Capítulo 8

Un montón de escasa ropa para viaje encima de la cama. Las ajadas botas para cabalgar puestas al pie de ésta. Un libro de azul encuadernación y una bolsita con unas pocas joyas al lado de la ropa. Y una bolsa de viaje vacía tirada de cualquier manera en el suelo.

Toda la habitación recogida, no había nada que no estuviese en su lugar. Los hermosos vestidos colgados disciplinadamente en el armario. Era una pena tener que dejarlos, se había lamentado Lúthien, como si fuese tan sólo eso lo que le importase.

En aquel momento se hallaba encogida en un rincón en sombras de la habitación, con los ojos clavados en el vacío, la mente totalmente en blanco, y las manos inertes en sus costados.

De repente y rompiendo la lúgubre y casi sobrenatural quietud en la había estado sumida la habitación, Lúthien se levantó y apartó del rincón, recogiendo con lentitud la bolsa de viaje del suelo. Se acercó con ella en las manos hacia el montón de ropa, y, sin expresión o emoción alguna en el rostro, comenzó a meter todo su equipaje dentro de la bolsa.

Cuando hubo metido con cuidado el libro que fue regalo de Haldir, estiró las cuerdas de cuero que cerraba la bolsa, atándolas luego en un sencillo nudo. Depositó la bolsa ya llena junto a las botas, y se sentó el borde de la cama, observando fijamente la muda de ropa para cabalgar que había dejado para ponerse ese mismo día.

La acarició levemente, antes de cogerla y llevársela consigo detrás de los biombos, donde se despojó rápidamente del camisón de seda blanca que utilizaba para dormir. Se cambió con presteza, dejando el camisón en el pequeño montoncito de ropa que las doncellas se llevarían para lavar.

Ya cambiada, salió de detrás de los biombos, y, en silencio, se observó en el gran espejo del tocador. Se había puesto una camisa blanca de lino, algo holgada, que tan sólo insinuaba la curva de sus pechos. Carecía de adornos ni filigranas, pues era tan sólo ropa de viaje, destinada a ensuciarse con el polvo del camino. Completando su vestimenta, llevaba puestos unos pantalones de montar marrones, ajustados y de tela resistente como era el cuero. Ahora tan sólo debía ponerse las botas, cosa que hizo a continuación.

Cuando hubo acabado de atarse el calzado se acercó un momento al tocador, de donde cogió el cepillo para arreglarse el cabello en una larga trenza, como era su costumbre al cabalgar.

Se detuvo un momento, observándose atentamente y de cerca en el espejo. Quiso mirarse con el rostro inexpresivo, pero el espejo le devolvió una expresión de triste derrota, de la impotencia más silenciosa y dolorosa. Vio sus ojos enrojecidos, sus mejillas marcadas por el paso de las lágrimas, sus labios decaídos en una mueca de desesperación.

Y no pudo soportarlo más. No pudo aguantar ni un segundo más ver el rostro demacrado por el llanto que la observaba con ojos vacíos de emoción desde el cristal reflectante. Fue entonces cuando su reflejo mostró un rostro marcado por la furia y el rechazo.

Apartó inmediatamente la mirada del espejo. Estaba harta. Se acabaron las tonterías, era hora de partir.

Volvió al lecho en que tantas noches había dormido, y espantó los recuerdos felices que acudieron a ella, cogiendo la bolsa de equipaje. Se la colgó al hombro y se dirigió la puerta, saliendo al pasillo.

Se detuvo un momento antes de continuar su camino hacia las cuadras. Volvió el rostro a la izquierda y observó el corredor vacío. Clavó la mirada en la nada, como si estuviese viendo algo. Entonces, el recuerdo de unas horas antes la asaltó.

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-Se ha ido.-

Elrond había pronunciado las palabras sencilla y escuetamente. La severidad de la situación le impedía mostrar el remordimiento que le corroía por dentro. No era momento de compadecerse de dos amantes que eran separados a la fuerza. No era momento de ser sentimental.

Y por ello tuvo que observar la cólera en los ojos de Lúthien, que lo miraban, cínicos e incrédulos. "Oh... No quiere admitirlo...", se dijo a sí mismo, entristecido.

-¡Mientes!-

El Señor de Rivendel negó suavemente con la cabeza, severo, mirando a la joven que parecía a punto de derrumbarse por momentos.

Ella siguió aferrándose en su convicción de que el dulce elfo que le había demostrado un amor profundo como pocos aún estaba en Imladris. Sus ojos llameaban de furia, y sin embargo, contradiciéndose, unas lágrimas brillantes asomaban a los azules ojos, mientras se retorcía las manos, insegura. En su corazón se debatían la razón y el ansia de no sufrir.

-Si se hubiese ido...-, titubeó Lúthien.-... me habría dicho algo antes de partir. Y no lo hizo.-

Elrond suspiró, abatido por la desesperación contenida que había sentido en las palabras de la joven humana. No quería provocarle daño alguno, pero era necesario que entendiera que las cosas no siempre son como uno desea. Debía seguir con vida.

-No le estaba permitido decirte nada, le habrías seguido.-, confesó el medio elfo.

El rostro de Lúthien se desfiguró por la incomprensión y el rechazo, el sentimiento tan brutal de pérdida que la invadía y el desconsuelo más profundo. Entendió lo que había ocurrido, pero no quiso aceptarlo, no quiso abandonarse al dolor. Supo que había sido el elfo de ceñuda severidad el que había enviado a Glorfindel lejos de ella, y un odio descomunal se levantó en ella, haciéndola temblar ligeramente de rabia.

El medio elfo notó en seguida el aura de poder y cólera mezclados que emanaba la joven ante él, y supo que la magia que Lúthien contenía en su alma se descontrolaría si no era lo suficientemente fuerte como para contenerla. Supo que ella estaba terriblemente enfadada con él, y, aunque le dolió, comprendió su rabia. Con el tiempo recuperaría su cariño, porque ella comprendería la razón de sus actos. O eso esperaba él.

-Partirás hoy mismo. Es tu deber.-, dijo, lo más dulcemente que se pudo permitir.

-No lo haré.-, espetó fríamente ella, aunque había conseguido acallar el apabullante grito de su poder desbordado.

-Lo harás.-, contestó suavemente Elrond.-, Lo harás si quieres volver a verle.

Esas palabras dejaron muda a Lúthien, clavada en el sitio, y con la boca medio abierta por la sorpresa. Dejó que Elrond se fuera, consciente de que nada podía hacer, de que, muy a su pesar, el medio elfo tenía razón. Pero aquello no impidió que se encerrase de un portazo en la habitación y cayese desplomada en su lecho, llorando a mares.

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El recuerdo se repitió en su mente una y otra vez, nítido y punzante como ninguno. Y ella se mordió el labio inferior, sintiendo como se le nublaba poco a poco la vista. Pero se negó en rotundo a volver a llorar. La debilidad se había acabado. Era hora de ser fuerte de nuevo. Los sueños de felicidad habían acabado tan rápido como habían llegado.

Apartó la vista del corredor por donde Elrond había desaparecido hacía unas pocas horas, y, tragándose las lágrimas y el dolor, se puso a caminar con pasos decididos hacia las caballerizas.

Por el camino se encontró a Vairë, la elfa que la había humillado sin piedad. Estaba en la puerta de uno de los comedores, mirándola con ojos llenos te triunfo y repugnante arrogancia. Lúthien ni siquiera la miró, no prestó oídos a sus estúpidos insultos. Ya todo era igual.

Pero, por un solo momento, se permitió pensar en la noche anterior, en el amor que sentía por Glorfindel, y en el hecho de que él la correspondiese con tanto fervor. Él la amaba, y eso, estaba segura, no había cambiado. Sonrió en esos instantes de dulce recuerdo, pero en cuanto sintió el dolor de la pérdida asomando a sus ojos, envió lejos el recuerdo para quedar nuevamente vacía de sentimientos.

Llegó en pocos minutos a las caballerizas, donde Daiwán, su fiel corcel, la esperaba. Se acercó a él, y acariciando su blanca crin, susurró unas cuantas palabras dulces en élfico, saludándolo. El caballo de raza élfica soltó un suave bufido, alegre, y dejó que su ama le pusiese las riendas y colocase en su grupa el escaso equipaje que llevaba.

Observó con sus ojos profundamente marrones como la joven jinete cogía la capa de viaje que había sido tejida basándose en el arte élfico de camuflarse con la naturaleza, y se la ponía sobre los hombros, cubriéndose del frío otoñal.

Lúthien se puso sus guantes finos pero resistentes que utilizaba para cabalgar a grandes distancias, y tomó de las riendas a su corcel, conduciéndolo al exterior. Caminó lentamente por el empedrado, escuchando a sus espaldas el repiqueteo lento y pausado de los cascos de Daiwán al seguirla, dócilmente.

No tardó mucho en llegar a las puertas de la casa de Elrond, donde la luz opaca de un sol oscurecido por las nubes grises revelaba un sitio vacío, solitario. O eso creyó al principio, pues al girarse observó que, en la gran escalinata de entrada al edificio, en silencio, se hallaban las personas que la tenían en estima, dispuestos a despedirla.

Elrond, Arwen, Elrohir, Elladan, Aragorn, Legolas, Lalwen... E incluso los hobbits se hallaban allí. Aquello la emocionó de verdad. Durante muchas horas se había sentido abandonada, pero ahora recordaba que no era así. En ningún momento había estado sola.

Se quedó quieta, observándolos, hasta que una sonrisa acudió a sus labios, dándoles las gracias. Se acercó a ellos, y abrazó a cada uno de los hobbits, agradeciéndoles el estar allí para despedirla. Adoraba aquellos sencillos y divertidos seres.

Luego Aragorn se acercó a abrazarla familiarmente, pues, aunque se habían visto poco, no en vano eran primos. Él le susurró unas palabras de ánimo que Lúthien agradeció profundamente.

Al separarse de su primo, Arwen se acercó a ella, seguida de Elladan y Elrohir, sus hermanos. La joven humana sonrió, pues, en aquellos meses de feliz estancia en su hogar los había llegado a querer mucho, tanto a ella como a los gemelos. Se sorprendió un poco al sentirse abrazada por tres pares de brazos a la vez, pero enseguida sonrió divertida y emocionada. Los tres hermanos la besaron dulcemente en la mejilla, susurrando bendiciones en lengua élfica.

Elrond no se le acercó, pues sabía que Lúthien se sentiría incómoda después de lo de aquella mañana, pero le sonrió fraternalmente, bajando un poco la cabeza en señal de despedida, y ella no pudo hacer otra cosa que responderle con otra sonrisa, sincera.

Viendo que era su turno, Legolas se separó de Lalwen para abrazar a la muchacha rubia, amistosamente, intentando hacerle sentir que la echaría de menos.

-Él no quería irse sin decirte nada. Le ha dolido mucho tener que alejarse de ti, créeme.-, le susurró confidencialmente al oído.

-Te creo.-, respondió ella en el mismo tono.- Cuídate mucho.-, añadió, al desasirse de su abrazo.

Legolas asintió, y se retiró un poco al notar la presencia de su amada Lalwen a la espalda. La joven de cabellos oscuros bajó unos escalones, hasta estar ante su amiga Lúthien.

Ambas se limitaron a observarse por unos instantes, hasta, que casi a la vez, se abrazaron con fuerza.

-Te echaré mucho de menos...-, susurró Lúthien, con la voz endulzada y emocionada por el comienzo de llanto que asomaba en sus ojos.

-Yo también...-, respondió Lalwen aferrada a su amiga, con unas insólitas lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas de porcelana.

Lúthien enterró el rostro en el cabello de Lalwen, aspirando con algo de ansiedad el embriagador aroma que desprendían. Quiso grabar ese dulce olor en su memoria para no perderlo nunca. Jamás, desde que se habían conocido, se había imaginado una despedida que las alejase. Y se lo reprochó duramente, arrepentida de no haberse dado cuenta antes ¡¿Cómo no lo había pensado?!

Embargada por el sentimiento tan repentino y terrible de estar perdiendo a su mejor amiga, la humana no pudo evitar echarse a llorar en el hombro de Lalwen. Y sintió, conmovida, como ella la abrazaba con más estrechez aún, y posaba su mejilla contra su cabello dorado.

La escuchó murmurarle palabras de consuelo, mientras notaba como algo húmedo caía sobre su cuello. Ambas llorando, abrazadas. Todos a su alrededor callaban, respetuosos ante la amarga despedida de dos más que buenas amigas.

Lúthien sintió con agrado, en medio de su incontenido llanto, la calidez que la envolvía, que emanaba del cuerpo de su mejor amiga, y se encontró a salvo en su estrecho abrazo. Se dejó arrullar por la suave y bella voz de Lalwen, sin creerse que realmente fuesen a separarse. La escuchó con el corazón en un puño, presionado por un doloroso sentimiento que no supo describir, pero que le causaba unas ganas enormes de llorar hasta caer rendida.

-No quiero irme...-, consiguió decir Lúthien entre sus sollozos e hipidos.

-Yo tampoco quiero que te vayas.-

Lúthien alzó los ojos húmedos por el llanto y observó el rostro de su amiga, también marcado por las lágrimas. Y no pudo evitarlo. Se acercó lentamente hacia la mejilla de Lalwen y posó sus labios en ella, sintiendo la húmeda y cálida piel bajo ellos. Depositó su beso desbordando en él todo el cariño que sentía por Lalwen.

Ella había cerrado los ojos, tan intensamente emocionada como Lúthien. Y cuando sintió el suave aliento de la joven rubia alejarse de su rostro, abrió los ojos, y la miró tiernamente. Una media sonrisa acudió a sus labios, mientras deshacía el abrazo con que retenía a Lúthien a su lado, para quitarse un anillo de su mano derecha.

Lo observó unos instantes, notando como Lúthien también lo hacía, curiosa en medio de sus ligeros sollozos. El anillo era de plata fina, y representaba varias lianas entrelazadas en bello dibujo. Mirando de nuevo a los ojos azules de su querida amiga, le tendió el anillo, ofreciéndoselo.

-Tómalo.-

Lúthien frunció el ceño y la miró algo asustada.

-Pero si es tuyo...-, se quejó, suavemente.

Lalwen no le dejó replicar una sola vez más. Le tomó la mano y le puso el anillo en el dedo corazón. Observó, sonriendo, que la sortija le quedaba maravillosamente en su fina mano.

-Quiero que lo lleves tú, para que no me olvides...-, murmuró, la mirada baja, entristecida.

Ante aquellas palabras, Lúthien se le echó a los brazos, llorando de nuevo, desesperadamente, aferrándola como si en ello le fuera la vida.

-¡Jamás lo haría! No soy capaz... ¡No te olvidaré!-, le dijo, sollozando amargamente.- Además, nos volveremos a ver, ya lo verás...-

Lalwen asintió, sin ánimo siquiera de secarse las lágrimas que corrían por su rostro. Abrazó con fuerza una vez más a su amiga, queriendo volcar en ese abrazo todos sus sentimientos, anhelando ya no poder volverlo a hacer durante mucho tiempo. Lúthien le respondió, para luego girarse y montar en Daiwán, que esperaba pacientemente.

Se inclinó un momento en su montura, secando con dulzura las lágrimas del rostro de Lalwen, mientras ella le tomaba la mano, reticente a dejarla marchar.

-Ten mucho cuidado, Lalwen. Por favor.-, suplicó Lúthien, con el alma encogida por el miedo.

-Lo tendré.-, asintió ella.-, Tenlo tú también.-

Lúthien inclinó la cabeza en señal de asentimiento, con la mano aun sujeta por la de la joven de oscuros y misteriosos ojos. Y, alzando la mirada hacia todos los que habían acudida a despedirla, agitó un poco la mano que tenía libre.

-Namárië, amigos.-

Ellos sonrieron y respondieron a su adiós con la sonrisa en el rostro. Los pequeños y graciosos hobbits agitando la mano casi frenéticamente. Legolas se llevó una mano al corazón e inclinó la cabeza en señal de respeto y amistad.

Lúthien contempló a sus amigos con la mirada nublada por las lágrimas, y sonrió, feliz de verse querida por todos aquellos que se hallaban ante ella. Olvidó por unos instantes los kilómetros que la separaban de Glorfindel, no queriendo estropear el momento, y, en última instancia, le susurró a Lalwen:

-Namárië Lalwen, mellon nîn.-

Y espoleó a su caballo, que comenzó a cabalgar, veloz, hacia las afueras de Rivendel. Lalwen contempló como la mano de su amiga se le escapaba sin remedio, y observó como su figura, montada en el espléndido caballo blanco, desaparecía en la espesura del bosque. La echaría tanto de menos...

Agitada por el movimiento de su montura, Lúthien agarró las riendas de Daiwán, y, sintiendo como la brisa fresca del valle de Imladris le secaba las lágrimas, condujo a su caballo hasta el sendero que la llevaría fuera del valle, y le pondría en camino del Bosque Dorado.

-Bueno Daiwán, volvemos a casa.-

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El sol caía entre rojos y dorados hacia su lecho nocturno. Habían pasado muchas horas desde que saliera por las puertas de la gran casa de Elrond, y ya había cubierto una buena distancia. Ya era suficiente camino por aquel día.

Así que, algo cansada después de tanto tiempo cabalgando con tan sólo un descanso al mediodía, Lúthien frenó a Daiwán en un claro del bosque que en aquel momento atravesaba. Desmontó con agilidad, llevando luego a su fiel corcel hasta el pie de un gran roble. Allí dejó que se sentara, yendo, mientras tanto, a recoger por los alrededores algunas ramitas secas que la ayudarían a prender una pequeña fogata.

No tardó mucho en volver con un montón de ramas cortas en los brazos. Las depositó no muy lejos de Daiwán, protegida de la brisa por el gran roble que tenía detrás. Se sentó en la hierba con aire algo taciturno, concentrándose en colocar correctamente las ramitas secas. Cuando lo hubo hecho, estiró un poco el brazo, inclinándose hacia su derecha, para coger de la bolsa de equipaje la poca comida que utilizaría para la cena de aquella noche. La puso junto a ella, para luego tomar dos piedras que llevaba siempre en una pequeña bolsita atada en su cinturón, (sólo cuando viajaba, claro).

Aquellas piedras eran el conocido mineral llamado sílex, el que usualmente se utiliza para prender fuego. Y como es evidente, ella las comenzó a entrechocar sobre el montoncito disciplinado de ramas, provocando pequeñas chispitas que en pocos minutos inflamaron la madera seca, encendiendo una pequeña fogata.

Lúthien sonrió, satisfecha, y con la fogata encendida, procedió a poner al fuego la carne seca que llevaba. Dio de beber a su caballo, sediento después de tan duro día de viaje. También le dio algo de comer de su propia mano. Y, olvidando por un momento el dolor de la distancia entre ella y su amado, se sintió como antes de conocer al Señor de los Elfos. Sin preocupaciones, tan sólo disfrutando del suave cosquilleo que provocaba Daiwán al comer de su palma.

Fue entonces, al pensar en como había conocido a su hermoso caballo blanco, cuando los recuerdos, difusos y algo borrosos, la asaltaron.

Tenía tres años por aquel entonces. Era tan sólo una niñita que apenas hacía un año que había comenzado a hablar y caminar. Bueno, eso de hablar... Más bien era el parloteo dulce y gracioso de un ser infantil e inocente. Pero sabía decir las palabras justas para expresar sus deseos.

Quería a sus padres, y mucho. Era hija única, y ellos la adoraban. La cuidaban como si fuese la princesita del pequeño reino encantado que era su casa. Su aspecto no lo recordaba muy bien. Todo lo que podía recordar eran pequeños retazos de momentos especiales y no tan especiales, borrosos como si fuesen parte de un sueño.

Vivían en una casa algo apartada del pueblo, rodeada de árboles altos, verdes y frondosos. Era un hogar maravilloso. Y lo era más siendo el lugar donde estaba a salvo junto a sus padres.

No parecía que nada fuese a estropear unos tiempos tan felices como aquellos. Recordaba juegos con sus padres, en el jardín de la pequeña casa, risas y carantoñas. Pero lo que recordaba con mayor claridad era el desastre que aconteció en una noche cualquiera de verano.

Las pocas veces que acudía a aquel espacio de su mente donde guardaba con recelo aquellos momentos, lo veía todo confuso, y sin embargo, punzante y estridente. Podía volver a ver el fuego lamiendo las paredes de su habitación, el olor sofocante del humo, éste enturbiando su vista infantil. Oía con claridad los gritos asustados y desesperados de su madre, gritando su nombre.

Ella era demasiado pequeña y en aquel momento no comprendía el peligro que la acechaba. Sólo sabía que hacía mucho calor y que no podía respirar bien. Que los ojos le lagrimeaban, y que su madre tenía miedo. La vio entre las llamas, en la puerta de su habitación, con una mano alzada ante el rostro, protegiéndose, y las lágrimas corriendo por sus mejillas tiznadas de hollín.

Podía visualizar, como si realmente la estuviera viendo, su cabello rubio rojizo mecido por la brisa asfixiante que provocaba el fuego.

De repente, su madre se apartó de la puerta. Y sabía que, como niña pequeña, había tenido miedo de que se fuese y la dejase allí, sola. Pero entonces, saltando sobre las llamas espectacularmente, apareció su padre, que sin hacer caso del calor acechante de las llamas al acercarse, la envolvió en una manta húmeda y la cogió en brazos.

No vio mucho a partir de entonces, sólo notaba el calor en todos sitios, y al ajetreo que provocaba su padre al correr. Supo que su madre corría junto a ellos porque al salir de la habitación los había abrazado a ambos, terriblemente aliviada.

Pero por alguna razón, su instinto infantil le dijo que algo seguía yendo mal. Habían salido de casa, y montaban a caballo. Su madre la había tomado en sus brazos, y la aferraba a su pecho desesperadamente. Su padre montaba delante, mientras que ella y Lalaith, pues esa era el nombre de su madre, lo hacían detrás. Ella se había cogido a Anárion, su padre, con un brazo para no caer, mientras que con el otro sujetaba a la niña que en aquel entonces era Lúthien, apretándose contra la espalda de su marido para proteger a su hija.

No supo muy bien porqué huyeron de su casa a toda prisa. Sólo recordaba unos gritos grotescos a sus espaldas, y el hablar apresurado y angustiado de su madre al indicar a su padre que fuese rápido y cabalgara veloz. Con el tiempo comprendió lo que había pasado. Una emboscada de orcos con el objetivo de asesinarla a ella, a Lúthien.

Lo habían perdido todo. No tenían casa, ni dinero, ni pertenencias, ni ropa, ni comida. Todo había desaparecido pasto de las llamas. Sólo tenían un caballo que cabalgaba a galope tendido hacia un destino incierto para una niña de tan sólo tres años de edad.

Al poco se durmió, y nunca supo cuanto tiempo cabalgaron si detenerse. Sólo sabía que pasaron muchos días de duro viaje, de alimentación precaria y cansancio hasta que llegaron a un sitio nunca visto por tan jóvenes ojos.

Volvió a sentir la emoción de la primera vez que posó los ojos en el misterioso bosque de doradas flores y plateados troncos. El bellísimo bosque de Lothlórien. Allí habían acudido sus padres en busca de ayuda y refugio. Y la recibieron con creces. Los elfos los recibieron con cariño como amigos de los elfos que eran. Obtuvieron el apoyo y la protección de la raza élfica.

No sabía lo que había pasado en esos días entre sus padres y la hermosa dama elfa que en aquel momento creyó la madre de todos los elfos. Se pasaba los días jugando con los niños elfos, correteando por el bosque ante las risas alegres de quienes la veían pasar.

Creía que todo lo malo había pasado, y deseaba de todo corazón quedarse a vivir con sus padres allí, para siempre. Y quiso que ellos volviesen a ser felices, que sonrieran. Pero, por alguna razón que no llegaba a comprender, sus padres parecían más tristes que nunca. No pudo entenderlo, pues allí todo era tan bonito que le parecía imposible no ser feliz. Era demasiado pequeña...

Todo cambió cuando un día sus padres la llevaron ante la hermosa mamá de los elfos. Vio, maravillada, la belleza que rezumaba la mujer. Observó con ojos como platos, la sonrisa cariñosa que le dedicaba. Cogida de la mano de Anárion y Lalaith, se sonrojó ligeramente ante la elfa y su calidez.

Pero las cosas no parecían ir bien, al contrario de lo que le había parecido. Sus padres hablaban con tristeza sobre cosas que no pudo entender. Los vio arrodillarse respetuosamente ante la reina, para luego abrazarla a ella misma entre los dos por largo rato. La besaron un millar de veces, con los labios húmedos por las lágrimas que sus ojos lloraban, diciéndole cosas dulces y bonitas, palabras de ánimo que no comprendió.

Pero sí supo que, por alguna razón que se le escapaba, ellos se iban a ir por mucho tiempo, y la iban a dejar a cargo de aquella hermosa mamá. Y lloró. Lloró triste como nunca lo había estado, aferrando sus pequeñas manitas a los cabellos de sus padres, suplicando en ininteligible parloteo que no se fueran. Ellos sufrían, lo notaba, y le contagiaban su temor, su angustia, y el doloroso sentimiento de pérdida.

No atendía a razones, ni explicaciones, ni súplicas, ni nada de nada. No escuchaba las palabras de perdón de sus padres. Le daba igual perdonarles si se quedaban con ella. Podía recordar con claridad el desespero con que se aferró a ellos cuando la dejaron junto a Galadriel. Los gritos con que los llamaba, la poca fuerza que tenía empleada en querer correr hacia ellos, mientras desaparecían, ambos con los hombros decaídos, por el bosque, hacia la salida del reino.

Lloró y gritó sumida en una desesperación sin igual en una criatura de su edad, y en su berrinche no notó como Galadriel la tomaba en brazos y la mecía suavemente, intentando tranquilizarla. Poco a poco, el cansancio la venció, y se durmió, para despertar al día siguiente sin sus padres a su lado.

No los había vuelto a ver nunca más. Supo, por Galadriel, que habían salido del reino porque los orcos que les perseguían sabían donde estaban. Y que, queriendo evitar un ataque sobre los elfos, se escondieron en algún lugar de las Montañas Nubladas para despistar a sus perseguidores, que creerían que ella misma iba con ellos.

Lo habían hecho para protegerla. Y le dolía pensar que podían haber muerto por su causa. Sólo porque una marca plateada en su cadera la marcaba como un Ángel Guerrero. Como la protagonista de una antigua profecía. Por eso los orcos los habían atacado, por su culpa...

Durante mucho tiempo, cuando fue capaz de comprenderlo, se atormentó con aquella idea. Pero no se podía quejar de su vida en Lothlórien. Dentro de su persistente dolor, era feliz. Galadriel y Celeborn eran como los padres que había perdido, y los elfos que vivían en Lórien la trataban como una elfa más. Desde pequeñita comenzó a entrenar con Haldir en el arte de la lucha, y aquello la acercó mucho al adusto y orgulloso capitán de la guardia del Bosque Dorado. En poco tiempo se convirtió en el hermano mayor que nunca tuvo.

A los doce años, ya casi olvidado el sufrimiento de no saber donde se hallaban sus padres, recibió un regalo que la entusiasmó. Era un hermoso potrillo blanco de raza élfica, al que llamó con el nombre, sin significado alguno, de Daiwán. Aquel potrillo se convirtió en su compañero de juegos, y lo cuidó y mimó con esmero, maravillándose al verlo crecer con el tiempo, hasta ser un esbelto y fuerte caballo adulto.

Evidentemente, cuando Daiwán hubo crecido, Lúthien empezó a montarlo, aprendiendo clases de equitación también con Haldir. La confianza era plena entre jinete y corcel, así que pronto pudo cabalgar sin supervisión.

Así fue como acabó en Lórien, casi se podría decir que huérfana, y acogida por la Hermosa Gente entre sus brazos. Creció entre ellos y aprendió de su profunda sabiduría, y fue feliz por mucho tiempo. Hasta que Galadriel le había revelado que debía marchar, pues una misión le había sido encomendada, y debía cumplirla sin queja alguna.

Luego aconteció todo lo que ya se ha escrito. Su llegada a Rivendel, Glorfindel y su amor, el Concilio, Lalwen, la Comunidad, y de nuevo, la marcha hacia Lórien. Y el dolor que ello había conllevado.

Pero todos los sentimientos que despertaban en su alma los recuerdos, antiguos y recientes, se fueron apagando con la llegada del sueño, que se la llevó a su dulce regazo, cuando las llamas eran sólo brasas rubíes y las estrellas destacaban sobre el lienzo negro de la noche.

Lúthien quedó apoyada sobre el lomo de su corcel sumido en sueños, durmiendo plácidamente, arrebujada en su capa de viaje. Ajena por unas horas de todas sus obligaciones y padecimientos. Por la noche, todo quedaba en paz y en profundo olvido. Hasta que, al amanecer, tuviera que despertar y ponerse de nuevo en camino. Así debía ser.

TBC

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Namárië Lalwen, mellon nîn: Adiós Lalwen, amiga mía.

NA: Aiya! Me alegro mucho de poder volver a saludaros tan rápidamente. Jeje, parece que mi musa de la inspiración ha vuelto de sus largas vacaciones por fin :P. Bueno, este capítulo no creo que sea tan bueno como el anterior, en especial en algún trozo que no acaba de convencerme, pero espero que os agrade a vosotras. Ya se explica un poco más del pasado de Lúthien, de manera que queda un poco más claro qué pinta ella en Lórien XD. Aún quedan ciertas cosas por explicar, pero ya se irá viendo, paciencia para las que queréis ver acción , todo llegará. Por ahora, habrá que esperar a un nuevo capítulo :D

Camila: Gracias por tu review! . Me ha hecho mucha ilusión que te gustara tanto mi historia :D, aunque no se si es tan buena como dices, me haces enrogecer :P Me animas mucho con tus palabras, y no te preocupes por no poderme dejar mas reviews, soy feliz mientras leas los capítulos. Sobre lo de los diálogos, quizás tengas razón, pero cuando escribo las cosas me suelen salir sin pensar, me gusta mucho describir como se sienten, por eso salen pocos diálogos entre ellos dos. Pero tranquila, hay historia para rato, así que diálogos no creo que vayan a faltar XD ¡Disfruta con el nuevo capítulo!

Lalwen Tinúviel: Asias mi niña!!! o Jejejeje, me gusta que te guste :P Bueno, es normal que Glorfindel parta sin decir nada, ¿no crees? Aunque resulte duro, se juega la vida de su amada... Pero bueno, ya se verá como vuelven a encontrarse. La historia sigue, aunque Lúthien esté sola. Aish...Tranquila por lo de tus reviews XD, no es que sean cortos, es que yo me extiendo mucho :P Ala preciosa! Espero que este capi te guste :P, nos vemos en el msn. Xitus!

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