Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.

Capítulo 14

Kagome curvó los dedos suavemente en el denso pelaje de Kei mientras andaba torpemente por el bosque. La luz de la luna era escasa, las nubes se movían rápidamente por encima de su cabeza y solo la dejaban brillar en oleadas. Incluso entonces, las partes más espesas del bosque eran tan densas que apenas podía penetrar el dosel de hojas. Confió plenamente en Kei para que la condujera. Eso era, por supuesto, asumiendo que el perro conociese el camino. La cabeza de Kei iba pegada al suelo, olfateando las hojas caídas mientras navegaba por el bosque. De vez en cuando, levantaba la cabeza, meneaba la cola y gimoteaba con emoción, solo para ser silenciada por Kagome un momento más tarde. A la sacerdotisa le martilleaba el corazón con ansiedad y anticipación.

A sus ojos, cada sombra podía ser un soldado o un aldeano siguiéndola para descubrir que los había traicionado. Cada refriega en las hojas muertas era el movimiento de un acosador. Kagome sentía como si fueran a cederle las piernas para cuando llegó al Árbol Sagrado, atravesando los matorrales que bordeaban el claro. Ante el agitar de alas, Kagome se dio la vuelta y vio la silueta de un pájaro despegando hacia el cielo. Apenas pudo verlo entre un hueco entre los árboles cuando eclipsó a la luna, su graznido distante sonó acechador a sus oídos. Retrocediendo lentamente, Kagome apenas notó que Kei se escapaba de su agarre, alejándose rápidamente de su lado. Sus ojos barrieron frenéticamente el bosque, ahora segura de que no estaba sola.

—Te tengo.

Una mano le agarró el hombro. Kagome se dio la vuelta con un grito atascado en la garganta. Apenas se dio cuenta de quién era antes de que una palma se presionase sobre su boca. Inuyasha pareció haberse dado cuenta de su error un poco demasiado tarde, a juzgar por su sonrisilla de disculpa. Kagome se soltó de su agarre y le golpeó repetidamente en el pecho.

—¡Inuyasha, eres un total… un completo… arg! ¡Me has dado un susto de muerte! ¡No vuelvas a hacer eso nunca más! —dijo entre dientes.

Inuyasha solo pudo reírse disimuladamente y levantar los brazos en un débil intento por defenderse contra su ira.

—¡Perdón, perdón!

—¡Y no te rías de mí! —protestó con un último empujón.

Inuyasha podría haberse mantenido firme como si su fuerza no fuera nada, pero dejó que se saliera con la suya y retrocedió trastabillando bajo la luz de la luna. El claro era un único punto de brillante luz de luna en el bosque donde los árboles no tapaban el cielo e, incluso mientras la luna iba y venía entre los huecos entre las nubes, podían verse claramente. Kagome miró con furia al hanyou, manteniendo el tipo, sintiendo que su determinación de estar enfadada con él se derretía bajo su sonrisa, que crecía lentamente. En un abrir y cerrar de ojos, se lanzó a sus brazos y él la atrapó, sosteniéndola todo lo fuerte a lo que se atrevió.

Kagome podía enfadarse con él todo lo que quisiera, pero eso no hacía su alegría y alivio menos fuertes. Inuyasha había vuelto, por breve que fuera, y eso era lo único que le importaba en realidad.

Cuando al fin se echó hacia atrás, Kagome lo sostuvo a distancia. Su mirada pasó por su cuerpo en busca de cualquier señal de heridas o de fatiga. Las últimas dos semanas habían sido un infierno en su imaginación, conjurando mil situaciones diferentes en las que Inuyasha podía estar herido y Kagome no tendría forma de saberlo. Incluso ahora, mientras estaba más sólido que nada ante ella, no podía librarse de la insistente paranoia de que podía estar ocultándole una herida.

—¿Cómo estás? ¿Dónde has estado? ¿Qué has estado haciendo? —preguntó trepidantemente.

—Eh, con calma. —Inuyasha volvió a atraerla hacia sus brazos—. Estoy bien, ¿de acuerdo? He estado en el Monasterio de los Kitsune con Shippo.

Kagome se desplomó contra él.

—¿Tenías que haber estado fuera tanto tiempo? —masculló, su voz estaba ahogada por su traje.

—No podía arriesgarme a volver demasiado pronto, lo sabes —suspiró.

—Mmm… eso no quiere decir que me guste.

—Créeme, a mí tampoco.

A pesar de su anterior frustración con él, Kagome no pudo evitar reírse, rozando su cara contra su pecho antes de inclinar la cabeza hacia arriba para mirarlo. Entrecerró los ojos fingiendo una mirada fulminante, con su barbilla contra su clavícula, pero lo único que él pudo hacer bajo su escrutinio fue sonreír como si no hubiera visto una auténtica luz en siglos. Intentó sacar el labio inferior en un mohín, solo para que lo reclamaran los labios de él. Sonrió arrogantemente contra su boca, esbozando una sonrisa antes de que pudiera detenerle. Había muchas cosas que podían y no podían evitar hacer: preocuparse el uno por el otro, temer lo peor, frustrarse… pero de todas esas cosas, esta era mucho mejor.

Cuando se separaron finalmente, Kagome le dirigió un último empujón en broma para asegurarse de que supiera que estaba todavía muy enfadada con él por asustarla. Inuyasha se limitó a poner los ojos en blanco, apretando su agarre alrededor de su cintura. Si intentaba derribarlo ahora, iba a caer con él y ella lo sabía.

—Te he echado de menos —suspiró.

—Bien —contestó Inuyasha—, porque yo también te he echado de menos y me sacaba de quicio. Echarte de menos es irritante.

—Bueno, lo siento —dijo con una carcajada. Ambos habían tenido suficiente de echarse de menos para toda una vida—. Pero ¿por qué volver ahora? Además de porque echarme de menos sea irritante.

La expresión de Inuyasha se volvió seria, un cambio que Kagome captó inmediatamente. Antes de que pudiera responderle, le agarró la mano y lo guio hasta el tronco del Árbol Sagrado. Él bajó para sentarse entre las raíces, atrayéndola para que se sentase con él. Kagome se apoyó contra su costado.

—Fui al Monasterio de los Kitsune después de irme —repitió lo que había dicho antes—. Fue el único lugar al que pude pensar en ir, realmente. No iba a dejar que los hombres de Masao llegasen al enano ni de broma. No tenían ni idea de lo que estaba pasando al pie de la montaña hasta que llegué e, incluso entonces, creo que no han entendido su magnitud. Los profesores de Shippo recibieron noticias de un ataque contra un clan que conocían. Los guerreros estaban usando ese cristal, la Piedra Divina. En cuanto me enteré, me ofrecí a volver para conseguir más información sobre ella.

Kagome escuchó atentamente, mordiéndose el labio inferior en contemplación hasta que una mirada severa por parte de Inuyasha hizo que lo soltase.

—Bueno, no creo que yo sepa más de eso que tú.

—Eso me imaginaba. —Inuyasha levantó la mirada a los picos de las montañas que apenas podía ver por encima de las copas de los árboles—. Siempre podría…

—No.

—¡Kagome, no me van a capturar! —argumentó el hanyou—. Encontraré el castillo de ese cabrón, entraré, averiguaré más de eso y me iré corriendo. ¡No me verá nadie!

—Inuyasha, ¡no!

—¿De verdad crees que puedes detenerme?

—¿De verdad quieres averiguarlo?

Inuyasha gruñó con frustración.

—Bueno, ¡¿tienes una idea mejor, genio?!

—¡Para de gritar, estoy intentando pensar! —dijo Kagome con furia, intentando mantener la voz baja por miedo a ser oída. Su mente dio vueltas una y otra vez, desesperada por encontrar otra opción.

Inuyasha esperó un minuto entero antes de rendirse.

—Mira, Kagome…

—¡Espera! ¡Ya sé! —lo detuvo—. ¿Recuerdas cuando le saqué el cristal de la mano a Yorino de un disparo?

—Sí, fue genial —dijo con una risita.

Kagome puso los ojos en blanco, empujándolo con el hombro.

—Bueno, me quedé con el cristal. Lo he estado ocultando en el arcón de Kaede. ¿Y si te lo llevaras contigo? Tal vez puedan averiguar lo que es y cómo luchar contra él.

Inuyasha pareció vacilante.

—No sé… ¿de verdad es buena idea poner eso cerca de toda una escuela de niños demonio zorro?

—Nunca te hizo nada cuando lo sostuve yo, ni cuando lo tuve en el baúl. Debe de haber una forma concreta de usarlo, como que tienes que querer que le haga daño a alguien —reflexionó.

—Tiene tanto sentido como cualquier otra cosa… —Inuyasha se interrumpió, su determinación para con su plan original se derritió bajo la mirada esperanzada de Kagome—. Vale, de acuerdo. ¿Lo tienes?

Kagome negó con la cabeza.

—No, no pensé en traérmelo. Tendré que volver a la aldea. —En cuanto intentó empezar a levantarse, Inuyasha apretó su agarre alrededor de su muñeca. Ella resopló y volvió a caer contra su costado—. Inuyasha, no tardaré. Todos los soldados están en su fortaleza y todos los aldeanos están durmiendo.

—Entonces, iré contigo —argumentó.

—¿Y si te ve alguien?

—Dijiste que estaban dormidos.

—¡Están dormidos, Inuyasha, no muertos! —gimió Kagome—. Si alguien se despierta y me ve, puedo inventarme algo. Si alguien se despierta y te ve a ti, nos descubrirán a ambos.

Inuyasha frunció el ceño. Kagome prácticamente podía ver sus pensamientos mientras pasaban por su mente, sopesando las opciones y llegando a la conclusión de que ella tenía razón… no es que él lo fuera a decir en alto. Era la incertidumbre y el pensamiento amargo de que ya tenían un tiempo juntos limitado, tiempo que desperdiciarían, lo que hacía tan difícil dejarla marchar. A pesar de lo testarudo que era, al final sabía que discutir no le llevaría a ninguna parte.

—Si tardas demasiado, iré a por ti, ¿entendido?

—Entendido. —Kagome asintió, retorciéndose para salir de entre sus brazos con un beso en su mejilla.

—Y llévate a Kei contigo —añadió Inuyasha. Se puso en pie, dándole la mano y levantándola consigo.

Kei reaccionó desde donde había estado jugando en la hierba, sus orejas se movieron ante el nombre con el que había asociado que la llamaban. Kagome le hizo un gesto al perro para que se acercara a ella, sonriendo cuando dio saltitos hacia ellos. Metió la nariz contra la palma reticente de Inuyasha al pasar, completamente ignorante de la forma en la que él puso los ojos en blanco y se limpió la mano contra su traje. Kagome le dirigió a él su sonrisa mientras pasaba los dedos por el pelaje de Kei.

—Te dije que era buena idea quedarse con los perros.

—Cállate y ponte en marcha.

Había sido fácil decir eso en el momento, pero en cuanto desapareció en la densa noche, habría dado cualquier cosa por llamarla para que volviera. De nuevo, la razón le decía que estaría bien y que se estaba poniendo nervioso por nada… solo que a Inuyasha nunca se le había dado bien atender a razones. Así que se paseó ansiosamente debajo del árbol, creando un círculo en la hierba con sus pisadas. Las sombras de la luna solo habían crecido dos centímetros cuando decidió que había estado esperando durante suficiente tiempo. Había estado a punto de saltar hacia los árboles cuando una gruesa ramita cayó del Goshinboku y le golpeó en la cabeza. Maldijo por lo bajo, fulminando las ramas con la mirada.

—Kaede, si eso fuiste tú, sigue sin ser lindo —gruñó, solo para esquivar otra ramita caída un momento después.

Al volver a fulminar al árbol con la mirada, notó por primera vez el crudo contraste que tenía situado en mitad del bosque otoñal. Mientras que la mayoría de los árboles había empezado lentamente a perder sus hojas, este no lo había hecho. El bosque justo acababa de empezar a cambiar de colores con la estación cuando se había tenido que ir y sus tonos intensos solo duraban unas semanas. Para ahora, todo el bosque estaba empezando a perder hojas; los árboles, a adelgazar; y las hojas, a ponerse de un marrón apagado. El Goshinboku, en contraste con el bosque circundante, estaba lleno y sus hojas eran de un intenso carmesí. Ya era bastante extraño por su cuenta, pensó. Hubiera jurado que, cada otoño de los últimos años, incluso yéndose cinco décadas más atrás, el árbol se había puesto amarillo en esta época del año.

Inuyasha no se pasó mucho tiempo pensando en la peculiaridad del árbol. Los pensamientos se fueron igual de rápido que vinieron y retomó rápidamente sus movimientos inquietos y ansiosos. Tampoco intentó ir tras Kagome de nuevo, pero su paso ansioso no se detuvo hasta que pudo oír sus pasos en las hojas y olerla en el viento. Prácticamente tropezó para llegar a ella cuando esta atravesó los arbustos para entrar en el claro.

Kagome sonrió ante su entusiasmo.

—¿Ves? ¿Tan malo fue? —bromeó, aunque la expresión de Inuyasha sugería lo contrario—. Bueno, don angustias, aquí está. —Metió la mano en el pliegue de su kimono, sacó el cristal y se lo pasó, conteniendo el aliento mientras lo presionaba contra su palma. No sabían si realmente haría daño alguno con el contacto, pero en lo referente a esto, tal vez ella era la que se preocupaba demasiado. Al final, no tuvo ningún efecto devastador e Inuyasha se lo guardó en los pliegues de su propio traje.

—Se lo llevaré a los demonios zorro y veremos qué podemos averiguar —reafirmó.

—Sí. —Kagome asintió. Le siguió un profundo silencio, ambos lucharon por decir algo. Se habían encargado de todos los asuntos urgentes y, con el riesgo que había, ambos sabían que sería inteligente mantener esto breve. Pero por ahora estaban a salvo y Kagome ya había tenido suficiente de ser inteligente—. ¿Cuánto tiempo crees que puedes quedarte? —preguntó.

Inuyasha resopló mientras lo pensaba.

—Probablemente debería irme mucho antes de que empiece a clarear.

Tenía bastante sentido, era la respuesta evidente y Kagome no supo por qué se decepcionó tanto con eso.

—De acuerdo —susurró. Sin otra palabra, avanzó, lo rodeó con los brazos y presionó la mejilla contra su hombro. Si solo tenían unas horas, entonces iban a aprovecharlas al máximo, y a ella no se le ocurría mejor manera que esta. Con silenciosa comprensión, Inuyasha pasó el brazo por debajo de sus rodillas y la levantó en sus brazos, llevándola para sentarse al pie del árbol con ella cómodamente situada en su regazo.

Durante la noche, estuvieron sentados bajo el árbol y hablaron igual que como lo habían hecho cada noche antes de todo este lío. Si Kagome cerraba los ojos, casi podía imaginarse que estaban sentados en la cabaña, cálidos y secos junto al parpadeante fuego, allá cuando su mayor preocupación era qué estaba haciendo Inuyasha creando todos aquellos farolillos. Por fría y húmeda que fuera la noche, apenas podía sentir el fresco en brazos de Inuyasha.

En las altas horas de la noche, lo puso al día de las cosas que se había perdido: cosas graciosas que había dicho Rin y que Mamoru estaba empezando a gatear. Una semana antes, había intentado abrirse paso a través del futón para llegar a las orejas de Jun. Sus hermanas y él habían parecido conservar su obsesión con los perros. Inuyasha simplemente se rio con una sonrisilla que decía mejor él que yo, pero había algo agridulce en sus ojos. Inuyasha le habló de su estancia con los demonios zorro, omitiendo convenientemente la forma en que lo habían tratado. Le habló de que le había estado ayudando a Shippo a entrenar, de cuánto había mejorado. Ninguno le contó al otro cuánto se habían echado de menos. Llegados a este punto, sabían perfectamente que no hacía falta decirlo.

Y para primera hora de la mañana, Kagome se había quedado dormida en los brazos de Inuyasha. Se había quedado todo lo tarde que había podido, pero después del largo día que había tenido y lo repentino de su encuentro, no había estado preparada para permanecer despierta toda la noche. El latido regular de Inuyasha bajo su oído la arrulló a un sueño más tranquilo que el que había tenido en dos semanas.

Pero cuando se despertó, estaba sola y a la luna la había ahuyentado la luz por el este. Kagome volvió en sí lentamente, dándose cuenta antes que otra cosa de que Inuyasha se había ido. Kei se había acurrucado en su regazo y su calidez había ayudado contra el frío, pero era una pobre comparación con tener los brazos del hanyou rodeándola. La decepción de que se hubiera ido sin despertarla para despedirse se asentó en la boca de su estómago mientras sus ojos inspeccionaban el bosque. Incluso si había sido una separación más fácil, no dolía menos.

Kagome se abrazó los brazos contra su pecho mientras se ponía de pie. Kei no pareció contenta con su decisión de moverse, deslizándose de su regazo todavía medio dormida, pero estuvo en pie con una sacudida y una mirada expectante. Suspirando y pasando los dedos por el denso pelaje del perro, Kagome miró una vez hacia el árbol y cedió. El juego de la espera comenzaba otra vez.

—Venga, volvamos.

En el bosque, desde la lejanía, Inuyasha estaba sentado posado en una rama alta de un árbol, recostado contra el tronco mientras oía a Kagome marchándose. No tuvo corazón para despertarla y despedirse, pero tampoco podía dejarla ahí sola, así que se había escondido y la había cuidado desde lejos. Tal vez lo que había hecho era egoísta. Estaba seguro de que Kagome se aseguraría de reclamárselo la próxima vez que se encontrasen, pero por el momento era lo único que podía hacer. Sin duda, no hizo que la separación le resultase más fácil. Así, una vez supo que estaba despierta y que iba segura de vuelta a la aldea, partió de nuevo, más decidido incluso que antes a regresar con ella permanentemente.


Kagome aceptó la oferta de Sango ese mismo día siguiente y se unió a sus amigos para cenar, haciendo el viaje al lejano y recóndito lado de la aldea donde Sango y Miroku habían construido su hogar. Takuya y Rin la siguieron con los perros, trayendo hierbas para el té y condimentos para la comida. Las gemelas estaban, como siempre, contentas de ver a Rin, y Rin estaba igual de contenta de verlas a ellas. No pasó mucho antes de que todos se hubiesen retirado a un rincón de la cabaña con Jun y Kei. Rin incluso había sacado a Mamoru de las manos de Sango por el momento, manteniendo al bebé en su regazo mientras les contaba historias a las niñas.

Kagome miró a Rin desde donde estaba junto a la entrada, con un pie dentro y el otro en el porche engawa, pero su mirada pronto volvió a la luna que se alzaba. Era estúpido esperar ver otro farolillo flotando por encima del mar de árboles, pero casi se había convertido en una costumbre. Su encuentro de la noche anterior todavía parecía demasiado surrealista como para romper aquello.

—¿Kagome? —la sacó Sango de su trance—. El té está listo, si quieres un poco.

Con una última mirada hacia el bosque, Kagome se apartó de la puerta y le ofreció una sonrisa a Sango.

—Me encantaría. —La siguió hasta el hogar, donde Miroku y Takuya ya estaban sentados y sirviéndose té en sus tazas.

—Tendré hierbas suficientes para que nos duren durante el otoño, el invierno y hasta bien entrada la primavera —reflexionó Takuya mientras dejaba la tetera a su lado—. Pero tendré que empezar a cosechar las semillas antes de que se marchiten las flores, ahora que está terminando la temporada. ¿Me ayudarás mañana con eso, Kagome?

—Sí, claro —murmuró, descendiendo para sentarse con ellos alrededor del fuego. No había convicción en su voz, no obstante. Kagome apenas podía recordar lo que le habían preguntado. Notó solo con su atención periférica que los demás intercambiaban miradas de preocupación. Era justo… su humor había mejorado desde el festival y este repentino decrecimiento era suficiente para garantizar un poco de preocupación. No tuvieron oportunidad de preguntarle qué tenía en mente antes de que interviniera—: Le vi anoche —susurró la sacerdotisa. Los cuatro se quedaron al instante en silencio, con solo la voz de Rin, la risa de las gemelas y el crepitar del fuego para llenarlo. El contraste en los ambientes que los separaban de los niños hizo que su lado de la cabaña pareciese más frío, incluso con el ardiente fuego—. Lo siento, sé que podríais haber querido verle también… pero no quería arrastraros a esto, no con los niños.

—Por supuesto que queremos verle —suspiró Sango—. Pero… ¿y tú qué? Kagome, sabes lo peligroso que es esto.

—Sí. —Asintió—. Es solo que nunca se me ocurrió no hacerlo.

A Sango se le desencajó el rostro. Dejando su taza de té en el suelo de madera, se movió hasta el lado de Kagome y la rodeó con un brazo. Kagome se hundió en el abrazo, apoyando la cabeza en el hombro de Sango mientras las dos fijaban la mirada en el fuego.

—Eres como una hermana para mí —empezó Sango, su voz casi pesarosa—. Solo quiero que estés a salvo.

—Lo sé. Gracias, Sango.

—¿Cómo estaba? —preguntó Miroku, bajando su taza de té de su boca a su regazo.

A Kagome se le iluminó el rostro ante el recuerdo, una ligera carcajada burbujeó en sus labios.

—Fue un tonto, ¡lo primero que hizo fue darme un susto! ¡Y luego se rio de mí por asustarme!

Se unieron a sus carcajadas, pero el sonido fue hueco y solo les recordó a todos la ausencia del hanyou.

—Bien, no hubiera querido que se ablandase. —Miroku sonrió.

—No te preocupes por eso. Ha estado con Shippo en el Monasterio de los Kitsune. Me habló de que le ha estado ayudando a entrenar, pero a mí me sonó como que solo lo está mangoneando.

Mientras los demás volvían a reírse, el rostro de Miroku se atenuó de la diversión a la preocupación.

—Kagome… ¿le contaste lo de la oferta de Masao? —preguntó, su pregunta pronto tuvo el mismo efecto sobre los otros tres.

Kagome rozó con sus dientes su labio inferior, bajando la cabeza de forma que el pelo cayó como una cortina sobre su rostro.

—No —admitió.

—Tal vez deberías habérselo dicho, no es bueno esconder cosas así. —Sango suspiró y le metió a su amiga el pelo detrás de la oreja, sin dejar que se escondiese de la conversación.

Aunque obligada a enfrentarlos, Kagome no pudo evitar pensar en lo maternal que era Sango con ella sin darse cuenta, en lo maternal que siempre había sido.

—Mira, estar fuera mientras Masao y sus guerreros están aquí ya es bastante duro en sí para Inuyasha. Esta es solo otra cosa por la que se preocuparía constantemente cuando no hay nada que pueda hacer al respecto todavía. Ni siquiera sabemos si esto será algo malo.

—El señor Masao no te está convirtiendo en la sacerdotisa de la aldea. Ya eras la sacerdotisa de la aldea —intervino finalmente Takuya—. No tiene ninguna autoridad como hombre sagrado de la tradición sintoísta para hacerlo. El señor Masao está haciendo esto a modo de espectáculo para los aldeanos. Al otorgarte una posición de poder, se coloca en una posición superior a la tuya. Puede afirmar retirar ese poder en cualquier momento que desee, y los aldeanos le creerán.

—Vale, puede que sea algo malo —resopló Kagome—. Pero mientras siga jugando a su juego, eso no pasará, ¿verdad? Y entonces podremos arreglar todo esto antes de que pueda usarlo contra mí.

La mirada cansada de Takuya descansó sobre Kagome mientras ella miraba su reflejo en su taza de té. Era fácil olvidar en ocasiones lo joven que era. Era raro ver a una sacerdotisa de edad avanzada. Era una entidad a ser temida y venerada, una mujer elegante y sagrada tanto en su juventud como pasada la plenitud de su vida. Era lo mismo con su querida prima Kaede e incluso más, como había aprendido, con la prima mayor a la que nunca había conocido. Kikyou había sido un sujeto de historias, unas que Kaede le había contado de niño. Incluso cuando había crecido y se había convertido él mismo en sacerdote, esa veneración nunca se había tambaleado.

Pero ahora miraba a Kagome y veía a una joven cometiendo pequeños errores, y cometiéndolos con la más pura de las intenciones. La veía quejarse de sus métodos y el brillo en sus ojos cuando se escabullía de los entrenamientos para holgazanear en el bosque con Inuyasha, y el terror en su corazón cuando la aldea de la que se suponía que tenía que cuidar había clamado por la ejecución de su amado. Le hizo pensar en cuánta de esa misma lucha juvenil había estado allí, sin ser vista, en Kaede.

Inuyasha y Kagome lo estaban haciendo lo mejor posible con lo que podían, tanto si era la mejor forma o la más fácil, como si no, y lo hacían porque eran jóvenes y estaban enamorados. Nada cambiaría eso.

El amor joven y la tragedia iban a menudo de la mano y eso era lo que más temía.

Takuya se sirvió otra taza de té.

—Espero que tengas razón.


Pasaron otras dos noches antes de que Inuyasha llegase de nuevo a la montaña donde estaba oculto el Monasterio de los Kitsune. Cada vez que miraba hacia delante, podía sentir una presencia ardiendo en su espalda, como si Kagome estuviera justo detrás de él, pero por supuesto, cada vez que miraba por encima de su hombro, estaba solo. Para ese punto, en realidad estaba ansioso por llegar al monasterio solo para tener compañía conocida. Tendría que decirle a Shippo que Kagome le mandaba saludos y que lo echaba de menos. Pequeñas cosas como esa hacían que el niño diese volteretas y Kagome no le perdonaría si no transmitía el mensaje. Tras dejarla sin decir adiós, no quería darle más razones para estar enfadada con él.

Era en lo único en lo que se molestó en concentrarse durante su viaje de regreso, en realidad. Inuyasha iba paso a paso… su paso actual era llevar la Piedra Divina a los ancianos kitsune. Todo empezaría a encajar después de eso, se dijo. Podría estar en casa antes de que cayeran las últimas hojas del otoño. Era una determinación que lo impulsaba hacia delante y una tranquilidad que le permitía pensar en objetivos más simples: transmitirle un mensaje a Shippo, ayudar al niño con su entrenamiento, tal vez incluso comprar más suministros para hacer farolillos solo para pasar el tiempo.

Esa en sí misma se había convertido en una tarea tranquilizadora últimamente. Era lo único que podía dejar que su mente realmente se callase, que se apagase un rato y se centrase en algo productivo. Inuyasha había sido sincero cuando le había dicho a Kagome que no había hecho un farolillo desde que era apenas más que un niño, pero incluso entonces el proceso era tranquilizador. Ahora lo asociaba pesadamente con Kagome, recordando las incontables noches que había pasado en su cabaña trabajando mientras ella dormía, dejando divagar sus pensamientos para imaginarse una vida con ella. Los mismos farolillos se habían convertido en un símbolo de aquella vida, una vida que no iba a dejar que nadie le arrebatase ahora.

Todo se solucionaría. Destrozaría el país para que ocurriese, sin importar el precio.

Inuyasha se vio apartado de esos pensamientos en cuanto pudo oler el humo. Se aferraba al húmedo ambiente como un pesado manto, asfixiando el viento mientras recorría la montaña. Se detuvo a medio paso, con el pavor hundiéndose en sus huesos. Algo no iba bien. El instinto le gritó, tiró de él en un millón de direcciones diferentes hasta que, con cruda claridad, se asentó en los precipicios que se alzaban por encima de él. Olvidando por completo el camino de la montaña, Inuyasha saltó a las paredes del precipicio, elevándose rápidamente por la montaña a saltos, su corazón martilleaba contra sus costillas.

En su afán, Inuyasha perdió el apoyo en un saliente poco robusto, desmenuzándose debajo de su pie. Se estiró y se agarró a la raíz de un árbol que sobresalía de las rocas antes de caer. El ruido sordo distante de las piedras sueltas rodando por la montaña resonó mientras se impulsaba sobre un saliente rocoso. Probablemente estaba a menos de medio camino de ascenso por la montaña, pero era lo suficientemente cerca como para que el olor a ceniza y sangre pudiera golpearlo con la fuerza suficiente para sacarle el aire de los pulmones. Inuyasha levantó la mirada hacia la cima y habría jurado que sintió que algo se rompía dentro de él.

Desde donde estaba recogido entre dos picos, el destapado monasterio yacía en ruinas ardientes. Columnas de humo se alzaban sobre la montaña y se mezclaban con las nubes, tiñéndolas de negro y gris. No quedaban fuegos. Probablemente se habían apagado hacía horas. Lo que más le aterraba a Inuyasha era que no oía ni una sola voz proveniente de aquella ruina. Ningún fuego, ninguna voz, ninguna vida. Retrocedió estupefacto.

—No…

Cuatro días. Solo había estado fuera cuatro días.

Abrumado por la repentina urgencia, Inuyasha usó toda su velocidad y fuerza para subir por la montaña. El camino hasta el monasterio estaba plagado de árboles caídos, sus troncos estaban acribillados por miles de pequeños agujeros y apestaban con el olor a plomo y pólvora. Casi lo puso enfermo, pero no más que las figuras laxas que yacían en los arbustos, con las manos extendidas en la tierra chamuscada. El olor a muerte era lo único que vencía al plomo y a la pólvora. No hubo nada que pudiera hacer por ellos.

Saliendo finalmente con torpeza del camino lleno de cadáveres, Inuyasha se encontró de pie ante una pila de vigas carbonizadas y ceniza, no quedaba nada del monasterio que sugiriese lo que una vez había sido. Su aliento llegó velozmente, sus pulmones ardieron con el humo acre del ambiente. Lo estaban bombardeando mil olores ahora que estaba en el epicentro de la carnicería, pero había un olor que no conseguía localizar, el único que quería.

—… ¿Shippo? —llamó Inuyasha, la desesperación le quebró la voz al no recibir respuesta—. ¡Shippo!


Nota de la traductora: Si queréis ver un fanart preciosísimo inspirado en la escena final del capítulo anterior, no tenéis más que pasaros por Twitter, porque reii_art1 ha hecho un trabajo increíble.