa en los labios, se llevó una mano al tocado que Arwen, con su maestría élfica y sabia paciencia, le había hecho aquella mañana. Con sus finos dedos de humana, la mortal desentrelazó sus cabellos dorados del broche plateado que le sujetaba los cabellos en una larga y hermosa coleta, liberándolos por fin.
Con la joya entre sus manos, se dejó caer, con un suspiro, en el borde de su cama, notando como sus cabellos ahora sueltos le acariciaban sus hombros al caer libremente sobre su espalda.
Dejando escapar una alegre e inocente risita, se estiró completamente en la cama, abriendo los brazos y estirándolos sobre las sábanas estiradas por las sirvientas. Cerrando aún la mano sobre el broche plateado, sonrió, sintiendo una hermosa sensación inflándole el pecho.
No podía ser más feliz, había pasado todo el día junto a Glorfindel. Abrazada a su cálido pecho, dejando que sus suaves manos le acariciaran dulcemente, cabalgando juntos, paseando, riendo, conversando... Bajo la etérea calidez del sol de otoño, envueltos en el ocre, el rojo y el dorado de las hojas caducas. Siempre arrullados por la fresca brisa que acariciaba el valle de Imladris.
Además, había estado también un rato con la que ya consideraba su mejor amiga: Lalwen. Se sentía tan bien a su lado... Siempre bromeaban y reían juntas, alegres. Aunque aquello no quería decir que en ocasiones no conversaran seriamente sobre todo lo que estaba ocurriendo en la Tierra Media. Ambas parecían ser de la misma opinión. Había que luchar con fiereza por la libertad que Sauron les quería arrebatar, cruelmente.
Dejando ya a parte los recuerdos de aquel hermoso día, Lúthien se incorporó del lecho, dirigiéndose a su tocador, donde colocó, cuidadosamente, el broche en el joyero de delicados grabados.
Al cerrar la tapa de la bella cajita, reparó pro primera vez en un sobre que había sido colocado a su lado. Lo tomó, curiosa, queriendo saber quién se habría molestado en enviarle una carta.
Lo giró, pues el mensajero lo había dejado boca abajo, y descubrió el sello del remitente. Lo reconoció al instante: Plateado, de delicado dibujo, formando una estrella élfica, la misma que representaba el anillo de poder llamado Nenya.
La tensión y la congoja invadieron inmediatamente todo el cuerpo de Lúthien, paralizándola. Aquella carta provenía, sin duda, de la portadora del anillo del aire, Galadriel, su tutora. Y, no sabía porqué, pero un funesto presentimiento la hacía temer abrir el sobre y leer la carta que contenía. Como si ello pudiese cambiar todo lo que había vivido hasta entonces, haciéndole perder aquello que había llegado a amar en desmedida.
Se planteó la posibilidad de hacer como que no había recibido ninguna carta, hacer desaparecer el sobre en la basura, o quemarlo en el hogar, incluso. Pero ella bien sabía que sería un gesto inútil e infantil por su parte. Galadriel sabía que aquella carta llegaría a buen recaudo hasta ella.
Además, si se molestaba en enviarle un comunicado es que debía ser algo importante lo que la empujaba a hacerlo.
Lúthien suspiró, resignada, pero aún con una extraña e inquietante presión en el pecho. Abriría el sobre y lo leería. Sí, aquel era su deber. No podía ignorar una carta de la que era su tutora, de aquella que la había cuidado y querido como una madre sin serlo.
Apartó, con una mano, la silla que había ante su tocador, haciendo espacio para poderse sentar. Ya sentada, observó por unos momentos el blanco sobre que sostenía entre sus manos, queriendo quedarse así por siempre, sin saber nada de lo que ponía en la carta que contenía.
Pero no podía ser así, de modo que, más decidida de lo que se sentía, abrió el sobre con dedos ágiles, y extrajo la carta, doblada. Temblando ligeramente y con un nudo en la garganta que le impedía casi respirar, la desdobló lentamente, haciendo aparecer ante sus ojos la cuidada y bella caligrafía de la Dama Blanca.
Estimada Lúthien,
No dudo que cuando has abierto esta carta sabías muy bien qué propósito tenía yo al escribirla. No debes asustarte, aún no es tiempo de guerra, no todavía. Pero los días pasan, y cada vez nos queda menos tiempo. Sabes muy bien que tu misión no debe esperar ni un día más. Tu estancia en Rivendel sólo fue planeada para que Elrond te hiciera entrega de la joya que te pertenece y, de paso, asistir al Concilio referente al Único y su reciente hallazgo.
Por lo tanto, pasados ya los hechos para los que allí te encontrabas, veo la necesidad de que vuelvas enseguida a Lothlórien, donde Haldir y yo misma te ayudaremos en tu entrenamiento. Te pido por favor que no te demores en partir, sea lo que sea lo que ocurra allí o haya ocurrido.
Hazme caso pequeña, tu deber ahora está aquí, y no en Imladris. No te preocupes por parecer descortés al irte tan precipitadamente. Elrond ya ha sido avisado por el mismo mensajero que te hizo llegar esta carta. Él está de acuerdo conmigo en esta cuestión.
Sobre el tema de la Comunidad, no te sientas inútil al no poder acompañarlos, sabes que en breve les ayudarás, partiendo hacia donde primero necesiten ayuda los mortales. Sé que estás perfectamente preparada para luchar, no en vano Haldir te preparó para ello desde que eras una niñita, pero debo enseñarte a dominar tu poder. Sólo así conseguirás ser letal en combate.
Espero poder abrazarte pronto en Lórien, tu hogar.
Haz que el sufrimiento de tus padres al abandonarte no haya sido en vano.
Namárië y hasta pronto.
Galadriel, Dama Blanca de Lórien.
Las lágrimas inundaron los ojos de la muchacha mortal, brotando de sus ojos despacio, en silencio. Y mientras ella sentía la calidez húmeda y salada de éstas corriendo por sus mejillas, apretó lo dientes, furiosa e impotente. Arrugó un poco la carta que le había enviado su tutora, al apretar las manos, cerrándolas en puños.
-¡Maldita sea!-, masculló aún con los dientes apretados, saboreando las lágrimas que mojaban sus labios.
Un dolor intenso apuñaló su pecho, ahogándola en su recién encontrado sufrimiento, haciéndola enfurecer más aún, hasta caer de rodillas al suelo, desplomada, débil y derrotada.
Bajó el rostro, deshecha en llanto, haciendo que su ahora suelto cabello, le cubriera la cara. ¿Por qué? ¿Por qué en ese momento? ¿No tenía suficiente con sus guerreros? ¿Por qué la llamaba a ella?
-Si no soy nadie...-, se quejó, con la voz rota por sus sollozos.
¿Qué más daba su estúpida misión, si ni siquiera iba a afectar al curso de los acontecimientos que seguirían en breve, en la guerra? ¡Ninguna muchacha débil y mortal podría decantar la balanza hacia la victoria o la derrota! ¡Ella no podía ayudar a nadie con unos insignificantes poderes que ni siquiera podía acabar de desatar!
En ese momento, una voz interior le reprochó aquello, pues era cierto que era culpa suya que no pudiese dominar su poder. Y aquello era porque en vez de pasarse las tardes practicando, se las pasaba en brazos de Glorfindel, arrullada por su suave y varonil voz, invirtiendo todo su tiempo en el amor que por él sentía. Y, por mucho que supiese que no era lo correcto, no se arrepentía en absoluto de ello.
En ese instante, lo decidió. ¡Ya no importaba que todos se le opusieran! ¡Tampoco que sus padres estuvieran en paradero desconocido por su causa! El amor se había convertido en un dolor lacerante, y sin embargo placentero, del que no deseaba prescindir. Se había convertido en algo demasiado importante como para renunciar a él, ya era su razón de ser. ¡Por nada en el mundo se separaría de su amado elfo!
Apoyando una mano en el suelo, se levantó, tambaleante, aún con el rostro mojado por las lágrimas. Mas, sus ojos no mostraban ya sufrimiento, sino un fuego de determinación.
Dobló con manos temblorosas la maldita carta que la iba a llevar a dejar de lado su misión, la metió en el sobre, y la escondió bajo su almohada. ¡No quería volver a verla!
No supo porqué, pero en vez de meterse en la cama, dispuesta a hacer como que nada había ocurrido, salió de su habitación, guiada por un súbito impulso.
Descalza, con el cabello suelto sobre sus hombros, y las lágrimas aún deslizándose por sus mejillas, caminó por pasillos y pasillos, pasando terrazas y pequeñas placitas, siguiendo sólo a su instinto, que la llevaba con seguridad por la casa de Elrond.
Al cabo de no mucho rato, llegó frente a una gran puerta de roble, hermosamente tallada por manos élficas, en ornamentos de la naturaleza. Posó su mano sobre el pomo de oro labrado, e hizo descender la manivela con suavidad, empujando luego la puerta, para entrar sigilosamente en la estancia.
Se hallaba en una sala bastante grande, hermosamente decorada, con una gran estantería repleta de libros. Había también un gran escritorio, donde se aposentaban, pulcramente ordenados, varios montoncitos de documentos, papeles y hojas, con un libro al lado.
Lúthien se acercó, curiosa, al mencionado escritorio. Con las yemas de los dedos, temerosa por romper el élfico orden que reinaba en él, acarició la pluma azul marino que reposaba en el tintero negro. Observó con detenimiento los documentos que había sobre la mesa, deslizando su mirada sobre las líneas escritas con una cuidada y hermosa caligrafía. Luego, se detuvo en el libro que había junto al papeleo. "De la guerra y sus consecuencias", rezaba el título.
Una amarga sonrisa acudió a los sonrosados labios de Lúthien.
Apartando su atención del escritorio, pasó frente al hogar, donde delante de él se hallaba un mullido sillón de cuero verde, y, dejando atrás todo lo que en la sala se hallaba, se plantó en la puerta que llevaba al dormitorio.
La puerta estaba entreabierta. El aliento se congeló en la garganta de la mortal, cortándole la respiración. El incesante y doloroso martilleo en las sienes y en el pecho le indicó que el corazón le latía desbocado.
Sigilosamente y con una mano en el pecho, en un intento vano de acallar los golpes de su agitado corazón, posó una mano en la puerta y la abrió, lentamente.
Avanzó un paso, indecisa, con la mirada clavada en el suelo. Pero se detuvo bruscamente al alzarla y fijarla en la cama con dosel azul zafiro que albergaba a un durmiente elfo.
Entre las cortinas abiertas de la cama, e iluminado suavemente por la luz plateada de la luna, descubrió la imagen más bella que sus ojos habrían soñado admirar.
Glorfindel dormía de lado, medio tapado por las sábanas de seda azul. Los ojos cerrados, los cabellos dorados ligeramente revueltos y cayendo con rebeldía sobre su apacible rostro. La boca entreabierta en un suspiro cálido y sereno.
Su pecho, que aquella misma tarde había acogido con dulce protección a Lúthien, ascendía y descendía a un ritmo lento y acompasado, ligeramente descubierto por la camisa blanca del pijama, abierta en dos botones. El corazón de la muchacha, silenciosa en el umbral de la puerta, se estremeció levemente, emocionado, ante tal visión.
El color acudió a las mejillas de Lúthien, arreboladas de pronto. Avanzó unos pasos, no queriendo perturbar el tranquilo sueño de su amado. Con el corazón a cien por hora, hizo acopio de toda su fuerza de voluntad, y caminó, despacio y sin provocar sonido alguno, hasta el pie del lecho donde Glorfindel reposaba.
Se arrodilló junto a él, y, por largo rato, mantuvo los ojos sobre su figura, deslizándose, maravillados, por el cuerpo de su durmiente amado. Pero pronto se clavaron en su rostro, deliciosamente cubierto por unos finos mechones de oro. Observó sus párpados, cerrados, negándose al extraño sueño de los inmortales. Su tez, ligeramente bronceada por el sol que la acariciaba en cada paseo matutino.
Sus labios. Rojos, finamente dibujados, suaves al tacto, y extremamente dulces en el arte del beso. Y ella lo sabía, porque aquellos bellos labios le habían concedido esos besos, tan ansiados por otras, pero tan suyos como no lo serían de nadie más. Aquel sentimiento atrapó su alma, y en un dulce orgullo, la hizo sentirse más unida que nunca al elfo que ante ella tenía.
Deseó no que nadie más posase en él sus manos, deseó intensa, fervientemente ser suya para siempre, no entregarse a nadie más. Porque a nadie podría entregarse en cuerpo y alma, como con él ansiaba hacer. Supo, cuando, en un casi inaudible murmullo, los labios de Glorfindel suspiraron su nombre, que los brazos que tan estrechamente la abrazaban en la víspera al despedirse, no abrazarían a nadie más con la entrega y el amor que a ella le ofrecían. Y eso la emocionó como nada la había emocionado nunca.
Sintiéndose sumergida en un hermoso sueño, no pudo evitar que su mano se alzase, y, con suma delicadeza, acariciase el rostro del elfo. Lúthien esbozó una hermosa sonrisa, al reconocer el tacto de seda de la piel de Glorfindel, y recibió, sin sorpresa alguna, la mano de él estrechando la suya, posándola sobre su mejilla.
-Siento haberte despertado, melda.-, susurró la joven.
Los rojos labios que antes Lúthien había admirado, formaron entonces una dulce sonrisa, a la par que el elfo abría los ojos, de una azul sereno. De ese azul que enloquecía de amor a la humana.
Glorfindel observó por unos segundos a Lúthien, arrodillada junto a él, sonriendo con algo de tristeza. Vio, asombrado, como en sus bellos ojos azul verdosos, brillaban unas lágrimas al asomarse, tímidamente.
Soltando un instante la mano que aún estaba posada con ternura sobre su mejilla, acarició suavemente el rostro de su amor, atrapando una cristalina lágrima, que había escapado de sus párpados al cerrarse.
-¿Qué te ocurre, vanimelda?-
El murmullo apenas audible que había surgido de los labios de Glorfindel provocó un movimiento de negativa por parte Lúthien, quién no se vio capaz de confesarle la razón de su sufrimiento.
Glorfindel se incorporó a medias sobre sus codos, preocupado por la tristeza que embargaba sin motivo aparente a su amada. Posó una mano sobre su hombro, acariciando su piel de seda, con tranquilidad, tiernamente.
-No llores... Te lo ruego...-, suplicó en un murmullo Glorfindel.- El verte así me parte el corazón...-
Lúthien lo observó, con la vista nublada de nuevo por las lágrimas, mientras se reprochaba por ser tan débil como para no dejar de llorar, por estar preocupando al elfo al que amaba.
Cerró los ojos, abandonándose a la caricia de él en su hombro, a sentir su suave tacto, su calidez, arrullándola dulcemente. Por unos instantes pensó en no decirle nada de la carta, de callar. Y, así, en su obstinado silencio, acallar el recuerdo de su contenido y los problemas que le había acarreado.
Pero bien sabía que no podría hacerlo. Sentía la necesidad de compartir con él su dolor, de explicarle su recién encontrado problema. De contar con su incondicional apoyo.
Con abandono, llevó su mano a la que él aún posaba sobre su hombro, estrechándola suavemente, comunicándole con ese simple gesto lo mucho que lo necesitaba a su lado en aquel momento.
El elfo captó enseguida sus sentimientos, gracias a su extrema sensibilidad élfica, y, echándose algo hacia atrás en la cama, hizo algo de espacio en ella. Tomando la mano con que Lúthien se aferraba a él, la estiró ligeramente hacia él mismo, invitándola a acomodarse junto a él en el lecho.
Ella dudó unos instantes, inquieta de pronto, sonrojada. Mas, las palabras dulces y reconfortantes de Glorfindel la sacaron de su nerviosismo, y accedió, agradecida, a la muda petición de su amado.
Sigilosa, se acomodó junto a Glorfindel, estirada y acurrucada contra el cálido cuerpo de su elfo. Notó con agrado como él la rodeaba con sus fuertes brazos, estrechándola y meciéndola suavemente, acariciando sus cabellos.
Lúthien, melosa, y sin embargo, melancólica, hundió su rostro en el cuello del elfo, aspirando con dulce adicción el embriagador aroma de bosque que siempre acompañaba a Glorfindel. Besó, con delicadeza, la piel que para ella quedaba expuesta, sintiendo con satisfacción, como reaccionaba el elfo, al estremecerse por un escalofrío.
Se rindió a las caricias arrulladoras de Glorfindel, que la protegía en su estrecho abrazo de todo el mundo exterior, pues bien sabía que muchas veces provocaba dolor en su amada. Él dejó que llorase en silencio, desahogándose, tranquilamente y aferrada a él.
Fue entonces, cuando, con súbita sencillez, lo entendió todo. La causa de su llanto, de que hubiese acudido a él, de que no se hubiese atrevido a confesarle el porqué de sus incesantes lágrimas.
La carta de Galadriel que Elrond le había mencionado días atrás ya le había llegado. Cerró los ojos con fuerza, queriendo escapar de la pesadilla que se les echaba encima. La abrazó con todas sus fuerzas, intentando retenerla así a su lado, por siempre y para siempre, y no dejarla seguir su camino para poder estar a su lado.
Pero una punzada de dolor en el pecho le avisó de que no era lo correcto. ¡No, no, no! ¡No lo era en absoluto! Y así se lo había advertido su extraño sueño. Debía persuadir a Lúthien de que partiera, de que llevara a cabo su misión. Por mucho que le doliera alejarla de él, sabiendo que cabía la posibilidad de no volverla a ver nunca más.
Sabía que aquello podía herir a su hermosa amada, que podía decepcionarla no dándole su apoyo en aquel asunto. Pero, ¡maldita sea! ¡La quería demasiado! No podía dejar que muriera por culpa de una estúpida profecía. No... Ella debía seguir su camino, y él el suyo propio...
Y, ¿por qué no se quedaba a esperarla en Rivendel, o la acompañaba?, se preguntarían algunos. Pues sencillamente por lo que había ocurrido aquel mismo atardecer en el gran despacho de Elrond. Sólo recordándolo un fuego intenso de rebeldía se inflamaba en su pecho.
-Glorfindel, amigo.-, le había dicho.- Debo pedirte un pequeño favor.-
El aire grave de la mirada y la voz del medio elfo no le habrían sorprendido en absoluto si no hubiese sido por el eco de remordimiento que resonaba en sus palabras. Ya sólo que le hubiese llamado a su despacho en vez de ir a buscarlo era algo que le había inquietado. No podía ser nada bueno lo que le quería pedir. Si más no, no bueno para sus propósitos. Y no se había equivocado en lo más mínimo.
-Quiero que dejes Rivendel y te dirijas al Bosque Negro.-
Glorfindel recordaba perfectamente el brusco sobresalto que había conmovido con fuerza su corazón. Supo de inmediato la intención de Elrond. Y por ello, su rostro se tornó oscuro, su mirada preñada de una desconfianza nunca vista en sus azules ojos. Y cuando habló, lo hizo con voz amarga.
-¿Y cuál es mi cometido allí, señor Elrond?-
El medio elfo se había sobresaltado ligeramente por el cambio de actitud del Señor de los Elfos, pues jamás lo había visto de tal manera, con una furia contenida pugnando por estallar en su garganta. Pero contuvo sus emociones y prosiguió, con entonación severa, de líder.
-Deberás informar allí al Rey Thranduil de todo lo acontecido en el Concilio. Y por supuesto, darle a conocer la partida de su único hijo junto con la Compañía del Anillo. Esa es tu misión.-
Los labios de Glorfindel se habían retorcido en una mueca algo desagradable, dolida. Cerró los ojos casi ferozmente, suspiró, relajándose, y le habló al Elrond, mordaz.
-Y entonces, ¿por qué no enviáis a uno de vuestros numerosos mensajeros? Seguro que acatarán la orden con sumo placer.-
Elrond le había contenido la mirada resentida, con severidad y rectitud, firme en su papel de Señor de Rivendel.
-Pues porque prefiero que seas tú mismo, un elfo de mi confianza, el que dé unas noticias de tanta importancia.-
Glorfindel no había podido contenerse por más tiempo, y explotó, herido y rabioso.
-¡Venga Elrond! ¡No soy ningún crío estúpido!-, soltó, agrio.- ¡Los dos sabemos por qué me quieres enviar lejos de aquí y de Lothlórien!
El elfo de cabello oscuro y mirada ceñuda cayó abatido en su sillón de confortable cuero marrón, suspirando. Cerró los ojos suavemente, y negó con la cabeza, resignado a hablar ya con claridad con su viejo amigo.
-Cómo has cambiado Glorfindel....-, murmuró Elrond, terriblemente cansado.
-Ahora no se trata de eso Elrond.-, le cortó, seco, Glorfindel.- Quiero saber por qué me queréis separar de Lúthien. ¡Podría acompañarla a Lórien! ¡Ayudarla en su misión! Así la profecía se cumpliría igualmente...-, finalizó, esta vez ilusionado.
La mirada de Elrond se alzó de pronto de la mesa en la que se había quedado suspendida, y lo acribilló con la mirada, alarmado.
-¿Quién te ha hablado de la profecía?-
Él había desviado la mirada, eludiéndolo, negándose a revelar el nombre de quién le había informado de la situación que rodeaba a su amada.
-No es eso lo que importa ahora. Lo sé y ya está.-
-Debes entenderlo Glorfindel, tú más que nadie... Ella debe partir mañana mismo, sola, y así madurar en el arte de la magia, y madurar su personalidad para tornarla la de una guerrera. No la de una doncella enamorada y afligida. No digo que no pueda sentir amor, en absoluto. Tan sólo digo que no debe pasarse la vida llorando por no poder estar a tu lado, ni tampoco abandonar su misión por ti. Sabes el final que le esperaría sino.-, suspiró de nuevo Elrond.- Debe ser fuerte. Así lo requiere su destino. Por ello debe volver sola a Lórien, y entregarse completamente a su magia y poder, para así luchar con fuerza en la batalla que se avecina. Sólo cuando la batalla comience y ella esté preparada podrás volver a verla.-, pronunció el elfo, abatido.
-No es justo...-, había acertado a susurrar, con un nudo en la garganta y las lágrimas aflorando en sus hermosos ojos marinos.
-Lo sé.-
Y justo después, Elrond se había levantado de su sillón, dando por acabada la conversación.
Y ahora, sostenía entre sus brazos a su amada Lúthien, arrullándola con dulces palabras, acariciando con suma dulzura su dorada cabellera. Dándole la seguridad que él mismo no era capaz de sentir. Sabía que al día siguiente deberían partir ambos, con destinos diferentes, separándose durante un tiempo tan indefinido que dolía imaginarlo. Sin embargo, aquello era lo correcto, lo correcto para que ella cumpliese con su misión y no pereciese por su causa.
Sintió su tranquila respiración, el vaivén de su pecho apretado contra el suyo, sus cálidas manos aferradas a su espalda, sus sedosos cabellos rozando sus brazos, que la rodeaban con estrechez.
Sus labios aun rozaban su cuello, de manera que su cálido aliento no dejaba de acariciarle, constante y relajado. Fue entonces cuando percibió que ella se había rendido al sueño y al cansancio, cayendo dormida entre sus brazos.
Se separó ligeramente de ella, deseando poder observarla detenidamente. Miró sus párpados cerrados al sueño mortal, descendiendo hasta sus sonrosadas mejillas, donde una última y rebelde lágrima se deslizaba lentamente, humedeciendo la aterciopelada piel de Lúthien.
Glorfindel capturó la lágrima con sus labios, dándole un ligero beso en la mejilla a su ángel dormido. Acomodó suavemente el bello rostro de ella junto a su pecho, donde latía un corazón profundamente enamorado, y lastimado al saber que al día siguiente se separarían. La aferró con fuerza, y la apretó contra su pecho, desesperado.
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La noche pasó, inclemente ante las vanas súplicas de un elfo desesperado que sostenía entre sus brazos a su dormida doncella. Glorfindel no pudo dormir ni tan siquiera un segundo. No pudo detener el incesante camino de las lágrimas trazado en sus suaves mejillas. No pudo dejar de atormentarse ante el inminente destino que lo separaba de su amado ángel. De su Lúthien amada.
Los cálidos rayos de luz que comenzaban a filtrarse por las cortinas de su habitación lo obligaron a, muy a su pesar, dejar a Lúthien aún durmiendo en su cama, para empezar a prepararse para el largo viaje que ese mismo día debía emprender.
Deshizo el abrazo con el que se aferraba al cuerpo suave y cálido de su amada, levantándose sigilosamente para no sacarla de su dulce ensueño. Era tan hermosa... Sus ojos cerrados... Sus labios rosados entreabiertos, dejando pasar los suspiros de su respiración pausada...
De nuevo, el elfo, que tantos años había vivido, no pudo contener un amago de caricia sobre la blanca piel del cuello de la mujer. Besó levísimamente los labios ahora inanimados de la humana que le había robado el corazón, para luego alejarse de ella contra su voluntad para vestirse y salir de allí.
Pero no pudo irse sin más. Simplemente, le era imposible abandonarla sin siquiera una explicación. Sin un último adiós. Sin un último te quiero... Le resultaba horriblemente despiadado dejarla allí, sin saber porqué se había marchado sin decir nada, sin saber hacia dónde había ido.
Quisiera poder decirle algo, no lanzarla a la desesperación de sentirse vilmente abandonada, sin razón alguna. Pero era la única manera... Sólo así no lo seguiría para incumplir tajantemente su misión. Sólo así no se quitaría la vida sin saberlo...
Glorfindel apretó los dientes con fiereza, intentando contener las amargas lágrimas que pugnaban por volver a rodar por su rostro, mientras posaba lentamente la mano sobre el pomo de la puerta que le llevaría al pasillo y a la salida. Pero la vio allí, a través de la puerta entreabierta de su habitación, tendida sobre su lecho con los cabellos ligeramente revueltos y desparramados sobre la almohada. Durmiendo con su rostro angelical, en inocente ignorancia de lo que él se disponía a hacer.
Y fue aquello lo que le más le dolió. Traicionarla silenciosamente. Aunque fuese para salvarla de una muerte sin sentido. Aunque lo estuviese haciendo por el inmenso amor que sentía por ella. La estaba traicionando.
Ya era tarde para echarse atrás. Como también lo era para no llorar, pues la vista se le había nublado, y un doloroso nudo en la garganta le impedía tener la voluntad suficiente para serenarse. Cayeron una, dos lágrimas al brillante suelo de mármol de la antesala de su habitación.
Un gemido ahogado escapó de sus labios al llevarse una mano a los ojos, intentando por todos los medios detener el torrente de lágrimas que desbordaban sus ojos. La desesperación y el desconsuelo anegaban su alma sumiéndola en una insufrible oscuridad. Atándola con cadenas de acero al dolor de un corazón hecho añicos.
Su desaliento no disminuyó en absoluto cuando el llanto cesó, detenido a la fuerza por la voluntad de Glorfindel de no hacerse más daño del que podía soportar.
Quiso mirar una última vez a su amada Lúthien, pero la razón se lo prohibió terminantemente, pues sabía que si volvía a posar su azul mirada en la bella figura de la humana, volvería corriendo a su lado para no separarse jamás de ella. Y aquello no podía ser. No. Por su vida. Por la vida que debían vivir juntos cuando la guerra terminase.
Así que, sin mirar atrás, abrió la puerta silenciosamente y salió, cerrando la puerta tras de sí. Poco le faltó para derrumbarse de espaldas contra ella y echarse a llorar hasta quedarse sin lágrima alguna. Pero no podía. No, aunque su alma lo pidiese a gritos.
Se dirigió con presteza a las caballerizas, donde Asfaloth esperaba pacientemente a su jinete, que la noche anterior ya había depositado allí su equipaje, sus viandas y su capa de viaje.
El hermoso corcel élfico relinchó alegremente al sentir como su amo le colocaba con gestos gráciles y disciplinados el equipaje y las riendas que le permitirían conducirlo según sus deseos. Por último, Glorfindel se echó la capa a los hombros, colocándosela bien, y lo condujo fuera, al jardín, para montar entonces sin silla, a la usanza tradicional de los de su pueblo.
Condujo al animal por el camino empedrado hasta las puertas de la casa de Elrond. Se detuvo ante éstas, dándose cuenta entonces que, por primera vez en cientos de años, se disponía a traspasarlas para viajar lejos, sin saber cuando volvería. La idea resultaba aterradora. Y aquella ignorancia sobre el tiempo que tardaría en volver a ver la hermosura de aquel valle escondido, iba acompañada de la angustia de no saber tampoco cuando podría volver a besar los fogosos labios de su amada mortal.
Bajó la mirada, abatido y abrumado por el dolor que amenazaba con matarlo de pena. Pero no volvió a llorar. Se sentía demasiado vacío, sin fuerzas suficientes ni siquiera para volver a romper en llanto.
-No te atormentes más. Es lo correcto.-
Glorfindel se giró, y miró serenamente a Legolas, que lo observaba apoyado en una de las columnas de la escalinata que conducía al interior del gran edificio. No se sorprendió de verlo allí, ni tampoco de sus palabras, pues la tarde del día anterior le había confesado todo lo que debía hacer y lo que conllevaba. Le había explicado sus sentimientos atormentados y también la profecía que envolvía el destino de su amada Lúthien. Confió ciegamente en su apoyo, pues era su más estimado amigo. Y en aquel momento, en aquella mañana temprana, silenciosa y fría, se hallaba allí para despedirse de él y darle un último apoyo.
Legolas se acercó a él, dejando que el abatido elfo se inclinara en su montura para aferrarse a él en un abrazo que significaba un adiós indeterminado y doloroso. El príncipe palmeó amistosamente la firme espalda de Glorfindel, y se separó, dando varios pasos hacia atrás.
-Tranquilo, nos volveremos a ver muy pronto, ya lo verás.-, y añadió, al ver la mueca amarga de su amigo.- Y a ella también.
-Eso espero, Legolas...-, musitó Glorfindel.- Hasta pronto, entonces.
Y, dirigiéndole una última sonrisa teñida de desasosiego, espoleó con fuerza a Asfaloth, lanzándose al galope al exterior de Rivendel. Lanzándose a un viaje del que no sabía cuando volvería. Su mente obsesionada con la imagen de su Lúthien dormida en la habitación, ignorante de su marcha.
Legolas avanzó hasta las puertas abiertas del reino, apoyándose de costado en la dura roca que componía el marco de éstas. Observó con tristeza como la silueta de Glorfindel cabalgando se difuminaba cada vez más por culpa de la bruma matinal, empequeñeciendo a medida que se alejaba.
-Que los Valar te protejan amigo mío... ¿Quién sabe cuando nos volveremos a ver?-
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El sol estaba alto en el cielo. La mañana estaba avanzada. Y la soledad embargó de repente el plácido sueño de Lúthien. Ésta se removió, incómoda, buscando el arrullador contacto de Glorfindel. Pero sólo encontró el vacío.
Sus ojos se abrieron de golpe, despertándose en un sobresalto. Su corazón saltó en su pecho, asustado sin aparente razón. Lúthien se incorporó en la cama, y buscó en rededor la tranquilizadora presencia de su amado.
-¿Glorfindel?-, llamó, con la voz rota.
Se alzó, terriblemente intranquila, y caminó descalza por el cuarto, traspasando la puerta que la llevaba a la antesala del dormitorio. Esperó encontrarlo allí, sentado en el mullido sillón con un libro en las manos, esperándola para ir a desayunar. Quiso entrar y ser recibida por la cálida sonrisa de su amante al verla.
Pero la habitación estaba vacía. No había nadie.
Un mal presentimiento atenazó su pecho, sumiéndola poco a poco en una profunda desesperación. Se llevó una mano al corazón, en un intento de calmar el sofocado latir de éste. Pretendió tranquilizarse, pensando que quizás él había ido a buscar un desayuno para ambos.
Se concentró en pensar en la seguridad de aquella posibilidad, y abrió la puerta que la llevaría al pasillo. Tan sólo para verlo venir con la bandeja en las manos, se dijo a sí misma.
Pero el tiempo pasó, y nadie vino en su busca con esa supuesta bandeja llena de frescas frutas del bosque. Glorfindel no aparecía. Y la incertidumbre la estaba atrapando en sus congeladas garras.
Por último, decidió salir al pasillo para buscarlo en su habitación, pues quizás había ido a buscarle ropas. No en vano se hallaba tan sólo con el fino camisón de dormir.
Pero en su puerta no lo halló a él. Su corazón dio un brusco vuelco al ver a Elrond esperándola. Inmóvil como una estatua eterna delante de ella, con el rostro severo y tintado de tristeza.
El mal presentimiento percibido momentos antes volvió con fuerza descomunal a ella, que lo rechazó desesperadamente, aferrándose a la improbable posibilidad de que Glorfindel se hallara dentro de su cuarto. No quiso comprender lo que la presencia de Elrond suponía. No quiso entender el porqué de la tristeza que hallaba en su rostro.
Sólo quería verlo a él. Sólo quería saber que él aún estaba cerca de ella.
Pero no pudo evitar un emitir un desesperado jadeo al ver que el medio elfo se disponía a decirle algo que estaba segura que no le iba a agradar en absoluto. No quería oír esas palabras. No quería saber qué era lo que el maldito presentimiento le estaba intentando decir. No quería sufrir...
-Se ha ido.-
No quería...
TBC
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Namárië, meleth nîn: Adiós, amor mío.
Melda: Amado
Vanimelda: Hermosa mía.
¡Aiya de nuevo! O por fin debería decir XD. Bueno, después de tanto tiempo sin publicar nada, os traigo este nuevo capítulo para que lo disfrutéis. Espero que os guste ., aunque no sé cuando continuaré. Espero que pronto. Ala! Hasta la próxima y gracias por leerme!
Erusel: ¡Muchísimas gracias por tu ánimos .! Bueno, Elladan y Elrohir aún tardarán en salir según tengo previsto, pero no Haldir, que tiene un importante papel en esta historia. Tardará como mucho un capítulo más, ok? o Bueno, espero que este capi te haya gustado.
Lalwen Tinúviel: Jajajaja! Asias por tus comentarios mi niña! Sabes que siempre me anima mucho :oP Pero bueno, no creo q me te quedando tan bien como dices... en serio, pq a veces me lío hasta yo XD. Pero bueno... . Ya sabes q si no sales tú mi historia no es mi historia. Tu personaje es muuuuy importante dentro de la trama, ya lo sabes. o! Ala! Después de miles de años (XD!) vuelvo a publicar, ueeeeeeeee! Jejejeje. Espero q te guste preciosa!
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