Cicatrices de lujuria, por Shun de Andrómeda y Shaka
Capítulo 6
Cause all of the stars
Are fading away
Just try not to worry
You'll see them some day
Stop crying your heart out. Oasis
Nunca un encuentro con sus compañeros de armas le resultó tan siniestro. Si ya de por si le costaba verse a si mismo en su posición, ver a los demás como caballeros de oro no encajaba con sus predisposiciones mentales.
Pero tuvo que hacer esfuerzos. Allí estaba Mu el Patriarca, encabezando la reunión que congregaba a Shiryu, caballero de Libra, a Aioria, caballero de Leo, a Seiya, caballero de Sagitario, a Shun, caballero de Virgo, a Hyoga, caballero de Acuario… A Milo, caballero de Escorpio.
¿Qué pensaría y sentiría Milo al verle ahora, poseedor de la armadura de su maestro? Aquel hombre, con el que luchó fieramente, y con el que el propio Camus había mantenido una tormentosa relación a espaldas de los demás, durante casi una década.
Camus, muerto. Por él. Por su heredero.
Hyoga, muerto por otro compañero. Muerto de una estacada en el corazón. No, mejor dicho, herido letalmente, pero decidido a seguir en la vida, como un fantasma de terrible poder para el adversario.
Una vez todos congregados, el Patriarca tomó el turno de palabra.
- Compañeros míos, gracias a la labor de los guardianes de la séptima y undécima casa hemos podido anticiparnos a un ataque evidente. Los veteranos recordarán la insurrección de los batallones de Ares, pese a que en aquellos momentos, los que ahora nos encontramos aquí éramos aún aspirantes a nuestras armaduras. Tras este silencio parece que… Los seguidores del dios de la guerra no aceptan la nueva distribución de esta Orden.
Mu habló con cierto pesar, de si mismo. Era él, su nuevo cargo, aquello que ocasionaba el conflicto. Ahora, más que nunca, era preciso demostrarle el total apoyo y confianza.
- Tenemos que impedir, a toda costa, que se alce la sombra sobre Santuario nuevamente – prosiguió el tibetano – Estamos débiles, faltan muchas casas por ocupar, y todos arrastramos secuelas de la guerra santa. Por ello, he creído oportuno desarrollar la guardia en tres frentes.
El antiguo caballero de Aries posó su mirada, serena, pero firme, con toda su imponencia, en los elegidos. Con el porte que sólo el Patriarca podía poseer.
- Milo, Aioria, mis compañeros durante tantos años, os confío la guardia de este recinto sagrado. Sois la voz de la experiencia.
Tras aquello, centró su atención en los nuevos dorados.
- Shiryu, Seiya, Shun, Hyoga… Valerosos guerreros, lo habéis demostrado todo tiempo atrás en la batalla. Sois el puro ejemplo de la superación, de la entrega. Tenéis, igualmente, el don de la juventud. Os encomiendo el atacar al enemigo desde su posición, impedir que llegue a mayores. Por la eficacia que habéis demostrado anteriormente, os dividiréis en dos grupos. Shiryu, Seiya, iréis a la lejana región de Esparta, allí debe encontrarse el foco a sofocar.
No hizo falta que mencionara los nombres. Desde que Mu había designado funciones a los veteranos, supo que tendría que compartir el frente nuevamente con el caballero dorado de virgo.
- Shun, Hyoga. Vosotros cubriréis el perímetro de Santuario, impediréis que entre el enemigo en caso de emboscada. Recordad todos, somos un equipo, dependemos únicamente los unos de los otros para prolongar la supremacía de la Diosa en estos tiempos inestables. Cuento con vosotros, al igual que espero que podáis contar conmigo. Partiréis al amanecer.
Todos guardaron un respetuoso silencio.
- Si no deseáis agregar nada, podéis retiraros. Descansad, la buena nueva será dura. Gracias por atender a mis palabras.
Lucharía, sin pretensiones personales, tal y como habían acordado. Santuario le necesitaba, a él y a su cero absoluto, no a sus cicatrices de lujuria. Cicatrices que le escocían, recordándole todos los hechos acontecidos, los impulsos incontenibles, las dos únicas veces que había experimentado el sexo junto a la persona que le enturbiaba razón y alma.
La cicatriz que ahora debía prevalecer era la que finamente había quedado en su muñeca tras la ofrenda de sangre a su armadura. Ahora le pertenecía a ella. Oro y piel en una mortífera aleación. Leyes físicas desafiando a la naturaleza, sirviéndole en su destreza como gobernador de los hielos, sesgando vida bajo su devastador poder.
Presentó sus respetos a Mu, y se encaminó a su templo, mudo, sin mediar conversación con sus compañeros, todos debían estar sopesando la situación. Pero, con cierto pudor y auto recriminación, estuvo seguro de que ninguno estaría pensando lo que él.
Puede… Que sea mi última noche… Cómo me gustaría pasarla, si así fuera, entre la lascivia de tu cuerpo… De ese cuerpo tuyo que me has prohibido, y del que no puedo olvidarme, por pocas que sean las horas que separan nuestra última declaración de principios.
Podía sentirle, como si respirara en su nuca. Tal vez volver a meterse en la corriente de agua helada que regaba el templo de Acuario ayudara a mitigar sus cálidos pensamientos.
Voy a volverme loco, y no, no puedo. La batalla me llama. Atenea vuelve a reclamarme. No puedo ceder a mis egoístas anhelos... Pues sirvo a una mujer, a una diosa virgen… Virgen…
Ya había anochecido. Una estrella fugaz surcó el cielo a una velocidad endiablada. Supo que era signo, sin duda de mal augurio.
Shun siguió con su mirada aquella estrella fugaz que a su paso rasgaba el tapiz negro agujereado de estrellas que la noche tejía conforme el tiempo pasaba. Pensó en pedirle un deseo, pero lo que quería era sencillamente imposible. Se recostó sobre la tierra para adoptar una postura más cómoda. Los pétalos de las amapolas le acariciaban sus mejillas, las hiedras se confundían enredándose en su melena verde y las margaritas se entrelazaban entre sus dedos. El perfume dulce que despedían las flores envolvía a todo el jardín de los Sales, pero para Shun, que permanecía tumbado mirando hacia el firmamento, aquella pesada fragancia no era suficiente como para eclipsar otra que llevaba tatuada en su piel. Incluso tras varios días de ausencia y después de tomar un largo baño, el inconfundible olor almizclado de la piel de Hyoga seguía impregnado en la suya. Aspirar aquel perfume era una tortura sutil que evocaba demasiados recuerdos a la mente de Shun, por ello elevó la mano hasta su camiseta, la agarró con firmeza y se la llevó hasta la nariz. Entonces aspiró profundamente e intentó colapsar su olfato con aquel aroma denso y pesado, a base de incienso y especias asiáticas, que caracterizaba su propio perfume.
El silencio todo lo invadía. Hyoga recordaba a su maestro en cada rasgo, cada mueca o ausencia de ella. Cada frase pronunciada con su fría y austera precisión.
Aquella era la palabra que mejor definía al templo de Acuario. Precisión. Un antro tan milimétricamente perfecto que parecía estar hecho de hielo, en lugar de albergar a seres hechos de esa misma materia. Hacía mucho que no conseguía conciliar el sueño. Algo tan simple y sencillo como dotar a la mente de un merecido descanso físico se había convertido en una quimera. Y antes que tratar de poner remedio, había asimilado el insomnio como otro rasgo inseparable de su carácter. En lugar de dormir, se pasaba las noches en vela, caminando por la cuerda floja que unía el inconsciente del consciente, en una neblina de imágenes difusas, recuerdos, pensamientos, y el incesante sonido del torrente acuífero que recorría aquel vacío lugar. Oía correr el agua. Curioso, pero era un sonido que desconocía. Su elemento le había acompañado a lo largo de su vida, pero en forma de mar que rompe furioso contra la superficie, en forma de hielo que se desquebraja. Nunca en corriente líquida que fluye sin descanso. Y así, enredado entre las sábanas que fueran en su día de Camus, con la mirada perdida en la negritud de la habitación, aguardó, más muerto que vivo, a que llegara el nuevo día, pese a que cada vez éste se le presentaba con más motivaciones que la de seguir arrastrando su peso, ahora incrementado por el la armadura de oro que debía portar, y el peso moral de saber que estaba cometiendo una atrocidad al desear como hacía a un compañero. Más que eso. Shun… No era un mero compañero. Ojalá sólo lo fuera. Sacó paciencia de donde pudo para no ponerse en pie al menor asomo del sol entre la columnata que abrazaba al pórtico de la undécima casa. No debió ser cisne, sino gallo que diera la bienvenida al astro rey nada más asomar por la tierra. Retrasó cuanto pudo el momento de su partida, contemplando nuevamente su imagen en el líquido espejo, no por banalidad, sino por puro estupor y absorción.
Me he convertido en una sombra de mi mismo. Y como sombra que ahora era, mudo ultimó lo que necesitaba, cambiando una caja de Pandora por otra. La Armadura de Acuario era delicada, esbelta, suave y helada al tacto, pero suya. No sentía otra cosa salvo tibieza al vestirla. La había portado anteriormente, y aún así seguía maravillándole sus formas, lo suficiente como para no echar de menos su emblema de bronce. El dorado de sus cabellos se confundía con el de la tiara. Se la quitó nuevamente para sostenerla entre las manos, aún quedaban en ella restos de su sangre tras la ofrenda que le había hecho, la cuál no se encargaría él de limpiar. Bajó hasta el templo de Virgo, el que parecía no encajar en aquel conjunto de fábula mitológica con su diferenciada divinidad en forma de incienso y rituales hindúes.
O al menos… Esa había sido su faceta antaño. Los tiempos… Habían cambiado.
La noche había sido fría, pero no lo suficiente como para despertarle. Los tenues rayos del sol se colaban entre las hojas de los sales gemelos y golpeaban como bofetadas las mejillas de Shun. Acababa de amanecer y las pequeñas gotas del rocío comenzaban a deslizarse por los pétalos de las flores que acariciaban el cuerpo de Shun, para después estrellarse con la tierra sobre la que yacía. Aún tenía su camiseta pegada a la nariz.
Con esfuerzo abrió las dos grandes hojas de las puertas que separaban el templo de Virgo con el jardín y justo tras de ellas, para su sorpresa, Shun se encontró de frente con Hyoga portando a Acuario y con su tiara en las manos. La luz inundó la estancia y sus rayos despertaron miles de destellos en la superficie del metal reluciente de Acuario, envolviendo el cuerpo de Hyoga con un halo que parecía divino. A su lado el aspecto de Shun dejaba mucho que desear.
-Ah, Hyoga me has asustado. Perdona – dijo mientras intentó adecentar un poco su pelo con un gesto rudo dentro de la gracilidad de sus movimientos-. No sabía que habíamos quedado. No creí que fuéramos a partir tan pronto… ni tan temprano.
Fue grata la sorpresa de encontrarle tan prontamente. Se sentía sumamente extraño, partiendo de templo en templo, como si le costara aún asimilar que ahora ese era el lugar al que pertenecían. Mientras aguardaba, trataba de elevar ligeramente su cosmos y borrar así los signos de cansancio que empezaba a acusar. El aire en el Jardín de Sales era dulce, algo denso para su costumbre. Diferente a todo cuánto conocía.
En Siberia olía a frío. A aire cortante. A hielo. A nada.
Shun no tardó en recibirle con unas curiosas frases lanzadas como si nada hubiera pasado en las horas antes, como si su presencia no le supusiera una leve tortura.
Aunque fuera leve, me daría igual… Es la indiferencia lo que me he duele como si me clavaran una flecha en el pecho y la revolvieran una y otra vez.
- No habíamos quedado en verdad… Pero creí conveniente emprender cuando antes el camino. Será un día largo.
-Sí, eso se nos ordenó. Discúlpame, pero tengo que asearme un poco. Haz el favor de esperarme. –Shun se sorprendió de su actitud. La conversación entre ellos se había convertido de nuevo en una sucesión de frases escuetas y extremadamente frías, poco personales. De seguir así se acabarían comunicándose mediante monosílabos. - No tardaré mucho. Puedes sentarte si quieres.
Al pasar justo por el lado de Hyoga no pudo evitar inspirar el aire que rodeaba el cuerpo de Acuario. No entendía porqué lo hacía, se había pasado toda la noche intentando esquivar ese olor y en la primera oportunidad que tenía lo buscaba ansiosamente. La oleada de fragancia fue muy leve, pero lo suficiente como para que Shun reconociera su especial aroma. Tampoco entendió porqué, pero en aquel instante se sintió reconfortado.
Tras quitarse unas cuantas de hojas secas que se le habían quedado enredadas en el pelo, en el baño Shun se dio lo que para él era una ducha rápida, por consideración a Acuario que esperaba fuera. Así, casi veinte minutos después, Shun salió y se situó empapado frente al espejo. Acercó su rostro hasta la superficie del cristal y allí se miró fijamente durante unos minutos, observando como las gotas de agua se escapaban de su pelo, se deslizaban por su nariz y llegaban a su barbilla para acabar escurriéndose por el sumidero del lavabo. Más tarde salió hasta donde esperaba Hyoga. Su cuerpo aún chorreaba, formando un pequeño charco bajo los pies de Shun. Esta vez no estaba tapado con nada.
Esperó, pacientemente, abstrayéndose en los relieves de los frisos que, aunque a simple vista eran iguales que las de los otros templos, no era así. No había tenido ocasión de visitar como merecía aquel lugar. El maldito perfume a sándalo que lo impregnaba todo empezaba a marearle. Y aún más la perspectiva de que pronto sería el propio Virgo quien portara aquel aroma donde quiera que fuere, como un elemento indivisible de su nueva posición. Del signo místico del zodiaco.
Buscaba con la mirada la armadura de Virgo. Ambas, la de él y la suya, tenían rostros. La de Acuario miraba, insultante, con ojos vacíos. La de Virgo, con parpados bajos, imploraba a los techos. Y se descubrió a si mismo montándose la depravada imagen mental de ambas bocas de oro fundiéndose, condenando a sus portadores a seguir el mismo rumbo.
Tal vez aquel rostro sin aparente vida que rezaba a los dioses cerraba los ojos eternamente para no ver el espectáculo de contemplar a su guardián, con su insultante belleza, invadir el templo sagrado que, al fin y al cabo, era suyo.
Si Shun quería pasearse por su templo sin más vestido que el suyo propio, estaba en su derecho. En aquel momento, la nota discordante…
Era el propio Hyoga. Muy a su pesar, era incapaz de apartar de él su atención, resistiéndose a ceder, amparado por la repentina vibración que en su armadura sentía.
Algo le decía… Que Acuario no quería el acercamiento de Virgo. Aunque el hombre que la portara perdiera la cabeza por ello.
Sin apartar su mirada de los ojos atónitos de Hyoga, se dirigió con paso lento y decidido hasta éste. Cuando ya estuvo casi rozando con su pecho el de acuario, acercó sus labios al oído de Hyoga y le susurró: "Terminemos lo que empezamos en aquella cabaña, sin importar qué día es hoy ni qué somos ni qué debemos hacer. Tan solo tú y yo, y nadie más. Sólo nosotros dos." Después acarició el lóbulo de la oreja con la punta de su lengua, frotando su mejilla contra la de Acuario, esperando a ver cuál era su respuesta. La tiara se deslizó de entre los dedos de Hyoga y se estrelló contra el suelo. Le recostó sobre la pared adaptando ambos una postura más cómoda. Entonces llevó sus manos hasta sus hombros y empezó a desabrochar los enganches que unían las magníficas hombreras de Acuario con el resto de la armadura. Un chillido estentóreo lo detuvo. Miró a Hyoga pero éste no había reaccionado, quizás todavía estaba demasiado desconcertado, pero no parecía que él hubiera escuchado nada. Daba la impresión de que aquel sonido en realidad no había existido, sino que directamente había sonado dentro de su cabeza. Tras un momento de silencio prosiguió despojando a Hyoga de su armadura, no atribuyéndole mayor importancia a lo sucedido, por que ya sabía quién había sido la que había gritado.
Nunca me quisiste ¿verdad? Nunca fui lo suficientemente bueno para ti. Y por más que me esfuerce a tus ojos nunca lo seré. Pero eso ya me da igual. Tendrás que asimilar que yo soy el único que tienes. Si me das la espalda moriremos los dos. Entérate de una vez que por mucho que chilles nada cambiará, y yo seguiré haciendo lo que me venga en gana.
Al parecer, debido a la pausa que hizo Shun, Hyoga salió de su ensimismamiento y lo agarró por los hombros y lo apartó de su cuerpo. Pareció que intentaba decirle algo. Su mirada se volvió confusa y sus ojos acuosos se cristalizaron, quedando dos duros diamantes.
No pudo mostrar más incredulidad ante aquel acto. Le desconcertaba. Primero le deseba, luego le rechazaba. Y ahora que acudía en calidad guerrera a por él… Le provocaba, hasta limites insospechados.
Pese a todo, se dejó hacer, cegado por la excitación entremezclada con el sueño y la falta de pudor que aquella extraña relación con Shun empezaba a cobrarse.
Terminemos lo que empezamos en aquella cabaña, sin importar qué día es hoy ni qué somos ni qué debemos hacer. Tan solo tú y yo, y nadie más. Sólo nosotros dos.
No una sombra de si mismo, sino una marioneta. Eso era en lo que se había convertido. Las altas dosis de hormonas reprimidas en su adolescencia inexistente así lo habían querido. Aunque se hubiera prometido superponer el deber al deseo… Hyoga siempre había inclinado la balanza hacia lo que su corazón quería.
Y en este caso, alma y cuerpo ejercían una fuerza de difícil contrapesar. Entrecerró los ojos, sintiendo el roce de su piel, húmedo, contra la suya.
… Lo que empezamos en aquella cabaña…
Quería acabar con aquello, cuanto antes. Volver a tenerle entre los brazos, estar entre sus piernas. Romperse en añicos al estrellarse contra el suelo de la realidad, como la tiara que resbaló de sus dedos sin control mientras los labios gritaban por ser mordidos y tapados por otros.
Pero algo… No iba como debiera. Un ápice de culpa, de remordimiento, de rabia, subsistía entre el maremoto de feromonas. Y Acuario se quejaba. Acuario quería permanecer con su dueño, aquel que la había regado de sangre. Su donante.
Chilló con una reverberación aguda y molesta cuando Shun separó las hombreras del resto del conjunto.
Virgo paró momentáneamente, lo suficiente como para sopesar la situación, y que su mirada, hasta entonces ciega y sumida, quedara anclada en el infinito por encima del cuerpo del otro, que volvía a rehacer la tarea, tratando de extraer parte de la pechera.
Tragó saliva, sabiendo que más valía arrepentirse después que cometer un acto estúpido, de lo cuál contaba con amplias posibilidades.
El corazón seguía latiendo con fuerza, su excitación era palpable, pero era un guerrero de los hielos, y algo había aprendido en todos aquellos años, aunque su maestro nunca lo creyese.
Le separó con ahínco por los hombros, apartándole de él. Su voz por un momento fue un calco de la del propio Camus. Tanta frialdad le asustó hasta a si mismo.
Pero como buen calco, no dejó que ese súbito estremecimiento fuera percibido.
- No… Lo que hubo de pasar aquella noche, debe quedar ahí. No quiero someterme a tu juego sólo cuándo tu quieras. Empiezo a estar cansado… De todo. Me dijiste que podíamos empezar desde cero, pero… No es esta la forma en la que quiero llevar las riendas de la relación que ahora tengo que tener contigo.
Se arrodilló para recoger las piezas faltantes, notando como la vibración de Acuario remitía hasta hacerse inexistente al volver a estar toda ensamblada.
- Es hora de partir. Te esperaré fuera.
Y pisando con fuerza para que el sonido tosco y seco de los tacones de oro de la armadura resonaran en todo el templo, volvió a abandonar la antesala.
Aunque miserablemente cansado, se sintió victorioso en la batalla que contra si mismo había emprendido.
Pronto… Serás igual que él… Hyoga de Acuario.
Mientras escuchaba cómo se alejaba el sonido metálico del tacón dorado al estrellarse contra el suelo, Shun permaneció prácticamente inmóvil en el lugar en el que hacía unos instantes pudo oler con mucha intensidad el perfume de su pelo. Se quedó compungido y contrariado. Se sintió como si estuviera inmerso en el juego del tira y afloja, o como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer. Justo cuando el antiguo cisne ya estaba a pocos pasos de cruzar el umbral de la puerta, Shun miró hacia donde él estaba y con los ojos enfurecidos le detuvo.
-¡Hyoga! ¡Espera! ¿Es que no es esto lo que querías? ¿Introduces tu lengua en mi boca y ahora te da un ataque de vanidad? ¿Crees que no he notado el bulto de tu entrepierna? ¡No es lo que yo quiero porque sé que lo deseas más que yo mismo! Dices que este no es el tipo de relación que quieres tener conmigo… ¡pero hasta ahora no has hecho más que follarme! –Las lágrimas empezaron a asomar de entre los párpados de Shun y su voz comenzó a quebrarse, pero intentó contener estos signos de debilidad unos segundos más por eso hizo una pequeña pausa y se incorporó. Su erección aún era palpable.
Definitivamente, no entendía nada. Estaban inmersos en una espiral de deseo, atracción y repudio por partes iguales. No sólo había obtenido un campante rechazo cuando se le había declarado tras la citación con el Patriarca a la llegada del Pirineo, sino que ahora le reprochaba que sólo se había limitado a lo puramente físico.
¡…Hasta ahora no has hecho más que follarme...!
Y si Shun efectivamente pensaba que se había limitado a tirárselo sin más… Estaba muy equivocado. Sintió lástima por él, por haber malinterpretado la situación o… Tal vez por haber dejado entrever cuáles eran sus verdaderos sentimientos, camuflándolos bajo una acusación en busca de lo que quería.
Porque aunque a Virgo le reventaba… Le conocía muy bien. En el fondo, siempre había hecho lo mismo, aunque su nivel de cinismo hubiera aumentado hasta límites insospechados tras lo ocurrido en el Inframundo.
- A follarte, dices… Si es esa la impresión que te has llevado… Es una auténtica pena. Nos peleamos, lloré por ti, te confesé que te quería… Y sin embargo, tienes la desfachatez de venirme con esas… Te deseo, sí, no puedo negarlo como no lo hace mi cuerpo. Pero esto… Es algo muy serio para mí. Ignoro si lo sabes, lo intuyes, o te diste cuenta, pero fue contigo con quien rompí mi voto de castidad. Pensaba que tantos años juntos al menos te habrían servido para darte cuenta de la importancia que llego a darle a los pilares en los que me he criado. Y aunque mi maestro fuese un hipócrita, me los inculcó, y yo los acepté…
Dejó la frase en el aire, absorto en las imágenes que le venían a la cabeza al pronunciar esas palabras en un murmullo prácticamente para si mismo, de tan baja intensidad que posiblemente el otro habría sido incapaz de percibir.
- Los acepté, aunque le sorprendiera en la cama con otro allá en Siberia. Aunque supiera que era una patraña…
El guardián de la casa había perdido los nervios y la compostura. Aún así, no se giró para verle.
Yo te hablé de algo entre nosotros, pero tú no aceptaste. Y ahora me acusas de no querer precisamente eso que deseo… No te entiendo. No puedo entenderte.
-Hyoga, lo que dices no se corresponde con lo que haces. Y por favor, deja de quejarte de una vez. Nunca he dudado que tuvieras un entrenamiento duro y difícil, todos lo tuvimos. También puedo imaginar cómo pudo ser Camus como maestro con lo poco que conocí de él y de alguna forma pude llegar a intuir que las normas de acuario siempre iban más allá de Atenea y su orden. Bien, has roto las severas reglas de tu casa, ¿y con tan solo eso pretendes hacerme creer que por mí has sacrificado todo? ¿Sabes? No eres el único que se rebela contra normas. Esta casa que se alza sobre nuestras cabezas de una manera silenciosa también impone su doctrina, a través de preceptos rígidos como el diamante, nunca dichos pero intuidos por todos, porque suenan directamente dentro de nuestras cabezas. ¡Todas las casas los tienen! Flotan por las corrientes de viento que acarician el templo, están impresas en sus columnas y viven entre los átomos de las armaduras. Están vivas, eternamente latentes. Son parte de Virgo, es Virgo. Y tú, oh mi pobre Hyoga, te torturas inútilmente debatiéndote entre lo que debes y lo que deseas hacer. ¡Qué te gusta compadecerte! Ambos sabemos de antemano el resultado de esa lucha. Así que deja de sufrir, decídete y elígeme a mí, porque al final ambos escogeremos lo mismo, y juntos lucharemos por Atenea.
Aunque Hyoga intentaba fingir indiferencia, no dudó en decírselo incluyendo varias mentiras y medias verdades, porque por mucho que simulara que no le afectaba, Shun sabía que aunque no quisiera Hyoga le escuchaba.
- Sin embargo tú te empeñas en seguir resistiéndote, continúas resistiéndome. ¡Bien, vuelve a elegir a Camus! ¡Sigue sufriendo, porque en el fondo te encanta! ¡Si eso es lo que quieres, es lo que tendrás! A partir de ahora nuestra relación se limita a la orden de la caballería, exclusivamente.
Hyoga permaneció quieto y de pie durante un instante eterno, dándole en todo momento la espalda a Shun. Después, sin volverse, siguió caminando hasta la puerta. Un silencio sepulcral, a excepción del caminar de Hyoga, se hizo con el templo. Al ver que su chantaje emocional no surtió efecto con Acuario, se derrumbó de rodillas sobre el suelo y alzando su mano hasta donde el rubio estaba empezó a rogarle. Pero el poco orgullo que aún tenía evitó que las súplicas fueran lastimeras y quejumbrosas, aunque las lágrimas ya le regaban las mejillas, y es que el llanto es una de las cosas que Shun nunca fue capaz de controlar.
-Hyoga… vuelve aquí…
No lo haría. Era el momento de que llegaran de una vez a una determinación. Y la misión les llamaba. De nada serviría ahora retrasar lo inevitable. Como dos caballeros de oro que eran, harían lo estipulado. Y cuando la noche llegara, si es que seguían con vida, y pudieran dejar momentáneamente la armadura en un segundo plano para volver a ser simples mortales, ya se vería que ocurría. Algo le decía que aquella frase encerraba mucho más de lo que a primera vista decía.
Y que no podrían librarse de la batalla entre Acuario y Virgo, entre Hyoga y Shun. Tal vez era la condena de la penúltima casa. Acuario y Escorpio. Y ahora el sucesor de Camus era el encargado de perpetuar la guerra entre corazón y razón. Dos campos irreconciliables.
Así siguió avanzando, perdido en el eco de sus pasos, hasta la salida. El cielo ya estaba limpio, de un azul brillante que pronto ganaría en intensidad. Los insectos conformaban una molesta orquesta que llenaba el ambiente de vibraciones incesantes.
Aquel calor le mataba, por lo que bajó su temperatura corporal, en estrategia para contrarrestar su falta de aclimatación al austero y húmedo entorno mediterráneo.
Mientras tenía la mirada absorta en la difusa línea que unía mar y cielo, seguía rememorando el día en que conoció al que luego resultaría ser nada más y nada menos que Milo de Escorpio.
Como todas las mañanas durante sus años de entrenamiento, acudía con Isaac a primera hora a recorrer varios kilómetros por los glaciares. Carrera, ensayo de golpes, resistencia, desarrollo de técnicas de congelación… Ambos tenían el nivel suficiente como para llevar solos la estricta rutina, y el finlandés se encargaba de supervisar sus fallos o logros.
Fue una mañana como otra cualquiera. Hacía poco que habían cumplido años ambos. Uno 16, el otro 15. Regresaban al refugio haciendo frente a las habituales heladas ventiscas, que tan bien habían aprendido a imitar. Pero como últimamente venía siendo habitual, sus caminos se separaron.
Isaac le pidió nuevamente el favor de que le encubriera, mientras él escapaba por unas horas hacia la aldea. Sabía perfectamente a lo que iba. A encontrarse con alguna de las chicas de las que le había hablado.
Y es que, entre golpe y golpe, solía jactarse de sus correrías con las muchachas siberianas de la aldea a la que acudían a abastecerse. Una vez le acompañó, aprovechando una de las muchas ausencias de Camus, las cuáles podían prolongarse varias semanas, y descubrió la enorme atracción que ejercía entre las jóvenes, tanto de su edad, como en las que no.
Incluso alguna mujer mayor trató de insinuársele, jugando al atrayente juego de seducir a jovencitos inexpertos e introducirlos en el laberinto del sexo y la carne. Todos conocían a los jóvenes ahijados del hombre al que las ignorantes gentes llamaban "el mago del hielo", el extranjero y el compatriota que había naufragado hacía años cerca del lugar.
Al niño que se había convertido en un adolescente sumamente atractivo. Las jovencitas le admiraban, y las mujeres le decían sigilosas que de entre todos, era el más hermoso.
Pero era incapaz de desobedecer a las órdenes del francés.
Isaac… El Maestro Camus nos ha dicho que…
Que diga lo que quiera. Ya controla nuestras vidas como guerreros, no es justo que también nos ponga otro tipo de límites…
Y mientras Isaac cedía y finalmente se iba del brazo de una, él salió del lugar, y le esperó, pacientemente, haciendo oídos sordos de los cantos de sirena que intentaban atraerle.
Lo que esas sirenas terrestres no sabían era que sus lenguas viperinas no surtían efecto en él. No sólo la palabra del maestro era un fuerte condicionante en su posición…Ninguna de aquellas mujeres era lo suficiente hermosa. Ninguna podía compararse con ella.
Con su madre. Ninguna era capaz de eliminar los recuerdos que tenía de Natasha, los cuáles con el paso de los años y la desesperación de sus días habían acabado por recrear una imagen casi mística de la difunta joven que le había dado la vida.
Para Hyoga las mujeres eran frágiles, inestables. Él no había tenido a ninguna mujer en su vida. Las mujeres buscaban protección.
Y eso era precisamente… Lo que él a su vez buscaba. Así que mientras Isaac daba sus primeros pasos en el terreno del desenfreno, él empezó a ser consciente de que no podría llegar a sentir lo que su compañero y amigo por una fémina.
A aquella escapada habían seguido muchas en las que el mayor de los aspirantes a la armadura del cisne había acudido solo, pues se negó a volver a repetir la experiencia. Así que se dirigió a la humilde cabaña en la que los tres convivían, esperando no encontrar a nadie…
Y encontrando a su maestro en una situación más que comprometida con otro hombre de larga y espesa melena al que sólo pudo ver de soslayo.
No sólo se ganó un duro castigo físico con aquella inoportuna intromisión, sino una austera y larga charla acerca de los votos, de las curiosidades propias de la edad en la que se encontraba y demás sermones que tragó sin despegar la mirada del suelo.
Su primera experiencia en el terreno sexual, aunque hubiese consistido en el discurso atropellado y furioso de Camus, le había marcado bastante. Pero más que su sermón, la imagen de verle retozar en brazos… De otro.
De un hombre.
Así, cuando años más tarde se produjo el encuentro entre ambos, cada uno sabía perfectamente de quién se trataba el otro. El alumno de Camus… El amante de su maestro… Pero era mejor guardarlo en el secreto y no sacar a relucir situaciones del pasado.
Y ya con el paso de los años y las circunstancias, en aquella Orden compuesta casi prácticamente de integrantes masculinos, confirmó lo que una voz apagada en su interior desde hacía mucho le decía.
Lo ocurrido con Shun había sido el punto y final en aquella lucha interna. Mientras que muchos de sus compañeros se reconocían abiertamente bisexuales, él no compartía gustos por ambos sexos.
Rompiendo con todos los dogmas que le habían tratado de inculcar, los de un maestro que proclamaba lo que él mismo no cumplía, y los de una religión arcaica que sólo conservaba como parte de una identidad difusa y sin carácter convincente, había asimilado su homosexualidad.
Convenciéndose de que ese era el primer paso, y el segundo, no anclarse eternamente a Shun, o terminaría de volverse loco. La vida podía ser más corta de lo esperado, y tal vez pudiera encontrar en el sexo una vía de escape mortal a sus problemas inmortales.
Al final, Isaac… Tú tenías razón. Como siempre.
Y de entre todo aquel macabro mundo que le rodeaba, Virgo no podía ser el único en el encontrar con qué alimentar el fuego que sólo ahora requería de ser alimentado, antes de terminar de ser extinguido bajo el yugo de la muerte.
Renunciar a un amor imposible por la búsqueda fácil de placer y olvido. Además, podría ser un arma de doble filo. Así comprobaría… Qué intenciones exactas tenía el antiguo portador de Andrómeda con respecto a él, puesto que aunque los celos eran un arma rastrera, la máxima de que todo valía en el amor y la guerra parecía cobrar sentido.
En batalla lo había comprobado… Y ahora probaría suerte en ese otro campo desconocido.
Hyoga despareció bajo el dintel de la puerta, siendo engullido por la luz brillante con el que el sol griego envolvía al santuario. Virgo hizo de tripas corazón y con un esfuerzo sobrehumano se volvió a incorporar y dejó de sollozar. Aunque seguía llorando en silencio. Más tarde, cuando ya se hubo vestido y portaba la armadura de Virgo, el llanto era sólo interno. Encontró a Hyoga de pie bajo aquel sol de castigo mirando hacia el horizonte. Justo cuando pasó tras de él, y sin detenerse, dijo en voz alta simulando un falso orgullo casi ridículo: "Vayamos a encontrarnos con Seiya y Shiryu. Hoy partirán, quiero despedirme de ellos." Sin cerciorarse si Acuario le seguía continuó subiendo el sendero que le llevaría hasta la casa de Shiryu, la de libra. En aquel instante se dio cuenta que su templo era el primero de los cuatro que les había sido asignado. Lo que significaba que si el enemigo penetraba en el santuario él sería el primero en plantarles cara. No dejaba de ser una ironía, el que más odiaba luchar de los cuatro se veía obligado a hacerlo el primero. Aunque a decir verdad, cada vez le importaba menos. Ya lo comprobó en los Pirineos, cuando tuvo que luchar contra los seguidores de Ares. Al principio mostró compasión por los primeros, pero verdaderamente con el último de aquella piedad quedó poco. Lo que más le interesaba era quitárselo de en medio lo antes posible, a cualquier precio. El motivo de tanta prisa prefería no descubrirlo.
El templo de libra permanecía prácticamente igual desde la primera vez que lo conocieran, excepto por pequeñas remodelaciones que tuvieron que hacerle tras la muerte de Saori, cuando todo el santuario comenzó a desmoronarse. El interior del templo era mucho más fresco que el exterior, seguramente debido a la poca luz que llegaba hasta las estancias. Pasaron pocos segundos hasta que sus ojos se acostumbraron a la nueva intensidad. Hyoga se puso en aquel momento a su lado. Durante todo el camino habían mantenido varios metros de distancia entre ambos y ni siquiera hicieron el intento de comenzar una conversación. Aquel trayecto le recordó demasiado a las caminatas por los Pirineos.
En principio no había nadie en el salón principal de libra.
-¿Shiryu…? ¿Seiya? ¿Estáis aquí?
En los años que había vivido en China siempre tuvo en su interior la esperanza de convertirse en un gran guerrero. Por ello, siempre obedecía a fe ciega cualquier mandato de su maestro, cultivándose en las artes milenarias de la guerra, sumergiéndose en la sabiduría ancestral de las filosofías del mundo, desde las orientales a las clásicas, siendo sus días un clamor de superación física y mental, que aceptaba de agrado, alimentando pues la que había sido toda su vida su máxima ambición.
Complacer. A su maestro. Llegar a las metas que le había impuesto. Luchar por Atenea, porque era lo justo . Renunciar a su propia vida por la ella.
Todo por creer en una Diosa que jamás había creído en él (), dejándole sólo en el mundo y adjudicándole un destino cruel que ni miles de humanos juntos podrían haber soportado.
Pero él lo había hecho, había superado todos los límites que su curtida imaginación podría haber recreado, visto los peores infiernos, o sufriéndolos en carnes sin poder contemplarlos, sumido en su intermitente ceguera, como una maldición que le asaltaba en los momentos más inoportunos.
El alumno superó al maestro, y cuando vistió su armadura, se encontró con que ya no tenía a quién complacer. No tenía directrices que seguir, sino una responsabilidad como uno de los doce caballeros de mayor rango en todo el Santuario.
Shiryu pues, aceptó con honor la armadura de Libra, y el puesto de ser el único de los doce capacitado para portar las armas, una para cada guerrero, eligiendo para si mismo la que una vez había esgrimido, la Espada de la Justicia.
Aunque la nueva situación era complicada, tenía paciencia a raudales, su mente y sus palabras eran como un torrente que apaciguaba al más desquiciado, incluso en esa nueva etapa de su vida, en la que ya no contaba ni con Roshi ni con Shun-rei, la única mujer que realmente significaba algo en su vida, pero a la que había renunciado en aras de servir sin interferencias externas a quien debía.
Tal vez fuese su capacidad innata para calmar con su dominio en el arte de las palabras lo que constituía la base de la estrecha relación que le unía con ahora otro caballero de oro.
Seiya y él eran contrapuestos, como el ying y el yang. Pero aunque distintos, se atraían, necesitaban el uno del otro para existir, uno con su enérgica e impulsiva forma de actuar, el otro con la reflexión racional de por medio.
El paciente Dragón necesitaba de su vitalidad para evadirse, y el desbocado Pegaso bebía de la fuente de serenidad que el otro ofrecía, como si fuera un anciano encerrado en un cuerpo joven.
Siempre había sido así, y por mucho que su situación cambiara, por mucho que sus armaduras originarias ya no cubrieran sus pieles, su profunda y sincera amistad no cambiaría. Permanecería inalterable como la Cascada de Rozan.
Como la que unió en su día a Dokho de Libra y a Shion de Aries, más allá de deberes y lealtades, de traición y desesperación.
Desde que se instalaran en Santuario, pasando por la ceremonia de nombramiento a la última reunión en el que les habían asignado su primera misión como dorados, no había pasado noche que no compartieran bajo el mismo techo, discutiendo amenamente bajo las estrellas hasta que el cansancio ganaba el pulso. Unas veces en el Templo de Sagitario, otras en el de Libra, como era en aquella ocasión.
Asimismo, y como siempre, era él el primero en despertar cuando los primeros rayos del sol asomaban, penetrando en aquella habitación del Templo que constituía el único dormitorio. El único recoveco, a decir verdad, que quedaba bañado por la luz de todo el edificio. Se incorporó sobre el lecho, observando el estrecho ventanal de piedra y el rayo dorado que penetraba por él, para luego depositar su atención en su acompañante, que dormía a pierna suelta en aquella enorme cama que compartían, y que constituía la única excentridad de todo el edificio.
La nueva vida le había regalado la visión tras el Hades, y agradecía poder hacer uso de sus ojos cada segundo, cada minuto. La mañana había llegado, pronto tendrían que comenzar el arduo viaje hacia Esparta, tierra de guerreros y de mitos, de batallas de humanos que defendían los intereses de los Dioses. Como ellos.
- Seiya… Debemos partir antes de que la mañana se alce del todo, hay que llegar a puerto pronto para no levantar sospechas…
Fue cuando el auténtico superviviente de los Infiernos volvió, literalmente, al mundo de los vivos y conscientes. Si Shun había tenido que cargar con el peso de acoger en su cuerpo a un Dios, Seiya había sobrevivido a la lanza de Hades, por misericordia de la Diosa le fue entregada la vida nuevamente, y así fue como los divinos que penetraron en las entrañas de la Tierra volvieron a ella para ocupar el puesto que los caídos habían dejado.
Pegaso nunca demostró miedo en la batalla, salvo el de perder lo que le importaba. Devoto de Atenea, de Saori, había superado todos los límites conocidos, siendo su mayor logro el de mantener unido a aquel grupo de jóvenes, como él, consiguiendo convertirse en un informal capitán en el que todos creían y confiaban.
Puede que no fueran los mejores guerreros del Universo, pero en su unión residía la fuerza que había derrotado a cuanta amenaza se les había presentado hasta la fecha.
Y aunque en la nueva misión estarían separados, contaba con Shiryu. Juntos conformaban un gran equipo, conocían sus mutuas formas de lucha, sus gestos, adelantándose ambos a las acciones del otro. Eran cosas de la experiencia y la convivencia. De la admiración y el cariño.
El cariño… Eso suponía Seiya que era lo que despertaba el Dragón en él. Era como un hermano mayor que velaba por él, pero que se dejaba a su vez custodiar.
Habían estado tan cerca de la muerte en múltiples ocasiones… Se habían arriesgado tanto el uno por el otro… Las lunas que habían compartido en Athenas habían sido muy especiales, pero la última, la de esa madrugada, aún más.
Había llegado a definir un sentimiento de entrega. Lucharía por su Diosa nuevamente, por defender su supremacía, y asimismo por sus compañeros, pero… Había alguien por quién no vacilaría ni un ápice en entregar hasta la última fibra de su cuerpo, la última gota carmesí que regaba sus venas.
Y esa persona, estaba a su lado, insistiendo para que levantase de una vez y se hicieran al camino.
Seiya era impulsivo por naturaleza, y esa ocasión no sería distinta.
- No me pidas que te lo explique… Combatamos, en Esparta o donde sea, pero antes hay… Algo que quiero hacer.
Y sin más, tomó el rostro de Libra entre las manos y depositó un beso en sus labios, rápida, pero intensamente, para estupor del guardián de la Séptima casa, que abrió sus ojos rasgados como nunca.
Una vez separados de nuevo, las miradas se anclaron, una ávida de respuestas en un mar de confusión, otra sin argumentos que ofrecer. Iba el portador de ésta última a balbucear algo cuando oyeron pasos a lo lejos primero, y una voz familiar que les reclamaba.
- Shiryu, Seiya, ¿estáis ahí?
La melena azabache del primero fue sacudida con rapidez cuando se levantó como un rayo de la cama, saliendo al encuentro de Shun, tratando de evitar que el azoramiento por lo ocurrido se le apreciara más de lo necesario.
Y mientras Seiya quedaba a solas en aquella habitación de mármol, sonrió. Sabía que así sería su reacción, pero no se arrepentía de nada. Como buen Pegaso que era.
Se puso su camiseta roja –no la misma de siempre, que había quedado destrozada en el Hades bajo su armadura, sino otra de las miles de camisetas rojas iguales de las que disponía- aun con la sonrisa en los labios y salió al patio medio despeinado. Allí estaban frente a Shiryu Hyoga y Shun, ambos portando las armaduras doradas. Con su paso inquieto se dirigió hacia Shiryu con total normalidad, sin fingir que nada había pasado pero sin mostrar a Shun y a Hyoga que algo había pasado.
Shun preguntaba si partirían en aquel momento, interesándose por sus planes. Él estaba seguro que se preocupaba por ellos, pero había algo anormal en él. Su rostro tenía un rictus de dureza que nunca había visto en él, ni siquiera en mitad de un combate, pero no le atribuyó mayor importancia. Quizá solo era que se preocupaba demasiado por ellos. Hyoga permanecía al lado con porte serio, escuchando atentamente las explicaciones que el dragón les daba. A él le hubiese gustado que Mü hubiera ordenado que fueran los cuatro juntos hacia Esparta, como en los viejos tiempos. Estaba seguro que tanto el nuevo Acuario como el nuevo Virgo lo deseaban. Aunque pudiera parecer extraño que Shun quisiera arrojarse en mitad de una batalla, siempre había antepuesto a Atenea a su aversión por la lucha, peleando junto a ellos como un caballero más, con sus particularidades y remilgos, pero decidido a luchar como un compañero más de los cuatro.
Sin embargo la realidad era distinta, aunque a decir verdad tampoco era tan trágicamente nefasta como algunos podrían pensar. Las órdenes del patriarca eran irrefutables y él tendría que asumir el agridulce destino impuesto. Tendría que viajar hacia la muerte agarrado del brazo de Shiryu. Aquello era por un lado muy apetecible. Ya había estado muerto en una ocasión, y no podría imaginar mejor cielo que aquel en el que pudiera estar con Saori y Shiryu, y también Hyoga y Shun, pero no los quería matar tan pronto, ya subirían ellos dos cuando les llegara la hora.
-¡Shun! ¡Hyoga! ¡Me alegro de veros! –El optimismo de Seiya conseguía levantar el ánimo a cualquiera. Rebosaba alegría que contagiaba a los demás incluso ante la perspectiva oscura de la nueva empresa que se planteaba ante sus ojos.
-Saldremos de inmediato, de hecho ya nos estamos retrasando demasiado. –Dijo Shiryu con voz monocorde.
-Tienes razón. No veo el momento de partir contigo. –Aunque Shun e Hyoga no supieron leer entre líneas, Shiryu sí que se había percatado de la doble intención de la frase, y no pudo evitar ruborizarse de manera imperceptible.- No descansaré en paz hasta que la tierra de Atenea esté a salvo. Estoy seguro que la protección del Santuario queda en buenas manos, ¿no es verdad? Aunque no tendréis ocasión de batiros con nadie. ¡No dejaremos que ninguno se nos escape! -Shiryu sonreía ante las ocurrencias de Seiya, que ahora más que alado parecía un caballo desbocado que decía las cosas sin pensar. ¡Qué diablos! Seiya siempre había sido así.
-Bueno, solo quiero que tengáis cuidado. Los secuaces de Hades son muy poderosos, y me temo que nosotros sólo nos topamos con los de más bajo rango, ya que era inútil mandar adversarios más temibles para robar una armadura. Seguramente no previeron con que dos caballeros, y no sólo uno, estarían protegiéndola. No quiero imaginar el poder que puedan tener aquellos más cercanos a Ares. No dudo que serán peores que los tres jueces del inframundo. Incluso más que Thanatos e Hypnos. Esperemos que me equivoque, pero no quiero que cometáis el error de subestimarlos, así que por favor tened mucho cuidado.-Expresó Shun algo intranquilo.
-Sí, ya lo habíamos pensado. Seremos bastante precavidos.-Contestó Shiryu intentando apaciguar las inquietudes de Shun.
-Ya sabes Shun que juntos somos invencibles.-Espetó Seiya con tono despreocupado.
-Sí, pero ahora no estamos juntos…
No había abierto la boca en todo el rato que llevaban los cuatro reunidos. En vez de eso, se había dedicado a observarles. Era curioso, la primera vez que había visto a un caballero de oro le pareció una figura inalcanzable, casi divina, con porte, gracia y majestuosidad… Y ahora que contemplaba a sus compañeros de toda la vida, se daba cuenta de la gran transformación que todos había sufrido.
Ya no eran los niños de antaño. Eran… Adultos. Señores respetables en sus posiciones. Guerreros consumados. Caballeros a los que los jovencitos recién ingresados en la Orden mirarían con la misma admiración y respeto que él en su día.
- No estaremos juntos… - replicó – Pero las circunstancias son distintas. Ya no portamos armaduras de bronce ni necesitamos de la unión de nuestras fuerzas para hacer frente al objetivo… Ahora somos guardianes cada uno de una casa, luchadores individuales, pero que han de unirse por una causa.
Esbozó una tenue sonrisa, por los viejos tiempos. Les echaría de menos, eso era inevitable.
De repente las armaduras de Sagitario y Libra hicieron aparición justo al lado de su respectivo portador. Se desensamblaron y se fundieron con los ropajes que cubrían los cuerpos de los dos caballeros. Seiya al notar el frío metal contra su piel sintió, lo que parecía una paradoja, un calor reconfortante. Y es que estar allí, junto a sus tres compañeros portando todos las armaduras de oro, no lo cambiaba por nada, ni tan siquiera por el cielo.
Tenía un recuerdo muy vago y borroso de lo que sucedió tras su muerte. Ni siquiera se podría catalogar como recuerdo, sino más bien como un cúmulo de sensaciones no obtenidas a partir de los cinco sentidos, sino que llegaban directamente hacia el cuerpo. Si es que tenía cuerpo, claro. En donde quiera que hubiese estado, aquel lugar carecía completamente de leyes físicas. La percepción del tiempo y del espacio eran, sencillamente, imperceptibles, por lo que Seiya por él mismo no podía asegurar cuánto tiempo exactamente había estado muerto, como tampoco a la distancia que se había encontrado de la Tierra. Tan sólo podía describir de aquel lugar una sensación de éxtasis continuo. Como también de infinita libertad y paz. Todo era intangible, pero se mostraban y se sentían con mucha más intensidad. Nadaba en un mar de felicidad que anegaba hasta la última de sus células con ese líquido limpio y transparente de verdad. De falsa verdad. Porque, inconscientemente, Seiya sabía que parte de aquella felicidad era mentira, que no estaba completo debido a un tema pendiente, a aquello que siempre dejó para el siguiente día hasta que no hubo día siguiente. Afortunadamente ya había enmendado ese error.
Ignoraba si ese era el destino que deparaba a todos los mortales o ese era el suyo propio, o quizá el de todos los caballeros. Cuando le preguntaban, Seiya siempre mentía, aunque ese no fuera su estilo. Pero es que ni siquiera estaba seguro de haber vivido realmente aquello. Quizá todo fue un sueño y cuando respiró aquella ahonda bocanada que inundó sus pulmones vacíos no estaba haciendo más que despertar, y no revivir como le habían dicho. Además ¿quién querría luchar por un mundo que podría catalogarse como un verdadero infierno en comparación con aquella sensación de plenitud si les decía a todos los caballeros que eso era lo que le esperaba mas allá de la muerte?
Lo cierto es que, por muy bien que se hubiera encontrado allá y mucho sufrimiento que tuviera que soportar ahora que estaba en la tierra, tenía una responsabilidad ineludible. Él era el santo de Sagitario y ahora… era el momento de matar a Ares, o al menos su cuerpo mortal ya que los dioses se caracterizan por ser inmortales. Además, para no echar de menos lo que perdió sólo había que encontrar en la tierra aquello que le hiciera sentir igual que entonces. Y él ya lo había encontrado.
-Nos marchamos. Antes pasaremos por la cámara del patriarca para avisarle de nuestra partida- Informó el antiguo dragón.
-Que Atenea os acompañe.
Las armaduras de Libra y Sagitario finalmente les habían reconocido como legítimos portadores, ya no en situaciones aisladas como anteriormente, sino como guerreros consumados del zodíaco. Era una estampa que quería conservar con cariño en el corazón, pues las posibilidades de que no se volviera a repetir eran altas.
- Ojalá podamos los cuatro volver a reunirnos bajo este techo sagrado. Tened cuidado, amigos míos.
Asintieron, y casi al unísono, los caballeros de la séptima y novena casa abandonaron el templo para cumplir con la mencionada última reunión con el Patriarca, mientras que Shun y él emprendieron la incómoda marcha. Cómo le costaba fingir que todo era como siempre entre ellos. Tras los minutos de cortesía el telón de acero volvió a caer contundentemente.
Bajaron los peldaños, el calor seguía aumentando, los insectos, estruendosos, llenaban con sus diversos sonidos la atmósfera, en la que no se percibía ninguna presencia, como la calma que precede a la tormenta.
Nadie custodiaba el pórtico que marcaba la entrada y salida del recinto sagrado, cada vez en un estado más deplorable, se podía afirmar que aquello no eran más que ruinas. Los días de gloria de la Orden habían quedado atrás. Sería una buena idea si salían victoriosos nuevamente de la batalla contribuir con el esfuerzo colectivo a restaurar gran parte de aquel lugar, que además de ser centro de poder, reunía un entorno valiosísimo artística y arqueológicamente hablando.
La extensión del Santuario era de varios kilómetros a la redonda bordeando las murallas que impedían el libre paso. Lo más lógico era tomar cada uno una dirección y cubrir así el perímetro con mayor rapidez. Y de tan lógico que era, no fue ni necesario intercambiar impresiones, cada uno pareció tomar una dirección inversa a la del otro. De espaldas, le dijo:
- Al mediodía, en este lugar.
Sin más preámbulos, comenzó su ronda, centrando toda la atención en captar cualquier presencia ajena al Santuario, sólo siendo estorbado por las gotas de sudor que raudas caían por su frente.
Maldito calor… Si incremento aún más mi cosmos podrían detectarme.
Resignado, siguió avanzando bajo aquel sol que ascendía y ascendía hasta alcanzar su cenit en el cielo brillante y cegador.
Así pasó una hora. Y varias más. Nada. Seiya y Shiryu habían dejado Athenas hacía un buen rato. Era inútil seguir esperando de brazos cruzados, por lo que dándole una patada a la primera piedra que se cruzó en su camino, regresó al punto de encuentro acordado. No quería poner en evidencia las órdenes de Mu, pero se preguntó si aquello era realmente necesario.
La capa ondeaba a su rápido paso. Finalmente se encontró con Shun, el cuál estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en uno de los muros que delimitaban el recinto sagrado. Él había sido inteligente, así al menos podía disfrutar de algo de sombra. El casco de Virgo, con sus afilados salientes, resaltaba aún más lo estilizado de su rostro. No quiso abstraerse contemplándole embelesado, y se sentía fatigado por haber soportado los al menos 38 grados centígrados a la intemperie durante toda la mañana.
Así que se sentó a su lado, a una distancia prudencial.
- Nada. Me siento estúpido aquí parado esperando a que el enemigo aparezca cuando le plazca. – farfulló, sin esperar que a su compañero de misión le importase demasiado el comentario.
Apoyó la cabeza sobre la pared alzándola, mirando al cielo límpido y celeste. El molesto ruido de las chicharras le taladraba el cerebro con su interminable vibración. Aún así, un dulce sopor le invadía por momentos. Se moría, literalmente, de sueño. Si no podía remedio rápidamente, se le cerrarían solos los párpados.
Desde pequeño, Shun siempre observaba con detenimiento las nubes que sobrevolaban el cielo. Cirriformes, estratiformes o cumuliformes son su clasificación mas general y simple. De todas ellas sus preferidas eran las primeras. Obviamente cuando Shun comenzó a mirar al cielo no sabía cómo se llamaban los tipos de nubes, ni siquiera sabía que había una clasificación para ellas. Como tampoco sabía que sus nubes preferidas, las cirriformes, eran nubes formadas por cristales de hielo. De todo esto se enteró mucho más tarde, entonces pensó que aquella casualidad en su gusto sólo podría ser una coincidencia. En su época en el orfanato, cuando su hermano y él iban a bosque a pegar puñetazos al tronco de un árbol, durante los descansos que hacían Shun se entretenía intentando descubrir formas conocidas en los cúmulos nubosos. Las asemejaba a aves, a gatos, conejos, elefantes o personas en posturas de lo más cotidianas. A veces sólo era un juego, otras era una forma de evadirse completamente, de salir de su cuerpo y soñar con una vida distinta, una vida normal de padre trabajador, madre sufridora y hermano mayor sobreprotector. Mientras entrenaba en la isla de Andrómeda también en ocasiones miraba hacia el cielo. Entonces pocas veces era para entretenerse, la mayoría era para soñar. Soñaba con el Ikki que veía en una premonitoria nube gris que amenazaba con lluvia, o con el Hyoga que desde lo más alto de la bóveda, donde se sitúan las nubes cirriformes, desplegaba su mirada tan azul como el cielo que todo lo cubría. Con ellos, con los Ikkis y los Hyogas esponjosos y redondeados, su soledad era menos latente, al menos durante aquel instante.
Reparó que desde la tarde en la que se hizo caballero de Andrómeda no volvía a mirar con tanto entusiasmo a las nubes. Hasta aquella mañana calurosa ateniense, con su cielo de tan celeste casi blanco, salpicado por pequeñas nubes caprichosas incapaces de mitigar el brillo cegador del día. Shun se preguntaba qué había sido de aquel niño soñador, con la cabeza siempre en las nubes, el de esperanzas y anhelos de una vida mejor. Dicen que conforme pasa el tiempo nada cambia en ti, sólo te haces más tu mismo. Cualquiera afirmaría que nada más lejos si se fijaba en el Shun actual. Poco quedaba en él de aquel niño asustadizo y cobarde, llorón, débil y desprotegido. Ahora hasta incluso podría decirse que era decidido y fuerte, orgulloso y tenaz. Quizás decir esto sería aventurarse demasiado, pero sin lugar a dudas era la impresión que daba al resto de caballeros que conformaban la orden, a esos caballeros que apenas lo conocían. Porque en realidad aquello no era más que una trivial descripción superficial y bastante simplista basada en lo que el caballero guardián de Virgo mostraba a los demás. En realidad Shun, ahora más que nunca, era el que siempre había sido. Seguía solo, y miraba a las nubes en busca de compañía.
Fue Hyoga, el de carne y hueso y no el de algodón, el que le substrajo de su ensimismamiento. La mañana había transcurrido sin ninguna incidencia y ya era mediodía. De todas formas si la hubiera habido Shun no la habría detectado, pues apenas se había percatado del paso del tiempo. Trató de mostrar indiferencia cuando Acuario se sentó a su lado, siguiendo con la idea de hacerle el vacío a Hyoga. Sin embargo, el simple hecho de tenerlo tan cerca, de ver cómo sus mechones rubios empapados de sudor caían por encima de sus hombros o como inclinaba su cabeza hacia detrás dejando al descubierto ese cuello de nuez prominente tan largo como el de un cisne, hacían que la tarea fuera más ardua. Pero si se volvía a abalanzar sobre él obtendría el mismo catastrófico resultado que la vez anterior. Así que siguió mirando al Hyoga celeste, porque ese sólo era capaz de verlo él y en su imaginación todo era posible.
() Nadie mejor que tú , Fangoria
(Continuará)
