CAPÍTULO I: Regreso al Hogar

Cien mil años encerrados. Cien mil vidas torturadas, las almas encadenadas, los cuerpos destrozados...
Pero las cadenas habían caído. La prisión ya no les retenía... Los antiguos Titanes solo podían pensar en una cosa: venganza.
Arrasarían cielo y tierra por la eternidad pasada en el Tártaro. Los Nuevos Dioses sangrarían fuego.
Era una promesa.

Cronos deambuló por el derruido palacio de Hades... a él, de entre todos los Antiguos Dioses, se le había permitido vivir en el Eliseo, como a un viejo derrotado en una casa de campo. Un trasto en una exquisita cárcel de oro. Y les había seguido el juego, vaya si lo había hecho, aguardando su oportunidad. Tenía tiempo. Él siempre lo tenía.
Y ahora, ésta había llegado al fin. Sintió ganas de reír como no había sentido nunca.
El primero entre los Titanes se inclinó y recogió el objeto del suelo. ¡Qué descuido! Algo tan precioso no debería estar tirado por ahí... Los dioses jóvenes no merecían tenerla, si la trataban como a un juguete que uno puede dejar abandonado en cualquier sitio. Bueno, mejor para él, y para sus hermanos, de este modo. Su histérica risa resonó otra vez por entre las ruinas mientras la empuñaba.
Los Titanes emprendieron la marcha.

El gran eclipse había terminado y el sol volvía a brillar.
Nunca se había alegrado tanto Shaina de sentir su calor y su luz. Soportar el sol que caía a plomo sobre la isla del Santuario en cuanto llegaba la primavera era bastante duro, pero entrenar bajo él se convertía en una prueba más a la que los Santos debían enfrentarse. Esta vez, sin embargo, los rayos del sol eran motivo de alegría, anunciaban algo. Eran los heraldos de una victoria: Hades había sido derrotado.
Shaina miró a su alrededor y vio en las caras de sus compañeros espejos de su regocijo... Nachi ayudaba a una llorosa Seika a incorporarse mientras Jabu, Kiki y Geki se abrazaban los unos los otros sin apenas ser conscientes de lo que hacían. Los ojos velados de Shaina se dirigieron hacia el Santo del Águila. Ella parecía la única que no era partícipe del júbilo general.
-¿Marin, qué te sucede? - le preguntó en un susurro acercándose.
-No lo se... - respondió ella con su voz queda y suave. - Supongo que debería estar contenta por la victoria; el mundo parece estar a salvo... pero tengo un mal presentimiento.
Sus palabras preocuparon a Shaina y parecieron oscurecer débilmente el día de nuevo. Aunque habían tratado de hablar en voz baja, los demás las habían oído. El jolgorio se calmó.
- ¿Por qué dices eso? ¡Explícate! - demandó Jabu.
Marin volvió su rostro enmascarado hacia él, sacudiendo la cabeza con pesar. Realmente no había sido su intención compartir sus temores con los demás y aguarles la fiesta, pero lo hecho, hecho estaba.
- ¿Acaso no sabéis lo que ha pasado siempre? - fue su queda respuesta - ¿No conocéis los Ciclos de las Reencarnaciones? Jamás desde los tiempos mitológicos sobrevivieron a la batalla de los Infiernos más que un par de Santos para instruir a la siguiente generación... los otros... y la diosa... perdieron la vida en cada ocasión. Ese fue siempre el golpe final de Hades, condenarles a todos a empezar de nuevo el ciclo completo.
Los demás la miraron con expresiones que iban de la curiosidad al temor, pasando por la sorpresa. Al parecer no era de dominio público de dónde venían los caballeros ni cual era su destino desde hacía milenios. Todo estaban inmóviles, contemplándola sin decir nada. Marin lamentó de nuevo haber abierto la boca.
Para Seika, sin embargo, las palabras tenían un significado muy claro. - N... no querrás decir que...
Una violenta explosión de energía la interrumpió. Una luz cegadora surgió del interior de la cuarta casa, la de Cáncer, e hizo por unos instantes un negativo de todo el Santuario.
- ¿Qué demonios fue eso?' Preguntó Ichy, el Santo de Hidra, después de frotarse los ojos para liberarse de la momentánea ceguera.
- Averigüémoslo... - propuso Jabu, pero las dos Santos de Plata ya corrían hacia las escaleras de los doce templos a toda velocidad. - Maldición... ¡tras ellas!

Cuando la invasión desde los Infiernos comenzó, Kiki se había ocultado en la casa de Aries, y había esperado quieto, tal como Mu le había ordenado. Por una vez en su vida estaba pasando demasiado miedo como para desobedecer a su maestro. Mu había estado tan serio... le había hablado como si no le fuera a ver más, como si aquella charla fuera una despedida: palabras proféticas.
Le había prohibido terminantemente siquiera asomar la nariz fuera de sus habitaciones y lo había intimidado con algo mejor que el más espantoso de los castigos: le había cargado con una responsabilidad.
Él era el último representante de su raza, había dicho el Caballero de Oro, su normalmente amable y suave voz convertida en un trueno a oídos de su discípulo. El último en toda la tierra con poder para regenerar las armaduras.
Debía sobrevivir a toda costa, y los intrusos que invadían el Santuario, los guerreros del Dios de la Muerte, no perderían la oportunidad de privar para siempre a Atenea de su sanador de armaduras.
Kiki se había quedado quieto como un ratón durante la pelea en el exterior del Templo de Aries. Le llegaban retazos de conversación, pero apagados y lejanos, indescifrables. Su poder cósmico tampoco le ayudaba mucho, en el estad de agitación en el que se encontraba, no era capaz de identificar y leer las auras. Sólo sentía un gran poder extendiéndose por todo el Santuario, ahora creciendo acá, ahora menguando allá... pero nada que le ayudara a saber qué pasaba exactamente.
Temía por su maestro, acurrucado en un rincón de su cámara, pero al final no pareció suceder nada demasiado malo, nada definitivo, en la Primera Casa, y la lucha pareció desplazarse hacia los templos superiores.
¡Cómo aborreció su condición de aprendiz durante aquellas largas horas! Si hubiera sido cualquier otro muchacho, probablemente ya tendría una armadura, la de Apéndix en su caso, y hubiera podido luchar por Atenea contra las tropas del Infierno... pero él era demasiado valioso y tenía que sobrevivir a toda costa. Tenía que suceder a su maestro...
Una violenta explosión le devolvió a la realidad. Dos cosmos grandísimos chocando y explotando. Todavía podía sentir la resonancia que habían dejado antes de desaparecer... la onda expansiva parecía incluso haber destruido uno de los templos por el ruido de cascotes... ¿qué clase de ser podía generar un cosmos tan enorme?
...A menos que tres Santos de Oro... ¡No podía ser! Mu le había dicho que la Exclamación de Atenea era una técnica prohibida. Claro, que en caso de necesidad... ¿y que otra cosa podía necesitar de un poder así más que Hades invadiendo el Santuario?
Otra conmoción lo sacó de nuevo de sus cavilaciones... pero ésta tuvo un origen psíquico. Por todo el Santuario se sintió, como una aguja en el corazón de cada guerrero: Atenea había abandonado el mundo de los vivos.
Pasó las siguientes horas hecho un ovillo en un rincón, ni siquiera consciente del tiempo... La batalla se había trasladado ahora al plano Infernal, y él ya era libre de salir y deambular otra vez por el Santuario. Pero no se movió.
El cosmos de su maestro había desaparecido. Envuelto en un halo de oscuridad. Y él no pudo siquiera reaccionar.
Por fin la necesidad lo obligó a levantarse. Llevaba muchas horas sin beber nada y se encaminó hacia una fuente que brotaba en un rincón del templo. Esquivó unas cuantas columnas rotas y vio extrañado que fuera reinaba una penumbra antinatural... ¿un eclipse?
Llegó hasta la fuente, y tras saciar su sed, salió a la entrada para observar con curiosidad el fenómeno astronómico... pero este eclipse era extraño.
Empezaba a durar demasiado. '¿Qué explicación le hubiera dado Mu?'
Como si lo hubiera invocado, sintió de repente el cosmos de su maestro... estallando, desapareciendo en la nada. Mu había muerto. Kiki rompió a llorar contra el suelo del Templo de Aries.

Apoyado contra uno de los pilares rotos, ni siquiera los rayos del sol que asomaba de nuevo un poco más tarde, le hicieron levantar la cabeza de sus rodillas.
'Mu ha muerto... Mu ha muerto... Mu ha muerto... Mu ha muerto... Mu ha muerto...'

El estallido en la casa de Cáncer sí lo obligó a reaccionar. Un cosmos grandísimo había abierto una puerta dimensional.
Tal vez.....
..... pero la ilusión se desvaneció casi al instante. La luz no sólo había dejado algo en la Casa de Cáncer. En el centro del Templo de Aries brillaba la armadura de Oro de su maestro, vacía.

Shaina casi lo arrolló al pasar junto a él como un bólido.
'Camino del Cuarto Templo', imaginó Kiki, pero la verdad no sintió demasiado interés. Otros tantos pasaron, al igual que el Santo de Ofiuco..... Marin, los caballeros de Bronce, otra chica pelirroja a quien no conocía..... pero él sólo podía mirar inmóvil la solitaria armadura de Aries. (1)

Marin corría por las escaleras de los doce Templos. Intentaba alcanzar al Caballero de Ofiuco, pero Shaina era demasiado rápida y poco a poco alargó la distancia que las separaba.
Atravesó la primera Casa, apenas consciente de lo que veía. ¿No era ese Kiki? ¿Dónde demonios se había metido? No lo había visto desde hacía dos días, cuando intentaban encontrar juntos a la hermana de Seiya, antes de que la batalla contra Hades empezara.
Dos días... y parecía haber pasado una eternidad.
La Casa de Tauro se alzaba ya ante ella. Apenas cruzó el umbral, un destello dorado en la oscuridad del Templo le llamó la atención... ¿la armadura de Tauro? Sin guerrero como la de Aries en el Primer Templo.
Tal vez estuvieran corriendo escaleras arriba para nada... tal vez sólo habían sido las armaduras las que provocaron esa terrible explosión de energía, atravesando el portal al reino de la muerte que allí se encontraba...
'Apaga esa chispa de esperanza, Marin.' pensó para sí. 'Sólo conseguirás que la desilusión sea mayor.' Pero... ¿cómo no aferrarse a ella? La esperanza es lo último que se pierde...
En la Casa de Géminis la escena se repitió: una armadura de Oro vacía y solitaria reposaba en la penumbra. Marin sintió cómo su temor crecía... un tramo de escalones... sólo uno más.
Shaina se había detenido ante la entrada del cuarto templo y Marin por fin pudo alcanzarla. Ambas miraron hacia la penumbra, sin atreverse a cruzar el umbral... 'Tanto correr para quedarnos aquí paradas como bobas.' pensó cínicamente el Santo del Águila, y haciendo un esfuerzo de voluntad, se obligó a adentrarse en la tenebrosa Cuarta Casa.
Shaina siguió parada mientras ella se perdía en las sombras.
Los demás llegaron a su altura poco después, Nachi portando a Seika en brazos, ya que ésta no hubiera podido seguirles el paso. Nada mas tocar el suelo, la hermana del caballero de Pegaso siguió decidida al Águila, y, por fin, todos entraron.
Como imaginó Marin, la armadura de Cáncer descansaba entre las columnas, pero aquí sí había algo más. Un resplandor sobrenatural emanaba de los cuerpos tendidos en el suelo... La cara de Seika era una máscara de pura alegría. ¡Habían vuelto!
Las extrañas armaduras que cubrían sus cuerpos eran las causantes del resplandor... parecían blancas... pero relucían con un brillo irisado, como el nácar. '¿De dónde habrán salido?'
Marin reconoció, a pesar del resplandor reinante, el cuerpo más próximo a ella, por ser indiscutiblemente femenino. Además era la única figura que no estaba cubierta con una armadura y no emanaba luz. Atenea. Se arrodilló y tomó la inconsciente figura entre sus brazos. Tenía pulso... respiraba...
- Sólo está agotada - anunció con una sonrisa en los labios, invisible para el resto por la máscara.
Ellos estaban en peores condiciones. El resplandor de las armaduras se había ido apagando y se podían apreciar que no estaban en demasiada buena condición. Tenían grietas alrededor de toda su estructura.
'Parecen mas resistentes y poderosas que las armaduras de Oro... y sin embargo, ¡mira el estado en el que están!'. Marin reprimió un involuntario escalofrío.
La joven dejó a Saori en brazos de Shaina. Los caballeros de Bronce levantaron los cinco cuerpos restantes.
- Deprisa, vamos al sanatorio de los palacios superiores - ordenó Shaina al Caballero del Unicornio y todos salieron de la casa de Cáncer en procesión. Seika caminaba pegada a Nachi, que cargaba con el cuerpo de su hermano.
Marin les siguió con desgana... y no podía precisar el motivo. Se daba cuenta que había que apresurarse. Los seis debían ser atendidos rápidamente si querían salir de esta. ¿Por qué entonces no estaba subiendo las escaleras y ayudándoles?
Quinta casa.
'Será mejor que vuelva a buscar a Kiki, quién sabe que estaría haciendo allí solo en el Templo de Aries...'
Pero su cuerpo no respondió ni se movió. En ese momento comprendía todo su temor, todo su rechazo... En su fuero interno no tuvo nunca miedo por Atenea y su guardia de honor, de algún modo sabía que estarían vivos...
Quinta casa.
Su inconsciente la había estado dando avisos, la había estado previniendo contra esto. Lo que ella no había querido era llegar aquí.
Quinta casa.
Recordó con amargura su propio pensamiento un rato antes... 'Tal vez sólo han sido las armaduras las que han provocado esa terrible explosión de energía.'
Quinta casa. Templo de Leo. Un dolor lacerante atravesó su pecho.
- ¡¡¡NO!!! - Como lanzada por un resorte, Marin entró por fin en el templo y contempló el fruto de todos sus miedos: la armadura de Leo, vacía y silenciosa como las cuatro anteriores... pero destrozada. Hecha pedazos. Del mismo modo que Marin sentía su corazón. Ni rastro de presencia alguna en el frío y antiguo templo de mármol.
Derrotada, cayó al suelo, mientras un gemido de agonía surgía desde el corazón de la guerrera.
- Aioria...

Atravesaron las siete Casas restantes, si es que se podía llamar Casa a lo que quedaba del Templo de Virgo, como una centella, como les hubiera gustado a los cinco caballeros la primera vez que las atravesaron para salvar a la señorita. 'Claro, que no es lo mismo subir escaleras y correr por salas solitarias que enfrentarse a los temibles Santos de Oro.' pensó Jabu. Ni siquiera vislumbraron los restos relucientes de la sexta armadura dorada entre los escombros.
Al llegar a los Templos superiores, al antiguo hogar del Patriarca, Shaina los había guiado hasta un pequeño templo rodeado por un frondoso bosque, tranquilo y apartado. Jabu nunca lo había visto antes, aunque había oído hablar de este lugar... el templo donde se recuperan o vienen a morir los héroes del Santuario.
Allí habían depositado los cuerpos de los cinco caballeros, y de la señorita. Las sacerdotisas que atendían el sanatorio les despojaron de las armaduras, que volvieron a ensamblarse por si solas y fueron depositadas en las urnas sagradas, para que ellas mismas sanaran sus heridas, y procedieron a examinar sus cuerpos.
Las sanadoras confirmaron lo que la guerrera pelirroja había dicho: la señorita sólo estaba exhausta. Un par de días de reposo absoluto en su habitación y una alimentación adecuada la recuperarían por completo. El corazón de Jabu latió con más libertad a partir de ese momento.
Sin embargo los caballeros.....

Shaina se movía por el claro del bosque como un lobo encerrado.
'Me esta poniendo realmente histérico con tanto movimiento' pensaba Jabu al observarla, 'pero cualquiera le dice que se este quieta'.
Nunca admitiría ante nadie que las mujeres caballero le atemorizaban, que no sabía cómo tratarlas, pero así era. No podían ser como los demás Santos, eran mujeres, pero tampoco eran lo que él esperaba de una mujer.
Las pocas chicas a las que el Caballero de Unicornio había conocido en su vida fueron las tímidas muchachas del centro de entrenamiento en Argelia, siempre tapadas de pies a cabeza, y la señorita. Ni siquiera recordaba a su madre.
Nada que ver con estas guerreras descaradas y seguras de su posición como Caballeros de Plata. Jabu se quitó la tiara de la armadura del Unicornio, exasperado. ¿Y dónde se había metido la otra?
Las sacerdotisas les habían echado a todos al exterior del templo, al bosquecillo, casi nada más llegar. Pese a las protestas de Seika, argumentaron que en el sanatorio no podían ayudar y que su presencia de momento sería un estorbo. Y aquí seguían, dispersos por el claro.
Pasaba el tiempo y el silencio era opresivo.
- ¿Que lugar es éste? - preguntó por fin Geki.
- Los caballeros heridos de gravedad siempre han sido traídos a este Templo. - explicó el Santo de Ofiuco, deteniéndose por un momento. - Se le conoce como la Fuente de Atenea. Ya es la segunda vez que ellos cinco reposan en ella.
Una figura se acercó por el sendero que llevaba al sanatorio, y Shaina interrumpió su discurso de inmediato para avanzar hacia ella. Era la sacerdotisa de más edad, la matrona de la enfermería. Se detuvo ante ellos con expresión grave en el semblante. Y ellos la miraron expectantes y ansiosos.
- La diosa descansa tranquila. Sólo necesita reposo, mucho reposo. De los caballeros no traigo muy buenas noticias, pero podrían ser peores. - anunció con profesional tono médico - El muchacho de pelo verde tiene heridas profundas, pero ha salido de situaciones más graves y se recuperará pronto.
El joven de pelo negro y el rubio se encuentran en una situación similar. Con un poco de tiempo y descanso, su cosmos restablecerá por completo sus cuerpos.
Un suspiro de alivio general se mezcló con el sonido de la brisa.
- El chico alto moreno de la cicatriz me preocupa más. - prosiguió la matrona - Sus constantes vitales eran muy débiles... pero tiene una constitución fuerte y no se rinde. Gracias a los dioses creemos que también sobrevivirá.
- ¿Y mi hermano? - preguntó ansiosa Seika.
- Seguro que ya se ha despertado y esta clamando por algo de comida - respondió Jabu con una sonrisa burlona. La sacerdotisa se acercó a Seika y dejó caer su mano sobre el hombro de la joven.
- Lo siento - dijo con voz triste - Tu hermano tenía el corazón partido en dos. No hay forma de sobrevivir a eso.
Jabu sintió como se le congelaba la sonrisa en la cara. 'Seiya... ¿muerto?'.
Muestras de asombro y pesar llenaron el claro. Seika miraba con ojos vacíos hacia el infinito, acunada en los brazos de la sacerdotisa. Qué lástima, encontrarlo después de tanto tiempo para...
- ¡¡¡¡ESO NO ES POSIBLE!!!! - gritó Shaina fuera de sí.
Sobresaltado, Jabu la vio alejarse a toda velocidad hacia el templo sanatorio, como en un ensueño. Nadie intentó detenerla, estaban como paralizados. Y es que tenía razón; no era posible; todo parecía curiosamente irreal. El silencioso dolor de Seika... el canto de los pájaros entre el follaje... la expresión atónita de sus compañeros... los rayos de sol filtrándose entre las ramas... el grito desgarrador de Shaina desde el interior del templo... la suave brisa primaveral... las gotas saladas que resbalaban por sus propias mejillas...

'¿Seiya ha muerto?'

La diosa Afrodita contemplaba sus perfectos rasgos en el espejo. Había fiesta esa noche en los templos del Oeste del plano celestial y la diosa del amor estaba decidida a ser el centro de atención. No es que su cabello azabache hubiera perdido brillo con los siglos o que su piel no fuera tan perfecta y aterciopelada como el día que surgió de la espuma marina... Afrodita se sabía la criatura más bella en su mundo.
'Pero tampoco hay que descuidarse', pensó la sonriente diosa para sí mientras recogía sus rizos negros.
De repente, un temblor tiró su tocador al suelo, arruinando el peinado y derramando los aceites y perfumes por el frío mármol del piso.
'¿Qué ha podido sacudir el Olimpo de ese modo?'
Sus doncellas acudieron presurosas y alborotadas como gallinas. Afrodita las miró burlonamente, pero no era por su aplomo y su inteligencia por lo que las elegía para atenderla, y salió de sus habitaciones en busca de una respuesta a su pregunta.
Encontró a Hermes junto a la tranquila Hestia, bajo un grupo de abedules. Ambos contemplaban atentamente la llama que surgía de las manos de la diosa.
- ¿Qué es tan interesante? - preguntó Afrodita mientras se acercaba a ellos.
- Míralo tu misma - fue la respuesta de la diosa del Hogar, que aumentó la intensidad de la llama en su honor. Afrodita sonrió complacida. En el crepitar del fuego se vislumbraba la imagen de un lúgubre templo derrumbándose. Las columnas caían y los muros se volcaban sobre el suelo. Una extraña "nada" iba apoderándose poco a poco del espacio. La visión se apagó.
- Y eso es todo lo que puedo mostraros, algo interfiere con mi poder y no puedo ver mucho más. - Hestia disolvió el crepitante fuego con los modos suaves que eran naturales en ella. Aunque Afrodita hubiera usado más bien la palabra 'tediosos'. - Si me disculpáis ahora, iré al Gran Templo, tal vez me necesiten allí - Y se alejó por el sendero de losas marmóreas hasta perderse entre la mágica bruma irisada.
- ¿Eso es todo? Un viejo templo derrumbándose... - Se burló la diosa del Amor con cara de aburrimiento. - No he visto nada que mereciera tanta atención.
Hermes sonrió con una de sus medias sonrisas. Siempre parecía tenerlas prontas, como si le hiciera gracia algo que los demás no alcanzaran a ver.
- ¿Acaso no has sentido el temblor? - Dijo. La diosa asintió, interesada de nuevo. Aquí estaba la respuesta por la que había salido de su refugio. - No sólo ha temblado el Olimpo. Es como si todo el universo se hubiera tambaleado, y luego el Hades empezó a desaparecer.
- Desapar... ¡Qué tontería! - Respondió la diosa con una carcajada - No pretenderás que crea que esa visión de destrucción venía del Hades. ¡Eso sería imposible! ¡Sigue inventándote historias, dios de los Ladrones, y algún día ni tu mismo te las creerás! Para que el Reino de los Muertos desapareciera, el mismísimo Hades tendría que...
Hermes la miró significativamente y su sonrisa se ensanchó.
- No puedo creerme que estés diciendo alguien ha destruido a Hades... ¡es un dios, Hermes!
- Alguien no, Afrodita: Atenea, para ser exactos. - Contestó él, divertido por haber conseguido alterar a la autosuficiente diosa de la Belleza y pintar en su rostro una expresión de incredulidad y espanto. Aún así estaba encantadora.
-¿Oh, todavía siguen con aquellas estúpidas batallas? Se han pasado el tiempo peleando desde hará...
- Muchos miles de años - Acabó la frase el dios. - Pero parece que ya han acabado...... con la muerte de Hades y la victoria absoluta y definitiva de Atenea.
- Ah, como siempre... Me alegro por ella... claro que volverá insoportable. No es que no la echara de menos por aquí, pero ya sabes, ella tampoco se relaciona mucho. Aunque por mí mejor. Es demasiado seria como para que alguien vaya buscando su compañía. - Sus hermosos rasgos mostraban a la vez desdén y desinterés. - Tampoco se notaba mucho la falta de Hades... y no es que no sienta su desaparición, pero ese sí era un aburrimiento de dios, todo el día en su Infierno. A todo esto, creí que la contienda de Atenea era con Ares... A él sí le he añorado. - Terminó con coquetería.
- Y supongo que ya habrás recuperado el tiempo perdido. - Rió el dios ante la despreocupada franqueza de Afrodita. Está compuso un semblante de fría dignidad.
- ¿Tengo aspecto de estar desesperada, Hermes?
- En absoluto, estás tan radiante como siempre... - Respondió éste, rápidamente. - Pero lo nuevo tiene siempre un atractivo irresistible, ¿me equivoco? O lo desaparecido por mucho tiempo, en este caso... casi tanto como lo prohibido.- La sonrisa de Hermes se tornó claramente maliciosa. - Por cierto, ¿dónde está Hefesto? Hace mucho que no lo veo.
- En su fragua, y al diablo con él. - Afrodita captó inmediatamente la insinuación del dios. No era ninguna novedad que su matrimonio con Hefesto era tan sólo de nombre. Él no perdonaba su traición con Ares, esa era la única que su marido había descubierto, y a ella la importaba un comino. Lo que contaba era que desde entonces no la molestaba en absoluto, la había dejado en paz, haciendo su santa voluntad, y se había retirado a su refugio, rodeado de sus herramientas y sus metales. Era exactamente lo que ella había previsto cuando aceptó comprometerse con el dios de la Fragua. Cualquiera de los otros dioses, aunque mucho más agradables de ver, la hubieran amargado la vida. - Allí esta mejor que en ningún otro lugar, tanto desde su punto de vista como del mío.
- Sí, el matrimonio perfecto, el de los que no se ven nunca. - Hermes se puso serio de repente. - Afrodita... me parece que no comprendes la situación.
- Oh, yo creo que sí lo hago. Supongo que todo esto tendrá una gran relevancia y que todos os preocupareis muchísimo por ello. - Comentó con un bostezo - ¿Así que para qué preocuparme yo? Si te digo la verdad, no me importa demasiado. Me voy. Seguro habrá asamblea general y me enteraré de todo allí.
Le dirigió una seductora sonrisa antes de perderse entre los jardines, de vuelta a su templo.

'Debería enfadarme con ella por ignorarme de ese modo,' pensó Hermes mientras la veía alejarse con su paso sensual, - 'pero es demasiado hermosa... y esa despreocupación por todo y por todos aumenta su atractivo.'
Hermes no creía en el antiguo prejuicio de considerar estúpida a una mujer por ser bella. Y desde luego, el que menospreciara de esa forma a la diosa del Amor era muy valiente... o un completo idiota. Sacudió la cabeza con su eterna sonrisa burlona en los labios.
La verdad es que debería preocuparle, a ella y a todos. Si se podía matar a un inmortal, se podía matar a dos. O a todos. Asamblea general.
- Sí, seguramente papaíto Zeus nos convocará para una de sus largas e interminables charlas...
- Creo que el Todopoderoso adora el sonido de su propia voz.- Contestó alguien desde lo alto de uno de los abedules.
Los ojos de Hermes se dilataron por el susto que se llevó, y poco le faltó para saltar como cualquier ratero pillado in fraganti. No había pretendido ponerle voz a sus pensamientos, ni mucho menos oír una respuesta. Estos descuidos no eran propios de él. Realmente estaba alterado por la noticia, y eso también era imperdonable.
- Por cierto, - Prosiguió la voz - Tú sigue llamándole "papaíto" y ni tu ingenio te salvará de pasar una temporadita en el Tártaro por insolente. Pregúntale a Apolo si la estancia es agradable, pregúntale.
- Imposible, Dionisio. - Contestó Hermes, que ya había reconocido a su interlocutor. - Tendría que atraparme primero. Además, el Tártaro ya no existe, gracias a nuestra hermana Atenea.
Dionisio saltó del árbol. - Dale las gracias cuando la veas, porque entonces le debes una.
Sorprendentemente, estaba sobrio, y Hermes se alegró. Dionisio era una mente muy brillante y despierta, bromista y aventurera. Muy parecido a la suya propia... cuando no estaba empapada en vino, claro, y eso sucedía rara vez.
- Así que al fin terminaron las "interminables" reencarnaciones en cuerpos mortales... Volveremos a ser una gran y unida familia, después de tanto tiempo. Habrá que celebrarlo. - Comentó alegre el dios del vino, frotándose las manos. Tenía el cabello tan rojo como el líquido que era su patrimonio. Y los ojos oscuros, y normalmente, desenfocados. Ahora poseían una mirada penetrante.
- Un poco menos grande y tan unida como siempre. - Contestó Hermes. - Y no creo que la cosa esté para fiestas. Hades ya no está, y Poseidón no ha vuelto. No se cómo consiguió escapar momentáneamente del Ánfora de Atenea, pero lo logró, y consintió en ayudarla durante la batalla contra Hades. Él también debía estar harto de los ciclos de las reencarnaciones... - O seguía sus propios y oscuros motivos internos, pero eso Hermes no lo dijo.
- Pareces muy bien informado de todo lo que pasa en el Juego de la Tierra.
- Recopilar información es mi trabajo, Dionisio. Y propagarla también.
- Y negarás que te encanta, en realidad eres un cotilla. Y un ladrón.
- Espía suena mejor. Y ¿ladrón? - Repuso el dios con voz dolida. - ¡Qué infamia! ¿Acaso he sido pillado alguna vez robando algo?
- Sí, sí, sí... ya nos sabemos la cantinela, Hermes. Tú no robas, sólo tomas prestado temporalmente, o te encuentras las cosas que otros olvidaron y las recoges, o...
- Exacto. - Sonrió el joven sacudiendo el rizado cabello negro.
- Todos los ladrones dicen lo mismo. ¿Compartirás con tu hermano menor esa información que tan cuidadosamente recopilas?
- No sé mucho más de lo que ya te he contado. - Mintió Hermes. Eso se le daba también muy bien. Casi tanto como sonsacar. - Dionisio, ¿recuerdas tú por qué empezaron los ciclos?
- La verdad es que no. Atenea lleva defendiendo la Tierra de Poseidón y Ares desde tiempos mitológicos, pero no me acuerdo de la razón. Ni siquiera recuerdo en que momento se metió Hades en el lío. - Hermes se dijo que tanto vino no era bueno ni para el hígado ni para la memoria. Como si le hubiera leído el pensamiento, Dionisio agregó. - ¡Um! Hablar de ánforas me está dando sed... Nos vemos en la asamblea. Y si me consigues un buen caldo del que se hace en la Tierra la próxima vez que bajes, tal vez no le comente al Todopoderoso lo de Papaíto.

Abandonado por segunda vez, Hermes se dirigió a su propia residencia. No le preocupaba en absoluto la amenaza de su hermano. Tan pronto empezara a beber, lo olvidaría todo.
Pero la aparente despreocupación de los moradores del Olimpo por lo sucedido resultaba irritante. No era extraño que los hombres de la era tecnológica les hubieran olvidado y relegado a simples historias para niños. Los dioses del Olimpo tampoco se tomaban en serio a sí mismos. O tal vez se tomaban demasiado en serio.

Caminando por las losas blancas, la mente de Hermes siguió cavilando. Atenea había sido la niña buena de siempre y había luchado durante incontables generaciones humanas, tal como el Todopoderoso la ordenó... pero todo había acabado.
Zeus, en su autocomplacencia, rara vez se había dignado a mirar qué pasaba en el mundo de los hombres y no estaba enterado de los progresos técnicos que habían logrado. Hermes sí les había observado.
Los hombres actuales no necesitaban de los dioses, no de los antiguos y griegos, al menos, ya se habían creado otros a su medida. Únicos e invisibles, o tangibles, en billetes de diez y veinte.
Y Zeus tenia pensado regresar a la Tierra como Señor y Amo. No lo tolerarían. Llevaban demasiado bajo la protección de la diosa de las Artes y las Ciencias. Aún sin que lo supieran, esta les había introducido en lo más profundo de su mente su modo de pensar y ver el mundo. No, no querían ni necesitaban dioses. Opondrían resistencia y serían exterminados... ¿o volvería Atenea a luchar por ellos?

'No lo creo,' pensó Hermes. 'Una cosa es luchar por lo que ella cree justo contra el estúpido de Ares, o Poseidón y su arrogancia... y otra plantarle cara a Zeus.' Y una cosa era enfrentare por turno a un dios, y otra muy distinta plantarle cara a todo el panteón. Atenea era compasiva y se ponía del lado del más débil si podía, pero no era estúpida. Eso nunca.

La incógnita del asunto era Hades. ¿Qué lo había forzado a meterse en la contienda? Probablemente ya nunca lo sabrían.

Atenea siempre había sido la hija predilecta de Zeus. Él siempre la había permitido hacer su voluntad, sin inmiscuirse en sus asuntos, sin vendarla en matrimonio como había hecho con tantas otras diosas, poniéndose de su parte cuando podía...
La diosa, por su parte, siempre había luchado por Zeus. Combatiendo en los tiempos mitológicos las guerras que él debía haber combatido. Protegiendo y guiando a sus elegidos e innumerables bastardos humanos. 'O héroes, como les llamaron los humanos', pensó irónicamente el dios.
Jamás se le había opuesto.
¡Qué ironía! Si la diosa de la Sabiduría supiera...

De eso se valió Zeus, de la incondicional lealtad que su primogénita le profesaba, para enredarla milenios ha en una guerra sin fin.
O eso esperó él que fuera. Ahora lo impensable había sucedido.
Zeus dispuso que los ciclos se sucederían mientras los inmortales combatientes vivieran, mientras la Tierra perdurase. Y nunca pensó que uno de ellos pudiera morir... 'Al fin y al cabo, todo se reduce a asuntos de familia.'
Pero ahora el cuerpo inmortal de Hades había sido destruido y su mundo infernal se estaba desvaneciendo con él.

Hermes frunció el ceño. Si Zeus llegara a saber que conocía el fondo de todo aquel asunto, hijo suyo o no, probablemente le mataría.
El amor a la intriga era algo implícito en la personalidad del joven dios, a veces hasta el punto de arriesgar su propia seguridad. Lentamente una sonrisa asomó a sus labios. Las cosas se empezaban a poner interesantes.
'Asamblea general'

La costa mediterránea era hermosa. Casi era la única belleza que ofrecía el árido Santuario Bajo, la zona de entrenamiento. Más arriba había bosques y campos de labor, necesarios para dar sustento a los habitantes del recinto sagrado, pero por allí no crecía casi nada.
El sol había brillado ininterrumpidamente cada uno de los treinta días que habían pasado desde el eclipse, como si quisiera desafiar a cualquier otro astro o fenómeno atmosférico a volver a situarse entre la Tierra y él.

'Estaría bien' pensó Shun, sentado cerca de un acantilado 'que después de las inundaciones y el eclipse tuviéramos "La Gran Sequía". Sería la guinda del pastel.'

Había despertado a los cinco días de su vuelta al Santuario. Todos se asombraron por lo rápido de su recuperación. A él no le había sorprendido apenas.

'¿Y qué esperaban? Al fin y al cabo, soy la reencarnación de un dios...'

De un maldito y asqueroso dios que había intentado destruir la tierra. Que poseyó su cuerpo sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Que había matado a uno de sus amigos... 'Si Atenea no hubiese intervenido, tal vez Seiya habría muerto por mi propia mano... y los demás le hubieran seguido'

Su repentino cambió de humor también les pilló desprevenidos. Al cuerno con todos ellos. No podían entender qué le pasaba por la mente. Y no les culpaba... pero ellos no habían estado allí, no habían sentido cómo su propia alma se llenaba de furia y de odio por esos seres que vivían bajo los cálidos rayos del astro rey. Hades les odiaba, a todos y cada uno de ellos, y él, Shun, que tan puro se había sentido, tan seguro de sus ideales, de sus convicciones, de la bondad innata en todo corazón, les había odiado también.
Podía oír los argumentos de los demás, 'Estabas bajo el control de un dios' dirían, 'No eras tú, no tenías elección'.

Pero él sabía que había disfrutado con ese odio, con ese sentimiento. Un parte de su ser, la que nunca creyó poseer, la parte oscura, se había regocijado al verse liberada. Liberada de miedos, de angustias, de preocupaciones. Liberada de la culpa. Entregada al regocijo que da el conocimiento y el uso del propio poder. Se había sentido capaz de destruir el mundo con éste, y casi lo había hecho. ¿Quién le aseguraba que no pudiera dominarle ese sentimiento de nuevo, si tan sólo encendía su cosmos?
Tal vez Hades hubiera sido derrotado... pero el poder seguía allí. Y tal vez no sólo eso, porque... ¿dónde se refugia el espíritu de un dios que ha perdido su propio cuerpo? Hades ya se había pasado una vida encerrado en él, como polizón inadvertido.

Por eso se había recluido en sí mismo, rehuyendo la compañía de Hyoga o Shiryu. Incluso la de su hermano. Porque verles era como tener presente constantemente lo que pudo llegar a pasar, lo que quizá todavía podía llegar a pasar.
Y estar junto a ellos era además notar más la ausencia del que faltaba.

No había habido funeral.
Cuando Saori despertó y recuperó las fuerzas lo suficiente como para ser consciente de lo que la rodeaba, fue imposible seguir ocultándole la verdad.
Había preguntado insistentemente por él, y los silencios que siempre obtuvo como respuesta fueron al final tan reveladores como lo hubiera sido una contestación directa. Seiya había muerto.
Saori se negó rotundamente a aceptar esa muerte y ordenó que trasladasen el cuerpo sin vida a Star Hill, para que permaneciese incorrupto, como lo hizo el del Gran Patriarca. Estaba convencida de que regresaría, un día u otro. Aún lo estaba... tal vez...

'Niña tonta... no volverá. Y en el fondo lo sabes.
Por eso te has encerrado a cal y canto en tus habitaciones.'

La Espada Negra del Hades era capaz de cortar el alma de un ser humano... y nadie podía sobrevivir con el corazón partido en dos.
Parecía como si todo lo que había en ella de diosa se hubiese disuelto en la personalidad de la humana al acabar la batalla.

'Atenea debe estar agotada para no manifestarse y acabar con esta sinrazón. El cuerpo de Seiya merece reposo y un funeral... pero en el Santuario la palabra de Saori es ahora ley, por poco que quede en ella de Atenea.'

- Shun - la voz de June interrumpió el hilo de sus pensamientos.

'Lo que faltaba... ¡Qué fastidio!'

- Shun, ¿qué te pasa? No dejas que nadie se te acerque, no hablas con nadie, ni siquiera con tu hermano. Desde que ha despertado no ha dejado de preguntar por ti. Le estas haciendo daño con tu comportamiento. Se lo estás haciendo a todos. - June hablaba rápida y entrecortadamente, como si temiera que no la dejara acabar lo que quería decir. - Comprendo que estés afectado por la muerte de Seiya, pero alejarte de todo y de todos no te va a ayudar en absolut.....

Bonito discurso preparado. Seguramente se habían pasado la noche eligiendo las palabras cuidadosamente.

- No tiene nada que ver con Seiya - le interrumpió el joven - ¿Qué te hace pensar que no me alegro de su muerte? Así el día menos pensado podré conquistar el mundo sin que él se ponga por medio.

Aléjate June, aléjate de mí. No soy de fiar. Ya nunca más.

- Shun, tú no quieres conquistar el mundo. Tú no eres Hades. Él tomó tu cuerpo contra tu voluntad y le expulsaste.

Vaya, así que June lo sabía... Bueno, sabía lo que sus "preocupados" amigos le habían contado acerca del asunto. Mejor abrirles a todos los ojos cuanto antes. Shaka sí estuvo allí, pero Shaka estaba muerto.

- Te equivocas. Atenea le expulsó. Yo no opuse apenas resistencia. - La encaró volviéndose. - Te contaré un secreto. Entonces no me di cuenta, pero ahora soy muy consciente de ello: me sentí poderoso, y que te conste que me agradó la sensación. Por primera vez en mi vida sentí deseos de utilizar mi poder. Todo mi poder.

- Era por culpa de Hades, tú...

- Allí cayó la barrera - prosiguió el joven, ignorando su interrupción - que tantos años me costó construir. Ahora no tengo los prejuicios que tenía cuando entré en el Infierno. ¿Quién sabe si no volveré todo este poder acumulado contra vosotros mañana?

- Yo lo sé. - La voz de June sonaba desesperada. - Shun, tú no eres así. Tú no utilizarías indiscriminadamente tu poder y mucho menos para dañar voluntariamente a nadie. Tan sólo estás confuso...

Una explosión ante sus pies obligó a la joven de cabellos dorados a retroceder.
Levantó rocas y polvo, cegándola, y esquirlas que arañaron su blanca piel.
Shun podía ver su atónita mirada dirigida hacia él, el caballero que tan bien creía conocer.

- Vete June. Déjame solo. - murmuró Shun dándole la espalda. A los pocos minutos oyó unas suaves pisadas alejándose.

Hyoga avanzaba por el lujoso pasillo que conducía a lo más profundo del Santuario. Cuando el caballero de Géminis suplantó al Gran Patriarca, les dijo a todos que Atenea se encontraba recluida en las habitaciones del Ala Oeste, y que se negaba a ver a nadie que no fuera él mismo. Hacia ese mismo Ala Oeste se encaminaba ahora el caballero del Cisne.

'Extraño que todos aceptaran tan fácilmente semejante explicación,' pensó Hyoga, '¿Qué clase de vida solitaria ha llevado todos estos siglos Atenea en el Santuario para que todo el mundo tomara como algo normal que "sólo quisiese ver al Patriarca"?'

Ya veía la puerta tallada tras la que Saori se había encerrado a cal y canto. Un par de peones del Santuario la guardaban día y noche y siempre les acompañaba uno de los caballeros de confianza. O mejor decir uno de los caballeros a secas. Porque sólo quedaban ellos en el vacío Santuario.
Shiryu se encontraba esa vez allí, y, cosa rara, también Shaina sin su máscara. Hyoga no recordaba habérsela visto desde que volvieron del Hades.

'Supongo que ya habrá tenido bastante de toda esa absurda ley.'

Hyoga había conocido la ley de las amazonas, que las obligaba a cubrirse el rostro, pro las enseñanzas de su maestro. Sin embargo en Siberia no había habido ninguna aprendiza, así que no lo había vivido tan de cerca, y lo encontraba realmente estúpido. Él había combatido con Shaina una vez, y sabía lo fuerte que era. El verle la cara no habría disminuido ni un ápice la fuerza con la que intentó derrotarla, porque fue consciente en todo instante de que luchaba por su vida.

Y era raro encontrarla esa mañana allí porque no se la había visto demasiado últimamente. Se había mantenido alejada de todos, y aunque June le había dicho que estaba entrenando, el no lo creía.

Hyoga no era tan iluso como para pensar que las batallas habían acabado, y que todo sería paz y tranquilidad de ese momento en adelante. Hubo un tiempo en que deseó una vida tranquila, pacífica, y seguía deseándola, pero ya no la esperaba. Era un guerrero y estaba en el mundo para luchar. Su educación cristiana le había enseñado que el mundo es un valle de lágrimas, y la vida se lo había demostrado. Despertar y confirmar lo que ya supuso en el Hades, que Seiya había muerto, era tan sólo otro golpe más de la vida.
Su cruz en particular parecía consistir en sobrevivir a seres queridos que morían para que él conservase o aprendiese algo; la vida, el séptimo sentido, algo mas de tiempo, o lo que fuera.

- ¿Habéis conseguido que os abra? - preguntó Hyoga al caballero de Dragón.
Éste negó con la cabeza.

- Sigue encerrada. Ha rodeado la puerta con su cosmos de tal modo que reacciona con el nuestro, rechazándonos. - Explicó Shiryu.

- Cuando quiere, sabe utilizar toda esa energía dorada para algo - Hyoga se felicitó por no haberse sobresaltado al oír surgir la voz a su espalda.
¡Ikki y su maldita manía de aparecer como un fantasma de la nada o hablar desde los rincones!
La hermana de Seiya lo acompañaba, serena y tranquila.
Era la que mejor parecía haber aceptado su muerte. Ni siquiera había derramado lágrimas. Tal vez, como no había vivido con él todos estos años, no notaba tanto su falta como el resto. Tal vez sólo era la calma que precede a la tempestad.

- Ya que la puerta reacciona con el cosmos - prosiguió el Fénix, señalando a Seika. - ¿Qué tal si dejamos que una persona normal le pegue una patada?

Insultantemente sencillo. Hyoga se sintió un tanto estúpido por no haberlo pensado y, lo que era peor, que se le hubiera ocurrido precisamente a Ikki. En sus acerados ojos azules se podía leer la burla implícita.

- ¡Cómo no se nos ocurrió antes! Gracias por venir, Seika - dijo Shiryu, acercándose a la joven. Al ser la única que no había pasado gran parte de su vida en el Santuario, ni había recibido un entrenamiento especial, era también la única presente en todo el Santuario que no desprendía cosmo alguno. Hasta el más torpe soldado emanaba un mínimo aura. - Ten muchísimo cuidado, por favor. No sabemos qué podría llegar a hacer en su estado. - Shiryu parecía estar sufriendo realmente por no poder cruzar el umbral. Probablemente lo veía como una falta a su deber. Y también se había auto adjudicado el papel de defensor a ultranza de Seika, tal vez como homenaje a su amigo.

Seika asintió distraídamente y se preparó; tras una breve carrera abrió realmente la puerta de una patada. Directa y literal, como su hermano.
Ninguna barrera la detuvo, como había predicho el Fénix, aún cuando ellos seguían sin poder acercarse.
Una luz de determinación brillaba en sus pálidos ojos verdes, y Hyoga, que ya había visto esa luz antes en la mirada de Seiya, pensó que la que debía tener muchísimo cuidado era Saori.

Astillas de madera cubrieron el suelo de mármol mientras la joven se alejaba por el reluciente pasillo.

El amplio corredor condujo a Seika una especie de jardín interior. Cristalinas fuentes cantaban entre una frondosa vegetación. El pasillo por el que andaba se bifurcaba, encerrando el jardín en su centro y creando un claustro, y las paredes de ambos lados se abrían en hileras de majestuosas columnatas a salones decorados con lujo, pero sin ostentación, a terrazas sobre el mar Egeo.
Los aposentos de Atenea, situados en el corazón del Santuario, en promontorio sobre el mar. Sobre ellos se encontraba la estatua gigante de la diosa.

Seika tenía una expresión preocupada mientras avanzaba. ¿Qué iba a hacer con la joven cuando la encontrara? Sabía un poco de ella, como de todos. En su afán por conocer detalles de la vida que su hermano había llevado todos estos años, había interrogado a los caballeros que la protegieron durante la batalla.

Así poco a poco se había ido componiendo, con retazos de información, una idea de cómo eran, y habían sido, los ahora habitantes del Santuario. Por lo que la contaron de Saori, la reencarnación de Atenea, había sido una típica niñata mimada en sus primeros años, lo que no la sorprendió en absoluto, habiendo sido criada por el hombre que destrozó familias y vidas a placer, y parecía tener de vez en cuando retazos de aquella primera personalidad caprichosa y egoísta. Como ahora.
Tal vez esa era la cuestión. Su padre adoptivo la había enseñado, como era natural en un pueblo tan cercano a un centro de culto a un dios, lo que para él y los demás habitantes significaban Atenea y sus Santos. Sin embargo, nunca había pensado que les llegaría a conocer tan de cerca.
Eran gente muy peculiar, todos y cada uno, que pese a su juventud habían visto mucho, y guardaban un gran peso en sus almas.

Averiguó unas cuantas cosas más cuando los caballeros recién llegados del Infierno empezaron a despertar. Hyoga y Shiryu se habían mostrado menos comunicativos que Nachi o Ban o Geki, pero su información era más valiosa. Ellos dos y los hermanos, a quienes recordaba vagamente del orfanato, parecían haber sido las personas más cercanas a Seiya. Pero Ikki y Shun habían cambiado mucho desde entonces. Al más joven ni siquiera lo había visto y con el mayor se había reencontrado por vez primera esa misma mañana de forma muy original.

La puerta de su habitación se había abierto de repente y de golpe, y se había visto llevada casi en volandas, a través de los corredores y pasillos, por un Ikki de cara tormentosa que le explicó la situación y lo que quería de ella con pocas y precisas palabras.

Geki y Ban, la habían hablado de lo que era Ikki ahora, del temible Caballero del Fénix, o más bien la habían prevenido contra él. Seika recordaba un niño huraño y receloso de los desconocidos, pero en absoluto tan sombrío y complicado como era el hombre en que se había convertido.
Unos metros antes de ponerse a la vista de los otros tres Santos que hacían guardia ante la barrera, Ikki había reducido el paso, compuesto un semblante inexpresivo y le había dicho, ó más bien ordenado, que guardara silencio.
Gente muy peculiar, sí señor.

Se sentía extraña junto a todos ellos. Tal vez debiera regresar al pueblo y a su antigua vida una vez acabara con lo que la habían encomendado.

Tomó uno de los dos caminos gemelos que bordeaban el jardín, y llegó a una puerta tallada, justo en el lado opuesto de aquella por la que había entrado, ocultada ahora por al vegetación. En la madera se podía ver grabado un majestuoso búho entre las ramas de un olivo. Era un trabajo realmente exquisito de marquetería, pero Seika apenas lo miró antes de abrir la puerta de otro empujón.

La habitación interior era también grande y un ventanal aumentaba la sensación de amplitud. Sin embargo parecía que lo hubiese arrasado un huracán.
Las plumas de los almohadones se entremezclaban en el suelo con los fragmentos de valiosos jarrones. Telas desgarradas era cuanto quedaba de lo que una vez fueron finas sábanas, y la pared tenía algunos sospechosos agujeros. El autor de los desperfectos no se hallaba presente y Seika se dirigió hacia la ventana. Tras los jirones de seda que apenas podían llamarse cortinas se vislumbraba una figura.

Estaba terriblemente delgada, recostada sobre la baranda del mirador y contemplaba el océano con expresión de infinita tristeza.

- ¿Eres tú Atenea? - la voz de Seika la sobresaltó.

- ¿¡C... cómo os atrevéis a molestarme!? - preguntó con voz cascada por la falta de uso. - ¡¡Dije expresamente que no quería ver a nadie!!

El contraste entre la luminosidad exterior y la penumbra de la sala impedían que Saori viera con claridad a la intrusa.

- ¿Eres tú Atenea? - preguntó otra vez Seika.

- ¡¡Por supuesto que soy la diosa Atenea!! ¿Quién demonios eres tú? ¿Cómo has entrado aquí?- enojada, la joven se apartó de la baranda mientras Seika salía a la luz con paso decidido. Saori se detuvo en seco...
Esa cara...

- ¡Seiy...! - la bofetada dolió. Dolió por el golpe, pero la dolió más en el orgullo, por el hecho de ser la primera que Saori recibía en toda su vida. La sorpresa y la furia la hicieron caer de rodillas.

- No, creo que tú no eres la diosa Atenea. Sólo eres una chiquilla que cree serlo. En Rodorio mi padre me enseñó que Atenea era una diosa buena y justa, a respetarla y venerarla, pero tú estás mancillando su nombre. ¿Qué crees que estás haciendo? - la voz de Seika sonaba dura como el acero.

- ¿C... cómo...?

- Encerrada aquí, desatendiendo tus responsabilidades, despreocupándote de todo... ¿Cómo se puede ser tan egoísta?

Con una mano en la mejilla lastimada, Saori levantó la mirada para encontrarse con unos ojos tan acerados como la voz.
La estructura de la cara era la misma, aunque más suave. Femenina. Los ojos que deberían haber sido marrones eran verdes y el pelo era rojizo y llegaba a los hombros.

- Egoísta... ¡¡Qué sabrás tú!! ¡¡Tú no sabes nada... - los sollozos entrecortaban las palabras - No sabes por lo que estoy pasando...

Seika la agarró del brazo - No, no se por lo que estas pasando TÚ, pero sí se por lo que estoy pasando YO y tengo una idea aproximaba de lo que están pasando los caballeros. - Sin la más mínima delicadeza tiró del brazo hasta levantarla. - ¿Crees que ellos no están tristes, que no sienten su muerte? Y en lugar de compartir su dolor con el tuyo, y hacer toda esa pena más llevadera, te encierras aquí, dándoles otra preocupación.

Saori intentó desasirse, pero estaba débil y no pudo. Seika continuó imperturbable. - La vida sigue, niña y hay que vivirla. Solloza cuanto quieras, pásate las noches en blanco y llora a mi hermano hasta que se te sequen las lagrimas, pero vive. Tienes una responsabilidad con el mundo, un santuario que dirigir y un deber que cumplir.

- ¡¡Suéltame, me haces daño!!- Seika lo hizo. Saori retrocedió un par de pasos y la miró con odio. - ¡¡Tú no comprendes mi dolor... !! Nadie podría.. ni siquiera ellos... yo lo amaba... y nunca lo sabrá...

- ¿Y qué te hace pensar que el resto de nosotros no? Cada uno a nuestra manera también lo queríamos. Pero somos mucho mas positivos y fuertes que tú. Seguimos viviendo. Era mi hermano y tu Fundación me lo arrebató. Me pase años casi a su lado sin poder verlo, y cuando por fin lo encontré fue para perderlo de nuevo; y definitivamente. ¿Comprendes tú mi dolor? - Saori la contempló sin poder contestar nada. - Tú fuiste más afortunada que yo, por lo que me han contado; lo has tenido junto a ti todo este tiempo, luchando a tu lado, protegiéndote... entregó su vida por ti...

Seika bajó la cabeza y la voz, toda su fuerza al parecer perdida en la explosión de energía que acababa de realizar.

- Yo sólo tengo el recuerdo borroso de un niño... y la imagen reciente de un cadáver. - Alzó los ojos verdes de nuevo, pero habían perdido parte de la dureza. - Ahora si te apetece puedes quedarte aquí y dejarte morir, pero si te le encuentras en el otro mundo no podrás mirarle a la cara. Ni merecerás haber sido llamada Atenea.

Seika se dio la vuelta y dejó atrás una figura temblorosa. Hecho. Ahora que fuera lo que los dioses quisieran.
Por fin, sus ojos también se habían llenado de lágrimas.

Shiryu fingía contemplar los mosaicos de un tapiz con aparente ociosidad. Ofiuco se había dejado caer en el suelo un rato atrás, y se abrazaba las rodillas, como intentando autoprotegerse de algún peligro, la mirada perdida en el infinito.
Ikki les había dado la espalda y contemplaba los Templos por una ventana. "Estoy aquí porque es necesario" parecía decir "pero no porque sea mi gusto".

'Supongo que hay cosas que nunca cambian' pensó Shiryu.

Hyoga se encontraba apoyado en la pared, con los brazos cruzados, una postura común en él. Shiryu ni siquiera necesitaba mirarle a la cara para saber que sus ojos estarían cerrados. Él mismo había adoptado una serena y tranquila postura de espera.
De Shun, ni rastro.

Cualquiera que hubiera pasado por allí habría pensado que eran cuatro personas con muy poco que hacer. No parecían ansiosos ni expectantes. Cuatro amigos que han decidido reunirse en ese momento sin necesidad de motivo alguno... en medio de un pasillo.

'Cuánto tarda.' Tal vez la tranquila fachada era en ellos tan falsa como él sentía la suya.

La impotencia, la imposibilidad de hacer nada, había hecho mella en su ánimo.
¿Cómo habían permitido que esto pasara?
Shiryu se culpaba a sí mismo por no haber evitado la muerte de Seiya... por no haber recuperado antes la consciencia... por no haber podido siquiera acercarse a Shun... por no saber que consuelo brindarle a Kiki...
Por demasiadas cosas.
Ni siquiera podía atravesar una ridícula pared energética. Si la lucha no lo hubiera debilitado, la barrera hubiera sido papel para su cosmos. Y sin embargo se veía forzado a mandar a una joven casi indefensa a batallar con una semidiosa trastornada por el dolor. Si algo le ocurría a Seika...

Shiryu necesitaba sentirse dueño de las situaciones, necesita ejercer un control a su alrededor. Y ahora su perfecto y ordenado esquema del mundo estaba estallando en pequeños fragmentos afilados. Se encontraba perdido, sólo. Le faltaba la guía y la fuerza para seguir. Dohko no estaba, Seiya no estaba, Shun se estaba perdiendo, su diosa se había vuelto loca...

De repente, Shaina alzó la cabeza, Ikki se volvió y los ojos de Hyoga se abrieron. Todos lo habían sentido, como él. Un cambio en la corriente de energías. La barrera rieló como la luna sobre el mar y desapareció. Seika lo había logrado... o Saori había sufrido algún daño, pero eso era menos probable.

- ¡Por fin! - impulsado como por un resorte, Hyoga tomó la iniciativa.

Shiryu asintió con un breve gesto y se dispuso a ir tras él, pero ni Shaina ni Ikki se movieron.
Interrogó con sus ojos grises al Fénix. Éste le sostuvo la mirada, imperturbable. Ikki conseguía algo que muy poca gente lograba, poner nervioso a Shiryu. Claro, que antes le arrancarían el brazo que hacérselo confesar.

- Esperaré aquí. - fue lo único que el hombre de cabello azul oscuro dijo, y volvió de nuevo a su contemplación del exterior.

- ¿Shaina? - no hubo respuesta. Finalmente, la amazona se incorporó.

- Ella estará bien, Dragón. - musitó con voz débil. - Vuelvo a mi entrenamiento. No podría ser de ninguna ayuda allí dentro. Necesita ver gente conocida y amada a su alrededor ahora, no una antigua enemiga.

- Eso no la importará... - empezó a contestar Shiryu. La guerrera movió la cabeza en signo de negativa, y se alejó rápidamente. Dándose por vencido, el joven la imitó por el pasillo que daba al claustro. Conocía de sobra la aversión de Ikki a las reuniones emotivas, incluso en los momentos más delicados. Simplemente no encajaba. Pero Shaina...

'¿Por qué se obstina en mantenerse apartada de nosotros?' Ya había pagado de sobra su anterior error. A pesar de todo lo pasado, de que se sabía integrada y querida en su círculo, la guerrera seguía manteniendo un alto muro que dejaba al mundo fuera.

Shiryu lo reconsideró con su metodismo calmado mientras rodaba el claustro del jardín, y llegó a la conclusión de que tal vez lo provocaban inconscientemente ellos mismos. Los cinco anteriores caballeros de Bronce habían pasado por mucho juntos, habían llegado a desarrollar una afinidad extraña, a veces se podían comunicar incluso sin palabras, y tal vez eso se notaba desde fuera.
Ni siquiera Saori había entrado dentro de la singular unidad que compartían. Una extraña unidad nacida del sufrimiento y el combate, pero que existía.
El caballero del Dragón se detuvo al darse cuanta de pronto del significado de aquellos pensamientos. Ya se le habían cruzado antes por la mente, pero siempre en medio del frenesí de la lucha y nunca tuvo tiempo para considerarlas detenidamente.
Todos ellos, los cinco, aún siendo muy diferentes, aunque a veces no lograran encontrar tan siquiera un tema de conversación o una afición común, aunque vivieran mejor separados cada uno en una punta del planeta... eran un grupo. Estaban unidos. Como hubieran debido estar los Caballeros de Oro si Ares no hubiera corrompido el alma de Saga, y tal vez lo lograron al fin ante el Muro de las Lamentaciones... como debería estarlo la orden entera del Zodíaco, siempre.

Estuvieron unidos. Ahora una parte de todos ellos había muerto.
¿Qué sucedería en adelante, si el alma de ese ser múltiple que formaban se había perdido?

El Gran Templo estaba bastante concurrido. Divinidades mayores y menores se agrupaban en pequeños corros comentando las novedades, propagando rumores, desmintiendo habladurías.
Más o menos lo normal en una corte, y el hecho de ser divina no convertía al Olimpo en una excepción.

La ciudadela, lo que se llamaba propiamente el Monte Olimpo, no había cambiado casi nada durante el tiempo que ella había permanecido en los queridos bosques de su isla, y al mismo tiempo había cambiado inigualablemente, si lo que había llegado a sus oídos era cierto. Buscó con los ojos a su amado hermano. Allí estaba, rodeado por las musas, junto a un pequeño surtidor. Apolo la saludó con una inclinación de cabeza y siguió deleitando a sus acompañantes con la lira y sus ocurrencias mente. O tal vez eran ellas las que lo deleitaban a él con sus voces. Con Apolo y las musas nunca se sabía.

Artemisa buscó a sus afines en el salón, y apenas empezaba a conversar con la pálida Selene, diosa menor bajo su cuidado, cuando un sonido triunfal anunció la entrada de Hera y Zeus.
El silencio invadió inmediatamente la sala, y aparecieron los padres de los dioses.
Hera entró tan majestuosa como siempre. El adjetivo que mejor la definía era el de regia, con sus cabellos claros recogidos por la tiara real. Ocupó estirada su trono, altiva como el pavo real que le estaba consagrado. Su porte y actitud anunciaban que la pareja había vuelto a tener otra de sus divinas riñas.

Zeus se sentó en su lugar y fue directo al grano. Era grande y poderoso, sólido. Y aunque sus cabellos y barba eran totalmente blancos, los años no habían marcado su cuerpo inmortal. Su voz atronadora llenó la sala. La tan anunciada asamblea había dado comienzo.

- Hijos míos, como todos sabéis, desde hace milenios se libra una batalla en el mundo de los mortales. En la era mitológica se consideró a la raza humana indigna de merecer el don de la vida, salvo honrosas excepciones, y se decretó su exterminio.

Un solitario y ahogado gemido escapó de los labios de una casi incorpórea figura situada a unos metros de Artemisa. Gea todavía lamentaba la condena de sus hijos... a pesar de que eran ellos los que la habían abandonado y envenenaban su esencia poco a poco.

Zeus prosiguió, tal vez irritado por la interrupción. - Algunos dioses consideraron injusta la sentencia, y decidieron que la raza humana merecía luchar por su propia existencia. Otros tantos se convirtieron en ejecutores, y los demás nos retiramos al plano celestial, manteniéndonos más o menos neutrales mientras durara la batalla.

Una sonrisa burlona curvó la boca de Hermes, apoyado contra un gran pilar, mientras Zeus hablaba... pero como siempre, la broma debía ser interna, porque la razón de su risa se le escapaba a la Diosa Cazadora.
Las palabras de su padre sonaban correctas a sus oídos, y no había nada risible en ellas. Artemisa había elegido a las más fieles de sus seguidoras y las había con ellas a una isla propia, cuando el Olimpo había sido situado más allá del alcance de los mortales, desentendiéndose del plano terrenal.
Allí seguían viviendo sus ninfas, inmortales y felices, desde la era mitológica, ajenas a la corrupción del mundo.

- Ahora esa batalla ha finalizado.- continuó la atronadora voz. Zeus se sentía en su salsa dando discursos y proclamaciones. - Mi bienamada Atenea ha derrotado tanto a Ares como a mis hermanos. Gracias a ella, los Ciclos de las Reencarnaciones se han roto y los dioses pueden volver a correr por la Tierra en cuerpo y alma, sin necesidad de recipiente mortal.

- ¿Cómo ha caído la barrera que separaba las tres dimensiones? Para eso el Muro debería haber sido destruido y Hades estar muerto. - Artemisa chasqueó la lengua. Todos se volvieron hacia la interlocutora. La voz clara de Afrodita había hecho la pregunta que todos deseaban hacer. Ella, como siempre, no tenía ningún miedo de poner el dedo en la llaga, y el ser el centro de atención era siempre un aliciente. Zeus frunció levemente el ceño.

- Hades ha muerto, y el Muro cayó a manos de los caballeros de Atenea. - El padre de los dioses hubiera deseado mantener de momento esa información en un círculo más privado, o incluso guardársela para sí, por el tono de su voz. ¿No comprendía todavía que eso era imposible mientras Hermes rondara por el Olimpo? Porque sin duda era de él de quien la había obtenido; nadie había visto partir a las águilas del Monte recientemente.

El Gran Templo se llenó de murmullos agitados de sorpresa y angustia. ¿Habían acabado con un dios?

La diosa Armonía se pronunció en voz alta - Eso es un desastre. Rompe el equilibrio de nuestro universo. Significaría que hay un agujero en el plano infernal por el que está entrando el caos. ¿Qué pensáis hacer al respecto, oh gran Zeus?

- ¡¡Esos humanos han ido demasiado lejos!! - se inflamó inmediatamente Ares, casi interrumpiendo a su hija - ¡Recibirán su justo castigo!.

- ¿Por qué no dejar que se acaben de exterminar ellos solitos? - Intervino la propia Artemisa. - Por lo que he oído, si siguen el camino por el que van no les hará falta mucho tiempo.

- Porque antes acabarán con la Tierra, mi querida hermana. - respondió Apolo. Artemisa pensó que eso a ella poco la importaba ya. La Tierra llevaba perdida milenios. No quería ver su mundo ideal destrozado por una absurda guerra a estas alturas.

El tumulto que se desató fue atronador. Todos los dioses empezaron a hablar a un tiempo, opinando en alta voz o formando nuevos corros. Zeus silenció de nuevo la gran sala lanzando unos cuantos rayos intimidatorios.

- ¡Se disuelve la asamblea, el Consejo debe reunirse de inmediato! ¡¡LARGO TODOS DE AQUÍ!!

Los dioses menores se apresuraron a salir del Gran Templo. Cuando Zeus se ponía así, era mejor obedecer. Lo que quería decir el noventa por ciento de las veces. Hubiera sido empezar por convocar el Consejo en un principio y no una asamblea general, pero claro, los gobernantes suelen gustar de los baños de multitudes. Artemisa sonrió cínicamente.

En la sala sólo quedaron cinco diosas, incluyéndose a sí misma, y tres dioses, aparte de Zeus. El Consejo de los Doce, formado por los más grandes dioses griegos de la antigüedad, y reducido ahora a nueve figuras. Zeus tomó asiento pesadamente e indicó a los demás que se acercaran e hicieran lo propio.

- ¿Acabar con la Tierra? - interrogó el dios a su hijo, con tono sorprendido. Ocupado en seducir ninfas y dirigir su dimensión particular, se había desentendido de los mortales en manos de su primogénita. - Explica eso, Apolo.

- Como gustéis Padre. - Apolo comenzó a recitar con voz de barítono. Artemisa lo miró divertida. Había heredado por línea paterna el gusto por escucharse a sí mismo. - Los humanos han alcanzado un desarrollo tecnológico impresionante en apenas 600 años. Su avances técnicos rivalizan en ocasiones con nuestros poderes divinos, y siguen estudiando y avanzando día a día. No olvidéis, mi señor, que dejasteis la Tierra en manos de la Diosa de las Artes.
Paralelamente, han deteriorado tanto el plano terrenal que poco queda de la Tierra de los tiempos mitológicos.

- Los humanos avanzan porque el afán de superación está en su naturaleza, Apolo.

Artemisa se volvió inmediatamente al escuchar una voz femenina no oída desde milenios en el Templo. Nueve pares de ojos divinos estaban clavados en las dos figuras que se erguían en la entrada.

- Así como también lo está la capacidad de cometer siempre los mismos errores. - dijo él.

Ella, con el cabello amielado y recogido, los serenos ojos grises llenos de determinación y el búho en su hombro. El bicho debía haberla añorado. Él, con el cabello del color de la espuma, la barba recortada y el tridente en la mano.

Atenea. Poseidón.

Shaina contemplaba la piedra con el entrecejo fruncido.
La roca no era descomunalmente grande, pero lo que importaba no era el tamaño, sino la rapidez de sus movimientos al atacarla. Y el cosmos.

La concentración era perfecta. Sentía cada minúsculo centímetro del terreno, cada soplo de vida, cada vibración de energía como nunca antes lo había sentido. La roca ya no era sólida, sino miles de millones de pequeñas partículas energéticas en movimiento. Se podían separar, se podían detener, se podían acelerar hasta que explotaran... El movimiento fue mas rápido de lo que el ojo humano alcanza a ver y la roca simplemente se transformó en polvo.

- ¡Maldición! - Una retahíla de juramentos en griego e italiano siguieron a la primera. ¿Qué demonios fallaba? No importaba cuanto entrenase, cuanto se esforzase... no lograba alcanzar el Séptimo Sentido. No había sentido ningún poder especial, no había experimentado nada nuevo. Tal vez se necesitaba estar en una situación límite para lograrlo... pero ella ya se había visto inmersa en varias y no había obtenido resultado alguno.

Shaina se sentó fastidiada sobre el duro suelo, ignorando las esquirlas que se le clavaban en la piel, y dispuesta a empezar todo el proceso desde el principio.

- Lo haces mal - dio una conocida voz desde lo alto. Shaina miró a Kiki, esperando verle burlarse muerto de risa por su fracaso. Pero la pecosa cara estaba seria y su tono de voz también lo había sido. El chico llevaba un tiempo tan desanimado que casi no parecía él.

- Explícame entonces cómo hacerlo bien.

- Te concentras demasiado en el exterior. No encontrarás el Séptimo Sentido si no lo buscas dentro. - respondió el muchacho.

¡Rayos, dichosa habilidad para leer la mente! - ¿Quieres decir meditación? - Shaina siempre había sido una mujer de acción y la idea de cambiar de táctica no la seducía en absoluto.

- Quiero decir lo que quiero decir. - Kiki parecía haberse aburrido ya de la conversación. - Conócete a ti misma. - con estas palabras desapareció.

"Conócete a ti mismo"... la inscripción del templo de Apolo en Delfos.

'Este chico ha cambiado mucho de poco acá...
¡Mira tú qué bien! Me da un consejo, pero no me dice como llevarlo a la práctica. Bueno, supongo que la introspección no es lo que se dice una ciencia exacta con manuales, y tampoco tengo mucho donde elegir'.

El problema era que no tenía demasiadas ganas de bucear en su interior. Tal voz no le gustase lo que encontrara...

Shaina se dirigió a un sitio apartado, a lo alto de un pequeño cerro pedregoso donde pudiera avistar a cualquiera que intentase acercarse con antelación.

'Conócete a ti misma... Antes creía que me conocía... parece tan lejano ese tiempo... y apenas han pasado tres años.'

Ocultó la cara entre sus manos... y hasta ese pequeño gesto demostraba lo mucho que había cambiado todo.

Recordaba vagamente a sus padres... guardaba la imagen de una mujer hermosa, pero de débil voluntad, sometida perpetuamente a un hombre alto y austero de cabello oscuro y ceño fruncido... o al menos ella le recordaba siempre con mal genio.
Su madre no había podido tener más hijos después del difícil parto que tuvo al nacer ella, y para colmo, el único descendiente que le había dado a la familia no había sido varón. Una deshonra increíble a ojos de su anticuado padre.

Ella había nacido mujer... desde muy niña, desde que tuvo razón, escuchó esas palabras recriminadoras casi a diario. Su madre no había dado un hijo varón a su esposo.
Luego vino el viaje a Grecia, el terrible accidente en el que su madre falleció y ella misma estuvo muy cerca de la muerte.
Su padre encontró entonces la solución a todos sus problemas. La mujer que no podía darle más hijos estaba muerta y nada le impidió dejar abandonada en aquel hospital a la hija que nunca deseó, con tres años y en tierra extraña.

Las gentes de hospital la trasladaron a un orfanato cuando se recuperó, y allí permaneció hasta que un día conoció a alguien que cambió su vida.

Era una joven de 12 años y una máscara plateada cubría su cara. Llegó al pueblo con un hombre y otros muchachos de más o menos su edad. Se comportaba con absoluta dominio de sí misma, con una seguridad envidiable.
Ella lo ignoraba entonces, pero eran una partida de reclutamiento del Santuario.

Algunos buscabroncas del pueblo se metieron con la chica, afirmando que aquella máscara plateada ocultaba sin duda una cara horrible. La muchacha los contempló unos instantes tras el metal y seguidamente les tumbó a los cinco sin apenas esforzarse. Pareció como si bailara, más que pelear.. Y todos los provocadores eran por lo menos 4 años mayores.

Asombrada, Shaina se había acercado a ella y la había interrogado. Le había preguntado, con el entusiasmo de los niños, cómo pudo conseguir tal prodigio... cómo se podía llegar a tener tal poder... cómo ser fuerte para no depender de nadie. La muchacha sonrió y le habló del Santuario, de Atenea, de los guerreros que la protegían... y también de la parte mala de todo el asunto: el duro entrenamiento, la máscara que llevaría para siempre como renuncia a su condición de mujer, que su vida estaría consagrada a la diosa si llegaba a triunfar...

Esa misma noche abandonó el orfanato con el caballero, la chica y los otros aprendices, rumbo al Santuario. Geist había sido un pilar en su vida, su única familia, su hermana, y ella misma dejaría atrás toda conexión con su anterior vida, renunciando a su nombre de nacimiento para convertirse en Shaina.

Pero algunas cosas no se pueden cambiar, y te marcan para siempre. La habían inculcado desde pequeña que su feminidad no era algo valioso, así que no lamentó perderla tras un pedazo de metal... o eso le pareció entonces.

Había luchado y se había convertido en una magnífica guerrera, muy superior a los hombres de su mismo rango. Dedicó su vida al entrenamiento y obtuvo la armadura de Plata de Ofiuco.

Luego llegó el asunto de la máscara con Seiya, la humillación de ser derrotada por alguien de rango menor que encima logró ver su rostro, el tabú para las amazonas. No sólo eso, Seiya vio a través de su máscara interior de agresividad. Vio a la antigua niña que Shaina creía muerta.
Todo eso sumado a la derrota de su discípulo, tal vez por su propia culpa, cierto, no estaba preparada para enseñar cuando le acogió, pero era demasiado orgullosa para rechazar el honor de ser una de las maestras, todo eso, rompió su esquema del mundo.
Le recordaron una vez más que era una mujer en un mundo de hombres.

Más tarde perdió a Geist y su alma se llenó de amargura. Seiya de nuevo... pero fue ella quien propuso que enfrentaran los Caballeros de los Abismos a los rebeldes... Esa era una cuenta todavía pendiente.

A partir de ahí, perdió el rumbo de su vida. Sólo le dejaban dos alternativas, matar o morir como guerrera en favor de quien había visto su rostro y a quien creía odiar profundamente por todo lo que la había hecho.
Pero en el momento de la verdad no había podido cumplir su misión. Había descubierto en medio de la batalla que no odiaba en realidad al caballero de Pegaso, que no deseaba que muriera a manos de Aioria. ¿Lo amaba? Tenía que ser eso. Qué razón tenía quien dijo aquello que del odio al amor hay un paso.

Todo hubiera sido más sencillo si aquel día hubiera muerto. Mucho más sencillo y romántico: morir sin pena ni remordimiento en brazos del ser amado.

Pero Aioria y Casius, su pobre alumno, tuvieron que salvarle la vida para que su vergüenza y humillación continuaran. Si el Santuario no hubiera estado en plena guerra interna, y escaso de personal, seguro la habrían expulsado de la Orden y quitado su armadura... tal vez incluso la hubieran matado. Al fin y al cabo había salido del recinto sagrado sin permiso por un asunto personal.
Pero todo quedó sepultado, insignificante, ante la magnitud de los acontecimientos que tuvieron lugar aquellos días.
Era necesaria, había podido seguir luchando. ¿Y qué? Cada vez que contemplara la cara de Pegaso recordaría por siempre lo que había pasado.
Shaina ya no estuvo segura de nada a partir de entonces, las emociones le eran algo extraño, algo que había reprimido

Tal vez hubiera sido mas fácil si su amor, o lo que fuera, hubiera sido aceptado y correspondido. O sufrir un desengaño directo y así superarlo.
Pero Seiya jamás le había dicho nada al respecto. Había aceptado su declaración sin rechazarla ni demostrarle un afecto significativo como respuesta. Tal vez estaba demasiado confundido por el cambio de actitud, y ocupado con las batallas y las recuperaciones, como para considerarlo siquiera. Él era muy joven entonces. Demasiado joven.
Tal vez ella también debería haberlo tomado como el fruto de un momento de ofuscación mental.
Pero le era imposible hacer como él y fingir que nada había pasado. Porque algo había pasado, la pregunta era qué.

Ella había sido víctima de un sistema que desprecia a las mujeres en su seno, pero ella misma había intentado negarse como mujer toda su vida... ella, que había maldecido su nacimiento todos esos años, obligada al fin a amar a un hombre a toda costa.
Sólo porque una ley lo decía, sólo porque ese hombre la había visto por primera vez como una mujer, y no como un demonio enfurecido, como los demás. ¿O no?

Una luz se empezó a abrir en su mente... tal vez lo confundió todo.. tal vez todo era producto de una obsesión... tal vez...
Realmente era la primera vez que pensaba detenidamente sobre el tema, y se debía una respuesta sincera a sí misma... Se la debía a ambos. Poco importaba ya, Seiya estaba muerto pero debía hacerlo.
Y esa respuesta la hallaría en Star Hill.

Hyoga se había cruzado con Seika cuando ella volvía de las habitaciones de Atenea. Con una sonrisa, la chica le había indicado que no pasaba nada, a pesar de que tenía la cara empapada por las lágrimas.
Había encontrado a Saori en medio de lo que quedaban de sus habitaciones. Se apoyaba débilmente en la pared pero, al verle entrar, intentó adoptar una actitud altiva, lo que ella consideraba "digno de una diosa".
Desgraciadamente, la falta de alimento adecuado había minado sus fuerzas y la charla con Seika parecía haberlas rematado. Las piernas le fallaron y cayó al suelo sin sentido.

Hyoga se había apresurado a levantarla y se sorprendió al ver lo delgada que se había quedado... demacrada era más bien la palabra. Llevaba una semana allí dentro y de comer algo, se habría alimentado de los árboles frutales del jardín por instinto de auto conservación y poco más.

Shiryu había llegado en ese momento y entre los dos la condujeron a las habitaciones exteriores, no tan regias, pero más próximas al mundo. Y, sobre todo, dónde ella no podría volver a exiliarse otra vez y ponerse en peligro.

Las enfermeras le habían administrado glucosa por vía intravenosa. A Hyoga le divertía y asombraba a un tiempo ver como esta especie de sacerdotisas combinaban sin ningún escrúpulo la ciencia moderna con métodos de curación menos ortodoxos, en el Santuario.
Y como suelen hacer todos los médicos y enfermeras del mundo en cuanto dejas algo a su cuidado, les habían echado de la sala y mandado a descansar a sus cuartos; pero el ruso supuso que Shiryu había descansado tan poco como él.
Había muchas cosas en qué pensar.

Al día siguiente, Saori había recuperado el sentido y había pedido verlos. Entre los almohadones blancos parecía pequeña... mucho más joven.
Les pidió disculpas por su comportamiento y ellos le contestaron que lo olvidara... las cosas típicas que se dicen en esas situaciones incómodas.
Lo cierto es que Hyoga había sentido serios deseos de ahogarla con una de las almohadas por ponerse en serio peligro después de lo que habían pasado por salvarle la vida... todo el dolor de Shun... la muerte de Seiya...
La intensidad de tal deseo le había convencido de que él tampoco estaba muy en sus cabales, y abandonó la habitación con una excusa tonta.

Deambuló por la zona un tiempo, esquivando el Templo de Acuario, por supuesto.
Estaba plenamente convencido de que el destino se estaba burlando de él, y poco a poco iba a ir matando a todos sus seres queridos para dejarle solo y lleno de remordimientos. Tan sólo había vuelto allí para recuperar los fragmentos que quedaban de la armadura de Acuario, destrozada como las de Leo, Virgo, Libra y Sagitario por Tánatos en el Eliseo.
Por si no fuera poco el coste humano, aquello tal vez era una grandísima por sí sola. Desde un punto materialista, aún mayor. Caballeros, habían nacido y muerto muchos, pero del polvo tan sólo volvía la armadura del Fénix por sí misma.
¿Hubiera podido Mu, de estar con vida, repararlas en su estado? Kiki lo había negado, diciendo que el proceso de reparación de armaduras era muy parecido a la curación. De un cuerpo desmembrado nada podía curarse, y eso era un símil del estado de las armaduras.
De todos modos, él carecía de la habilidad necesaria para lograrlo. Otra pérdida. El cargo de Restaurador de Armaduras.
El niño, bueno, muchacho, era demasiado joven, no había completado su entrenamiento.
El Santuario se deshacía en pedazos.

Hyoga hizo recuento.
Cinco armaduras de Oro, perdidas, los doce santos del Zodíaco, muertos; tan sólo quedaban Shaina y Marin de entre los caballeros de Plata, y ésta última no parecía encontrarse tampoco en buen estado mental. Hyoga nunca pensó que se encontrara tan ligada ni a su alumno ni al resto de los desaparecidos en el Hades. Marin era reservada y extraña en las mejores ocasiones. La última vez que había intentado hablar con ella, había farfullado que no entendía "no sé qué de ciclos de reencarnaciones" para alejarse en dirección contraria a toda velocidad. Nunca se había imaginado precisamente a la maestra de Seiya de esa forma.

Estaban los caballeros de Bronce, pero no se podía esperar mucho de ellos con su nivel actual de poder. ¿Compensarían las nuevas armaduras que habían conseguido en el Eliseo todo eso? ¿Serían suficientes?
Hyoga lo dudaba. Ellos mismos no estaban del mejor de los ánimos. Shun había vuelto muy cambiado, y eso, unido a la reciente muerte del caballero de Pegaso, les pesaba a todos. Sería raro no tenerle si las batallas comenzaban de nuevo.
Y además, muy a su pesar, Hyoga temía que Hades no hubiera desaparecido del todo, visto lo visto. ¿Y si se encontraba de nuevo oculto en el interior del Caballero de Andrómeda?

¿Qué les quedaba entonces? ¿Entrenar nuevos aprendices? ¿Serviría de algo el esfuerzo?

Aún así no se sentía esta vez con ánimos de volver a Siberia. Sospechaba que si partía, sería para no volver jamás.
Aunque tal vez romper con todo y todos para siempre fuera lo mejor.
Pero algo le decía que no había acabado, que no se había puesto punto y final a la historia aún.
¿Qué sería de la Orden del Zodíaco?

Continuara...

Bien... Gente...disculpenme... jejejeje me quedo demasiado largo... Pufff... bueno no olviden dejar rewievs.. Bye bye.

Antares-Milo.