CAPÍTULO I: Regreso al Hogar
Cien mil años encerrados. Cien mil vidas torturadas, las almas
encadenadas, los cuerpos destrozados...
Pero las cadenas habían
caído. La prisión ya no les retenía... Los
antiguos Titanes solo podían pensar en una cosa: venganza.
Arrasarían cielo y tierra por la eternidad pasada en el
Tártaro. Los Nuevos Dioses sangrarían fuego.
Era
una promesa.
Cronos deambuló por el derruido palacio de Hades... a él,
de entre todos los Antiguos Dioses, se le había permitido
vivir en el Eliseo, como a un viejo derrotado en una casa de campo.
Un trasto en una exquisita cárcel de oro. Y les había
seguido el juego, vaya si lo había hecho, aguardando su
oportunidad. Tenía tiempo. Él siempre lo tenía.
Y ahora, ésta había llegado al fin. Sintió
ganas de reír como no había sentido nunca.
El
primero entre los Titanes se inclinó y recogió el
objeto del suelo. ¡Qué descuido! Algo tan precioso no
debería estar tirado por ahí... Los dioses jóvenes
no merecían tenerla, si la trataban como a un juguete que uno
puede dejar abandonado en cualquier sitio. Bueno, mejor para él,
y para sus hermanos, de este modo. Su histérica risa resonó
otra vez por entre las ruinas mientras la empuñaba.
Los
Titanes emprendieron la marcha.
El gran eclipse había terminado y el sol volvía a
brillar.
Nunca se había alegrado tanto Shaina de sentir su
calor y su luz. Soportar el sol que caía a plomo sobre la isla
del Santuario en cuanto llegaba la primavera era bastante duro, pero
entrenar bajo él se convertía en una prueba más
a la que los Santos debían enfrentarse. Esta vez, sin embargo,
los rayos del sol eran motivo de alegría, anunciaban algo.
Eran los heraldos de una victoria: Hades había sido
derrotado.
Shaina miró a su alrededor y vio en las caras de
sus compañeros espejos de su regocijo... Nachi ayudaba a una
llorosa Seika a incorporarse mientras Jabu, Kiki y Geki se abrazaban
los unos los otros sin apenas ser conscientes de lo que hacían.
Los ojos velados de Shaina se dirigieron hacia el Santo del Águila.
Ella parecía la única que no era partícipe del
júbilo general.
-¿Marin, qué te sucede? - le
preguntó en un susurro acercándose.
-No lo se... -
respondió ella con su voz queda y suave. - Supongo que debería
estar contenta por la victoria; el mundo parece estar a salvo... pero
tengo un mal presentimiento.
Sus palabras preocuparon a Shaina y
parecieron oscurecer débilmente el día de nuevo. Aunque
habían tratado de hablar en voz baja, los demás las
habían oído. El jolgorio se calmó.
- ¿Por
qué dices eso? ¡Explícate! - demandó
Jabu.
Marin volvió su rostro enmascarado hacia él,
sacudiendo la cabeza con pesar. Realmente no había sido su
intención compartir sus temores con los demás y
aguarles la fiesta, pero lo hecho, hecho estaba.
- ¿Acaso
no sabéis lo que ha pasado siempre? - fue su queda respuesta -
¿No conocéis los Ciclos de las Reencarnaciones? Jamás
desde los tiempos mitológicos sobrevivieron a la batalla de
los Infiernos más que un par de Santos para instruir a la
siguiente generación... los otros... y la diosa... perdieron
la vida en cada ocasión. Ese fue siempre el golpe final de
Hades, condenarles a todos a empezar de nuevo el ciclo completo.
Los
demás la miraron con expresiones que iban de la curiosidad al
temor, pasando por la sorpresa. Al parecer no era de dominio público
de dónde venían los caballeros ni cual era su destino
desde hacía milenios. Todo estaban inmóviles,
contemplándola sin decir nada. Marin lamentó de nuevo
haber abierto la boca.
Para Seika, sin embargo, las palabras
tenían un significado muy claro. - N... no querrás
decir que...
Una violenta explosión de energía la
interrumpió. Una luz cegadora surgió del interior de la
cuarta casa, la de Cáncer, e hizo por unos instantes un
negativo de todo el Santuario.
- ¿Qué demonios fue
eso?' Preguntó Ichy, el Santo de Hidra, después de
frotarse los ojos para liberarse de la momentánea ceguera.
-
Averigüémoslo... - propuso Jabu, pero las dos Santos de
Plata ya corrían hacia las escaleras de los doce templos a
toda velocidad. - Maldición... ¡tras ellas!
Cuando la invasión desde los Infiernos comenzó, Kiki se
había ocultado en la casa de Aries, y había esperado
quieto, tal como Mu le había ordenado. Por una vez en su vida
estaba pasando demasiado miedo como para desobedecer a su maestro. Mu
había estado tan serio... le había hablado como si no
le fuera a ver más, como si aquella charla fuera una
despedida: palabras proféticas.
Le había prohibido
terminantemente siquiera asomar la nariz fuera de sus habitaciones y
lo había intimidado con algo mejor que el más espantoso
de los castigos: le había cargado con una responsabilidad.
Él
era el último representante de su raza, había dicho el
Caballero de Oro, su normalmente amable y suave voz convertida en un
trueno a oídos de su discípulo. El último en
toda la tierra con poder para regenerar las armaduras.
Debía
sobrevivir a toda costa, y los intrusos que invadían el
Santuario, los guerreros del Dios de la Muerte, no perderían
la oportunidad de privar para siempre a Atenea de su sanador de
armaduras.
Kiki se había quedado quieto como un ratón
durante la pelea en el exterior del Templo de Aries. Le llegaban
retazos de conversación, pero apagados y lejanos,
indescifrables. Su poder cósmico tampoco le ayudaba mucho, en
el estad de agitación en el que se encontraba, no era capaz de
identificar y leer las auras. Sólo sentía un gran poder
extendiéndose por todo el Santuario, ahora creciendo acá,
ahora menguando allá... pero nada que le ayudara a saber qué
pasaba exactamente.
Temía por su maestro, acurrucado en un
rincón de su cámara, pero al final no pareció
suceder nada demasiado malo, nada definitivo, en la Primera Casa, y
la lucha pareció desplazarse hacia los templos
superiores.
¡Cómo aborreció su condición
de aprendiz durante aquellas largas horas! Si hubiera sido cualquier
otro muchacho, probablemente ya tendría una armadura, la de
Apéndix en su caso, y hubiera podido luchar por Atenea contra
las tropas del Infierno... pero él era demasiado valioso y
tenía que sobrevivir a toda costa. Tenía que suceder a
su maestro...
Una violenta explosión le devolvió a
la realidad. Dos cosmos grandísimos chocando y explotando.
Todavía podía sentir la resonancia que habían
dejado antes de desaparecer... la onda expansiva parecía
incluso haber destruido uno de los templos por el ruido de
cascotes... ¿qué clase de ser podía generar un
cosmos tan enorme?
...A menos que tres Santos de Oro... ¡No
podía ser! Mu le había dicho que la Exclamación
de Atenea era una técnica prohibida. Claro, que en caso de
necesidad... ¿y que otra cosa podía necesitar de un
poder así más que Hades invadiendo el Santuario?
Otra
conmoción lo sacó de nuevo de sus cavilaciones... pero
ésta tuvo un origen psíquico. Por todo el Santuario se
sintió, como una aguja en el corazón de cada guerrero:
Atenea había abandonado el mundo de los vivos.
Pasó
las siguientes horas hecho un ovillo en un rincón, ni siquiera
consciente del tiempo... La batalla se había trasladado ahora
al plano Infernal, y él ya era libre de salir y deambular otra
vez por el Santuario. Pero no se movió.
El cosmos de su
maestro había desaparecido. Envuelto en un halo de oscuridad.
Y él no pudo siquiera reaccionar.
Por fin la necesidad lo
obligó a levantarse. Llevaba muchas horas sin beber nada y se
encaminó hacia una fuente que brotaba en un rincón del
templo. Esquivó unas cuantas columnas rotas y vio extrañado
que fuera reinaba una penumbra antinatural... ¿un
eclipse?
Llegó hasta la fuente, y tras saciar su sed, salió
a la entrada para observar con curiosidad el fenómeno
astronómico... pero este eclipse era extraño.
Empezaba
a durar demasiado. '¿Qué explicación le hubiera
dado Mu?'
Como si lo hubiera invocado, sintió de repente el
cosmos de su maestro... estallando, desapareciendo en la nada. Mu
había muerto. Kiki rompió a llorar contra el suelo del
Templo de Aries.
Apoyado contra uno de los pilares rotos, ni siquiera los rayos del
sol que asomaba de nuevo un poco más tarde, le hicieron
levantar la cabeza de sus rodillas.
'Mu ha muerto... Mu ha
muerto... Mu ha muerto... Mu ha muerto... Mu ha muerto...'
El estallido en la casa de Cáncer sí lo obligó a
reaccionar. Un cosmos grandísimo había abierto una
puerta dimensional.
Tal vez.....
..... pero la ilusión
se desvaneció casi al instante. La luz no sólo había
dejado algo en la Casa de Cáncer. En el centro del Templo de
Aries brillaba la armadura de Oro de su maestro, vacía.
Shaina casi lo arrolló al pasar junto a él como un
bólido.
'Camino del Cuarto Templo', imaginó Kiki,
pero la verdad no sintió demasiado interés. Otros
tantos pasaron, al igual que el Santo de Ofiuco..... Marin, los
caballeros de Bronce, otra chica pelirroja a quien no conocía.....
pero él sólo podía mirar inmóvil la
solitaria armadura de Aries. (1)
Marin corría por las escaleras de los doce Templos.
Intentaba alcanzar al Caballero de Ofiuco, pero Shaina era demasiado
rápida y poco a poco alargó la distancia que las
separaba.
Atravesó la primera Casa, apenas consciente de lo
que veía. ¿No era ese Kiki? ¿Dónde
demonios se había metido? No lo había visto desde hacía
dos días, cuando intentaban encontrar juntos a la hermana de
Seiya, antes de que la batalla contra Hades empezara.
Dos días...
y parecía haber pasado una eternidad.
La Casa de Tauro se
alzaba ya ante ella. Apenas cruzó el umbral, un destello
dorado en la oscuridad del Templo le llamó la atención...
¿la armadura de Tauro? Sin guerrero como la de Aries en el
Primer Templo.
Tal vez estuvieran corriendo escaleras arriba para
nada... tal vez sólo habían sido las armaduras las que
provocaron esa terrible explosión de energía,
atravesando el portal al reino de la muerte que allí se
encontraba...
'Apaga esa chispa de esperanza, Marin.' pensó
para sí. 'Sólo conseguirás que la desilusión
sea mayor.' Pero... ¿cómo no aferrarse a ella? La
esperanza es lo último que se pierde...
En la Casa de
Géminis la escena se repitió: una armadura de Oro vacía
y solitaria reposaba en la penumbra. Marin sintió cómo
su temor crecía... un tramo de escalones... sólo uno
más.
Shaina se había detenido ante la entrada del
cuarto templo y Marin por fin pudo alcanzarla. Ambas miraron hacia la
penumbra, sin atreverse a cruzar el umbral... 'Tanto correr para
quedarnos aquí paradas como bobas.' pensó cínicamente
el Santo del Águila, y haciendo un esfuerzo de voluntad, se
obligó a adentrarse en la tenebrosa Cuarta Casa.
Shaina
siguió parada mientras ella se perdía en las
sombras.
Los demás llegaron a su altura poco después,
Nachi portando a Seika en brazos, ya que ésta no hubiera
podido seguirles el paso. Nada mas tocar el suelo, la hermana del
caballero de Pegaso siguió decidida al Águila, y, por
fin, todos entraron.
Como imaginó Marin, la armadura de
Cáncer descansaba entre las columnas, pero aquí sí
había algo más. Un resplandor sobrenatural emanaba de
los cuerpos tendidos en el suelo... La cara de Seika era una máscara
de pura alegría. ¡Habían vuelto!
Las extrañas
armaduras que cubrían sus cuerpos eran las causantes del
resplandor... parecían blancas... pero relucían con un
brillo irisado, como el nácar. '¿De dónde habrán
salido?'
Marin reconoció, a pesar del resplandor reinante,
el cuerpo más próximo a ella, por ser indiscutiblemente
femenino. Además era la única figura que no estaba
cubierta con una armadura y no emanaba luz. Atenea. Se arrodilló
y tomó la inconsciente figura entre sus brazos. Tenía
pulso... respiraba...
- Sólo está agotada - anunció
con una sonrisa en los labios, invisible para el resto por la
máscara.
Ellos estaban en peores condiciones. El resplandor
de las armaduras se había ido apagando y se podían
apreciar que no estaban en demasiada buena condición. Tenían
grietas alrededor de toda su estructura.
'Parecen mas resistentes
y poderosas que las armaduras de Oro... y sin embargo, ¡mira el
estado en el que están!'. Marin reprimió un
involuntario escalofrío.
La joven dejó a Saori en
brazos de Shaina. Los caballeros de Bronce levantaron los cinco
cuerpos restantes.
- Deprisa, vamos al sanatorio de los palacios
superiores - ordenó Shaina al Caballero del Unicornio y todos
salieron de la casa de Cáncer en procesión. Seika
caminaba pegada a Nachi, que cargaba con el cuerpo de su
hermano.
Marin les siguió con desgana... y no podía
precisar el motivo. Se daba cuenta que había que apresurarse.
Los seis debían ser atendidos rápidamente si querían
salir de esta. ¿Por qué entonces no estaba subiendo las
escaleras y ayudándoles?
Quinta casa.
'Será mejor
que vuelva a buscar a Kiki, quién sabe que estaría
haciendo allí solo en el Templo de Aries...'
Pero su cuerpo
no respondió ni se movió. En ese momento comprendía
todo su temor, todo su rechazo... En su fuero interno no tuvo nunca
miedo por Atenea y su guardia de honor, de algún modo sabía
que estarían vivos...
Quinta casa.
Su inconsciente la
había estado dando avisos, la había estado previniendo
contra esto. Lo que ella no había querido era llegar
aquí.
Quinta casa.
Recordó con amargura su
propio pensamiento un rato antes... 'Tal vez sólo han sido las
armaduras las que han provocado esa terrible explosión de
energía.'
Quinta casa. Templo de Leo. Un dolor lacerante
atravesó su pecho.
- ¡¡¡NO!!! - Como
lanzada por un resorte, Marin entró por fin en el templo y
contempló el fruto de todos sus miedos: la armadura de Leo,
vacía y silenciosa como las cuatro anteriores... pero
destrozada. Hecha pedazos. Del mismo modo que Marin sentía su
corazón. Ni rastro de presencia alguna en el frío y
antiguo templo de mármol.
Derrotada, cayó al suelo,
mientras un gemido de agonía surgía desde el corazón
de la guerrera.
- Aioria...
Atravesaron las siete Casas restantes, si es que se podía
llamar Casa a lo que quedaba del Templo de Virgo, como una centella,
como les hubiera gustado a los cinco caballeros la primera vez que
las atravesaron para salvar a la señorita. 'Claro, que no es
lo mismo subir escaleras y correr por salas solitarias que
enfrentarse a los temibles Santos de Oro.' pensó Jabu. Ni
siquiera vislumbraron los restos relucientes de la sexta armadura
dorada entre los escombros.
Al llegar a los Templos superiores,
al antiguo hogar del Patriarca, Shaina los había guiado hasta
un pequeño templo rodeado por un frondoso bosque, tranquilo y
apartado. Jabu nunca lo había visto antes, aunque había
oído hablar de este lugar... el templo donde se recuperan o
vienen a morir los héroes del Santuario.
Allí habían
depositado los cuerpos de los cinco caballeros, y de la señorita.
Las sacerdotisas que atendían el sanatorio les despojaron de
las armaduras, que volvieron a ensamblarse por si solas y fueron
depositadas en las urnas sagradas, para que ellas mismas sanaran sus
heridas, y procedieron a examinar sus cuerpos.
Las sanadoras
confirmaron lo que la guerrera pelirroja había dicho: la
señorita sólo estaba exhausta. Un par de días de
reposo absoluto en su habitación y una alimentación
adecuada la recuperarían por completo. El corazón de
Jabu latió con más libertad a partir de ese momento.
Sin embargo los caballeros.....
Shaina se movía por el claro del bosque como un lobo
encerrado.
'Me esta poniendo realmente histérico con tanto
movimiento' pensaba Jabu al observarla, 'pero cualquiera le dice que
se este quieta'.
Nunca admitiría ante nadie que las mujeres
caballero le atemorizaban, que no sabía cómo tratarlas,
pero así era. No podían ser como los demás
Santos, eran mujeres, pero tampoco eran lo que él esperaba de
una mujer.
Las pocas chicas a las que el Caballero de Unicornio
había conocido en su vida fueron las tímidas muchachas
del centro de entrenamiento en Argelia, siempre tapadas de pies a
cabeza, y la señorita. Ni siquiera recordaba a su madre.
Nada
que ver con estas guerreras descaradas y seguras de su posición
como Caballeros de Plata. Jabu se quitó la tiara de la
armadura del Unicornio, exasperado. ¿Y dónde se había
metido la otra?
Las sacerdotisas les habían echado a todos
al exterior del templo, al bosquecillo, casi nada más llegar.
Pese a las protestas de Seika, argumentaron que en el sanatorio no
podían ayudar y que su presencia de momento sería un
estorbo. Y aquí seguían, dispersos por el claro.
Pasaba
el tiempo y el silencio era opresivo.
- ¿Que lugar es éste?
- preguntó por fin Geki.
- Los caballeros heridos de
gravedad siempre han sido traídos a este Templo. - explicó
el Santo de Ofiuco, deteniéndose por un momento. - Se le
conoce como la Fuente de Atenea. Ya es la segunda vez que ellos cinco
reposan en ella.
Una figura se acercó por el sendero que
llevaba al sanatorio, y Shaina interrumpió su discurso de
inmediato para avanzar hacia ella. Era la sacerdotisa de más
edad, la matrona de la enfermería. Se detuvo ante ellos con
expresión grave en el semblante. Y ellos la miraron
expectantes y ansiosos.
- La diosa descansa tranquila. Sólo
necesita reposo, mucho reposo. De los caballeros no traigo muy buenas
noticias, pero podrían ser peores. - anunció con
profesional tono médico - El muchacho de pelo verde tiene
heridas profundas, pero ha salido de situaciones más graves y
se recuperará pronto.
El joven de pelo negro y el rubio se
encuentran en una situación similar. Con un poco de tiempo y
descanso, su cosmos restablecerá por completo sus cuerpos.
Un
suspiro de alivio general se mezcló con el sonido de la
brisa.
- El chico alto moreno de la cicatriz me preocupa más.
- prosiguió la matrona - Sus constantes vitales eran muy
débiles... pero tiene una constitución fuerte y no se
rinde. Gracias a los dioses creemos que también sobrevivirá.
-
¿Y mi hermano? - preguntó ansiosa Seika.
- Seguro
que ya se ha despertado y esta clamando por algo de comida -
respondió Jabu con una sonrisa burlona. La sacerdotisa se
acercó a Seika y dejó caer su mano sobre el hombro de
la joven.
- Lo siento - dijo con voz triste - Tu hermano tenía
el corazón partido en dos. No hay forma de sobrevivir a
eso.
Jabu sintió como se le congelaba la sonrisa en la
cara. 'Seiya... ¿muerto?'.
Muestras de asombro y pesar
llenaron el claro. Seika miraba con ojos vacíos hacia el
infinito, acunada en los brazos de la sacerdotisa. Qué
lástima, encontrarlo después de tanto tiempo para...
-
¡¡¡¡ESO NO ES POSIBLE!!!! - gritó
Shaina fuera de sí.
Sobresaltado, Jabu la vio alejarse a
toda velocidad hacia el templo sanatorio, como en un ensueño.
Nadie intentó detenerla, estaban como paralizados. Y es que
tenía razón; no era posible; todo parecía
curiosamente irreal. El silencioso dolor de Seika... el canto de los
pájaros entre el follaje... la expresión atónita
de sus compañeros... los rayos de sol filtrándose entre
las ramas... el grito desgarrador de Shaina desde el interior del
templo... la suave brisa primaveral... las gotas saladas que
resbalaban por sus propias mejillas...
'¿Seiya ha muerto?'
La diosa Afrodita contemplaba sus perfectos rasgos en el espejo.
Había fiesta esa noche en los templos del Oeste del plano
celestial y la diosa del amor estaba decidida a ser el centro de
atención. No es que su cabello azabache hubiera perdido brillo
con los siglos o que su piel no fuera tan perfecta y aterciopelada
como el día que surgió de la espuma marina... Afrodita
se sabía la criatura más bella en su mundo.
'Pero
tampoco hay que descuidarse', pensó la sonriente diosa para sí
mientras recogía sus rizos negros.
De repente, un temblor
tiró su tocador al suelo, arruinando el peinado y derramando
los aceites y perfumes por el frío mármol del piso.
'¿Qué ha podido sacudir el Olimpo de ese modo?'
Sus doncellas acudieron presurosas y alborotadas como gallinas.
Afrodita las miró burlonamente, pero no era por su aplomo y su
inteligencia por lo que las elegía para atenderla, y salió
de sus habitaciones en busca de una respuesta a su pregunta.
Encontró a Hermes junto a la tranquila Hestia, bajo un
grupo de abedules. Ambos contemplaban atentamente la llama que surgía
de las manos de la diosa.
- ¿Qué es tan
interesante? - preguntó Afrodita mientras se acercaba a ellos.
- Míralo tu misma - fue la respuesta de la diosa del
Hogar, que aumentó la intensidad de la llama en su honor.
Afrodita sonrió complacida. En el crepitar del fuego se
vislumbraba la imagen de un lúgubre templo derrumbándose.
Las columnas caían y los muros se volcaban sobre el suelo. Una
extraña "nada" iba apoderándose poco a poco
del espacio. La visión se apagó.
- Y eso es todo lo
que puedo mostraros, algo interfiere con mi poder y no puedo ver
mucho más. - Hestia disolvió el crepitante fuego con
los modos suaves que eran naturales en ella. Aunque Afrodita hubiera
usado más bien la palabra 'tediosos'. - Si me disculpáis
ahora, iré al Gran Templo, tal vez me necesiten allí -
Y se alejó por el sendero de losas marmóreas hasta
perderse entre la mágica bruma irisada.
- ¿Eso es
todo? Un viejo templo derrumbándose... - Se burló la
diosa del Amor con cara de aburrimiento. - No he visto nada que
mereciera tanta atención.
Hermes sonrió con una de
sus medias sonrisas. Siempre parecía tenerlas prontas, como si
le hiciera gracia algo que los demás no alcanzaran a ver.
-
¿Acaso no has sentido el temblor? - Dijo. La diosa asintió,
interesada de nuevo. Aquí estaba la respuesta por la que había
salido de su refugio. - No sólo ha temblado el Olimpo. Es como
si todo el universo se hubiera tambaleado, y luego el Hades empezó
a desaparecer.
- Desapar... ¡Qué tontería! -
Respondió la diosa con una carcajada - No pretenderás
que crea que esa visión de destrucción venía del
Hades. ¡Eso sería imposible! ¡Sigue inventándote
historias, dios de los Ladrones, y algún día ni tu
mismo te las creerás! Para que el Reino de los Muertos
desapareciera, el mismísimo Hades tendría que...
Hermes la miró significativamente y su sonrisa se
ensanchó.
- No puedo creerme que estés diciendo
alguien ha destruido a Hades... ¡es un dios, Hermes!
-
Alguien no, Afrodita: Atenea, para ser exactos. - Contestó él,
divertido por haber conseguido alterar a la autosuficiente diosa de
la Belleza y pintar en su rostro una expresión de incredulidad
y espanto. Aún así estaba encantadora.
-¿Oh,
todavía siguen con aquellas estúpidas batallas? Se han
pasado el tiempo peleando desde hará...
- Muchos miles de
años - Acabó la frase el dios. - Pero parece que ya han
acabado...... con la muerte de Hades y la victoria absoluta y
definitiva de Atenea.
- Ah, como siempre... Me alegro por ella...
claro que volverá insoportable. No es que no la echara de
menos por aquí, pero ya sabes, ella tampoco se relaciona
mucho. Aunque por mí mejor. Es demasiado seria como para que
alguien vaya buscando su compañía. - Sus hermosos
rasgos mostraban a la vez desdén y desinterés. -
Tampoco se notaba mucho la falta de Hades... y no es que no sienta su
desaparición, pero ese sí era un aburrimiento de dios,
todo el día en su Infierno. A todo esto, creí que la
contienda de Atenea era con Ares... A él sí le he
añorado. - Terminó con coquetería.
- Y
supongo que ya habrás recuperado el tiempo perdido. - Rió
el dios ante la despreocupada franqueza de Afrodita. Está
compuso un semblante de fría dignidad.
- ¿Tengo
aspecto de estar desesperada, Hermes?
- En absoluto, estás
tan radiante como siempre... - Respondió éste,
rápidamente. - Pero lo nuevo tiene siempre un atractivo
irresistible, ¿me equivoco? O lo desaparecido por mucho
tiempo, en este caso... casi tanto como lo prohibido.- La sonrisa de
Hermes se tornó claramente maliciosa. - Por cierto, ¿dónde
está Hefesto? Hace mucho que no lo veo.
- En su fragua, y
al diablo con él. - Afrodita captó inmediatamente la
insinuación del dios. No era ninguna novedad que su matrimonio
con Hefesto era tan sólo de nombre. Él no perdonaba su
traición con Ares, esa era la única que su marido había
descubierto, y a ella la importaba un comino. Lo que contaba era que
desde entonces no la molestaba en absoluto, la había dejado en
paz, haciendo su santa voluntad, y se había retirado a su
refugio, rodeado de sus herramientas y sus metales. Era exactamente
lo que ella había previsto cuando aceptó comprometerse
con el dios de la Fragua. Cualquiera de los otros dioses, aunque
mucho más agradables de ver, la hubieran amargado la vida. -
Allí esta mejor que en ningún otro lugar, tanto desde
su punto de vista como del mío.
- Sí, el matrimonio
perfecto, el de los que no se ven nunca. - Hermes se puso serio de
repente. - Afrodita... me parece que no comprendes la situación.
- Oh, yo creo que sí lo hago. Supongo que todo esto tendrá
una gran relevancia y que todos os preocupareis muchísimo por
ello. - Comentó con un bostezo - ¿Así que para
qué preocuparme yo? Si te digo la verdad, no me importa
demasiado. Me voy. Seguro habrá asamblea general y me enteraré
de todo allí.
Le dirigió una seductora sonrisa
antes de perderse entre los jardines, de vuelta a su templo.
'Debería enfadarme con ella por ignorarme de ese modo,' pensó
Hermes mientras la veía alejarse con su paso sensual, - 'pero
es demasiado hermosa... y esa despreocupación por todo y por
todos aumenta su atractivo.'
Hermes no creía en el antiguo
prejuicio de considerar estúpida a una mujer por ser bella. Y
desde luego, el que menospreciara de esa forma a la diosa del Amor
era muy valiente... o un completo idiota. Sacudió la cabeza
con su eterna sonrisa burlona en los labios.
La verdad es que
debería preocuparle, a ella y a todos. Si se podía
matar a un inmortal, se podía matar a dos. O a todos. Asamblea
general.
- Sí, seguramente papaíto Zeus nos
convocará para una de sus largas e interminables charlas...
-
Creo que el Todopoderoso adora el sonido de su propia voz.- Contestó
alguien desde lo alto de uno de los abedules.
Los ojos de Hermes
se dilataron por el susto que se llevó, y poco le faltó
para saltar como cualquier ratero pillado in fraganti. No había
pretendido ponerle voz a sus pensamientos, ni mucho menos oír
una respuesta. Estos descuidos no eran propios de él.
Realmente estaba alterado por la noticia, y eso también era
imperdonable.
- Por cierto, - Prosiguió la voz - Tú
sigue llamándole "papaíto" y ni tu ingenio te
salvará de pasar una temporadita en el Tártaro por
insolente. Pregúntale a Apolo si la estancia es agradable,
pregúntale.
- Imposible, Dionisio. - Contestó
Hermes, que ya había reconocido a su interlocutor. - Tendría
que atraparme primero. Además, el Tártaro ya no existe,
gracias a nuestra hermana Atenea.
Dionisio saltó del
árbol. - Dale las gracias cuando la veas, porque entonces le
debes una.
Sorprendentemente, estaba sobrio, y Hermes se alegró.
Dionisio era una mente muy brillante y despierta, bromista y
aventurera. Muy parecido a la suya propia... cuando no estaba
empapada en vino, claro, y eso sucedía rara vez.
- Así
que al fin terminaron las "interminables" reencarnaciones
en cuerpos mortales... Volveremos a ser una gran y unida familia,
después de tanto tiempo. Habrá que celebrarlo. -
Comentó alegre el dios del vino, frotándose las manos.
Tenía el cabello tan rojo como el líquido que era su
patrimonio. Y los ojos oscuros, y normalmente, desenfocados. Ahora
poseían una mirada penetrante.
- Un poco menos grande y
tan unida como siempre. - Contestó Hermes. - Y no creo que la
cosa esté para fiestas. Hades ya no está, y Poseidón
no ha vuelto. No se cómo consiguió escapar
momentáneamente del Ánfora de Atenea, pero lo logró,
y consintió en ayudarla durante la batalla contra Hades. Él
también debía estar harto de los ciclos de las
reencarnaciones... - O seguía sus propios y oscuros motivos
internos, pero eso Hermes no lo dijo.
- Pareces muy bien
informado de todo lo que pasa en el Juego de la Tierra.
-
Recopilar información es mi trabajo, Dionisio. Y propagarla
también.
- Y negarás que te encanta, en realidad
eres un cotilla. Y un ladrón.
- Espía suena mejor. Y
¿ladrón? - Repuso el dios con voz dolida. - ¡Qué
infamia! ¿Acaso he sido pillado alguna vez robando algo?
-
Sí, sí, sí... ya nos sabemos la cantinela,
Hermes. Tú no robas, sólo tomas prestado temporalmente,
o te encuentras las cosas que otros olvidaron y las recoges, o...
-
Exacto. - Sonrió el joven sacudiendo el rizado cabello negro.
- Todos los ladrones dicen lo mismo. ¿Compartirás
con tu hermano menor esa información que tan cuidadosamente
recopilas?
- No sé mucho más de lo que ya te he
contado. - Mintió Hermes. Eso se le daba también muy
bien. Casi tanto como sonsacar. - Dionisio, ¿recuerdas tú
por qué empezaron los ciclos?
- La verdad es que no.
Atenea lleva defendiendo la Tierra de Poseidón y Ares desde
tiempos mitológicos, pero no me acuerdo de la razón. Ni
siquiera recuerdo en que momento se metió Hades en el lío.
- Hermes se dijo que tanto vino no era bueno ni para el hígado
ni para la memoria. Como si le hubiera leído el pensamiento,
Dionisio agregó. - ¡Um! Hablar de ánforas me está
dando sed... Nos vemos en la asamblea. Y si me consigues un buen
caldo del que se hace en la Tierra la próxima vez que bajes,
tal vez no le comente al Todopoderoso lo de Papaíto.
Abandonado por segunda vez, Hermes se dirigió a su propia
residencia. No le preocupaba en absoluto la amenaza de su hermano.
Tan pronto empezara a beber, lo olvidaría todo.
Pero la
aparente despreocupación de los moradores del Olimpo por lo
sucedido resultaba irritante. No era extraño que los hombres
de la era tecnológica les hubieran olvidado y relegado a
simples historias para niños. Los dioses del Olimpo tampoco se
tomaban en serio a sí mismos. O tal vez se tomaban demasiado
en serio.
Caminando por las losas blancas, la mente de Hermes siguió
cavilando. Atenea había sido la niña buena de siempre y
había luchado durante incontables generaciones humanas, tal
como el Todopoderoso la ordenó... pero todo había
acabado.
Zeus, en su autocomplacencia, rara vez se había
dignado a mirar qué pasaba en el mundo de los hombres y no
estaba enterado de los progresos técnicos que habían
logrado. Hermes sí les había observado.
Los hombres
actuales no necesitaban de los dioses, no de los antiguos y griegos,
al menos, ya se habían creado otros a su medida. Únicos
e invisibles, o tangibles, en billetes de diez y veinte.
Y Zeus
tenia pensado regresar a la Tierra como Señor y Amo. No lo
tolerarían. Llevaban demasiado bajo la protección de la
diosa de las Artes y las Ciencias. Aún sin que lo supieran,
esta les había introducido en lo más profundo de su
mente su modo de pensar y ver el mundo. No, no querían ni
necesitaban dioses. Opondrían resistencia y serían
exterminados... ¿o volvería Atenea a luchar por ellos?
'No lo creo,' pensó Hermes. 'Una cosa es luchar por lo que ella cree justo contra el estúpido de Ares, o Poseidón y su arrogancia... y otra plantarle cara a Zeus.' Y una cosa era enfrentare por turno a un dios, y otra muy distinta plantarle cara a todo el panteón. Atenea era compasiva y se ponía del lado del más débil si podía, pero no era estúpida. Eso nunca.
La incógnita del asunto era Hades. ¿Qué lo había forzado a meterse en la contienda? Probablemente ya nunca lo sabrían.
Atenea siempre había sido la hija predilecta de Zeus. Él
siempre la había permitido hacer su voluntad, sin inmiscuirse
en sus asuntos, sin vendarla en matrimonio como había hecho
con tantas otras diosas, poniéndose de su parte cuando
podía...
La diosa, por su parte, siempre había
luchado por Zeus. Combatiendo en los tiempos mitológicos las
guerras que él debía haber combatido. Protegiendo y
guiando a sus elegidos e innumerables bastardos humanos. 'O héroes,
como les llamaron los humanos', pensó irónicamente el
dios.
Jamás se le había opuesto.
¡Qué
ironía! Si la diosa de la Sabiduría supiera...
De eso se valió Zeus, de la incondicional lealtad que su
primogénita le profesaba, para enredarla milenios ha en una
guerra sin fin.
O eso esperó él que fuera. Ahora lo
impensable había sucedido.
Zeus dispuso que los ciclos se
sucederían mientras los inmortales combatientes vivieran,
mientras la Tierra perdurase. Y nunca pensó que uno de ellos
pudiera morir... 'Al fin y al cabo, todo se reduce a asuntos de
familia.'
Pero ahora el cuerpo inmortal de Hades había
sido destruido y su mundo infernal se estaba desvaneciendo con él.
Hermes frunció el ceño. Si Zeus llegara a saber que
conocía el fondo de todo aquel asunto, hijo suyo o no,
probablemente le mataría.
El amor a la intriga era algo
implícito en la personalidad del joven dios, a veces hasta el
punto de arriesgar su propia seguridad. Lentamente una sonrisa asomó
a sus labios. Las cosas se empezaban a poner interesantes.
'Asamblea
general'
La costa mediterránea era hermosa. Casi era la única
belleza que ofrecía el árido Santuario Bajo, la zona de
entrenamiento. Más arriba había bosques y campos de
labor, necesarios para dar sustento a los habitantes del recinto
sagrado, pero por allí no crecía casi nada.
El sol
había brillado ininterrumpidamente cada uno de los treinta
días que habían pasado desde el eclipse, como si
quisiera desafiar a cualquier otro astro o fenómeno
atmosférico a volver a situarse entre la Tierra y él.
'Estaría bien' pensó Shun, sentado cerca de un acantilado 'que después de las inundaciones y el eclipse tuviéramos "La Gran Sequía". Sería la guinda del pastel.'
Había despertado a los cinco días de su vuelta al Santuario. Todos se asombraron por lo rápido de su recuperación. A él no le había sorprendido apenas.
'¿Y qué esperaban? Al fin y al cabo, soy la reencarnación de un dios...'
De un maldito y asqueroso dios que había intentado destruir la tierra. Que poseyó su cuerpo sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Que había matado a uno de sus amigos... 'Si Atenea no hubiese intervenido, tal vez Seiya habría muerto por mi propia mano... y los demás le hubieran seguido'
Su repentino cambió de humor también les pilló
desprevenidos. Al cuerno con todos ellos. No podían entender
qué le pasaba por la mente. Y no les culpaba... pero ellos no
habían estado allí, no habían sentido cómo
su propia alma se llenaba de furia y de odio por esos seres que
vivían bajo los cálidos rayos del astro rey. Hades les
odiaba, a todos y cada uno de ellos, y él, Shun, que tan puro
se había sentido, tan seguro de sus ideales, de sus
convicciones, de la bondad innata en todo corazón, les había
odiado también.
Podía oír los argumentos de
los demás, 'Estabas bajo el control de un dios' dirían,
'No eras tú, no tenías elección'.
Pero él sabía que había disfrutado con ese odio,
con ese sentimiento. Un parte de su ser, la que nunca creyó
poseer, la parte oscura, se había regocijado al verse
liberada. Liberada de miedos, de angustias, de preocupaciones.
Liberada de la culpa. Entregada al regocijo que da el conocimiento y
el uso del propio poder. Se había sentido capaz de destruir el
mundo con éste, y casi lo había hecho. ¿Quién
le aseguraba que no pudiera dominarle ese sentimiento de nuevo, si
tan sólo encendía su cosmos?
Tal vez Hades hubiera
sido derrotado... pero el poder seguía allí. Y tal vez
no sólo eso, porque... ¿dónde se refugia el
espíritu de un dios que ha perdido su propio cuerpo? Hades ya
se había pasado una vida encerrado en él, como polizón
inadvertido.
Por eso se había recluido en sí mismo, rehuyendo la
compañía de Hyoga o Shiryu. Incluso la de su hermano.
Porque verles era como tener presente constantemente lo que pudo
llegar a pasar, lo que quizá todavía podía
llegar a pasar.
Y estar junto a ellos era además notar más
la ausencia del que faltaba.
No había habido
funeral.
Cuando Saori despertó y recuperó las
fuerzas lo suficiente como para ser consciente de lo que la rodeaba,
fue imposible seguir ocultándole la verdad.
Había
preguntado insistentemente por él, y los silencios que siempre
obtuvo como respuesta fueron al final tan reveladores como lo hubiera
sido una contestación directa. Seiya había muerto.
Saori se negó rotundamente a aceptar esa muerte y ordenó
que trasladasen el cuerpo sin vida a Star Hill, para que permaneciese
incorrupto, como lo hizo el del Gran Patriarca. Estaba convencida de
que regresaría, un día u otro. Aún lo estaba...
tal vez...
'Niña tonta... no volverá. Y en el fondo lo sabes.
Por
eso te has encerrado a cal y canto en tus habitaciones.'
La Espada Negra del Hades era capaz de cortar el alma de un ser
humano... y nadie podía sobrevivir con el corazón
partido en dos.
Parecía como si todo lo que había
en ella de diosa se hubiese disuelto en la personalidad de la humana
al acabar la batalla.
'Atenea debe estar agotada para no manifestarse y acabar con esta sinrazón. El cuerpo de Seiya merece reposo y un funeral... pero en el Santuario la palabra de Saori es ahora ley, por poco que quede en ella de Atenea.'
- Shun - la voz de June interrumpió el hilo de sus pensamientos.
'Lo que faltaba... ¡Qué fastidio!'
- Shun, ¿qué te pasa? No dejas que nadie se te acerque, no hablas con nadie, ni siquiera con tu hermano. Desde que ha despertado no ha dejado de preguntar por ti. Le estas haciendo daño con tu comportamiento. Se lo estás haciendo a todos. - June hablaba rápida y entrecortadamente, como si temiera que no la dejara acabar lo que quería decir. - Comprendo que estés afectado por la muerte de Seiya, pero alejarte de todo y de todos no te va a ayudar en absolut.....
Bonito discurso preparado. Seguramente se habían pasado la noche eligiendo las palabras cuidadosamente.
- No tiene nada que ver con Seiya - le interrumpió el joven - ¿Qué te hace pensar que no me alegro de su muerte? Así el día menos pensado podré conquistar el mundo sin que él se ponga por medio.
Aléjate June, aléjate de mí. No soy de fiar. Ya nunca más.
- Shun, tú no quieres conquistar el mundo. Tú no eres Hades. Él tomó tu cuerpo contra tu voluntad y le expulsaste.
Vaya, así que June lo sabía... Bueno, sabía lo que sus "preocupados" amigos le habían contado acerca del asunto. Mejor abrirles a todos los ojos cuanto antes. Shaka sí estuvo allí, pero Shaka estaba muerto.
- Te equivocas. Atenea le expulsó. Yo no opuse apenas resistencia. - La encaró volviéndose. - Te contaré un secreto. Entonces no me di cuenta, pero ahora soy muy consciente de ello: me sentí poderoso, y que te conste que me agradó la sensación. Por primera vez en mi vida sentí deseos de utilizar mi poder. Todo mi poder.
- Era por culpa de Hades, tú...
- Allí cayó la barrera - prosiguió el joven, ignorando su interrupción - que tantos años me costó construir. Ahora no tengo los prejuicios que tenía cuando entré en el Infierno. ¿Quién sabe si no volveré todo este poder acumulado contra vosotros mañana?
- Yo lo sé. - La voz de June sonaba desesperada. - Shun, tú no eres así. Tú no utilizarías indiscriminadamente tu poder y mucho menos para dañar voluntariamente a nadie. Tan sólo estás confuso...
Una explosión ante sus pies obligó a la joven de
cabellos dorados a retroceder.
Levantó rocas y polvo,
cegándola, y esquirlas que arañaron su blanca piel.
Shun podía ver su atónita mirada dirigida hacia él,
el caballero que tan bien creía conocer.
- Vete June. Déjame solo. - murmuró Shun dándole la espalda. A los pocos minutos oyó unas suaves pisadas alejándose.
Hyoga avanzaba por el lujoso pasillo que conducía a lo más profundo del Santuario. Cuando el caballero de Géminis suplantó al Gran Patriarca, les dijo a todos que Atenea se encontraba recluida en las habitaciones del Ala Oeste, y que se negaba a ver a nadie que no fuera él mismo. Hacia ese mismo Ala Oeste se encaminaba ahora el caballero del Cisne.
'Extraño que todos aceptaran tan fácilmente semejante explicación,' pensó Hyoga, '¿Qué clase de vida solitaria ha llevado todos estos siglos Atenea en el Santuario para que todo el mundo tomara como algo normal que "sólo quisiese ver al Patriarca"?'
Ya veía la puerta tallada tras la que Saori se había
encerrado a cal y canto. Un par de peones del Santuario la guardaban
día y noche y siempre les acompañaba uno de los
caballeros de confianza. O mejor decir uno de los caballeros a secas.
Porque sólo quedaban ellos en el vacío
Santuario.
Shiryu se encontraba esa vez allí, y, cosa rara,
también Shaina sin su máscara. Hyoga no recordaba
habérsela visto desde que volvieron del Hades.
'Supongo que ya habrá tenido bastante de toda esa absurda ley.'
Hyoga había conocido la ley de las amazonas, que las obligaba a cubrirse el rostro, pro las enseñanzas de su maestro. Sin embargo en Siberia no había habido ninguna aprendiza, así que no lo había vivido tan de cerca, y lo encontraba realmente estúpido. Él había combatido con Shaina una vez, y sabía lo fuerte que era. El verle la cara no habría disminuido ni un ápice la fuerza con la que intentó derrotarla, porque fue consciente en todo instante de que luchaba por su vida.
Y era raro encontrarla esa mañana allí porque no se la había visto demasiado últimamente. Se había mantenido alejada de todos, y aunque June le había dicho que estaba entrenando, el no lo creía.
Hyoga no era tan iluso como para pensar que las batallas habían
acabado, y que todo sería paz y tranquilidad de ese momento en
adelante. Hubo un tiempo en que deseó una vida tranquila,
pacífica, y seguía deseándola, pero ya no la
esperaba. Era un guerrero y estaba en el mundo para luchar. Su
educación cristiana le había enseñado que el
mundo es un valle de lágrimas, y la vida se lo había
demostrado. Despertar y confirmar lo que ya supuso en el Hades, que
Seiya había muerto, era tan sólo otro golpe más
de la vida.
Su cruz en particular parecía consistir en
sobrevivir a seres queridos que morían para que él
conservase o aprendiese algo; la vida, el séptimo sentido,
algo mas de tiempo, o lo que fuera.
- ¿Habéis conseguido que os abra? - preguntó
Hyoga al caballero de Dragón.
Éste negó con
la cabeza.
- Sigue encerrada. Ha rodeado la puerta con su cosmos de tal modo que reacciona con el nuestro, rechazándonos. - Explicó Shiryu.
- Cuando quiere, sabe utilizar toda esa energía dorada para
algo - Hyoga se felicitó por no haberse sobresaltado al oír
surgir la voz a su espalda.
¡Ikki y su maldita manía
de aparecer como un fantasma de la nada o hablar desde los rincones!
La hermana de Seiya lo acompañaba, serena y tranquila.
Era la que mejor parecía haber aceptado su muerte. Ni
siquiera había derramado lágrimas. Tal vez, como no
había vivido con él todos estos años, no notaba
tanto su falta como el resto. Tal vez sólo era la calma que
precede a la tempestad.
- Ya que la puerta reacciona con el cosmos - prosiguió el Fénix, señalando a Seika. - ¿Qué tal si dejamos que una persona normal le pegue una patada?
Insultantemente sencillo. Hyoga se sintió un tanto estúpido por no haberlo pensado y, lo que era peor, que se le hubiera ocurrido precisamente a Ikki. En sus acerados ojos azules se podía leer la burla implícita.
- ¡Cómo no se nos ocurrió antes! Gracias por venir, Seika - dijo Shiryu, acercándose a la joven. Al ser la única que no había pasado gran parte de su vida en el Santuario, ni había recibido un entrenamiento especial, era también la única presente en todo el Santuario que no desprendía cosmo alguno. Hasta el más torpe soldado emanaba un mínimo aura. - Ten muchísimo cuidado, por favor. No sabemos qué podría llegar a hacer en su estado. - Shiryu parecía estar sufriendo realmente por no poder cruzar el umbral. Probablemente lo veía como una falta a su deber. Y también se había auto adjudicado el papel de defensor a ultranza de Seika, tal vez como homenaje a su amigo.
Seika asintió distraídamente y se preparó; tras
una breve carrera abrió realmente la puerta de una patada.
Directa y literal, como su hermano.
Ninguna barrera la detuvo,
como había predicho el Fénix, aún cuando ellos
seguían sin poder acercarse.
Una luz de determinación
brillaba en sus pálidos ojos verdes, y Hyoga, que ya había
visto esa luz antes en la mirada de Seiya, pensó que la que
debía tener muchísimo cuidado era Saori.
Astillas de madera cubrieron el suelo de mármol mientras la joven se alejaba por el reluciente pasillo.
El amplio corredor condujo a Seika una especie de jardín
interior. Cristalinas fuentes cantaban entre una frondosa vegetación.
El pasillo por el que andaba se bifurcaba, encerrando el jardín
en su centro y creando un claustro, y las paredes de ambos lados se
abrían en hileras de majestuosas columnatas a salones
decorados con lujo, pero sin ostentación, a terrazas sobre el
mar Egeo.
Los aposentos de Atenea, situados en el corazón
del Santuario, en promontorio sobre el mar. Sobre ellos se encontraba
la estatua gigante de la diosa.
Seika tenía una expresión preocupada mientras avanzaba. ¿Qué iba a hacer con la joven cuando la encontrara? Sabía un poco de ella, como de todos. En su afán por conocer detalles de la vida que su hermano había llevado todos estos años, había interrogado a los caballeros que la protegieron durante la batalla.
Así poco a poco se había ido componiendo, con retazos
de información, una idea de cómo eran, y habían
sido, los ahora habitantes del Santuario. Por lo que la contaron de
Saori, la reencarnación de Atenea, había sido una
típica niñata mimada en sus primeros años, lo
que no la sorprendió en absoluto, habiendo sido criada por el
hombre que destrozó familias y vidas a placer, y parecía
tener de vez en cuando retazos de aquella primera personalidad
caprichosa y egoísta. Como ahora.
Tal vez esa era la
cuestión. Su padre adoptivo la había enseñado,
como era natural en un pueblo tan cercano a un centro de culto a un
dios, lo que para él y los demás habitantes
significaban Atenea y sus Santos. Sin embargo, nunca había
pensado que les llegaría a conocer tan de cerca.
Eran
gente muy peculiar, todos y cada uno, que pese a su juventud habían
visto mucho, y guardaban un gran peso en sus almas.
Averiguó unas cuantas cosas más cuando los caballeros recién llegados del Infierno empezaron a despertar. Hyoga y Shiryu se habían mostrado menos comunicativos que Nachi o Ban o Geki, pero su información era más valiosa. Ellos dos y los hermanos, a quienes recordaba vagamente del orfanato, parecían haber sido las personas más cercanas a Seiya. Pero Ikki y Shun habían cambiado mucho desde entonces. Al más joven ni siquiera lo había visto y con el mayor se había reencontrado por vez primera esa misma mañana de forma muy original.
La puerta de su habitación se había abierto de repente y de golpe, y se había visto llevada casi en volandas, a través de los corredores y pasillos, por un Ikki de cara tormentosa que le explicó la situación y lo que quería de ella con pocas y precisas palabras.
Geki y Ban, la habían hablado de lo que era Ikki ahora, del
temible Caballero del Fénix, o más bien la habían
prevenido contra él. Seika recordaba un niño huraño
y receloso de los desconocidos, pero en absoluto tan sombrío y
complicado como era el hombre en que se había convertido.
Unos metros antes de ponerse a la vista de los otros tres Santos
que hacían guardia ante la barrera, Ikki había reducido
el paso, compuesto un semblante inexpresivo y le había dicho,
ó más bien ordenado, que guardara silencio.
Gente
muy peculiar, sí señor.
Se sentía extraña junto a todos ellos. Tal vez debiera regresar al pueblo y a su antigua vida una vez acabara con lo que la habían encomendado.
Tomó uno de los dos caminos gemelos que bordeaban el jardín, y llegó a una puerta tallada, justo en el lado opuesto de aquella por la que había entrado, ocultada ahora por al vegetación. En la madera se podía ver grabado un majestuoso búho entre las ramas de un olivo. Era un trabajo realmente exquisito de marquetería, pero Seika apenas lo miró antes de abrir la puerta de otro empujón.
La habitación interior era también grande y un ventanal
aumentaba la sensación de amplitud. Sin embargo parecía
que lo hubiese arrasado un huracán.
Las plumas de los
almohadones se entremezclaban en el suelo con los fragmentos de
valiosos jarrones. Telas desgarradas era cuanto quedaba de lo que una
vez fueron finas sábanas, y la pared tenía algunos
sospechosos agujeros. El autor de los desperfectos no se hallaba
presente y Seika se dirigió hacia la ventana. Tras los jirones
de seda que apenas podían llamarse cortinas se vislumbraba una
figura.
Estaba terriblemente delgada, recostada sobre la baranda del mirador y contemplaba el océano con expresión de infinita tristeza.
- ¿Eres tú Atenea? - la voz de Seika la sobresaltó.
- ¿¡C... cómo os atrevéis a molestarme!? - preguntó con voz cascada por la falta de uso. - ¡¡Dije expresamente que no quería ver a nadie!!
El contraste entre la luminosidad exterior y la penumbra de la sala impedían que Saori viera con claridad a la intrusa.
- ¿Eres tú Atenea? - preguntó otra vez Seika.
- ¡¡Por supuesto que soy la diosa Atenea!! ¿Quién
demonios eres tú? ¿Cómo has entrado aquí?-
enojada, la joven se apartó de la baranda mientras Seika salía
a la luz con paso decidido. Saori se detuvo en seco...
Esa
cara...
- ¡Seiy...! - la bofetada dolió. Dolió por el golpe, pero la dolió más en el orgullo, por el hecho de ser la primera que Saori recibía en toda su vida. La sorpresa y la furia la hicieron caer de rodillas.
- No, creo que tú no eres la diosa Atenea. Sólo eres una chiquilla que cree serlo. En Rodorio mi padre me enseñó que Atenea era una diosa buena y justa, a respetarla y venerarla, pero tú estás mancillando su nombre. ¿Qué crees que estás haciendo? - la voz de Seika sonaba dura como el acero.
- ¿C... cómo...?
- Encerrada aquí, desatendiendo tus responsabilidades, despreocupándote de todo... ¿Cómo se puede ser tan egoísta?
Con una mano en la mejilla lastimada, Saori levantó la mirada
para encontrarse con unos ojos tan acerados como la voz.
La
estructura de la cara era la misma, aunque más suave.
Femenina. Los ojos que deberían haber sido marrones eran
verdes y el pelo era rojizo y llegaba a los hombros.
- Egoísta... ¡¡Qué sabrás tú!! ¡¡Tú no sabes nada... - los sollozos entrecortaban las palabras - No sabes por lo que estoy pasando...
Seika la agarró del brazo - No, no se por lo que estas pasando TÚ, pero sí se por lo que estoy pasando YO y tengo una idea aproximaba de lo que están pasando los caballeros. - Sin la más mínima delicadeza tiró del brazo hasta levantarla. - ¿Crees que ellos no están tristes, que no sienten su muerte? Y en lugar de compartir su dolor con el tuyo, y hacer toda esa pena más llevadera, te encierras aquí, dándoles otra preocupación.
Saori intentó desasirse, pero estaba débil y no pudo. Seika continuó imperturbable. - La vida sigue, niña y hay que vivirla. Solloza cuanto quieras, pásate las noches en blanco y llora a mi hermano hasta que se te sequen las lagrimas, pero vive. Tienes una responsabilidad con el mundo, un santuario que dirigir y un deber que cumplir.
- ¡¡Suéltame, me haces daño!!- Seika lo hizo. Saori retrocedió un par de pasos y la miró con odio. - ¡¡Tú no comprendes mi dolor... !! Nadie podría.. ni siquiera ellos... yo lo amaba... y nunca lo sabrá...
- ¿Y qué te hace pensar que el resto de nosotros no? Cada uno a nuestra manera también lo queríamos. Pero somos mucho mas positivos y fuertes que tú. Seguimos viviendo. Era mi hermano y tu Fundación me lo arrebató. Me pase años casi a su lado sin poder verlo, y cuando por fin lo encontré fue para perderlo de nuevo; y definitivamente. ¿Comprendes tú mi dolor? - Saori la contempló sin poder contestar nada. - Tú fuiste más afortunada que yo, por lo que me han contado; lo has tenido junto a ti todo este tiempo, luchando a tu lado, protegiéndote... entregó su vida por ti...
Seika bajó la cabeza y la voz, toda su fuerza al parecer perdida en la explosión de energía que acababa de realizar.
- Yo sólo tengo el recuerdo borroso de un niño... y la imagen reciente de un cadáver. - Alzó los ojos verdes de nuevo, pero habían perdido parte de la dureza. - Ahora si te apetece puedes quedarte aquí y dejarte morir, pero si te le encuentras en el otro mundo no podrás mirarle a la cara. Ni merecerás haber sido llamada Atenea.
Seika se dio la vuelta y dejó atrás una figura
temblorosa. Hecho. Ahora que fuera lo que los dioses quisieran.
Por
fin, sus ojos también se habían llenado de lágrimas.
Shiryu fingía contemplar los mosaicos de un tapiz con
aparente ociosidad. Ofiuco se había dejado caer en el suelo un
rato atrás, y se abrazaba las rodillas, como intentando
autoprotegerse de algún peligro, la mirada perdida en el
infinito.
Ikki les había dado la espalda y contemplaba los
Templos por una ventana. "Estoy aquí porque es necesario"
parecía decir "pero no porque sea mi gusto".
'Supongo que hay cosas que nunca cambian' pensó Shiryu.
Hyoga se encontraba apoyado en la pared, con los brazos cruzados, una
postura común en él. Shiryu ni siquiera necesitaba
mirarle a la cara para saber que sus ojos estarían cerrados.
Él mismo había adoptado una serena y tranquila postura
de espera.
De Shun, ni rastro.
Cualquiera que hubiera pasado por allí habría pensado que eran cuatro personas con muy poco que hacer. No parecían ansiosos ni expectantes. Cuatro amigos que han decidido reunirse en ese momento sin necesidad de motivo alguno... en medio de un pasillo.
'Cuánto tarda.' Tal vez la tranquila fachada era en ellos tan falsa como él sentía la suya.
La impotencia, la imposibilidad de hacer nada, había hecho
mella en su ánimo.
¿Cómo habían
permitido que esto pasara?
Shiryu se culpaba a sí mismo por
no haber evitado la muerte de Seiya... por no haber recuperado antes
la consciencia... por no haber podido siquiera acercarse a Shun...
por no saber que consuelo brindarle a Kiki...
Por demasiadas
cosas.
Ni siquiera podía atravesar una ridícula
pared energética. Si la lucha no lo hubiera debilitado, la
barrera hubiera sido papel para su cosmos. Y sin embargo se veía
forzado a mandar a una joven casi indefensa a batallar con una
semidiosa trastornada por el dolor. Si algo le ocurría a
Seika...
Shiryu necesitaba sentirse dueño de las situaciones, necesita ejercer un control a su alrededor. Y ahora su perfecto y ordenado esquema del mundo estaba estallando en pequeños fragmentos afilados. Se encontraba perdido, sólo. Le faltaba la guía y la fuerza para seguir. Dohko no estaba, Seiya no estaba, Shun se estaba perdiendo, su diosa se había vuelto loca...
De repente, Shaina alzó la cabeza, Ikki se volvió y los ojos de Hyoga se abrieron. Todos lo habían sentido, como él. Un cambio en la corriente de energías. La barrera rieló como la luna sobre el mar y desapareció. Seika lo había logrado... o Saori había sufrido algún daño, pero eso era menos probable.
- ¡Por fin! - impulsado como por un resorte, Hyoga tomó la iniciativa.
Shiryu asintió con un breve gesto y se dispuso a ir tras él,
pero ni Shaina ni Ikki se movieron.
Interrogó con sus ojos
grises al Fénix. Éste le sostuvo la mirada,
imperturbable. Ikki conseguía algo que muy poca gente lograba,
poner nervioso a Shiryu. Claro, que antes le arrancarían el
brazo que hacérselo confesar.
- Esperaré aquí. - fue lo único que el hombre de cabello azul oscuro dijo, y volvió de nuevo a su contemplación del exterior.
- ¿Shaina? - no hubo respuesta. Finalmente, la amazona se incorporó.
- Ella estará bien, Dragón. - musitó con voz débil. - Vuelvo a mi entrenamiento. No podría ser de ninguna ayuda allí dentro. Necesita ver gente conocida y amada a su alrededor ahora, no una antigua enemiga.
- Eso no la importará... - empezó a contestar Shiryu. La guerrera movió la cabeza en signo de negativa, y se alejó rápidamente. Dándose por vencido, el joven la imitó por el pasillo que daba al claustro. Conocía de sobra la aversión de Ikki a las reuniones emotivas, incluso en los momentos más delicados. Simplemente no encajaba. Pero Shaina...
'¿Por qué se obstina en mantenerse apartada de nosotros?' Ya había pagado de sobra su anterior error. A pesar de todo lo pasado, de que se sabía integrada y querida en su círculo, la guerrera seguía manteniendo un alto muro que dejaba al mundo fuera.
Shiryu lo reconsideró con su metodismo calmado mientras rodaba
el claustro del jardín, y llegó a la conclusión
de que tal vez lo provocaban inconscientemente ellos mismos. Los
cinco anteriores caballeros de Bronce habían pasado por mucho
juntos, habían llegado a desarrollar una afinidad extraña,
a veces se podían comunicar incluso sin palabras, y tal vez
eso se notaba desde fuera.
Ni siquiera Saori había entrado
dentro de la singular unidad que compartían. Una extraña
unidad nacida del sufrimiento y el combate, pero que existía.
El caballero del Dragón se detuvo al darse cuanta de
pronto del significado de aquellos pensamientos. Ya se le habían
cruzado antes por la mente, pero siempre en medio del frenesí
de la lucha y nunca tuvo tiempo para considerarlas detenidamente.
Todos ellos, los cinco, aún siendo muy diferentes, aunque
a veces no lograran encontrar tan siquiera un tema de conversación
o una afición común, aunque vivieran mejor separados
cada uno en una punta del planeta... eran un grupo. Estaban unidos.
Como hubieran debido estar los Caballeros de Oro si Ares no hubiera
corrompido el alma de Saga, y tal vez lo lograron al fin ante el Muro
de las Lamentaciones... como debería estarlo la orden entera
del Zodíaco, siempre.
Estuvieron unidos. Ahora una parte de todos ellos había
muerto.
¿Qué sucedería en adelante, si el
alma de ese ser múltiple que formaban se había perdido?
El Gran Templo estaba bastante concurrido. Divinidades mayores y
menores se agrupaban en pequeños corros comentando las
novedades, propagando rumores, desmintiendo habladurías.
Más
o menos lo normal en una corte, y el hecho de ser divina no convertía
al Olimpo en una excepción.
La ciudadela, lo que se llamaba propiamente el Monte Olimpo, no había cambiado casi nada durante el tiempo que ella había permanecido en los queridos bosques de su isla, y al mismo tiempo había cambiado inigualablemente, si lo que había llegado a sus oídos era cierto. Buscó con los ojos a su amado hermano. Allí estaba, rodeado por las musas, junto a un pequeño surtidor. Apolo la saludó con una inclinación de cabeza y siguió deleitando a sus acompañantes con la lira y sus ocurrencias mente. O tal vez eran ellas las que lo deleitaban a él con sus voces. Con Apolo y las musas nunca se sabía.
Artemisa buscó a sus afines en el salón, y apenas
empezaba a conversar con la pálida Selene, diosa menor bajo su
cuidado, cuando un sonido triunfal anunció la entrada de Hera
y Zeus.
El silencio invadió inmediatamente la sala, y
aparecieron los padres de los dioses.
Hera entró tan
majestuosa como siempre. El adjetivo que mejor la definía era
el de regia, con sus cabellos claros recogidos por la tiara real.
Ocupó estirada su trono, altiva como el pavo real que le
estaba consagrado. Su porte y actitud anunciaban que la pareja había
vuelto a tener otra de sus divinas riñas.
Zeus se sentó en su lugar y fue directo al grano. Era grande y poderoso, sólido. Y aunque sus cabellos y barba eran totalmente blancos, los años no habían marcado su cuerpo inmortal. Su voz atronadora llenó la sala. La tan anunciada asamblea había dado comienzo.
- Hijos míos, como todos sabéis, desde hace milenios se libra una batalla en el mundo de los mortales. En la era mitológica se consideró a la raza humana indigna de merecer el don de la vida, salvo honrosas excepciones, y se decretó su exterminio.
Un solitario y ahogado gemido escapó de los labios de una casi incorpórea figura situada a unos metros de Artemisa. Gea todavía lamentaba la condena de sus hijos... a pesar de que eran ellos los que la habían abandonado y envenenaban su esencia poco a poco.
Zeus prosiguió, tal vez irritado por la interrupción. - Algunos dioses consideraron injusta la sentencia, y decidieron que la raza humana merecía luchar por su propia existencia. Otros tantos se convirtieron en ejecutores, y los demás nos retiramos al plano celestial, manteniéndonos más o menos neutrales mientras durara la batalla.
Una sonrisa burlona curvó la boca de Hermes, apoyado contra un
gran pilar, mientras Zeus hablaba... pero como siempre, la broma
debía ser interna, porque la razón de su risa se le
escapaba a la Diosa Cazadora.
Las palabras de su padre sonaban
correctas a sus oídos, y no había nada risible en
ellas. Artemisa había elegido a las más fieles de sus
seguidoras y las había con ellas a una isla propia, cuando el
Olimpo había sido situado más allá del alcance
de los mortales, desentendiéndose del plano terrenal.
Allí
seguían viviendo sus ninfas, inmortales y felices, desde la
era mitológica, ajenas a la corrupción del mundo.
- Ahora esa batalla ha finalizado.- continuó la atronadora voz. Zeus se sentía en su salsa dando discursos y proclamaciones. - Mi bienamada Atenea ha derrotado tanto a Ares como a mis hermanos. Gracias a ella, los Ciclos de las Reencarnaciones se han roto y los dioses pueden volver a correr por la Tierra en cuerpo y alma, sin necesidad de recipiente mortal.
- ¿Cómo ha caído la barrera que separaba las tres dimensiones? Para eso el Muro debería haber sido destruido y Hades estar muerto. - Artemisa chasqueó la lengua. Todos se volvieron hacia la interlocutora. La voz clara de Afrodita había hecho la pregunta que todos deseaban hacer. Ella, como siempre, no tenía ningún miedo de poner el dedo en la llaga, y el ser el centro de atención era siempre un aliciente. Zeus frunció levemente el ceño.
- Hades ha muerto, y el Muro cayó a manos de los caballeros de Atenea. - El padre de los dioses hubiera deseado mantener de momento esa información en un círculo más privado, o incluso guardársela para sí, por el tono de su voz. ¿No comprendía todavía que eso era imposible mientras Hermes rondara por el Olimpo? Porque sin duda era de él de quien la había obtenido; nadie había visto partir a las águilas del Monte recientemente.
El Gran Templo se llenó de murmullos agitados de sorpresa y angustia. ¿Habían acabado con un dios?
La diosa Armonía se pronunció en voz alta - Eso es un desastre. Rompe el equilibrio de nuestro universo. Significaría que hay un agujero en el plano infernal por el que está entrando el caos. ¿Qué pensáis hacer al respecto, oh gran Zeus?
- ¡¡Esos humanos han ido demasiado lejos!! - se inflamó inmediatamente Ares, casi interrumpiendo a su hija - ¡Recibirán su justo castigo!.
- ¿Por qué no dejar que se acaben de exterminar ellos solitos? - Intervino la propia Artemisa. - Por lo que he oído, si siguen el camino por el que van no les hará falta mucho tiempo.
- Porque antes acabarán con la Tierra, mi querida hermana. - respondió Apolo. Artemisa pensó que eso a ella poco la importaba ya. La Tierra llevaba perdida milenios. No quería ver su mundo ideal destrozado por una absurda guerra a estas alturas.
El tumulto que se desató fue atronador. Todos los dioses empezaron a hablar a un tiempo, opinando en alta voz o formando nuevos corros. Zeus silenció de nuevo la gran sala lanzando unos cuantos rayos intimidatorios.
- ¡Se disuelve la asamblea, el Consejo debe reunirse de inmediato! ¡¡LARGO TODOS DE AQUÍ!!
Los dioses menores se apresuraron a salir del Gran Templo. Cuando Zeus se ponía así, era mejor obedecer. Lo que quería decir el noventa por ciento de las veces. Hubiera sido empezar por convocar el Consejo en un principio y no una asamblea general, pero claro, los gobernantes suelen gustar de los baños de multitudes. Artemisa sonrió cínicamente.
En la sala sólo quedaron cinco diosas, incluyéndose a sí misma, y tres dioses, aparte de Zeus. El Consejo de los Doce, formado por los más grandes dioses griegos de la antigüedad, y reducido ahora a nueve figuras. Zeus tomó asiento pesadamente e indicó a los demás que se acercaran e hicieran lo propio.
- ¿Acabar con la Tierra? - interrogó el dios a su hijo, con tono sorprendido. Ocupado en seducir ninfas y dirigir su dimensión particular, se había desentendido de los mortales en manos de su primogénita. - Explica eso, Apolo.
- Como gustéis Padre. - Apolo comenzó a recitar con voz
de barítono. Artemisa lo miró divertida. Había
heredado por línea paterna el gusto por escucharse a sí
mismo. - Los humanos han alcanzado un desarrollo tecnológico
impresionante en apenas 600 años. Su avances técnicos
rivalizan en ocasiones con nuestros poderes divinos, y siguen
estudiando y avanzando día a día. No olvidéis,
mi señor, que dejasteis la Tierra en manos de la Diosa de las
Artes.
Paralelamente, han deteriorado tanto el plano terrenal que
poco queda de la Tierra de los tiempos mitológicos.
- Los humanos avanzan porque el afán de superación está en su naturaleza, Apolo.
Artemisa se volvió inmediatamente al escuchar una voz femenina no oída desde milenios en el Templo. Nueve pares de ojos divinos estaban clavados en las dos figuras que se erguían en la entrada.
- Así como también lo está la capacidad de cometer siempre los mismos errores. - dijo él.
Ella, con el cabello amielado y recogido, los serenos ojos grises llenos de determinación y el búho en su hombro. El bicho debía haberla añorado. Él, con el cabello del color de la espuma, la barba recortada y el tridente en la mano.
Atenea. Poseidón.
Shaina contemplaba la piedra con el entrecejo fruncido.
La roca no
era descomunalmente grande, pero lo que importaba no era el tamaño,
sino la rapidez de sus movimientos al atacarla. Y el cosmos.
La concentración era perfecta. Sentía cada minúsculo centímetro del terreno, cada soplo de vida, cada vibración de energía como nunca antes lo había sentido. La roca ya no era sólida, sino miles de millones de pequeñas partículas energéticas en movimiento. Se podían separar, se podían detener, se podían acelerar hasta que explotaran... El movimiento fue mas rápido de lo que el ojo humano alcanza a ver y la roca simplemente se transformó en polvo.
- ¡Maldición! - Una retahíla de juramentos en griego e italiano siguieron a la primera. ¿Qué demonios fallaba? No importaba cuanto entrenase, cuanto se esforzase... no lograba alcanzar el Séptimo Sentido. No había sentido ningún poder especial, no había experimentado nada nuevo. Tal vez se necesitaba estar en una situación límite para lograrlo... pero ella ya se había visto inmersa en varias y no había obtenido resultado alguno.
Shaina se sentó fastidiada sobre el duro suelo, ignorando las esquirlas que se le clavaban en la piel, y dispuesta a empezar todo el proceso desde el principio.
- Lo haces mal - dio una conocida voz desde lo alto. Shaina miró a Kiki, esperando verle burlarse muerto de risa por su fracaso. Pero la pecosa cara estaba seria y su tono de voz también lo había sido. El chico llevaba un tiempo tan desanimado que casi no parecía él.
- Explícame entonces cómo hacerlo bien.
- Te concentras demasiado en el exterior. No encontrarás el Séptimo Sentido si no lo buscas dentro. - respondió el muchacho.
¡Rayos, dichosa habilidad para leer la mente! - ¿Quieres
decir meditación? - Shaina siempre había sido una mujer
de acción y la idea de cambiar de táctica no la seducía
en absoluto.
- Quiero decir lo que quiero decir. - Kiki
parecía haberse aburrido ya de la conversación. -
Conócete a ti misma. - con estas palabras desapareció.
"Conócete a ti mismo"... la inscripción del templo de Apolo en Delfos.
'Este chico ha cambiado mucho de poco acá...
¡Mira
tú qué bien! Me da un consejo, pero no me dice como
llevarlo a la práctica. Bueno, supongo que la introspección
no es lo que se dice una ciencia exacta con manuales, y tampoco tengo
mucho donde elegir'.
El problema era que no tenía demasiadas ganas de bucear en su interior. Tal voz no le gustase lo que encontrara...
Shaina se dirigió a un sitio apartado, a lo alto de un pequeño cerro pedregoso donde pudiera avistar a cualquiera que intentase acercarse con antelación.
'Conócete a ti misma... Antes creía que me conocía... parece tan lejano ese tiempo... y apenas han pasado tres años.'
Ocultó la cara entre sus manos... y hasta ese pequeño gesto demostraba lo mucho que había cambiado todo.
Recordaba vagamente a sus padres... guardaba la imagen de una mujer
hermosa, pero de débil voluntad, sometida perpetuamente a un
hombre alto y austero de cabello oscuro y ceño fruncido... o
al menos ella le recordaba siempre con mal genio.
Su madre no
había podido tener más hijos después del difícil
parto que tuvo al nacer ella, y para colmo, el único
descendiente que le había dado a la familia no había
sido varón. Una deshonra increíble a ojos de su
anticuado padre.
Ella había nacido mujer... desde muy niña, desde que
tuvo razón, escuchó esas palabras recriminadoras casi a
diario. Su madre no había dado un hijo varón a su
esposo.
Luego vino el viaje a Grecia, el terrible accidente en el
que su madre falleció y ella misma estuvo muy cerca de la
muerte.
Su padre encontró entonces la solución a
todos sus problemas. La mujer que no podía darle más
hijos estaba muerta y nada le impidió dejar abandonada en
aquel hospital a la hija que nunca deseó, con tres años
y en tierra extraña.
Las gentes de hospital la trasladaron a un orfanato cuando se recuperó, y allí permaneció hasta que un día conoció a alguien que cambió su vida.
Era una joven de 12 años y una máscara plateada cubría
su cara. Llegó al pueblo con un hombre y otros muchachos de
más o menos su edad. Se comportaba con absoluta dominio de sí
misma, con una seguridad envidiable.
Ella lo ignoraba entonces,
pero eran una partida de reclutamiento del Santuario.
Algunos buscabroncas del pueblo se metieron con la chica, afirmando
que aquella máscara plateada ocultaba sin duda una cara
horrible. La muchacha los contempló unos instantes tras el
metal y seguidamente les tumbó a los cinco sin apenas
esforzarse. Pareció como si bailara, más que pelear.. Y
todos los provocadores eran por lo menos 4 años
mayores.
Asombrada, Shaina se había acercado a ella y
la había interrogado. Le había preguntado, con el
entusiasmo de los niños, cómo pudo conseguir tal
prodigio... cómo se podía llegar a tener tal poder...
cómo ser fuerte para no depender de nadie. La muchacha sonrió
y le habló del Santuario, de Atenea, de los guerreros que la
protegían... y también de la parte mala de todo el
asunto: el duro entrenamiento, la máscara que llevaría
para siempre como renuncia a su condición de mujer, que su
vida estaría consagrada a la diosa si llegaba a triunfar...
Esa misma noche abandonó el orfanato con el caballero, la chica y los otros aprendices, rumbo al Santuario. Geist había sido un pilar en su vida, su única familia, su hermana, y ella misma dejaría atrás toda conexión con su anterior vida, renunciando a su nombre de nacimiento para convertirse en Shaina.
Pero algunas cosas no se pueden cambiar, y te marcan para siempre. La habían inculcado desde pequeña que su feminidad no era algo valioso, así que no lamentó perderla tras un pedazo de metal... o eso le pareció entonces.
Había luchado y se había convertido en una magnífica guerrera, muy superior a los hombres de su mismo rango. Dedicó su vida al entrenamiento y obtuvo la armadura de Plata de Ofiuco.
Luego llegó el asunto de la máscara con Seiya, la
humillación de ser derrotada por alguien de rango menor que
encima logró ver su rostro, el tabú para las amazonas.
No sólo eso, Seiya vio a través de su máscara
interior de agresividad. Vio a la antigua niña que Shaina
creía muerta.
Todo eso sumado a la derrota de su
discípulo, tal vez por su propia culpa, cierto, no estaba
preparada para enseñar cuando le acogió, pero era
demasiado orgullosa para rechazar el honor de ser una de las
maestras, todo eso, rompió su esquema del mundo.
Le
recordaron una vez más que era una mujer en un mundo de
hombres.
Más tarde perdió a Geist y su alma se llenó de amargura. Seiya de nuevo... pero fue ella quien propuso que enfrentaran los Caballeros de los Abismos a los rebeldes... Esa era una cuenta todavía pendiente.
A partir de ahí, perdió el rumbo de su vida. Sólo
le dejaban dos alternativas, matar o morir como guerrera en favor de
quien había visto su rostro y a quien creía odiar
profundamente por todo lo que la había hecho.
Pero en el
momento de la verdad no había podido cumplir su misión.
Había descubierto en medio de la batalla que no odiaba en
realidad al caballero de Pegaso, que no deseaba que muriera a manos
de Aioria. ¿Lo amaba? Tenía que ser eso. Qué
razón tenía quien dijo aquello que del odio al amor hay
un paso.
Todo hubiera sido más sencillo si aquel día hubiera muerto. Mucho más sencillo y romántico: morir sin pena ni remordimiento en brazos del ser amado.
Pero Aioria y Casius, su pobre alumno, tuvieron que salvarle la vida
para que su vergüenza y humillación continuaran. Si el
Santuario no hubiera estado en plena guerra interna, y escaso de
personal, seguro la habrían expulsado de la Orden y quitado su
armadura... tal vez incluso la hubieran matado. Al fin y al cabo
había salido del recinto sagrado sin permiso por un asunto
personal.
Pero todo quedó sepultado, insignificante, ante
la magnitud de los acontecimientos que tuvieron lugar aquellos días.
Era necesaria, había podido seguir luchando. ¿Y
qué? Cada vez que contemplara la cara de Pegaso recordaría
por siempre lo que había pasado.
Shaina ya no estuvo
segura de nada a partir de entonces, las emociones le eran algo
extraño, algo que había reprimido
Tal vez hubiera sido mas fácil si su amor, o lo que fuera,
hubiera sido aceptado y correspondido. O sufrir un desengaño
directo y así superarlo.
Pero Seiya jamás le había
dicho nada al respecto. Había aceptado su declaración
sin rechazarla ni demostrarle un afecto significativo como respuesta.
Tal vez estaba demasiado confundido por el cambio de actitud, y
ocupado con las batallas y las recuperaciones, como para considerarlo
siquiera. Él era muy joven entonces. Demasiado joven.
Tal
vez ella también debería haberlo tomado como el fruto
de un momento de ofuscación mental.
Pero le era imposible
hacer como él y fingir que nada había pasado. Porque
algo había pasado, la pregunta era qué.
Ella había sido víctima de un sistema que desprecia a
las mujeres en su seno, pero ella misma había intentado
negarse como mujer toda su vida... ella, que había maldecido
su nacimiento todos esos años, obligada al fin a amar a un
hombre a toda costa.
Sólo porque una ley lo decía,
sólo porque ese hombre la había visto por primera vez
como una mujer, y no como un demonio enfurecido, como los demás.
¿O no?
Una luz se empezó a abrir en su mente... tal vez lo confundió
todo.. tal vez todo era producto de una obsesión... tal vez...
Realmente era la primera vez que pensaba detenidamente sobre el
tema, y se debía una respuesta sincera a sí misma... Se
la debía a ambos. Poco importaba ya, Seiya estaba muerto pero
debía hacerlo.
Y esa respuesta la hallaría en Star
Hill.
Hyoga se había cruzado con Seika cuando ella volvía
de las habitaciones de Atenea. Con una sonrisa, la chica le había
indicado que no pasaba nada, a pesar de que tenía la cara
empapada por las lágrimas.
Había encontrado a Saori
en medio de lo que quedaban de sus habitaciones. Se apoyaba
débilmente en la pared pero, al verle entrar, intentó
adoptar una actitud altiva, lo que ella consideraba "digno de
una diosa".
Desgraciadamente, la falta de alimento adecuado
había minado sus fuerzas y la charla con Seika parecía
haberlas rematado. Las piernas le fallaron y cayó al suelo sin
sentido.
Hyoga se había apresurado a levantarla y se sorprendió al ver lo delgada que se había quedado... demacrada era más bien la palabra. Llevaba una semana allí dentro y de comer algo, se habría alimentado de los árboles frutales del jardín por instinto de auto conservación y poco más.
Shiryu había llegado en ese momento y entre los dos la condujeron a las habitaciones exteriores, no tan regias, pero más próximas al mundo. Y, sobre todo, dónde ella no podría volver a exiliarse otra vez y ponerse en peligro.
Las enfermeras le habían administrado glucosa por vía
intravenosa. A Hyoga le divertía y asombraba a un tiempo ver
como esta especie de sacerdotisas combinaban sin ningún
escrúpulo la ciencia moderna con métodos de curación
menos ortodoxos, en el Santuario.
Y como suelen hacer todos los
médicos y enfermeras del mundo en cuanto dejas algo a su
cuidado, les habían echado de la sala y mandado a descansar a
sus cuartos; pero el ruso supuso que Shiryu había descansado
tan poco como él.
Había muchas cosas en qué
pensar.
Al día siguiente, Saori había recuperado el sentido y
había pedido verlos. Entre los almohadones blancos parecía
pequeña... mucho más joven.
Les pidió
disculpas por su comportamiento y ellos le contestaron que lo
olvidara... las cosas típicas que se dicen en esas situaciones
incómodas.
Lo cierto es que Hyoga había sentido
serios deseos de ahogarla con una de las almohadas por ponerse en
serio peligro después de lo que habían pasado por
salvarle la vida... todo el dolor de Shun... la muerte de Seiya...
La intensidad de tal deseo le había convencido de que él
tampoco estaba muy en sus cabales, y abandonó la habitación
con una excusa tonta.
Deambuló por la zona un tiempo,
esquivando el Templo de Acuario, por supuesto.
Estaba plenamente
convencido de que el destino se estaba burlando de él, y poco
a poco iba a ir matando a todos sus seres queridos para dejarle solo
y lleno de remordimientos. Tan sólo había vuelto allí
para recuperar los fragmentos que quedaban de la armadura de Acuario,
destrozada como las de Leo, Virgo, Libra y Sagitario por Tánatos
en el Eliseo.
Por si no fuera poco el coste humano, aquello tal
vez era una grandísima por sí sola. Desde un punto
materialista, aún mayor. Caballeros, habían nacido y
muerto muchos, pero del polvo tan sólo volvía la
armadura del Fénix por sí misma.
¿Hubiera
podido Mu, de estar con vida, repararlas en su estado? Kiki lo había
negado, diciendo que el proceso de reparación de armaduras era
muy parecido a la curación. De un cuerpo desmembrado nada
podía curarse, y eso era un símil del estado de las
armaduras.
De todos modos, él carecía de la
habilidad necesaria para lograrlo. Otra pérdida. El cargo de
Restaurador de Armaduras.
El niño, bueno, muchacho, era
demasiado joven, no había completado su entrenamiento.
El
Santuario se deshacía en pedazos.
Hyoga hizo recuento.
Cinco armaduras de Oro, perdidas, los doce
santos del Zodíaco, muertos; tan sólo quedaban Shaina y
Marin de entre los caballeros de Plata, y ésta última
no parecía encontrarse tampoco en buen estado mental. Hyoga
nunca pensó que se encontrara tan ligada ni a su alumno ni al
resto de los desaparecidos en el Hades. Marin era reservada y extraña
en las mejores ocasiones. La última vez que había
intentado hablar con ella, había farfullado que no entendía
"no sé qué de ciclos de reencarnaciones" para
alejarse en dirección contraria a toda velocidad. Nunca se
había imaginado precisamente a la maestra de Seiya de esa
forma.
Estaban los caballeros de Bronce, pero no se podía
esperar mucho de ellos con su nivel actual de poder. ¿Compensarían
las nuevas armaduras que habían conseguido en el Eliseo todo
eso? ¿Serían suficientes?
Hyoga lo dudaba. Ellos
mismos no estaban del mejor de los ánimos. Shun había
vuelto muy cambiado, y eso, unido a la reciente muerte del caballero
de Pegaso, les pesaba a todos. Sería raro no tenerle si las
batallas comenzaban de nuevo.
Y además, muy a su pesar,
Hyoga temía que Hades no hubiera desaparecido del todo, visto
lo visto. ¿Y si se encontraba de nuevo oculto en el interior
del Caballero de Andrómeda?
¿Qué les quedaba entonces? ¿Entrenar nuevos aprendices? ¿Serviría de algo el esfuerzo?
Aún así no se sentía esta vez con ánimos
de volver a Siberia. Sospechaba que si partía, sería
para no volver jamás.
Aunque tal vez romper con todo y
todos para siempre fuera lo mejor.
Pero algo le decía que
no había acabado, que no se había puesto punto y final
a la historia aún.
¿Qué sería de la
Orden del Zodíaco?
Continuara...
Bien... Gente...disculpenme... jejejeje me quedo demasiado largo... Pufff... bueno no olviden dejar rewievs.. Bye bye.
Antares-Milo.
