Preludio
Primera parte. Soñador
La Antigüedad, la época oculta detrás de los avances de todas las ciencias, recoge un pasado remoto y oscuro donde la línea que separa lo divino de lo terrenal aún no terminaba de definirse. En aquel tiempo, los todopoderosos seres que crearon y dieron forma a todo cuanto existe, fuera o no conocido por el hombre, descendían sobre la tierra y guiaban con su ilimitado conocimiento y sabiduría a unos pocos elegidos a los que obsequiaban con inapreciables dones. Aquellos seres eran llamados dioses, y sus elegidos ganaron con sus actos el título de héroes.
Hoy, los dioses ya no caminan sobre la tierra; sus ojos han dejado de ver en los seres humanos niños de destino y potencial desconocido, y ya solo distinguen en ellos todo el mal que han causado y que pueden causar. La Edad Heroica no es más que un frío e inerte recuerdo en el saber de los inmortales, y una sucesión de increíbles leyendas en el de los hombres. ¿A quiénes debe maldecir el hombre, víctima de los males del mundo? ¿A los lejanos dioses, por su abandono? ¿A sí mismo, por no haber estado a la altura?
Sin embargo, el aferrarse a una época anterior de la que se han olvidado los errores cometidos y solo se recuerdan sus bondades no es más que un iluso intento de escape de la propia realidad que se vive; lo es incluso en el momento en que se divide la Historia en eras y se pretende que cada una sea un mundo aparte, aislado sincrónicamente. No hay sentido en culpar a dioses ni hombres de la actual situación de la Tierra, pues los males que la aquejan siguen siendo los de hace milenios.
Ni siquiera los héroes que embellecieron con sus hazañas la historia de sus vidas, y fueron elegidos por los dioses, estuvieron exentos de los pecados propios de los hombres comunes. Heracles, hijo de Zeus, conoció la locura tras el asesinato de su propia familia; Belerofonte, primer y único jinete de Pegaso, solo extrajo de la gloria ambición y arrogancia; Jasón deshonró su palabra por simple conveniencia. Y los inmortales, sin lugar a dudas, sabían de la oscuridad que albergaban los corazones de los hombres a los que con su guía e incluso ayuda elevaron por encima del resto.
La corrupción y el vicio son cualidades tan posibles en la naturaleza del ser humano como lo son la redención y la virtud; tal realidad no puede escapar de quienes son responsables de su creación. Entonces, solo se puede concluir que lo que movió a los dioses a alejarse de la Humanidad no fue la imperfección de esta, pues ya la conocían. ¿Perdieron la esperanza que un día depositaron en el potencial de su obra o…?
—¿Se cansaron de jugar con sus muñecos de barro? —preguntó una voz, cargada de sarcasmo, al vacío. La pregunta fue casi un susurro, pero al ser formulada en medio de la nada, donde no se veía otra cosa que no fuera un monótono negro interminable, resonó con fuerza, como el reclamo a los cielos que en realidad era.
Dos hombres, uno de mediana edad y otro que todavía podía ser considerado un muchacho, avanzaban por lo que muchos podrían confundir con el espacio exterior, aunque desprovisto de estrellas, planetas, y cualquier otra figura cósmica que pudiera arrojar algo de luz. Caminaban, ciertamente, pero no podrían asegurar que lo hacían sobre cualquier superficie; bajo sus pies no sentían el contacto de ninguna clase de superficie, no era posible distinguir lo que fuera que estuviesen pisando del resto del entorno: el cielo era la tierra, y la tierra era el cielo.
Si existía algo que pudiera empeorar el viajar entre aquella oscuridad, sin nada que ver, sentir u oler, debía ser el silencio absoluto que imperaba en el lugar. A pesar de eso, ninguno hablaba con el otro; no tenían nada que decirse, y no solo porque el panorama no había cambiado en todo el tiempo que llevaban allí, sino porque provenían de mundos demasiado distintos. El adulto, caucásico, vestía un corto quitón, sujeto por un cinto y fíbulas en los hombros; nació en la Grecia que aún no era conocida como tal, durante los últimos años de la Edad Heroica, en Micenas. Por el contrario, el más joven no provenía de ninguna región de Europa sino del Lejano Oriente, con marcados rasgos asiáticos en el rostro; calzando gruesas botas en lugar de sandalias, vistiendo vaqueros y una camisa descolorida sin mangas, había nacido en el siglo XX.
Tiempo y espacio separaban a los dos viandantes, pero ambos eran herederos de la Edad Heroica, tenían una responsabilidad con el pasado y un deber con el futuro que sobre muy pocos hombres pesa. Aquello los había unido en una única misión como compañeros, más allá de las diferencias pudiera haber entre ellos.
—La misión… —musitó el joven, deteniéndose por un instante.
—Parece que hemos llegado —apuntó el aqueo; la voz era serena, al tiempo que firme y clara, digna de la clase de hombre que alguna vez debió dirigirse a amplias multitudes.
El joven no dijo nada; estaba perplejo. De la misma forma en que la luna aparece en el cielo nocturno, una indescriptible edificación había surgido de la oscuridad en un parpadeo. Por instinto la identificó como un palacio, debido a la majestuosidad que simplemente encontraba en ella, pero en realidad no podía compararla con ninguno de los logros arquitectónicos que conocía. En primer lugar, no tenía puertas ni ventanas, como si fuera un monumento más que un edificio; además, su inestimable altura era comparable a la de las grandes montañas que se alzan hasta más allá de las nubes.
La fantástica visión, tal vez una respuesta a la pregunta que hizo sin querer en voz alta, cambió por completo la idea que tenía respecto a las tinieblas sobre las que había caminado con la incertidumbre de si escondían suelo firme o el fondo de un precipicio. Ahora sospechaba que la oscuridad que lo envolvía solo la había entendido como tal tomando como referencia al allende de Micenas que lo acompañaba, y que en realidad lo único que existía en el lugar, aparte de ellos, era el palacio. En verdad habían estado avanzando a través de la nada, lo que indicaba que estaban en el camino correcto.
—¿Qué tan grande puede ser? —preguntó el joven venido de Oriente, dominado por una extraña sensación mezcla de alivio y pavor.
—El hotel Oneiroi tiene un millar de pisos, e incontables habitaciones reservadas para todos aquellos que son capaces de soñar.
—¿Un millar dices, Orestes? Bueno, si la Yokohama Landmark Tower tiene 70, yo me creo que este palacio tenga… Ah, pero seguro que tú no conoces…
Calló; algo no cuadraba. Aunque no había hablado demasiado con el micénico, bastaba escucharle decir una sola frase para asegurar que su voz era distinguible de la de cualquier mujer, mientras que de la respuesta que había recibido podría afirmar todo lo contrario. Dio la vuelta precavido, ya con los puños alzados.
Los soñadores ojos azules y la blanca sonrisa que se dibujaba en el rostro de la mujer que se encontró, le invitaron a romper la postura de combate que había adoptado. Por lo general no era tan ingenuo como para ignorar que un enemigo podía esconderse tras falsa amabilidad, o que la primera impresión no siempre era la correcta, pero en aquel preciso momento ver a alguien, aparte del callado micénico, le pareció tan reconfortante como lo fue el primer vistazo al palacio.
—¿Necesitáis ayuda? Conozco este lugar como la palma de mi mano, os puedo servir de guía —sugirió la mujer. La voz era tan suave que el oriental llegó a sentirse mal por haberla confundido con la de su compañero.
Antes de responder, el muchacho buscó la aprobación del micénico. Aquel hombre ni siquiera se había volteado hasta el momento; mantenía la mirada fija en el palacio, ajeno a lo que ocurría o pudiera ocurrir. Quizá escuchando la pregunta, quizá solo despertando del corto trance en el que estaba sumido, Orestes miró por encima del hombro al oriental y la auto-nombrada guía, asintiendo.
—La verdad es que nos sería de mucha ayuda —admitió el joven—. Ni siquiera sé cómo voy a entrar en el palacio y ya estoy preocupado por tener que revisar cada uno de los cuartos del… ¿Qué es tan gracioso? —preguntó con cierto enojo, notando que la mujer parecía estar aguantando la risa.
—Encontrarías más habitaciones en cada piso de este hotel que estrellas en el firmamento —le aseguró, divertida.
El joven no podía creer lo que oía. ¿Estaba llamando hotel a la residencia de un dios?
—En todo caso, no podéis entrar por aquí. Seguidme.
Orestes y el joven venido de Oriente retomaron la marcha, internándose en la nada. Tener un camino que seguir, marcado por los pasos de la misteriosa mujer, fue de agradecer. Hubo un momento en que el oriental sintió que solo estaban rodeando el palacio —el hotel—, pero un mal paso provocó que el colosal edificio desapareciera de su vista de la misma forma en que había aparecido antes. Por fortuna pudo volver al sendero correcto guiándose por la voz de la guía —que nunca más confundiría con la de Orestes—, y no volvió a dudar de lo mucho que necesitaban su ayuda.
Durante la caminata, el muchacho habló largo y tendido con la mujer, olvidando sin querer las debidas presentaciones, o que eran unos perfectos desconocidos. Pronto entendió por qué llamaba hotel al palacio: era el Oneiroi; no la casa de un dios sino la de los sueños, los buenos y los malos. Por cada potencial durmiente había en el interior una habitación reservada para albergar todos los sueños que tuviera en vida.
—No era la primera parada que teníamos prevista —comentó el joven.
Siguieron conversando mientras avanzaban, de muchas cosas y a la vez de nada. De la charla, lo que más llamó la atención del oriental fue la tendencia de la guía a describir el lugar en el que se encontraban con términos que jamás se le habría ocurrido utilizar, como fue el caso de llamar hotel al Oneiroi; por momentos le daba la impresión de que forzaba el uso de aquellas palabras para poder darse a entender.
Orestes, sin ánimo de unirse a la conversación, les seguía manteniendo la mirada en los pasos de la mujer, dando de tanto en tanto rápidos vistazos al Oneiroi. Debido a alguna de aquellas distracciones, fue el último en detenerse ante la torre hasta la que habían sido guiados. Esta, cristalina y con base de doce lados, contenía un cilindro tan negro como la oscuridad por la que viajaban, con espacio suficiente para unas seis personas.
—¿Un ascensor? ¿Es una broma? –exclamó el joven.
—Cuatro torres flanquean el hotel, mas esta es la única que pueden utilizar los seres humanos —apuntó la mujer—. ¿Ha sido muy largo el viaje?
«Esta es la única que pueden utilizar los seres humanos.»
Eso fue lo último que el muchacho quiso escuchar. Por primera vez pudo ver a bien a la mujer, pues ya no estaba rodeada por la nada sino justo enfrente de la torre: el largo cabello negro, el rostro de suave piel clara, el corto y delicado cuello, y la armadura de oscuro color plateado que la envestía. No era la clase de armaduras que llevaron los caballeros de Europa o los samuráis de Japón, sino más bien una propia de los sirvientes de los dioses; en concreto, la suya evocaba a las amazonas de los tiempos mitológicos.
—¿Quién eres? –preguntó, con una recién descubierta desconfianza.
—La guardiana del Oneiroi, por supuesto —respondió la mujer con tranquilidad; no parecía haberse percatado del cambio en el joven—. Mi deber es proteger el palacio de cualquier intrusión que pueda perturbar la labor de sus mil reyes, los Oneiros… ¡Mas vosotros sois visitantes, no invasores! —se corrigió enseguida, temiendo que pudieran malinterpretarla—. ¿Gustáis en seguirme? Mi señor os está esperando.
Para el muchacho no pasó desapercibido que Orestes no se había alterado en lo más mínimo; era probable que supiera quién era aquella mujer desde el momento en que se presentó. Que a aquel hombre, mayor que él y con más experiencia en aquella clase de tareas, no le importara ser guiado por una posible enemiga sirvió para tranquilizarlo un poco. Seguía lamentando lo ingenuo que había sido, pero ya no había vuelta atrás.
Solo después de que los visitantes que guiaba asintieran, la amazona chasqueó los dedos, abriendo una entrada en la hasta entonces hermética torre cristalina. La brillante pared azul se volvió líquida al abrirse como dos cortinas de agua. Ofuscado como estaba, el joven no pudo apreciar en ese instante lo extraño del evento. Una vez cruzaron la apertura, se cerró, reformándose la pared a sus espaldas.
Enfrente, como si el ascensor notara las tres presencias que se acercaban —la de la mujer, quizás, o así pensaba el joven— se abrieron improvisadas puertas mostrando un interior tan negro y monótono como el exterior, excepto por un panel de control con un botón por cada letra griega. Este, luego de que la guardiana del Oneiroi pulsara algunos botones, se hundió en la superficie de la cabina antes de desaparecer.
Y de ese modo comenzó un lento e incómodo ascenso.
Pasó el tiempo sin que nadie se molestara en medirlo. Orestes estaba apoyado en un extremo del ascensor, y el joven en otro, los dos callados, aunque no por las mismas razones ni con el mismo ánimo. Orestes lucía pensativo, mientras que el muchacho tensaba la mandíbula y endurecía el rostro, repasando mil veces los recientes acontecimientos, maldiciéndose por ser tan confiado en semejante situación.
Entre aquel par se hallaba la guardiana del Oneiroi, tan relajada como había estado desde el momento en que se encontraron; parecía ajena a las preocupaciones del oriental, lo que lo confundía todavía más.
—¿Queda mucho? –preguntó el muchacho, más por la necesidad de romper aquel molesto mutis que por esperar una respuesta. De hecho, aunque no era del todo consciente de ello, ya había formulado esa pregunta varias decenas de veces.
Como otras ocasiones, la guardiana del Oneiroi se limitó a asentir y sonreír, y el joven volvió a recluirse en sus propios pensamientos; sin poder decidir si podía —si debía— confiar en la mujer, solo eso le quedaba. Se aisló de aquel tiempo y lugar, recordando el camino que le llevó hasta allí, la misión que se le encomendó. Volvió a ver, en la oscuridad de unos ojos cerrados, a los dioses, sus guerras y sus sirvientes, y escuchó más verdades de las que podía comprender, preguntas más allá del entendimiento de cualquier mortal. Buscó un porqué en aquel caos, y solo halló una luz lejana, divina.
«¿Por qué ella es tan distinta a los demás dioses?»
—Cada nivel del palacio corresponde a uno de los hijos de vuestro señor, ¿me equivoco? —cuestionó Orestes, interrumpiendo los pensamientos del joven.
—No te equivocas —respondió la mujer—. ¿Por?
—Asegurasteis que nuestro destino se encontraba en lo más alto del palacio y que solo a través de esta torre y con vuestra guía podríamos llegar. Sin embargo, en el mundo inconsciente, reino de Morfeo, que se construye y destruye por los sueños y despertares de incontables seres, ascender solo puede significar…
—Espera, no entiendo. ¿Hacia dónde pretendes llegar? —interrumpió el muchacho.
—Los sueños comunes son denominados falsos; meras fantasías, deseos e ideales formados a partir del ego del durmiente —expuso Orestes, dirigiéndose al joven—. Solo algunos elegidos por los dioses gozan de sueños auténticos, capaces de advertirles de un evento que sucedió, sucede o podría suceder.
—¿Algo así como sueños proféticos?
—Algunos, sí. Morfeo y sus más ilustres hermanos dan forma a estos mensajes oníricos, tan nítidos que resultan indistinguibles de lo que los hombres llamamos realidad, el mundo consciente del que provenimos.
—Hay sueños falsos y sueños verdaderos, ¿y? —El joven trataba de seguir el hilo de las explicaciones de Orestes, pero los rodeos que daba y su costumbre de decir solo una pequeña parte de lo que pensaba dificultaban semejante tarea.
—Son mil los niveles de este palacio, uno por cada uno de los hermanos de Morfeo…
—… y uno correspondiente al propio Morfeo y los sueños verdaderos —completó el joven, más por instinto que porque realmente se diera cuenta de lo que estaba diciendo. Orestes asintió, prosiguiendo con sus conclusiones.
—Sí, y ese nivel ha de ser el más alto, al que nos estamos dirigiendo.
—¿El más alto? ¿Por qué?
—Aquel por el que iniciamos este viaje, que es padre del inmortal Morfeo, situó este reino más allá de la vida y la muerte, más distanciado de nuestro mundo que los Campos Elíseos y el terrible Tártaro. Él escogió vivir alejado de su hermano, la Muerte; lejos de todo tiempo y el espacio, en la más profunda sima de la Creación.
—Creo que ahora empiezo a entender —dijo el joven, aunque el tono de su voz seguía mermado por la confusión y la duda—. Si el reino de Morfeo se encuentra debajo del mundo y del propio Hades, existen unos sueños falsos y otros reales, y este palacio, hotel o lo que sea, asciende sin duda hacia las alturas mil pisos… ¿Pero cómo podemos saber si arriba y abajo significan lo mismo en este lugar que en la Tierra?
—Nadie conoce el subconsciente del ser humano más hábilmente que Morfeo —afirmó Orestes con convicción—. ¿Acaso no os habéis dado cuenta? Todo cuanto vemos, el palacio, el inexistente paisaje, este extraño medio de transporte que nos eleva, tiene esta forma para adecuarse a ti, el durmiente que nos ha llevado hasta aquí. Arriba y abajo no puede tener otro significado que el que conocéis, que el que ambos conocemos.
El joven negó con la cabeza varias veces. Hasta entonces había asumido que el lugar que buscaban era alguna idílica ilusión, acaso la realización del más profundo deseo de cada uno de sus compañeros, capaz de mantenerlos prisioneros de su propio subconsciente en un sueño eterno. Sin embargo, la explicación de Orestes tenía cierta lógica: asumiendo que todo cuanto veían se adecuaba a ellos, tenía sentido que cuanto más ascendieran, más próximos estarían a la realidad —mundo consciente, mejor dicho— bajo el cual existía el reino de los sueños —denominado por Orestes mundo inconsciente—. ¡Y ellos estaban ascendiendo, quizá hasta el piso que correspondía a Morfeo! ¿Sería posible que la prisión que buscaban fuera en realidad un sueño verdadero, regalo de los dioses para sus elegidos?
—¿Tan incómoda os resulto como compañera de viaje? —preguntó la mujer, olvidada por el par de visitantes. El joven, que no esperaba una intervención así en aquel momento, la miró perplejo, e incluso podría jurar haber percibido un fugaz gesto de sorpresa en la faz del estoico Orestes—. Perdonad que lo diga así, mas escuchar tantos rodeos respecto a la planta a la que os guío me hace pensar que estoy siendo una mala compañía. ¿He hecho algo indebido?
—En absoluto… —respondió casi de inmediato el joven con un ligero tartamudeo. «¡Vaya forma de interpretarlo! ¿De verdad sirve a los dioses?»
—Entonces, ¿por qué el estrés? En este lugar —se detuvo un momento para mirar a los visitantes—, ¿no deberíamos solo soñar, sin tratar de sujetar todo a un porqué? Todo instante es agradable cuando se está soñando. ¡O así pienso yo!
Las palabras de la mujer, fuera por el hecho de incluirse a sí misma, la firmeza de su exclamación o el simple tono inocente y natural de su voz, calaron hondo en el joven. Es cierto que se había sentido un estúpido por confiar sin más en una extraña aparecida de la nada, pero eso no hacía mejor el tiempo dedicado a buscar para todo una causa, una explicación que lo dejara satisfecho. Cambiar un extremo por el otro era absurdo, y él había sustituido su ingenuidad no por cautela, sino por paranoia.
Evitó las miradas de Orestes y la mujer, enfocándose en el negro azabache de la cabina. Poco a poco trató de sacar de su cabeza, por un momento al menos, todas las preguntas que le aquejaban, fueran sobre lo ocurrido en aquel viaje, o de mucho antes. Y al tiempo que vaciaba la mente y dejaba caer el peso de sus dudas, venían viejos recuerdos de tiempos menos complicados, donde todo se reducía a un único y simple objetivo.
En la pared que tenía enfrente, el negro se deshacía en un sinfín de colores que adoptaron la forma de la ciudad de Orán, las pruebas inhumanas por las que pasó sin jamás titubear, y el bello rostro por el que había decidido superarlas. Se supo de nuevo capaz de todo, invencible. Veía a rivales palidecer ante la fuerza y capacidad que había obtenido, la mirada de aprobación del maestro ante cada logro; sintió en cada partícula de su ser una fuerza sin límites, sin igual.
Durante seis años pasó por obstáculos que llevarían a la muerte a la mayoría de los hombres, que se cobraron la vida de casi un centenar de niños, hermanos suyos; un infierno para muchos, pero no para él. Consideraba el sufrimiento, por grande que fuera, un precio justo si se trataba de alcanzar un sueño, y cada punzada de dolor solo hizo crecer su confianza en que un día cumpliría el suyo. Aunque hacía mucho que había entendido lo iluso que fue entonces, mientras sentía cómo las estrellas lo separaban del destino heroico que anhelaba, en ese momento…
Se oyó de pronto una voz en la lejanía. El joven parpadeó, algo desorientado; solo al oír que lo llamaban por segunda vez se desperezó. Las puertas del ascensor estaban abiertas de par en par ante lo que parecía ser un inmenso océano con el agua más clara, limpia y cristalina que recordaba. La vista le resultaba aún más reconfortante que el más agradable recuerdo. Hipnotizado, olvidó por un instante dónde se encontraba.
Un tercer grito llegó a sus oídos, y no necesitó más para entender que debía salir de ahí cuanto antes: ¡el ascensor estaba a punto de descender! También supo, con solo observar el océano una vez más, que debía evitar a toda costa caer en el agua por muy tentadora que la idea le resultara. Oteó el horizonte siguiendo la voz que lo llamaba de vez en vez, y pronto pudo distinguir un puente de cristal deshaciéndose segundo a segundo. El elevador tembló con violencia, dando un tirón hacia abajo.
Sin la sombra de la duda, el joven dio algunos pasos hacia atrás, tomó carrerilla y saltó sin dudar al frente, al punto desde donde lo habían llamado. Era una situación imposible para cualquier hombre, pero solo complicada para un santo de Atenea.
Notas del autor:
¡Muy buenas, FFnet! Tras años escribiendo y puliendo esta historia, por fin puedo permitirme publicarla, ahora que ya está concluida.
Algunas aclaraciones:
El ritmo de publicación será semanal.
En cuanto a continuidad, la base de la historia es el manga original. Habrá variaciones, de menor importancia y algunas significativas respecto a los tomos 13, 27 y 29, que serán detalladas a su tiempo.
Aparecerán personajes similares al anime original, pero no son necesariamente los mismos, sino originales que comparten nombre y rasgos.
Eso es todo por ahora. ¡Para celebrar el inicio, el sábado 5 de octubre habrá capítulo extra! ¡Nos vemos entonces!
Terminología:
Oneiroi: Los mil dioses del sueño, hijos de Hipnos.
Yokohama Landmark Tower: El segundo edificio de Japón desde 2014. Antes de esa fecha podría ser el primero.
Mundo inconsciente: Reino de los Sueños.
Mundo consciente: El universo.
Creación: Todo lo que fue creado por los dioses.
