Aviso: lo sabe tol mundo, pero vamos a repetirlo: Joanne Kathleen Rowling, Todos menos unos Alyssa Auranimus, Scott Sanders (yo me lo imagino cm el especialista en ADN de CSI... ^^ qué mono es ese chaval), Darril Jackson, John, Janet y los señores Monk.
Bueno bueno bueno... estamos a Jueves 19 de febrero. Queda menos de un día... y no hemos podido cumplir nuestro propósito de terminar el fic. En menos de 36 horas estaré pegada a las hojas d ese libro infernal que me absorberá... jijiji... qué ganicas... pero tranquilos seguiremos escribiendo. Yo estaré un par de semanas en hiatus, pero volveré con fuerza. Y paige... cuando pueda, ella aún no se quiere leer el libro, está muy liada.
El caso es que terminaremos este fic. La escena que más quería escribir ya está escrita, pero hay que explicarla... aunq lea el libro, prometo no meter nada. Sería absurdo. Si coincide algo... por un lado me dará rabia y por otro me sentiré orgullosa. No sé, depende de lo que coincida. Y si coincide. Como sea, en cuanto nos desliemos seguiremos escribiendo. Si algún escéptico tiene dudas de nuestra integridad a la hora de escribir lo nuestro... que lo diga y colgamos las ideas básicas, un documento que se creó hace más de un año y que resume el argumento del fic. A mí me parece estropear la sorpresa... pero cada cual puede leer lo que quiera.
Sólo espero que, después de leer el quinto libro, no deje de tener sentido para vosotros leer esto... :'(... son historias distintas, al fin y al cabo.
Y respecto a este capítulo... bueno, es algo completamente distinto a los demás. Olvidad todo lo que antes habíais leído de Harry Potter. O casi todo. Digamos que es... una especie de homenaje a aquél primer capítulo del primer libro. Esperamos que os guste. Aunque si no es así, tranquilos, el siguiente ya será normal.
Un par de cosas más... varias veces hemos puesto frases que no son nuestras... mea culpa, sí, deberíamos haber puesto eso que llaman disclaimer pero no sé a ciencia cierta qué significa... O.o bueno eso d decir que no es nuestro. Son también pequeños tributos. En el cap... 12 o 13, no recuerdo, aquello de "a lo mejor te ha venido y no te has dado cuenta/ a lo mejor tú eres imbecil y tpc lo sabes", eso era de El club de la comedia. Y algún que otro detalle más, cm el el 16 lo de los peones blancos o negros, sin vida, es una cita que venía en La tabla d Flandes d no recuerdo ahora quién... Pero lo d este capítulo tenía que especificarlo: un trozo, ya lo leeréis, está inspirado en la canción Niño, de Avalanch. Bueno, no inspirado, de hecho es el final de la letra pero con interrupciones y alargado (algo así cm un song-fic)... Creo que eres de los míos... para quien quiera leerla entera, .net, es del disco Los poetas han muerto (que lo recomiendo fervientemente a tol mundo). También hay un pequeño tributo a Warcry (¿Dónde estáis? ¿Qué esperáis? ¡Soy sólo un hombre! Sólo estoy, nadie más, solamente un hombre dispuesto a combatir). Más adelante saldrán más cosas, pero eso ya serán otras historias, nunca mejor dicho.
18
Scottland Yard
Sólo una patria, solamente un color,
sólo una creencia, una ley y un amor.
Crees que el infierno no está hecho para ti...
Crees tantas cosas... pero yo no creo en ti.
Pobre infeliz...
Víctor García (WarCry)
Brrrrrummm brrrrrruuuummmm... ...
—¡Serás...! ¿Qué prisa tienes, niñato asqueroso? —rugió el señor Jackson asomando su cabeza afeitada por la ventanilla de su coche.
Odiaba a los críos que montaban en esas ridículas motos poniendo en peligro su vida y la de los demás conductores. Le parecían unos irresponsables presumidos y sin cerebro, por decir alguna de las cosas más bonitas que opinaba de ellos. Y aquél que acababa de saltarse el semáforo que se acababa de poner en rojo después de esquivar a todo dios haciendo eses, no lo era menos. Bajó el espejito del retrovisor, se pasó una mano por la calva negra y observó cómo al lado del bigote largo y la perilla se había dejado algunos pelos medio canos sin afeitar. También odiaba esos madrugones desprevenidos. Él tenía servicio de tarde ese día, pero por culpa de algún maníaco sin escrúpulos le tocaba trabajar antes de tiempo.
Tocó el claxon. ¿A qué esperaba el inútil de delante para arrancar? ¿No había visto que ya estaba verde? Le sulfuraba la parsimonia que tenían algunos. Realmente, al señor Jackson le sulfuraban muchas cosas. Y más aquél día. Más valía que fuera algún caso inusual para que lo hubieran llamado a él con tanta insistencia.
Jackson era uno de los mejores criminalistas de toda Gran Bretaña. A decir verdad, era un simple policía judicial, pero había llevado tantos casos que su presencia en una investigación le daba seguridad a todo el equipo de policías. No era sólo el número, si no las ganas que le ponía: a pesar de quejarse continuamente de todo, disfrutaba desentrañando las mentes perversas de los asesinos que debía desenmascarar.
Al fin llegó a la escena del crimen. Después de aparcar el coche en un parking cercano (en las calles londinenses era imposible pillar un sitio ya a esas horas), se acercó a un edificio alto, no muy antiguo. Estaban en un barrio relativamente nuevo, tratándose de la antigüedad de la ciudad de Londres. El portal estaba abierto, y a la puerta se agolpaban un par de amas de casa curiosas alertadas por la extraña actividad policial de aquella mañana. Se colocó bien la chaqueta negra sobre su amplia espalda, comprobó que la corbata morada estaba bien anudada, preguntó a uno de los policías que charlaban en el rellano del portal y subió al piso que le indicaron.
—Identificación, por favor —pidió el policía que montaba guardia en la puerta.
—Darril Jackson, de la Policía Judicial —dijo escuetamente mostrando un carnet que llevaba en la cartera. Decididamente, casi era preferible ir vestido de policía a tener que andar con identificaciones, como hacían todos en las películas americanas.
—¿Jackson? ¡Hombre, amigo! —sonrió un policía rechoncho y jovial vestido también de paisano que pasaba por la puerta—. Otro día que coincidimos...
—Cómo no va a ser, John... si somos los más pringaos...
—Ya te digo... ¡Scott! ¡Scott, ven aquí! —le pidió a un hombre joven que miraba eclipsado el piso en el que se encontraban. El muchacho lo miró con gesto de fastidio y se acercó.
La primera impresión que le dio a Jackson era de ser un joven demasiado novato y, presumiblemente, también irresponsable. ¿A quién se le ocurre ir a la escena de un crimen con una camisa hawaiana amarilla? Y más si, como se enteró después, era su primer crimen. Irlandés tenía que ser... Por eso era... ¡novatos!
—Scott, éste es Darril Jackson... Darril, Scott Sanders. El muchacho ha venido desde Coleraine hace unos días. Hoy lo han mandado para acá.
El señor Jackson y el muchacho de marcadas patillas y ojos castaños se estrecharon la mano.
—Y bien, ¿dónde están los pobres asesinados?
—Ahhhh no quieras verlos, Jackie, amigo. Es horrible... —decía el tal John mientras le conducía por los pasillos de la casa. Se notaba que en realidad se moría de ganas por enseñarle el asunto.
Se cruzaron con una policía que recorría las habitaciones buscando algo mientras hablaba agitadamente con alguien por su teléfono móvil. Cada dos por tres salía de una habitación para entrar en otra y volver luego a la anterior. No estaba como para fijarse en el buen gusto con el que, como pudo apreciar Jackson, estaba adornada la casa... lástima que se hubiera quedado sin dueños.
—... En toda mi carrera, ¡en toda!, he visto tal atrocidad. Te lo aseguro. Julia y yo llegamos hace unas horas, cuando la enfermera de su clínica nos llamó por teléfono. Estaba muy extrañada porque ninguno los dos médicos había ido a trabajar esa mañana, y aquello era muy raro. Los llamó por teléfono, pero no lo cogían, y decidió cancelar las citas (ya que sin ellos era imposible pasar consulta) e ir a su casa. Se escamó cuando tocó a la puerta y no abría nadie, y decidió llamarnos. Estaba muy asustada, lo pobre chica no sabía si ponerse en lo peor. Y cuando forzamos la puerta y registramos la casa... Voil.
Y abrió con el pié la puerta de lo que parecía una alcoba. La persiana, bajada, sumía el cuarto en la penumbra. Jackson sacó del bolsillo de su chaqueta un bolígrafo que tenía una pequeña bombilla en el extremo, y fue iluminando poco a poco la estancia. La habitación entera estaba manchada de sangre: paredes, suelo, cama... sobre ella yacían dos cuerpos salvajemente mutilados, descuartizados, con las vísceras sacadas y algunos miembros (dedos, ojos, una lengua, un par de orejas) esparcidos por el suelo.
—¿Qué hay del arma homicida?
—¿Homicida? No creo que esta salvajada fuera en legítima defensa... déjate de protocolos. No se ha encontrado. Aunque, desde luego, dudo mucho que haya sido con el cuchillo de la mantequilla —contestó John con una sonrisa.
Scott hizo amago de entrar, a pesar de su gesto descompuesto.
—Oh ohohohohoh... si te vas a atrever a pasar, no toques nada, muchacho —prohibió el cincuentón rollizo—. El juez de instrucción aún no ha llegado.
—¿Y?
—¿Cómo que «¿Y?»? Pero bueno... ¿a vosotros qué os enseñan en la academia? —preguntó Jackson extrañado—. Los cadáveres no se mueven del sitio hasta que llegue el juez. Tengas que irte a comer o tengas que dejar una autovía entera cortada. Hasta que el buen hombre no se digne a venir, no hay tomate. Y con los ardiles que se dan...
—Oh, sí, claro. Claro. Se me había olvidado por un momento.
Scott atravesó el quicio de la puerta y se acuclilló ante la cama, cauteloso. La expresión de curiosidad de su cara se transformó rápidamente en una de auténtico asco y pavor, y como si un muelle se hubiera accionado bajo él, se levantó de un salto y corrió hacia el cuarto de baño, unos metros al final del amplio pasillo en el que estaban. Se oyeron ruidos procedentes del lavabo; parecía que al nuevo policía se le fuera a salir el estómago por la boca. La guardia del móvil, que pasaba en ese momento por delante del cuarto, susurró lo mismo que el señor Jackson volvía a pensar: «novatos...», y, después de otear desde lejos los cadáveres, soltó una arcada y se alejó de allí. Scott volvió del baño. Su cara estaba verde, y los ojos, llorosos, parecían salírsele de las órbitas. Intentó disimular su ataque.
—¿Tienen un chicle de menta? —pidió, señalándose la boca con un gesto de asco y procurando no mirar los cuerpos destrozados.
John le lanzó uno que llevaba en el bolsillo del pantalón.
—No estás muy acostumbrado a ver fiambres... —observó el policía negro mientras oteaba el cuarto.
—¡¿Acostumbrado? Por las b... ¡Por Dios santo! ¡¿Qué monstruo es capaz de hacerle eso a un ser humano?
Jackson echó otro vistazo a los cadáveres. Mantuvo su vista fija en ellos mientras hablaba.
—Tú lo has dicho: un monstruo. Un sádico, un perturbado mental... no es posible que esté en sus cabales. Aunque sin duda ha cometido el asesinato con admirable cautela y sangre fría. Sea quien sea, es un auténtico mago del crimen.
―Ese Albus Dumbledore y sus locas ideas están calando hondo entre el pueblo, señor ministro ―comentaba Lucius Malfoy mientras acariciaba el puño con forma de cabeza de serpiente de su bastón.
―Lo sé, Lucius, lo sé ―dijo Fudge con nerviosismo tras la mesa de su despacho―. La escapada de esos dos presos de Azkaban ha alarmado aún más a la gente. ¿Cómo han podido fugarse? Seguro que ha sido cosa de ese tirano de Black... ¡Pero no podemos hacer nada!
―Por supuesto que no, su excelencia. Si me permite mi humilde opinión, creo que arrebatarle a los dementores el control de nuestra prisión sería el caos. Nadie más que ellos pueden controlar las ansias asesinas de esos mortífagos...
―Por supuesto, por supuesto... Un fallo puede tenerlo cualquiera, hasta esas bestias. Puedes retirarte, Malfoy.
El hombre se llevó la mano a la sien a modo de despedida, se recolocó la coleta que recogía su larga melena rubia y se dio la vuelta. Desapareció por la puerta con un siniestro ondear de su capa negra.
―Un fallo puede tenerlo cualquiera... ―repitió para sí el señor Fudge―. Por eso no se va a desaparecer la Comunidad Mágica.
Segundos después de decir eso, un torbellino de luces y partículas rojizas le envolvió. Cerró los ojos, pensando que era un efecto secundario de la poción para el estrés que acababa de tomarse hacía apenas unos minutos...
Pero cuando volvió a abrirlos ya no estaba en su despacho.
Se encontraba en una enorme estancia rectangular, de proporciones semejantes a las del Gran Comedor del colegio que tantos quebraderos de cabeza le causaba, pero de paredes de mármol negro veteado altas hasta la infinitud. Afiladas antorchas de llama verde iluminaban el ancho pasillo, que se perdía en dos marcos sin puerta, uno a cada lado de la pared frontal, y una alfombra de losas de marfil conducía hasta lo que parecía un lujoso trono como el de los antiguos templos griegos, únicamente con esa pared negra brillante, copas con bebida sobre una mesita baja y mullidos cojines verdes y plateados. Y, recostado sobre los cojines, acariciando la cabeza de una enorme serpiente verde, se encontraba el ser que menos esperaba y deseaba ver. El ser cuya existencia había estado negando durante años y cuya presencia en aquel tenebroso e inquietante lugar al que había sido conjurado, hizo que se le encogiera de miedo el corazón y su cuerpo fuera incapaz de moverse o intentar huir. Frente a él se alzaba el ser más temido por todos los magos de los últimos tiempos... el mismo ser que, antes siquiera de hacer ningún movimiento, le impidió la huida que pensaba emprender, sumiéndolo en la oscuridad de su desesperación...
.
La intensa luz que penetró en el cuarto tras subir la persiana iluminó cada rincón de la habitación.
―Bueno ¿qué tenemos aquí? ―preguntó una mujer alta de piel morena y cara de caballo al tiempo que se ponía unos guantes de látex y se acercaba a los cadáveres.
―No sabemos, Janet. Para eso estás aquí. Dinos, ¿qué ves?
―Hombre, a simple vista... lo mismo que vosotros. Echadle un vistazo a los cuerpos... de entre todas las heridas, ¿cuál pudo ser la que causara la muerte? Eso tendré que verlo en el laboratorio. Por ahora puedo deciros que murió... ―la forense tocó el cuerpo del hombre, y tras unos segundos respondi― yo diría que en las primeras horas de la madrugada, una o dos ―ladeó la cabeza, se levantó y miró a Sanders―. El asesino se fue caliente a la cama, eso es seguro...
―¿Cómo es nuestra bestia? ―preguntó Jackson.
―Un hombre adulto de complexión fuerte. Me extrañaría mucho que fuera una mujer, debería ser un armario andante para hacer esto. Eh... No sabría decir si diestro o zurdo... fijaos, las cuchilladas van desde todos lados... quizá cuando veamos hacia qué lado están rebanados los cuellos lo sepamos.
―¿Tenéis algo nuevo? ―preguntó la joven del móvil, que entraba con unos papeles en la mano―. Jackson, Sanders... familiares de las víctimas. Son los únicos que hemos encontrado en la capital. Y... algo muy raro.
―¿Qué? ―preguntó Jackson, dejando de ojear los papeles.
―Tienen una hija. Pero en la casa no hay ningún signo de ello. De hecho, hay una habitación amueblada pero sin ningún objeto personal, y por más que hemos buscado no hemos hallado indicios de que ninguna niña viviera en esta casa.
―Quizá no viva con los padres ―sugirió Scott.
―Ya, eso aún no lo hemos mirado. Puede vivir con algún familiar, o estar interna en Oxford, o en Cambridge, o en cualquier colegio mayor. Los padres podían permitírselo.
―Averígualo ―pidió Jackson.
―A eso iba, sólo quería informaros. Vaya, ¿qué es eso? ¿Algo interesante y no me avisáis? A John le encantará...
Señaló la pared que había enfrente de la puerta. Y los otros tres se quedaron boquiabiertos.
Una inscripción hecha con lo que parecía sangre manchaba la pared.
―No estaba ahí. Ahí no había nada... ―musitó Jackson.
―Es muy probable que no la hubiéramos visto ―dijo la forense―. Estaba todo oscuro, y no sé vosotros, pero mis atenciones se fijaban en los cadáveres.
―¿Me disculpan? ―interrumpió Sanders con una mirada nerviosa―. He de hacer una llamada.
Y tras decir eso, salió del cuarto.
―Avisa a John. Él sabe de estas cosas.
Cuando el policía rechoncho llegó, no podía salir de su asombro...
―Ha estado aquí todo el rato y no nos hemos dado cuenta... Es increíble ―murmuraba observando la pintada de perfil, con la cara casi pegada a la pared―... fijaos, no hay señales, no está pintado con una brocha, ni pincel, ni siquiera con las manos. Es como si la sangre se hubiese posado sola en la pared...
Jackson salió al pasillo en busca de su compañero. Mientras, en otra sala, el joven policía mantenía una agitada conversación con un desconocido...
―... ese cabrón no ha tenido ningún tipo de luces, esto no tiene explicación para ellos... ¡Si no actúo pronto van a escamarse demasiado! ... ¿qué? Ya, pero... no podemos permitir que precisamente ahora descubran nuestro secreto... Ya sé que no puede quedar impune, no t... ¡escúchame! Por supuesto que quiero vengar esas muertes, ese maldito ha castigado su ayuda, ha sido un vil y asqueroso ajuste de cuentas, pero no podemos dejar que éstos polis nos descubran, el asunto está demasiado jodido, hay mucho en juego... ¡están inspeccionando la casa, seguro que encuentran algo!... Tenemos que extraviarles del caso, ¡nos van descubrir!...
Una cabeza negra asomó por el quicio de la puerta. Sanders carraspeó y corrigió enseguida:
―¡Los... los vamos a descubrir! Te informaré ―y cerró la tapadera de su teléfono móvil.
―¿Con quién hablabas?
―Con... con mi instructor de Coleraine. Quería saber cómo iba el caso.
Jackson lo miró con suspicacia. Horas después, comentaría con John las palabras que había escuchado y su temor ante un posible capo infiltrado en el Cuerpo de Policía...
Era una mañana soleada cuando Jackson y Sanders fueron a entrevistar a los únicos parientes que se conocían de los fallecidos. Era ya su segunda visita. Habían ido el día antes a la casa para comunicar la noticia al matrimonio. La hermana de la víctima estaba destrozada, pero su marido, aunque estaba dolido, conservó la calma.
Toc, toc
―¿Familia Monk? ―preguntó Jackson cuando un hombre de unos treinta y pocos años abrió la puerta―. Scotland Yard, ¿Podríamos hacerles unas preguntas?
―¿Está su esposa?
―Sí. Un momento, por favor ―el hombre se dirigió al interior de la casa―. ¡Hildaaa!
―Thomas, ¿qué pasa? ―Hilda se acercó con un niño de apenas un año en brazos. Su voz sonaba afligida.
―La policía ―respondió su marido.
―Debemos hacer unas cuantas preguntas rutinarias para el proceso de investigación ―intervino Sanders.
―¿Tienen los fallecidos más familiares? ―preguntó Jackson.
―No, William no tenía hermanos y sus padres ya han muerto. Helena sólo me tiene... tenía a mí... nuestros padres viven en Francia. ―A Hilda Monk se le escapaban las lágrimas.
―¿Sólo a ustedes? ―repitió Jackson―. Hemos encontrado en el Registro Civil la partida de nacimiento de una niña, pero en su hogar no hemos hallado nada que confirme la existencia de una hija. Los vecinos no recuerdan que ninguna niña viviera en el domicilio.
―Es que… la pobre… murió ―dijo Hilda con esfuerzo.
―¿Muerte natural?
―Oh sí, por supuesto. Muerte súbita de esa... pobrecita. Era sólo un bebé cuando se asfixió durmiendo ―y miró con delicadeza a su bebé.
―No nos consta que la chiquilla muriera, no hay actas de defunción en ningún lugar. Únicamente hemos encontrado una partida de nacimiento ―dijo Jackson.
―Puede que se extraviara cuando se quemaron las oficinas de la antigua comisaría ―replicó el padre. Jackson parecía desechar la idea.
―Tal vez, pero entonces nos tendrían que decir las fechas porque sólo se quemó lo que había en los despachos. Los archivos quedaron intactos. Señora, ¿cuándo…?
―Deja a la señora Monk ―interrumpió Sanders―, ya tiene suficiente dolor encima como para que revivas lo de su sobrina.
―Está bien, buscaremos. Ustedes, según tengo entendido, mantenían buenas relaciones con sus familiares.
―Sin duda ―respondió Thomas―. Eran buenas personas. Nos reuníamos para celebrar las navidades juntos, nos visitábamos a menudo. Ellas eran unas hermanas inseparables. ―Hilda comenzó a llorar pero su marido continu―. Es más, no tenían ningún problema con sus compañeros de trabajo en el hospital, sus pacientes les regalaban todo tipo de vinos, bombones y golosinas en agradecimiento. Nadie tenía queja de ellos. Es lo que se suele decir, pero en este caso es la pura verdad. Se me hace todavía increíble que alguien hiciese eso con ellos.
―¿No tiene la menor idea de algún enemigo o alguien que quisiera dañar a un tercero por medio de ellos?
―No, como ya le ha dicho mi marido, no hay nadie que quisiera desearles el más mínimo daño.
―Su hermana... ¿es judía? ¿Participa de alguna religión o está en alguna organización que pudiera ser mal vista por algún grupo radical?
―¿Helena? No... no... Ya se lo hemos dicho, no encontramos motivos para que nadie de este mundo quisiera hacerles nada malo... Ella y nuestro cuñado eran gente normal.
―De acuerdo, y ahora si nos lo permiten, nos vamos a retirar. Tal vez volvamos mañana o pasado para hacer nuevas preguntas. Gracias por su ayuda.
Y tras dar un portazo se marcharon los dos policías.
―Sabes perfectamente que esto ha tenido que ser cosa de esos extraños... ¿Por qué les has dicho que la niña está muerta? ―regañó el señor Monk a su esposa.
―Porque por mucho que la busquen, no la van a encontrar. Es peor decir la verdad. ¿Qué responderíamos si nos preguntasen dónde está?
―...
―No lo entiendo... ―murmuraba una y otra vez Darril Jackson sin quitarle ojo a la pintada de la pared―. «Los sangre sucia seréis los primeros»... ―miró a Sanders, desquiciado―. ¿Qué problema tenía ese tipo?
―No tiene sentido ―añadió la chica del móvil―. Era un matrimonio completamente normal. Hay locos tipo Hitler que asesinan por la raza, por la sangre... pero estos ni siquiera eran judíos, ni alemanes, ni chinos, ni moros, ni negros, ni arios... ni nada que pueda provocar un sentimiento racista. Los dos eran ingleses... ¿qué motivó a ese chiflado?
―Tú lo has dicho, Julia. Es un chiflado. Le gustaría tanto su sangrienta obra maestra que quiso poner la guinda. Todos lo hacen, todos dejan notas. Quieren que sepamos que para ellos es un juego. Jack el destripador, John Wayne, Tsutomu Miyazaki ―enumeró Scott.
―No, esto es diferente ―le cortó John―, ¿no lo ves? No se vanagloria, no alardea de su inteligencia ni trata de jugar con nosotros. Este mensaje no está escrito para que lo descifremos. Parece más bien una advertencia.
―Quizá sea cosa de una secta.
La joven levantó una mano con el gesto de quien se acuerda de algo.
―Ahora que lo dices... el cuarto amueblado que encontramos... tras investigarlo a fondo, nos dimos cuenta de que había sido vaciado aprisa. Quiero decir, allí realmente vivía alguien. Hemos encontrado un par de objetos extraños que el asesino al recoger todo se olvidó. Era un libro de lo que parece magia, suponemos que negra. Posiblemente lo llevara encima para hacer su ritual. Lo que no sabemos es por qué se lo olvidó allí, si tan premeditado tenía su crimen que ni los vecinos se enteraron...
―La familia nos ha mentido. Si la puerta no estaba forzada, los vecinos no oyeron gritos, la habitación de la hija tenía signos de haber estado ocupada recientemente... la niña está viva.
―¿Cómplice?
―Cómplice o no, lo averiguaremos. Y el asesino también. Es hora de visitar a Janet.
―Los asesinaron aproximadamente a las 12 de la noche, me equivoqué ayer ―informaba la forense en la sala de autopsias―.Una bonita hora para un loco.
―¿Puedes decirnos más sobre ese loco?
―No sé si era zurdo o diestro. Hay heridas de todo tipo... ni siquiera los cuellos fueron rebanados de un lado a otro... de hecho, ni siquiera fueron rebanados.
―¿Qué quieres decir? ―preguntó Jackson mientras oteaba por encima los cadáveres recompuestos sobre las mesas.
―Vuestro asesino es una auténtica bestia. Y como predije, un hombre. No les cortó la cabeza con un cuchillo. Fue con un arma afilada pero contundente, seguramente un hacha.
Sanders, que hasta el momento había permanecido apartado en un ángulo de la sala, temeroso, profirió una exclamación de odio.
―Ese desgraciado debería estar aún pudriéndose en la cárcel...
―¿Cómo dices? ―inquirió Jackson.
―Nada. Que seguramente tiene antecedentes penales y anda por ahí suelto. Deberíamos revisar anteriores crímenes de este estilo.
Jackson volvió la cabeza hacia los cuerpos e ignoró el extraño comportamiento de su compañero.
―Sin duda, es una bestia. La manera en que los ha mutilado...
―Eso es lo más extraño... he observado las contusiones... Y no te vas a creer lo que he descubierto ―hizo una pausa para causar curiosidad. Jackson y, sobre todo, Sanders, la instaron con la cabeza a seguir―. Aunque la causa de la muerte fue el desangramiento causado por las múltiples heridas...
―Entonces la agonía de nuestros amigos se prolongo durante largo rato, ¿no? Quiero decir, chillarían y gemirían ante el dolor...
La doctora lo miró extrañada.
―Bueno, si me estuvieran matando creo que, aunque hubiera desistido de pedir ayuda, el dolor no me permitiría estarme callada...
―Y nadie oyó nada.
―Sobre eso no puedo resolveros ninguna duda. Sí puedo deciros que chillaron, las gargantas están irritadas. Como iba, las cabezas las cortaron post-mortem y los miembros antes, para torturarlos. Y lo más extraño: los músculos de todo el cuerpo tienen señales de dolor. Aparecen contraídos, los nervios destrozados... es como si hubiera muerto de dolor, como si los hubieran atravesado con cuchillas ardientes... pero no hay marcas en esos sitios. He investigado por si fuera el efecto de alguna droga o medicamento... pero no existe nada parecido. En toda mi carrera había encontrado algo igual. Parece cosa de magia.
―¡TÚ!
―De vos, Fudge, de vos ―rogó Lord Voldemort con calma―... ¿dónde ha quedado el respeto?
―¿Respeto? ¿Respeto, dices? ¡EL RESPETO MORA EN LAS TUMBAS DE LAS PERSONAS QUE ASESINASTE DURANTE TODOS ESOS AÑOS! ¡TAN SOLO ALLÍ QUEDA RESPETO AHORA!
―Cálmese, querido ministro. Oh, y olvídese de echarme esa maldición, ya lo intentaron muchos áureos en su tiempo, y créame, no salieron bien parados. Guárdesela para luego, ahora quisiera hablar con usted.
Fudge se quedó pasmado. Acariciaba su varita con impotencia y miedo.
―¿Qué es lo que queréis de mí?
El hechicero no contestó. Se limitó durante unos minutos a observarlo, apoyada su cabeza sobre sus dos manos, con los índices cubriéndole la nariz en gesto crítico. El ministro de Magia, a pesar de sus poderes, no se atrevía a moverse.
—Creo que eres de los míos—sentenció Voldemort al fin.
Fudge lo miraba con los ojos desorbitados de pavor y negaba con la cabeza. Era incapaz de pronunciar palabra alguna. Sólo abría y cerraba la boca como un pez al que han sacado de su inmenso mar.
—Él se deshizo de ti... —prosiguió, sabiendo que tocaba la fibra sensible de Fudge, quien ahora miraba hacia un lado, hacia el infinito, hacia el momento en el que, no sabía cómo ni por qué, su camino parecía haberse separado del de Albus Dumbledore.
Voldemort continuó:
—... Yo te acogeré. No voy a hacerte preguntas. No te pondré en duda. Sé cómo eres...
—¿Dónde vais? ¿Qué esperáis? Soy sólo un hombre... un hombre que intenta ejercer correctamente su puesto como ministro de Magia de este país.
—De este país, que, como tantos otros, está manchado de sangre impura, sangre muggle o peor aún, mezclada... Y sé que esto tampoco te gusta, ¿verdad?
—Soy un mago, y como tal, me siento orgulloso de mi casta y seguro de nuestra superioridad. Pero eso no significa que tenga que imponerle al resto de la comunidad mágica mi ideología —contestó, lanzándole una clara indirecta.
—Pero te gustaría...
—Pero no puedo.
—... te gustaría que Dum–Defensor dejara de admitir a muggles en el colegio, que no trabajaran más sangre sucia en el Ministerio, que nos dejaran vivir en paz, siendo ellos los que tuvieran que ocultarse y no nosotros... Te gustaría que los magos tomaran conciencia de la amenaza que suponen para nosotros los muggles: pérdida de pureza de sangre, pérdida de anonimato (porque cada vez que en los colegios admiten a un hijo de muggles, sus padres conocen nuestro mundo)..., pérdida de honor...
Fue como si un resorte hubiera activado a Fudge.
—Yo jamás he perdido ni perderé mi honor. He colaborado con muggles cuando lo he considerado vital para proteger la seguridad de mi pueblo, pero yo jamás... siempre he estimado la pureza de sangre, y lo sabéis.
—Por eso precisamente quiero que te unas a mí —Fudge se echó hacia atrás, asustado—. No se trata de explotar a un pueblo. Se trata de dirigirlo, de llevarlo por el camino inteligente... ellos no saben evaluar. Todo para el pueblo, pero sin el pueblo, Cornelius. Únicamente sería eso. Requeriría sacrificios, sí, pero todo en esta vida los requiere...
—Sacrificios que no estoy dispuesto a permitir —replicó Fudge en un alarde de valentía—. Soy el ministro de Magia de Inglaterra, tengo unas responsabilidades que no puedo eludir. Ya lo he hecho demasiado tiempo, y ahora veo las consecuencias. Soy un mago, sí... pero ante todo soy humano. Y no pienso manchar mis manos con sangre inocente. Aunque sea sangre... sucia.
Voldemort soltó una carcajada, se encogió en su trono y aplaudió teatralmente.
—Bravo. Bravo, sí señor ministro —dijo, sonriendo de oreja a oreja con su boca sin labios. Su expresión parecía aún más diabólica así—. El nene ya ha demostrado lo responsable y bueno que es... Y ahora, admítelo... En realidad no quieres porque tienes miedo. Sí, es eso, tienes miedo..., no niegues con la cabeza, se te ve bastante ridículo e inseguro así... Tienes miedo de que te mate, o peor aún, te abandone en mitad de la faena. Tus inglesitos no te lo perdonarían entonces, ¿eh? Te matarían ellos. Tienes miedo a que descubran nuestras intenciones y te pongan de patitas en la calle... Sí, no lo niegues... ése ha sido siempre tu gran problema, Fudge: tienes miedo a perder la cartera que ostentas.
Eso le tocó la fibra a Fudge. No era la primera vez que le decían eso. Se sintió ofendido sobremanera. Que los dos magos con ideologías más diferentes de todo el mundo (lord Voldemort y Albus Dumbledore) le hubieran dicho lo mismo, era algo que le llenaba de rabia, quizá porque aquello obligaba a su subconsciente a admitir una verdad que su orgullo negaba. Sintió, como otras veces que cuestionaban su trabajo, un acceso de fortaleza.
—No... no... No voy a permitiros el control, de ninguna manera... bueno, quiero decir...
—Shhhhhhh... te estabas portando bien, Cornie. No lo estropees. No trates de negarme las cosas... Lord Voldemort lo sabe todo... Sólo ayúdame y todo te saldrá bien. Vamos, sé como eres... ¡no es malo! Tienes el poder para hacer lo que quieras, ¡eres el condenado jefe del cotarro!
—Tengo el poder para organizar a nuestra gente, no para hacer lo que me venga en gana ni para hacer el Mal...
—No hay diferencia entre el Bien y el Mal —dijo Voldemort majestuosamente.
—Sí la hay —corrigió Fudge mientras se recolocaba el sombrero verde de hongo y la capa a rayas—: el Bien no sirve al Mal. Y ahora, si sois tan amable, sacadme de aquí y devolvedme a mi despacho. Buenas noches.
Y con un saludo de la mano, dio media vuelta y se marchó con más entereza de la que nunca antes había tenido, pero con el miedo y la incertidumbre brillándole en los huidizos ojos. Voldemort lo observó marcharse, y cuando Fudge se giró hacia él al llegar a la puerta, hizo un gesto con la mano... y de ella brotó una neblina roja. El ministro abrió la puerta, receloso, y abandonó el misterioso y oscuro palacio.
Voldemort se repanchigó entre los cojines verdes y plateados de su alto y negro trono de mármol.
—Necio... No hay diferencia entre el Bien y el Mal —repitió para sí entre susurros—... Y si la hay, para ti ya es tarde...
Y se rió. Rió a carcajada batiente, una carcajada fría, aguda, áspera, espeluznante... una carcajada que poco a poco se fue volviendo más y más amarga hasta acabar en un resoplido de rabia...
―Oigan, no sé qué me están ocultando ―dijo Jackson furioso a los señores Monk en cuanto le abrieron la puerta―. Lo único que sé es que o dicen la verdad aquí en su casa o la dicen en una celda de la comisaría.
―No sabemos de qué nos está hablando ―respondió el señor Monk con un tic nervioso en las manos que indicaba todo lo contrario.
―¿Podría usar su cuarto de baño? ―preguntó Scott.
La señora Monk lo miró extrañada y afirmó con la cabeza.
―Al fondo a la derecha, como siempre.
―Gracias.
Sanders se internó en la pequeña casa. Cerró la puerta del cuarto de baño, se remangó la camisa y abrió el grifo, dispuesto a despejarse con un poco de agua en la cara. Su vista se desvió hacia un rollo de papel higiénico que reposaba sobre la cisterna.
Un recuerdo le vino a la mente. Él, después de ver su serie favorita en esa caja que, para estar inventada por ellos no era mala idea, colocando la compra del mes, y un condenado cachivache vibrando en el bolsillo de su pantalón. «Sanders... Scott Sanders» contestó cuando un hombre le preguntó su nombre. Scott... en la vida había escogido un nombre tan ridículo.
Desechó ese absurdo pensamiento y se centró en lo que lo había llevado hasta allí. Ese policía estaba yendo demasiado lejos. Y no podía descubrir los secretos que esa familia encerraba... por suerte, los padrinos de la niña no parecían estar al corriente de nada. Seguro que habían sufrido mucho al creer la muerte de su ahijada, y ahora esto...
Después de mojarse el pelo, buscó un peine en sus gigantescos bolsillos. No lo encontró, y abrió un armario del cuarto de baño en busca de uno. Y, como otras veces, esa manía suya de hurgar en lo ajeno le salvó de un gran aprieto. Tras botes de crema, jabones y peines, sobresalía una foto, como si la hubieran escondido ahí aprisa. Una foto de los señores Monk con la niña... una foto especial, como la que su misma cámara hacía.
Corrió enseguida hacia el recibidor donde su "compañero" trataba de sacarles la verdad al angustiado matrimonio.
―¡Baje la voz, se lo ruego, va a despertar al niño!
―Se lo repito por última vez. Sabemos que la niña está viva. Sabemos que ustedes nos han engañado, sabemos que saben más cosas...
No pudo decir ni una palabra más. Scott Sanders le golpeó en la cabeza con la culata de su pistola.
―Y con eso sabéis demasiado, muggles. Caballeros ―dijo, dirigiéndose hacia los Monk, que miraban estupefactos―: la Comunidad Mágica les agradece enormemente su firmeza a la hora de mantener nuestro secreto. Esta tarde recibirán una visita desde el ministerio para informarles acerca de su situación.
―¿Cómo...? ... ¿Quién es realmente usted?
―Caèsar Croaker, del Cuerpo de Infiltrados, Departamento de Conservación del Secreto de los Magos ―sacó una varita de su chaqueta y hechizó al policía. Después se lo cargó en los hombros como si fuera un liviano saco―. No se preocupen, cogeremos a la bestia que le hizo eso a su hermana. Y, si me disculpan ―añadió, agitando una bolsita transparente con polvos blancos―, tengo que archivar este caso en el cajón de los olvidos...
