Hola chicas, como no tengo nada que hacer (nótese la ironía) me he acordado de la autora de Skin on skin, que tiene tropecientos fics más, buenísimos todos, y me apetece un poco de drama, porque el de ¿Y después? no tiene tanto drama, ya veréis. Pero este que comienzo, sí, y mucho, pero vale la pena, es una preciosidad de fic.
Se titula Íntimamente Emma, y como dije, su autora es WoundedBeast. Es largo, tiene 50 capítulos, así que tendremos para rato. No prometo actualización semanal, pero a lo mejor cada quince días sí.
Sinopsis: Regina Colter Mills es una reconocida escritora de best-sellers, y está a punto de ver cómo su monótona vida cambia cuando decide dejar Nueva York con su marido, Daniel, y mudarse a una ciudad provinciana del litoral de Maine. Sufriendo su marido una extraña enfermedad, encuentran una oportunidad de alargar el tiempo de vida de Daniel, pero al llegar, además de la diferencia de ambientes, Regina conoce a una joven y atractiva joven, que comienza a despertar en ella la curiosidad. Al ver en la muchacha cierto parecido con uno de los personajes de su nueva novela, Regina intenta luchar contra la atracción, pero ya puede ser demasiado tarde.
¿Pinta bien, no?
Víspera
Faltaban quince minutos para la media noche, Regina acababa de sentarse en la silla de su despacho, y estaba mirando la página en blanco abierta en el editor del e-mail. Iba a comunicarle a su madre que a la mañana siguiente, bien temprano, estaría mudandose a Mary Way Village con su marido Daniel, pero en el fondo, no quería hacerlo. Mudarse era la última de las oportunidades que pensó que traería algo de felicidad en los últimos días de vida del marido. Ella no escogería irse al litoral de Maine por voluntad propia, lo hacía por él y se sentía tan infeliz que, por primera vez en todos aquellos años de sufrimiento al lado de Daniel, quería verlo muerto pronto. La culpa rondaba en sus pensamientos, pero, al final sería bueno para él, sería bueno para todo el mundo si Daniel partía en breve, incluso él debía pensar de esa forma, sería menos penoso para todos, un inconveniente menos en la vida de los Mills.
Lo primero que Regina tenía que decirle a su madre tras tanto tiempo era que se iba de Nueva York buscando sosiego. Al otro lado del país, Cora criticaba a su hija por el extremo cuidado que le daba al enfermo marido, pero aún así, sabía que no iba a cambiar la forma de ser de la hija y no creía que su primogénita quisiera tanto como ella y su padre que Daniel falleciera. Era cuestión de tiempo que sucediera. Ya hacía seis meses que Regina no mandaba un mensaje a la madre contándole su vida en Nueva York. Dejó San Francisco diez años atrás, tras haber abortado al único hijo que pudo haber tenido con Daniel, tras un largo tiempo frecuentando clínicas de fertilización. Regina nunca ha realizado el sueño del marido de ser padre, otra cosa que no dependía de su voluntad. Siempre pensó que el problema estaba en él, y no en ella, hasta le dieron una explicación llena de palabras demasiado complicadas para querer comprenderlas. Podía ser ese el motivo de la infelicidad que sentía desde hacía tiempo, sin embargo siempre ha sabido desde el fondo de su corazón que Daniel no la haría feliz.
Cada vez que se sentaba a enviar un correo o escribir otro capítulo de su nueva novela Íntimamente, recordaba que su mayor deseo cuando joven era ser profesora de literatura inglesa en Harvard. Aunque su conocimiento en literatura la hubiera vengado, volviéndola rica, jamás olvidaría el día en que le devolvieron su solicitud para ingresar en el cuerpo de docentes de la entonces más famosa universidad del mundo. Si le preguntaran sobre un deseo que aún no hubiera cumplido, Regina ciertamente respondería impartir clases en Harvard. Pero hay quien dice que Regina esconde otro deseo. El secreto oculto dentro de los libros que escribe, y sobre los que muchos de sus lectores discuten por ver si las historias en ellos contadas han ocurrido en algún momento por parecer que tienen vida propia.
Regina siempre escribe sobre mujeres, amantes, traiciones. Sus novelas tienen sangre, pasión, angustia, y nadie sabe de dónde surge su inspiración, mucho menos ella.
Antes de meter la última muda de ropa en la maleta que estaba preparando para el viaje, escribió un capítulo entero de su más nueva idea. La mujer de la historia envenenaba a su marido y terminaba la trama con su joven amante, esa era la premisa, pero todo buen libro tiene detalles y Regina los amaba como ningún otro escritor. Por eso pasaba tanto tiempo en un párrafo, escribiendo cómo su protagonista caminaba por las calles de Nueva York, llenas de gente que se preocupaba más por su propio ombligo que con el nuevo corte de pelo de la mujer.
No sabía si le contaría a su madre con detalle la mudanza. Con Cora, Regina prefería ser cuidadosa en las palabras, en caso contrario, sabría cómo se sentiría su hija y se las apañaría para encontrarla y criticar su casamiento por enésima vez.
Sin pensar mucho, escribió a la madre algo parecido a un aviso
Querida mamá,
Te escribo para contarte que todo va muy bien, gracias. Perdóname por la falta de noticias, pero cuidar a Daniel ha sido cansado, además de tomar casi todo mi tiempo, y apenas me sobran unas horas para ponerme a escribir. Lo que tengo que contarte es que Daniel y yo nos mudamos a una pequeña ciudad del litoral de Maine. Hay alguien allí que puede ayudarlo, un médico especialista en neurología. Daniel está convencido de que ese hombre es la persona que le va a decir cuánto tiempo le queda de vida. Daniel ha pintado muy poco. Temo que esté llegando a sus últimos días, pues sus manos no le responden como deberían cada vez que intenta pintar. Aunque sepa que solo le quedan unos meses, me gustaría darle a mi marido algo de comodidad y Nueva York no se la ofrece.
He alquilado una casa en ese sitio, Mary Way Village, una ciudad costera, con poca gente, según la agencia inmobiliaria. Estate tranquila, he escogido una casa grande, pero cómoda para mi marido, a su gusto. No hay mucho más que contar. Os echo de menos a todos y en breve os mandaré la dirección de la nueva casa. Dale un beso a papá y otro para ti. Espero que estéis bien.
Hasta pronto
Tu querida hija,
Regina.
Regina sabía que Cora le mandaría una respuesta y le haría una serie de preguntas, pues conocía a su madre como a la palma de su mano y a los personajes de su libro. No respondería ningún e-mail, mucho menos llamadas.
Cuando apretó "Enviar" para mandar el e-mail a su madre, sintió que había cumplido con su última obligación antes de dejar Nueva York. Cerró el portátil, y miró alrededor en su despacho viendo las pilas de cajas de mudanza repartidas por el suelo, y se dio cuenta de que había vivido más días dentro de aquella estancia que en cualquier otro sitio y que, si había un sitio de la casa del que tenía que despedirse, ese lugar era ese. Quizás el despacho de la nueva casa fuera tan acogedor como éste, pensó ella. Entonces miró para la pared de detrás, donde estaba colgado un cuadro que su marido había pintado hacía tres años: su rostro. Un sencillo homenaje, un regalo de cumpleaños cuando hizo treinta y cinco años. Recordaba bien cuando se lo entregó en una fiesta sorpresa que él había preparado tras llegar a casa tras un agotador día en The New York Times. Estaba tan cansada e ida que se había olvidado de la fecha de su cumpleaños aquel año. También recordaba que, algún tiempo después de aquella fecha, Daniel comenzó a enfermarse, y empezó la peregrinación por todos los médicos del país, pero ninguno había sabido explicar ciertamente lo que tenía.
A veces, a Regina le gustaba recordar los tiempos en que su matrimonio parecía que iba bien. Aunque nunca había creído que viviría un "Felices para siempre", se acostumbró a la comodidad que Daniel le supo dar con el paso del tiempo. Lamentaba no sentir más aquella euforia que sentía cuando lo veía en la adolescencia y la alegría del día en que se casaron en una opulenta iglesia de San Francisco. Pero, los años le habían demostrado que la pasión se extingue como la arena resbalando entre los dedos, y de su pasión por él ya no quedaba siquiera un grano.
Se levantó, mirando su imagen en el cuadro. Semblante serio, compenetrado y bonito, destacando los cabellos negros, la piel pálida, ojos marcados y labios voluminosos pintados de rojo vino. Lo tocó, pasando los dedos por los bordes, acariciando el lienzo, los finos trazos de pintura, hasta que decidió retirarlo de la pared. Era pesado. Así que lo agarró con firmeza, y lo llevó hasta la caja más cercana. Regina abrió las solapas de la caja, mientras miraba, con pena, su imagen. Le estaba viniendo una idea. Quería meter otro detalle en Íntimamente. Un cuadro o una pintura. La protagonista podría ser pintora, Regina estaba casi convencida de eso. Colocó el cuadro dentro de la caja y la cerró como si supiera bien lo que estaba haciendo.
Si se paraba a contar, era su segunda mudanza en diez años. Había recibido la invitación del The New York Times después de que su tercer libro se convirtiera en Best-Seller. Un trabajo que duró dos años y no le había traído buenos frutos. Hoy en día solo vivía para los libros y para el marido.
Caminaba hacia el cuarto de final del pasillo, rezando para que Daniel se hubiera dormido pronto. Le había prometido que no iba a tardar en el despacho, pues tenía que descansar para el viaje al día siguiente. Si lo conocía bien, Daniel la estaría esperando despierto, pero últimamente la enfermedad lo dejaba muy cansado y no aguantaba más allá de las once de la noche.
Regina llegó al dormitorio, abrió la puerta despacio y la cerró igualmente. Vio al marido roncando con un viejo libro de grabados sobre el regazo y la cabeza inclinada hacia un lado. Ella suspiró aliviada, se quitó la chaqueta y el resto de la ropa y se puso su pijama de seda. Dejó la ropa debidamente doblada en la silla que tenía al lado y se acercó primero al marido para apagar la lámpara sin molestarlo. Él no se movió y Regina pudo rodear la cama para acostarse a su lado sin miedo. Ya se estaba convirtiendo en rutina llegar al cuarto y hacer el menor ruido posible para no despertarlo, y siempre que lo conseguía, dormía mejor. Cuando se tapó hasta la cintura con el mismo edredón que cubría a Daniel, él refunfuñó algo que ella interpretó como "Estoy bien" Quizás fuera mejor quitarle el libro de encima, y fue lo que hizo, levantando dedo a dedo la mano del marido y sacando el libro de una vez. Pero Regina hizo algo mal y lo que no quería, sucedió. Él se despertó
‒ Regina, ¿eres tú?‒Ella tembló. No respondió, prefirió estar callada, esperando. ‒ Regina, ¿estás ahí?‒ el cuarto era un agujero negro. Daniel abrió los ojos, pero nada vio. Palpó la cama a su lado y encontró un brazo ‒Mi amor, ¿qué hora es? Esperé a que volviera, ¿por qué tardaste tanto?
No tenía más remedio que contestar.
‒ Medianoche. No tardé, tú te quedaste dormido antes de que llegara. Hoy tenemos un largo día por delante, tienes que descansar, querido. ¿Consigues ponerte bien?
‒ Creo que sí‒ Daniel hizo un esfuerzo que Regina escuchó. Parecía que le costaba moverse, incluso echado. Pronto iba a necesitar una silla de ruedas. Tardó hasta encontrar una posición cómoda ‒ Listo. ¿A qué hora vamos a salir?
‒ El camión de mudanza llega a las nueve y media, nuestro avión sale a las dos. Probablemente llegaremos a Mary Way Village de noche‒explicó ella con voz aterciopelada, siempre lo hacía así cuando quería convencerlo de que se durmiera.
‒ Ah, vale‒ dijo él. Se quedó en silencio y Regina pudo jurar que se había dormido, sin embargo aún tenía una pregunta ‒ Regina, ¿de verdad quieres ir a esa ciudad? ¿Estás segura de que no estás haciendo esto solo por mí?
Era la tercera vez que le preguntaba aquello.
‒ Siempre voy a tomar decisiones pensando en ti, querido. Sí, quiero ir a Mary Way Village. Será bueno para los dos‒ mintió
‒ Estoy feliz en saberlo. Te amo
Otro silencio. Aquel silencio perturbador que hacía zumbar sus oídos. Esa vez, intentó romperlo deprisa, hundiendo la cabeza en la almohada, cerrando los ojos con fuerza, imaginándose al lado a su guapo marido, al hombre más encantador que había conocido. Daniel era alto, elegante, le gustaban los trajes y suéteres sobre camisas de vestir. Su cabello siempre estaba peinado hacia un lado. Tenía una voz potente e intensos ojos azules que hacían que cualquier mujer se sintiera única en el mundo. Ella debía sentirse así, pero incluso intentándolo con todas sus fuerzas, ya no lo conseguía. Su instinto le decía que él ya no era ese Daniel que tenía en mente y la atraía. Estaba segura de eso.
‒ Yo también te amo, querido. Buenas noches‒ respondió al fin, y él habría esperado todos los segundos que fueran necesarios para escucharlo.
‒ Buenas noches, querida.
Regina lo despertó a las siete y media, tenían que desayunar y prepararse para recibir a la gente de la mudanza. Todo lo que se veía por las estancias de la casa eran cajas, pero tuvo cuidado para no dejar ninguna en el pasillo por donde debía pasar Daniel. Por suerte, aún conseguía caminar solo, pero con el tiempo eso podría empeorar.
Había pedido para él una silla de ruedas, que les sería entregada cuando llegaran a Maine. Cuantos más días pasaban, peor era andar para él. Las piernas no obedecían como debían, las rodillas le dolían y por los pies sentía un extraño hormigueo, pero por suerte tenía las manos, los brazos, aunque también estos habían comenzado a fallar. Daniel no pedía mucho, ya casi estaba conformado con su situación. Pero aun así, le gustaría una explicación plausible, una salida que ningún otro médico del país había podido darle. Ese hombre estaba en Maine y había estado investigando a fondo sobre sus descubrimientos. Quizás saliera bien, quizás fuera la persona que estaba buscando, la que le dijera finalmente qué tenía. Era la última esperanza, porque ya se imaginaba condenado.
El desayuno era el mismo de todos los días: pan tostado, huevos fritos y zumo de naranja. Regina pedía alguna fruta, a veces una tortilla o tortitas, pero casi nunca comía tan temprano. La empleada los iba a echar de menos, especialmente al señor Colter que la trataba tan bien. Regina la dejó ir tras el desayuno y le entregó una carta de recomendación para que encontrara fácilmente una casa donde poder trabajar. La mujer se fue muy agradecida, pasando por la puerta y cruzándose con tres hombres vestidos con mono de trabajo.
‒ ¿Señora Mills Colter? Somos los de la mudanza.
Regina les dejó pasar y una hora después de un vaivén de cajas, la casa estaba totalmente vacía. Ella les dio la dirección de la nueva casa en un papel
St. Barbara Bay Street
Nº 16, BlueHill
Mary Way Village― ME
‒ ¿Ya se fueron?‒ preguntó Daniel, desde el pasillo, visiblemente cansado tras haber logrado vestirse solo.
‒ Ya. En dos días nuestras cosas llegan a Maine‒ ella se giró y lo vio ‒ ¿Te vestiste solo? ¿Por qué no me llamaste?
‒ Aún sirvo para algo, ponerme los pantalones, por ejemplo‒ dijo Daniel con buen humor
Regina sacudió la cabeza y se acercó para que se apoyara en ella.
‒ Tienes que tener cuidado, querido, pero estoy orgullosa al ver que te has esforzado.
‒ Por cierto, ¿has hablado con la fisioterapeuta?‒ preguntó, parándola a mitad del camino
‒ Sí, querido, lamentó no poder seguir con tu tratamiento, pero desea que te recuperes. No me dio buena espina lo que dijo, y sinceramente, creo que esa fisioterapeuta ha hecho que tus dolores empeoren.
‒ Fue un buen motivo para parar el tratamiento‒ él la miraba ‒ Creo que he estado mal acostumbrado, tengo que moverme solo.
Regina sonrió, pasando la mano por el rostro envejecido del marido.
No le parecía triste, malhumorado o avergonzado por estar casi consumiéndose. Tenía miedo de su optimismo espontáneo. En el fondo, ella entendía que para él la muerte sería la salvación, pero se preguntaba si ese optimismo significaba que estaba pensando en recuperarse e intentar que aquel matrimonio volviera a los buenos tiempos.
Regina dejó a Daniel esperando el taxi que los llevaría al JFK mientras ella volvía a coger las maletas. Ya no había cama para sentarse, así que tuvo que caminar hasta la ventana, sin cortinas y abrirla una última vez para respirar un poco. Sentía un encogimiento en el pecho, una sensación de miedo, ansiedad. No quería pensar mucho en ese detalle, solo quería que todo terminara pronto y pudiera dar vida a sus ideas. A Regina le gustaba tener tiempo para escribir y liberar sus pensamientos obscuros, pero últimamente aquellos pensamientos no solo querían quedar presos en los libros que en el futuro serían best-sellers y le harían ganar una fortuna. Era una necesidad mayor. Un deseo a flor de piel que, más pronto o más tarde, acabaría saciando. Pero después de decidir marcharse a esa localidad de Maine, Regina había comenzado a temer no poder encontrar la inspiración para escribir.
Sí es verdad que la nueva ciudad podía ofrecerle la paz que Nueva York no tenía, la inspiración transmitida por las personas de aquel lugar podía ser otra. En comparación a Nueva York, la pacata Mary Way Village debía ser aburrida, y tendría que adaptarse para no dejar de hacer lo que más amaba: crear una buena historia. Lo que la hacía dudar era no saber qué encontraría en aquel lugar, a quién conocería, si le iba a gustar aquello, qué llevaba a las personas a vivir en una ciudad pequeña de la que muy poca gente había oído hablar. Algunas personas, incluso, puede que nunca hayan salido de allí e imaginar que era posible que se encontrara con tal simplicidad la asustaba. Un aire de misterio comenzaba a envolver a la pequeña ciudad, pero prefirió no aumentar sus dudas.
Regina dejó de lado sus ansias cuando cerró la ventana del cuarto y caminó hacia las maletas. Cogió la más pesada, tirando de ella y encontrando debajo algo que se había olvidado meter en las cajas. Un retrato. Soltó de nuevo la maleta, lo cogió y lo miró bien, su foto con Daniel el día de la boda. Sintió una vergüenza sin explicación y una envidia de la sonrisa que la Regina de la foto mostraba, teniendo en cuenta que no sonreía de ese modo desde hacía mucho tiempo.
Así que, se quedó mirando la fotografía, intentando entender qué le había ocurrido en quince años. Sus pensamientos fueron interrumpidos por Daniel que se acercó a la puerta para avisarla
‒ El taxi ha llegado. Vámonos, querida.
