Buenas a todos, aquí vengo con lo que, válgame Dios y todos los Kami-sama existentes, podría llegar a ser mi primer fic largo... De los nervios estoy casi sin uñas.
No hay mucho que decir por ahora, sólo recalcar que es una historia donde el incesto abarcara toda la trama por la pareja principal, pero espero que todos puedan disfrutarlo como lo que es, una simple historia ficticia hecha por una fan para entretenimiento de más fans.
Disclaimer: Claro que la historia no es mía, sino, para empezar, para nada Tadashi habría muerto y, siguiendo, habría tanto yaoi que sería imposible que un padre dejara a sus hijos ver esto.
Sin más que decir, disfruten.
Prólogo- Señales de Vida.
Señales de Vida
El cielo se deshacía en esa paleta de colores que caracterizaba los atardeceres de su ciudad; los tonos de rosa y rojo enredándose con el anaranjado y el amarillo, mientras un poco de violeta comenzaba a abrazar el firmamento sobre la ciudad a sus espaldas. El atardecer se derretía sobre las nubes que se levantaban, perezosas, sobre el Golden Gate, tranquilas, hermosas y cálidas como un sueño.
Sonidos lejanos provenían de una San Fransokyo más tranquila de lo usual, alguna sirena que no representaba ningún peligro en realidad, el sonido de los autos que atravesaban el legendario puente y, imperceptible pero presente, el murmullo de los habitantes, los susurros de un día moribundo que pronto daría paso a la noche salvaje, la que escondía a amantes y ladrones sin hacer distinciones, de la que en verdad debían cuidarse la mayoría.
Aunque no podía quejarse, las noches nunca habían sido tan seguras como ahora en San Fransokyo, a pesar de que siempre habría algo de lo que cuidarse, alguien a quien salvar.
Pero por ahora, todo estaba en calma, nadie lo necesitaba en este momento y, como cada vez que se quedaba patrullando hasta esas horas de la tarde, en aquella zona, la nostalgia volvió a pintar su alma con los colores del atardecer.
Dio la orden a Baymax de inclinar unos metros su dirección de vuelo, lo suficiente como para esquivar uno de los hermosos globos de pez que cubrían el cielo de la costa con sus colores chillones, que lograban resaltar de alguna forma entre la magnificencia del fantasma de colores del atardecer y la batalla de luces y música de la ciudad.
Era el último de la línea; ahora eran sólo ellos y el horizonte. Ellos y las nubes. Él y los colores.
Baymax permanecía curiosamente en silencio, dándole ese momento del día que, tácitamente, se había vuelto parte de su terapia en algún instante, la hora de reflexión necesaria para no llegar a casa y sufrir el bajón frente a Cass. De seguro ya había formulado un listado de síntomas donde sus hormonas habían caído de la euforia llena de dopamina de un día patrullando con sus amigos, hasta la invasión de cerotonina de este momento de reflexión, de nostalgia y, por supuesto, de tristeza.
Realmente, si tuviera que dar explicaciones de por qué tenía ese momento de amargura al caer el sol, nada podría opacar, para la mayoría de las personas, todos los motivos por los cuales debía ser uno de los chicos más felices del mundo.
Era un joven y reconocido genio, premiado varias veces en el transcurso de unos meses con galardones que, a la mayoría, les hubiera tomado años de carrera y dedicación obtener. Tenía una tía dulce, divertida y comprensiva que cocinaba como los dioses y sólo para él; además de siempre estar presente para él cuando necesitaba un consejo o pasar un rato largo en familia; su segunda madre. Había conseguido que una sala de uno de los hospitales más importantes de la ciudad, sino del estado, llevara el nombre de su hermano, como recuerdo constante de su lucha por ayudar a los demás con la tecnología médica. Era uno de los mejores alumnos que asistía al Instituto Ito Ishioka. Tenía el grupo de amigos más locos del mundo, que siempre estaban ahí para él, tanto para hacer locuras como para salvarlo las veces que fuera necesario, sin mencionar que, entre ellos, podía incluir a un robot. Junto a ellos, de manera anónima, había logrado salvar miles de vidas como los Grandes Héroes de San Fransokyo, y vivido las mejores aventuras que un joven de quince años podría imaginarse.
Era una vida asombrosa, no lo negaría, llena de aventuras, logros, reconocimiento y amor, pero, ¿De qué le servía todo eso?
Casi a un año de que Tadashi desapareciera, nada le parecía más importante ni más valioso.
Había salvado a la hija del principal responsable de la muerte de su hermano. Si con eso no tenía el cielo asegurado, era que, en definitiva, éste no existía -aunque, luego de lo que había visto dentro del portal interdimensional, ya no se daba el lujo de decir que algo era imposible o no existía-. Pero, hasta eso, hasta la entrada al cielo, la cambiaría por volver a ver a su hermano, por estar otra vez con él, por oírle burlarse de él o llamarlo cabeza de chorlito otra vez.
Pero la muerte era algo catastróficamente irreversible, y ni todo el dinero del mundo, ni la mayor blasfemia contra la moral que un genio pudiera pensar en cometer podía contra ella. Su hermano se había ido, su único amigo del alma, su único compañero incondicional, y nada lo haría volver.
Hiro se mordió el labio, con fuerza, deseando que ese dolor pudiera hacerle olvidar el que se aferraba a su pecho, el que envolvía su corazón como un puño invisible e impiadoso y apretaba con fuerza, con rabia, sin clemencia ante un niño que luchaba por fingir ser un hombre y no aflojar, contener las lágrimas.
Pero no pudo, y pronto el atardecer exquisito, con su degradé refinado de tonalidades naranja brillante se volvió una horrible acuarela tras un manto de sal y agua. Cuando las primeras lágrimas cayeron por su rostro y ya no pudo distinguir las nubes del cielo, supo que seguir volando sería una mala idea.
-Baymax- llamó al robot, con la voz quebrada y conteniendo sollozos. No necesitó ninguna respuesta para saber que él le había oído-. Amigo, por favor, busca algún lugar deshabitado y baja ahí, no puedo ver nada.
-Hay una isla a dos kilómetros- la respuesta, pausada y monótona del robot, no se hizo esperar, y Hiro asintió con un sonido gutural que el robot ya había aprendido a identificar.
Sintió el movimiento del robot al cambiar la ruta de vuelo, al parecer alejándose de la ciudad, lo cual, en ese instante, era perfecto.
No pasó más de un minuto antes de que el robot comenzara a descender y, en cuanto sintió el leve impacto del aterrizaje, no duró un segundo antes de lanzarse a tierra firme. Menos aún, incluso, fue lo que tardó en caer sentado en el suelo, mareado de repente, dolido y desesperado.
Y, nuevamente, como casi todas las semanas, se cubrió la cabeza con ambas manos y se hizo un ovillo, y dejó salir todo el dolor en forma de rugidos y llanto. Y las preguntas volvieron una y otra vez a su cabeza ¿Por qué había tenido que ser él? ¿Por qué no lo detuvo, no fue más insistente? ¿Por qué había tenido que crear los microbots? ¿Eso era realmente lo que se merecía alguien como él? ¿Morir? ¿Todo por querer salvar a una persona? ¿Por ser tan leal como para arriesgar la vida por un profesor?
Dios, él encontraba a diario, como héroe y civil, personas que en verdad merecerían un fin como el de Tadashi, tan horrible, tan doloroso. Violadores, asesinos, corruptos, y todos ellos tenían vidas largas y sanas. El mundo era un jardín lleno de mala hierba que, hasta al más bello alelí y su alegría, lo cortaban tan cercano a la raíz como le fuera posible apenas asomara su belleza.
O al menos eso era lo que pensaba en esas horas del día, cuando el sol caía y la oscuridad de la noche no era la más potente, sino la que se expandía dentro de él, sin piedad, y ahogaba al muchacho alegre que fingía ser durante el resto del día. Esa era la hora en que deseaba la muerte a las personas, la hora en la que más necesitaba estar solo, porque, hace unos meses atrás, antes de irse a cualquier pelea de robots, esta era la hora en que su hermano y él se encontraban en el día, hablaban y peleaban de manera juguetona y fraternal, y la tarde no se teñía del naranja nostalgia de los hermosos atardeceres, sino del verde esperanza de las risas compartidas con su hermano.
Hace menos de un año, la hora más oscura era la más feliz de su día.
Pero la felicidad, como los alelíes, había sido cortada tan cerca de la raíz, que a veces no recordaba que estaba ahí si, certeros y constantes, Cass y sus amigos no se encargaran de mostrársela todos los días.
Pero nunca más sería lo mismo sin Tadashi, y es que ni siquiera tenía su tumba para hablar con él.
Algunas veces acompañaba a tía Cass al cementerio donde una lápida blanca rezaba el nombre de su hermano, encima de una fecha de caducidad demasiado temprana, y juntos hablaban de las cosas que habían pasado en aquella época. Pero, para él, aquello no era nada más que una piedra, un vestigio físico de la existencia de Tadashi en este mundo al que su tía, en medio de su dolor, solía aferrarse cuando más lo extrañaba.
Y es que allí ni siquiera se hallaba su hermano, y no en el sentido de que ni siquiera lo consideraba un punto de unión espiritual con los restos del chico, sino que, literalmente, allí no había nada.
Nunca los policías habían logrado hallar el cuerpo de Tadashi. Habían buscado todo un día en los cimientos y la ceniza, y lo único que habían encontrado era madera, cemento y metal, nada más. La teoría que todos manejaban era que algún tipo de combustible de algún experimento había caído sobre el cuerpo de Tadashi cuando el edificio explotó, y esto había acelerado la combustión y desintegración de su cuerpo.
El consuelo que les habían dado a todos, era que Tadashi debía debía haber muerto en el momento en que la explosión sucedió por causa de alguna contusión que su organismo no logró resistir, por lo cual no sufrió el ser consumido por las llamas. Era algo a lo que luchaba por aferrarse; ni siquiera quería o podía contemplar la idea de su amado hermano, la persona más fiel y justa que hubiera conocido alguna vez, muriera en medio de la agonía de ser quemado vivo.
Lloró por una hora, si sus cálculos no fallaban, antes de que el sopor comenzara a crecer en él una vez más, y la calma agridulce que siempre experimentaba luego de llorar comenzara a desplazar el pesimismo y la oscuridad, y comenzara a sentirse más tranquilo, vacío.
Al final de otro minuto, se dejó caer de espaldas en el suelo, junto al casco que había lanzado en él al bajar. Tragó saliva y sorbió por la nariz, antes de alzar la mano y comenzar a secar sus lágrimas.
El cielo ya se había teñido con la oscuridad de la noche, y un leve resplandor en él, opacando varias estrellas, le hizo notar que se hallaba al oeste de la ciudad. Pronto tendría que entrar por la puerta del café si no quería que tía Cass sufriera un ataque y se comiera todas las donas del lugar. Y para ello, debía borrar todo rastro de tristeza que el llanto hubiera dejado en su rostro y en su voz.
Suspiró pesadamente, sintiéndose laxo y sin fuerzas, antes de realizar el esfuerzo inhumano de erguirse. Se talló los ojos una última vez y tomó su casco, antes de girarse y buscar a Baymax.
El robot se hallaba a unos metros de él, dándole la espalda. De alguna manera, había aprendido que debía alejarse de él cuando comenzaba a llorar, si "De alguna manera" podía llamarse a haber sido echado de su lado a gritos cuando comenzó a preguntarle qué le dolía la primera vez que tuvo uno de sus ataques.
Cuando se puso de pie para acercarse a él, reparó por primera vez en el armazón de concreto que contrastaba con la oscuridad imperfecta del cielo anochecido.
Frunció el ceño y miró con detenimiento a su alrededor, tratando de adecuar sus ojos a la oscuridad para descifrar a que lugar lo había traído su amigo.
Y, cuando notó el cartel de cuarentena en el tejido y el barril con la calavera, estuvo muy tentado a echarse a llorar nuevamente.
Y es que debía ser un muy mal chiste del destino, el que Baymax le hubiera traído a los laboratorios Krei para desahogarse.
Trata de no pensar en ello, en todo lo que había sucedido dentro de esas paredes, en sus errores la primera vez que puso un pie en aquella isla. Pero, al final, el remordimiento vuelve a él como las olas a la costa, y se apresura a llegar hasta Baymax para que lo saque de aquel lugar.
Cuando se coloca de pie junto a él, Hiro contempla por un segundo, en silencio, el imponente edificio venido a menos, sin pensar demasiado en nada, sólo en los experimentos asombrosos que allí podrían haberse creado, en todo lo perdido sólo por una decisión mal tomada, tan pequeña como apretar un botón, y tan poderosa que había logrado destruir varias vidas a largo plazo.
"Que deprimente" pensó, y un pesado suspiro se escapó de sus labios.
-Tadashi está aquí.
Hiro dio un respingo, sorprendido por las palabras repentinas de su amigo. Alzó la mirada para verlo, pero el robot, enfundado en su traje de héroe, permanecía viendo fijamente hacia el armatoste abandonado. Preguntándose qué desvarío hormonal había llevado al robot a emitir su típica frase de consuelo, sólo se limitó a esbozar una sonrisa entristecida y fijar nuevamente la mirada en el edificio frente a ambos.
-Lo sé, Baymax...- susurró, y sintió su corazón estrujarse otra vez y sus ojos volver a escocer ante el deseo de romper en llanto por el recuerdo de su hermano-. Pero es que, a veces, no es suficiente- se mordió el labio inferior e inhaló hondo antes de volver a hablar-. Lo extraño, y de verdad quisiera tenerlo aquí, conmigo, otra vez.
Ante eso, estaba seguro, Baymax tomaría tanta información adicional en Internet sobre depresión como fuera posible, sólo para poder decir las palabras correctas y recomendar otra terapia.
Por ello, obtener una respuesta del robot le sorprendió, aunque sus palabras lo hicieron el doble:
-No está junto a ti- soltó Baymax, antes de, para sorpresa del chico, alzar su brazo y señalar una mancha oscura y vertical en la pared del lugar, algo que, luego de esforzar un poco la vista, descubrió que se trataba de una grieta en la pared-. Tadashi se halla a cincuenta y ocho metros, en esa dirección.
La respiración de Hiro se detuvo por un segundo al oír las palabras del robot, y hubiera apostado a que su corazón también, si no fuera porque podía sentirlo perfectamente comenzar a latir con frenesí, desbocado dentro de su pecho. Vio con los ojos abiertos de par en par la grieta en la pared del edificio, con su cerebro aún luchando por entender a que se refería su blanco amigo.
-Espera...- su voz sonó temblorosa debido a los nervios y el asombro, al igual que su pulso, acelerado sin saber por qué- ¿De qué... De qué estás hablando?
Sin embargo, lo que a su cerebro ni siquiera se le ocurría aún, su corazón lo había entendido a la primera, y sus piernas no dudaron ni esperaron un impulso nervioso claro antes de moverse y echar a correr en dirección a la hendidura que el robot había señalado en cuanto éste volvió a hablar:
-Detecto señales de vida de Tadashi Hamada.
Nos vemos pronto... Balalalalah! para todos.
