Capítulo 143. El último dios en la Tierra

En un tiempo olvidado, se enfrentaron los dioses con quien se había autoproclamado como aquel que habría de sustituirlos. No era la primera vez que tal enfrentamiento ocurría entre antiguas fuerzas y una nueva, joven y vigorosa, pero en aquella ocasión no hubo victoria de un bando u otro. Solo una lucha eterna.

Los mortales, confundidos, se vieron enfrentados entre sí por ideales irreconciliables. ¿Cuál era la naturaleza del mundo? ¿Tenía más de una forma, o acaso una sola, la auténtica, que volvía a las demás una inútil ilusión, una vil mentira? ¿Debían, en definitiva, adorar al dios en el que creían, o quien deseaba ser el único? El Hijo, el último dios, al que ni tan siquiera se le tuvo permitido nacer entre sus pares.

Tal y como no había victoria entre el Hijo y los dioses, tampoco hubo una respuesta en el corazón de los hombres ni de ningún otro ser viviente. Así, lo que para el común habitante del mundo inició como una mera cuestión de creencias e ideales, se transformó en un sinfín de batallas interminables. Amantes, hermanos, padres e hijos, todos los lazos se rompían tarde o temprano, y en el hueco de las relaciones rotas estaban las semillas de la guerra prometida. Una guerra que trascendió la tierra de los vivos hasta alcanzar los abyectos espacios en los que las almas eran castigadas, así como el remanso de paz para las almas justas, creado por Hades en el amanecer del tiempo. Ningún reino quedó a salvo de la presencia de Ares, pues este no tenía ya espacio ni tiempo para descansar, ni la misma Afrodita podía calmarlo.

De forma inevitable, cada mente y cada espíritu quedaron infectados por aquel conflicto irresoluble. Los más nobles pensamientos se tornaron en sed de destrucción y anhelo por la muerte, que había perdido todo significado. Las emociones, motor vital de los seres sentientes, se rompieron el día en que el tiempo dejó de tener importancia. Las más abominables batallas se repetían en bucles organizados por los desesperados siervos de un dios u otro, en busca de otorgar al señor en el que creían una minúscula ventaja que enseguida se perdía junto a innumerables almas.

Así fue que el mundo quedó envuelto en el caos, donde los demonios reinan y ríen por el efímero placer de una era nacida muerta. Al menos esa era la percepción que los mortales tenían de los lugares que ahora habitaban, pues la ya entonces conocida como Guerra del Hijo había cambiado por completo la naturaleza del mundo, de tal manera que era difícil distinguir al más cruel espíritu de un dios. Los inmortales, como siempre habían hecho, se adecuaron al entorno en que se manifestaban y guiaron a las criaturas que crearon usando tales formas, terribles, que horrorizaban y enloquecían a los más valerosos héroes. Por el contrario, el Hijo no cambiaba, nada en él había variado desde el principio del conflicto, ni lo haría al final sin importar el resultado.

En los últimos días, cada uno alargado más allá de toda medida, hasta parecer eones, ni los siervos del Hijo ni los campeones de los dioses vieron a sus señores, aunque sabían sin necesidad de prueba alguna que seguían enfrentados. La desesperación fue tal entre los militantes de ambos ejércitos, que un sueño recurrente apareció en las mentes rotas de todos los que tenían la desdicha de seguir con vida: el del mundo sin nombre que el Hijo había creado, más allá de los dominios de cualquier otro dios y por tanto más allá de cualquiera de los males que campaban por todos los rincones de la Creación.

Pero al pisar aquella tierra pacífica, las dudas sobrevinieron por igual a los siervos de los dioses y a los seguidores del Hijo. Él, que no tuvo un nombre ni nació en ningún lugar del mar infinito de posibilidades, ¿de verdad crearía un mundo propio? ¿Tendría alguien así el deseo de imitar a quienes lo despreciaron incluso como una posibilidad, donde existía una Tierra y una raza humana hasta para la más insignificante decisión? Creyéndose víctimas de la última burla del Hijo, ambos bandos decidieron que la paz no era posible y enloquecidos bardos cantaron la victoria del innominado. ¡Ya no habría más multiverso de desesperación, sino una sola vía para todos los seres vivientes!

La última batalla no fue peor que cualquiera de las anteriores. No temblaron planetas, no murieron soles ni colapsaron galaxias. Solo un puñado de campeones divinos contra un ejército en el que se mezclaban los enemigos y los amigos. De los primeros, tres destacaron, aquellos que regían las Esferas de Plutón, Neptuno y Júpiter. Fueron ellos, con la humilde ayuda del resto de Astra Planeta, exceptuando a Urano, quienes lograron derrotar al Hijo. ¿Cómo? Solo los dioses lo saben.

Conforme el dios sin nombre caía a las tinieblas del Tártaro, acompañado de Caronte y herido por el rayo, el tridente y la espada de los hijos de Crono, Tebe hizo a Zeus una sola petición. La Guerra del Hijo fue sellada, del mismo modo que un día todos los males estuvieron en la Caja de Pandora, y ya nada podría salir u entrar en ella, ni por propio pie ni con ayuda. Desaparecería de la historia y el pensamiento humano, que era base del futuro que en el principio los dioses dispusieron para el resto de seres.

xxx

Tan terrible historia fue transmitida a Julian Solo por el dios del océano, Poseidón, y el empresario griego se la contaba ahora a la única persona a la que podía confiárselo.

Adrien Solo, de dieciséis años, escuchó con atención el relato que era sin duda tan real como él mismo. En el romper de las olas del Egeo contra el promontorio sobre el que los Solo, tiempo atrás, construyeron la residencia familiar, el joven hallaba la paz que nadie obtuvo durante la Guerra del Hijo. El más abominable de los conflictos, imposible de describir no solo por su crudeza, sino por la magnitud. Todo había sido abarcado, desde los cielos hasta los infiernos. Mundos infinitos en infinidad de universos.

—¿Y bien? —Al terminar, Julian suavizó la expresión dura expresión que había mantenido hasta entonces. Era mucho lo que estaba pidiendo.

No hubo una respuesta inmediata, como era de esperar. Sin embargo, Julian acusó en el muchacho un valor que a él le habría faltado en aquella edad, en la que no fue más que una marioneta. A pesar de conocer la verdadera historia de la familia Solo desde muy joven, Adrien nunca había huido. Tampoco lo haría ahora. Afrontaría la responsabilidad que correspondía como pago a cien generaciones bienaventuradas.

Todavía manteniendo silencio, el joven anduvo hacia el borde del promontorio, dejando atrás la mansión. Un soplo de aire helado removió las caras ropas y el cabello castaño, recogido en una cola de caballo, aunque él no sintió frío.

—Esta Tierra ha sido influenciada por el Hijo —aventuró, indeciso—. Tal vez somos parte de esa Guerra del Hijo, los últimos estertores de la rebelión. Es la única forma en que tenga sentido que sepamos algo de batallas que debían ser olvidadas, ¿no?

Giró. El rostro, que había encandilado a más una dama en los círculos más selectos, lucía preocupado. Había temor en cada poro de la piel del muchacho.

Julian podía entenderlo. Solo un loco no tendría miedo de lo que estaba por venir.

—Poseidón formó parte de la caída del Hijo, junto a Hades y Zeus. No obstante, él no tendría por qué informar a un simple avatar de tales hechos si no fuera importante. ¿Mis ideales me hicieron dignos de la confianza de un dios?

Los Solo miraron hacia la derecha, donde a unos pocos metros había una mesa y algunas sillas destinadas para cenas importantes a la luz de las estrellas. Veinte años atrás, en ese lugar Julian propuso matrimonio a Saori Kido. Ahora, allí solo estaba Oribarkon, el último mago de la era mitológica.

Pasó un corto rato de mudo intercambio de miradas antes de que el telquín se percatara de que esperaban una respuesta. El azulado ser movió varias veces la cabeza, arrastrando la larga barba blanca. Oribarkon podía ser uno de los más antiguos siervos de Poseidón, pero no por ello iba a saber cómo pensaba un dios.

—Sabes lo que tienes que hacer —dijo Julian, de pronto—. Lo que eres.

—El hijo de mi padre —dijo Adrien, a modo de aceptación—. ¿Alguna vez ha ocurrido? Me refiero a… ¿Nunca ha habido dos recipientes para Poseidón en una misma época, verdad? Siempre el viejo…

Por muy resuelto que estuviera el joven a cumplir la tarea que las estrellas designaron para él y que él mismo aceptó, había un espinoso tema en todo aquello que no podía mencionar en voz alta. Era incapaz de hacerlo por sí solo. Percibiendo esto, Julian se acercó al muchacho, poniéndole la mano en el hombro.

—Si fuera a morir, te lo diría —le aseguró—. Es lo que ocurrió con mi padre, Alexander Solo… —musitó con un cierto estremecimiento—. Es lo que debía pasarme a mí, pero cuando Gestahl Noah abrió el ánfora y vi que nada me ocurrió, supe que tú te convertirías en el avatar de Poseidón. Y que sabrías qué hacer.

—Tuve la suerte del principiante.

El comentario, hecho con tono jocoso, era más serio de lo que aparentaba. Ambos sabían bien el arriesgado movimiento que supuso apartar a Tritos de Neptuno del enfrentamiento entre los vivos y los muertos, siendo incierto en ese momento que Poseidón seguiría respaldando a la familia Solo. En un principio, al ser liberado por Gestahl Noah según la elección de Akasha de Virgo, al alma del dios de los océanos selló de forma temporal el Portal del Tiempo mientras viajaba más allá de los confines del tiempo y el espacio, tal vez incluso más allá de las Otras Tierras, que padre e hijo conocían ahora, a donde fuera que estuviesen los dioses en estos momentos. Si Tritos de Neptuno se hubiese negado a la voluntad de Adrien Solo, tal vez el rumbo de la guerra habría sido otro. Las cosas se dieron del modo que se dieron, no obstante, y ahora no cabía duda de que Poseidón seguiría teniendo un papel que jugar en la Tierra.

—En esta Tierra —dijo entonces Julian Solo a su hijo—. Porque hay otras muchas.

—Aun así —replicó Adrien—. Es la que quiero proteger. Del Hijo y de los Astra Planeta. Será en ello en lo que involucre todo el poder que Poseidón me ha dado; no en juzgar a los hombres, sino en asegurar una paz duradera para todo el universo. Así deba cambiar las leyes mismas del cosmos, no habrá ninguna guerra entre el cielo y la tierra.

—En este universo —insistió Julian Solo—. Porque hay otros.

Una infinidad de universos posibles. Descubrir la existencia de estos, que muchos grandes hombres trataban de probar o refutar, no era tan sorprendente como el saber que ya carecía de importancia. La Guerra del Hijo había convertido las posibilidades en desesperación, los sueños en pesadillas, la diversidad en una condena a muerte. Solo debía existir una Tierra, tal vez la que ellos habitaban, pero había otras nueve al borde de la destrucción, obras de Pirra de Virgo y Astreo de Saturno. Alguien debía cuidar de esos mundos, las Otras Tierras, tanto como de aquella que vio nacer a un centenar de generaciones de Solo. Ese alguien debía de ser un dios, por supuesto, pero por alguna razón Atenea no estaba presente en ellos, o bien había decidido no intervenir.

«Eso sería impropio de ella —pensó Julian, tal y como había pensado el día en que Poseidón y él conversaron largo y tendido sobre tales asuntos, sin que el flujo del tiempo pudiera interrumpirles—. Ya que Atenea es una diosa, debe ser la misma en todos los mundos. No es posible que se haya aliado con el Hijo. Las Otras Tierras carecen de cualquier presencia divina. Y no porque no la necesiten.»

Cabeceando negativamente, Julian alejó las dudas que lo embargaban. Si Adrien estaba resuelto a quedarse en esa Tierra, él debía ocuparse de las demás. Ese había sido el ofrecimiento que realizó a Poseidón tiempo atrás, y era inaudito que un dios escuchara la petición de un mortal, más aún que a tan insignificante peón le otorgara poder. Después de todo, nada podían obtener los inmortales de los hombres.

—¿Apruebas el Ocaso de los Dioses?

Adrien aceptó sin problemas el repentino cambio de tema. Tenía claro que los planes de los siervos del Hijo eran ya cosa de su padre, no de él.

—¿Poseidón está de acuerdo? Sé que Gestahl Noah es alguien que alguna vez contó con la bendición del dios del océano. El único, de hecho.

—Ha llovido mucho desde entonces —dijo Julian, empleando un tono desagradable que a él mismo le incomodó. Era un pequeño vistazo a la decepción que debía ser para el dios el camino que Deucalión escogió—. No creo que él sea el artífice de ese plan.

—Ni siquiera sabemos el proceso, solo el resultado —le recordó Adrien, prudente a pesar de que echándole un vistazo podía notarse la decisión que había tomado.

—Hace tiempo que los dioses perdieron la fe en la humanidad… —dijo Julian, dejando la frase a medias con toda intención. Conocía la excepción, pero mencionarla podría atraer la mala suerte. Tampoco pretendía juzgar al resto de inmortales.

El hijo del maduro empresario también callaba algunas cosas, como que tal pérdida de fe era la causa de que la humanidad estuviera a punto de ser exterminada el pasado siglo. ¿De qué serviría abrir las viejas heridas? Tampoco tenía sentido pensar en el futuro como una forma de compensar los pecados cometidos. Lo que estaban por hacer no era para limpiar el ayer, sino con el fin de lograr un mañana para todos.

Incluso conservando tantas verdades en un velo de silencio, los dos reconocieron por igual lo que el otro callaba. El más joven, sabiendo lo poco dado a las muestras de afecto que era su padre, se limitó a extender la mano.

Aquel correspondió el gesto pensando en los últimos diecinueve años. Después de conocer la historia detrás de la buenaventura de los Solo, de hablar con Saori Kido sobre las luchas por el mundo que él no podía librar y aquellas que sí, Julian temió el día en que tuviera un hijo y este se viera obligado a seguir el terrible camino por el que él anduvo. Sin embargo, lo inevitable ocurrió con el tiempo: su entrega a la causa de ayudar a las víctimas del diluvio enamoró a una joven activista, de tan noble corazón que incluso pudo perdonar, la noche antes de comprometerse, lo implicado que estuvo en aquel cataclismo. No fue capaz de negarle a tan buena mujer la dicha de ser madre; un año después, habiendo ambos alcanzado la mayoría de edad, se casaron siendo ya padres de Adrien Solo, un bebé tan común como cualquier otro.

Si de algo podía arrepentirse respecto a tan dichosos años, no era el hecho de haberse enamorado o tenido un hijo; así fuera lo que se esperaba de él como un miembro de la familia Solo, también era una decisión suya que le reportó una felicidad que no creía posible. Por el contrario, lamentaba haber criado a Adrien pensando antes en los peligros que se avecinaban que en el tiempo de paz que estaban viviendo. Muchas veces actuó más como un guardián que como padre, dejando en manos de la madre las más genuinas muestras de afecto, hasta el día en que la perdió.

En cuanto separaron las manos, Julian abrazó a un estupefacto Adrien. Así debía ser. Era el último momento entre un padre y un hijo, no el cierre de un frío acuerdo.

—Estoy muy orgulloso de ti —le aseguró—. ¡Incluso a tu edad ya tienes a alguien a quien amas! —exclamó en un tono ameno, casi risueño, que descolocó todavía más al joven—. ¿La hija de…?

—¡Aún no me ha respondido! —cortó Adrien, avergonzado y feliz a un mismo tiempo. Nunca imaginó que aquellas emociones lo abrumarían en aquella despedida que tanto temió en el pasado—. M-Me pidió tiempo para pensarlo…

—Ya que no fuiste rechazado, ten fe. Habrá un amanecer después de todo esto —juró Julian, sonriendo—. Sé feliz, Adrien.

—Sí, padre. —El joven, a pesar de los últimos minutos, respondió y actuó con tanta formalidad como estaba acostumbrado. Tras una breve inclinación, añadió—: Me gustaría hacer más. Si pudiera seguirle…

El patriarca de los Solo ya negaba con la cabeza antes de que Adrien terminara la frase. Esa decisión ya estaba tomada.

—No creo que a tu prometida le guste al lugar al que voy.

—Aún no me ha respondido…

—Las Guerras Santas acabarán —sentenció Julian, de repente tan severo como siempre. Incluso podía notarse un resquicio de la afamada cólera del dios del océano—. Este es el último día en que los hombres tendrán que padecer el juicio divino. Sin embargo, eso podría cambiar si no actúo a tiempo. Para proteger las Otras Tierras, necesito saber que aquella en la que nací está a salvo. Necesito saber que la protegerás.

—Lo haré —dijo Adrien, quien al sentir que había hablado demasiado bajo, añadió a gritos—: ¡Lo juro! ¡Protegeré nuestro hogar! ¡El mundo del mañana será uno al que los dioses no tendrán el deseo de juzgar!

Ese era, después de todo, el propósito detrás del Ocaso de los Dioses.

Los últimos miembros de la familia Solo siguieron hablando un rato más. Charlas de negocios, de la alianza con la Fundación Graad, la familia Seisser y otros filántropos de renombre, con alguna broma más sobre la prometida de Adrien en medio.

Oribarkon entró en escena en el momento preciso, cuando padre e hijo ya no tenían más de qué hablar y solo buscaban la mejor forma de despedirse. El mago avanzó hacia Adrien rebuscando entre las ropas —negras por un lado y blancas por el otro, con una línea dorada separándolas—, hasta que sacó un cochecito de juguete.

—¡Feliz cumpleaños, señor Adrien! —exclamó con una amplia sonrisa, algo perturbadora, mientras extendía la mano que sostenía el cochecito.

—Gracias, señor… —El mago movió la cabeza con brusquedad, negándose a recibir semejante trato de alguien tan importante—. Oribarkon, aunque no es mi cumpleaños.

—¡Habría sido demasiado conveniente que el día en que nos despedimos lo fuera! ¿Qué importa? Si el señor Adrien quiere que lo sea, lo será. ¡He aquí el regalo!

—¿No es un poco pequeño? —cuestionó, confundido.

Julian y Oribarkon intercambiaron miradas cómplices, aunque el primero regresó pronto al usual porte serio. El mago lanzó el cochecito despreocupadamente, y al tocar el suelo, se convirtió en un auto bastante vistoso en el que cabrían sin problemas cinco personas.

—Le servirá de ayuda en los atascos, señor Adrien. Yo no sé qué es eso. El Segundo Hombre dice que es como una Batalla de los Mil Días, o peor.

Enmudecido, Adrien solo pudo asentir varias veces. No era el coche más lujoso que había visto, pero a buen seguro que era más útil que ninguno que pudiera ver. Al pensar en cómo debía hacer para reducir el tamaño, el auto volvió a convertirse en un cochecito que cabría con holgura en el bolsillo del pantalón.

—Es magia, así que no tengo que explicar cómo funciona —dijo Oribarkon—. ¡Bien! Es hora de marcharse.

—¿Se lo has dicho ya a Gestahl Noah? —cuestionó Julian.

—Oh, sí, le dije que seguiría ayudándole… —Por un momento, Oribarkon sonó dubitativo, cosa que demostró dándose golpecitos en la cabeza con el bastón que siempre llevaba—. Ah, ¿qué importa? Ya construí bastantes armaduras negras por toda una vida. Ayudar al señor Julian es más importante.

—Puede que no volvamos…

—Yo creo que sí —dijo Oribarkon, sorprendiendo por igual a Adrien y Julian—. No para ver al Segundo Hombre, Gestahl Noah, Deucalión o como sea que quiera llamarse en la próxima vida, pero creo que volveremos.

Lejos de dar más explicaciones al respecto, Oribarkon repitió lo evidente: debían marcharse, había mucho que hacer. Quizá por última vez, los Solo estrecharon las manos, siendo el apretón del más joven más fuerte y decidido que antes.

—Adiós, Adrien.

—Adiós, padre. Yo también me siento orgulloso —aseguró, con una amplia sonrisa—, de ser tu hijo, de nacer en esta familia.

Muchos de los temores del pasado quedaron disipados con aquellas palabras. Oribarkon, fiel siervo de Poseidón y la familia Solo, pudo notar cómo el corazón de Julian hallaba al fin la paz que merecía. Y por ello escogió ese momento para irse.

Un golpe con el bastón, y el mago y el avatar desaparecieron de Grecia, dirigiéndose a las frías tierras de Bluegrad.

xxx

Desconocedores de la pronta llegada de Julian Solo, la nereida Aqua, envestida en su revivido y reluciente manto de Cefeo, y el Campeón del Hades, Terra, vieron con sumo alivio cómo su viejo compañero despertaba al fin.

Ni siquiera se explicaban cómo siguió vivo en los días posteriores a la guerra, ni por qué no lo encontraron en todas las ocasiones en las que lo buscaron hasta que ya estaban por abandonar toda esperanza. Era como si él mismo se hubiese estado escondiendo hasta que el Santuario desapareciera de la faz de la Tierra junto a los que tenían autoridad de juzgarlo, momento en el que Aqua lo descubrió pateando un ventisquero por pura frustración. Sin embargo, tanto esta como Terra concordaron en que Ignis no podía haber despertado en los últimos cuatro días, de tan pálido y demacrado que estaba.

—Debería informar de esto —murmuró la santa de Cefeo.

—No hay nadie a quien informar ahora —atajó Terra, ya levantando el cuerpo de su amigo—. Prometo que avisaré al rey Alexer en cuanto se recupere.

Aqua asintió, compartiendo con el inmenso Campeón del Hades el deseo de ayudar. No hacía tanto, ellos tres, junto al entonces príncipe revivido de Bluegrad, fueron compañeros de aventuras. Antes de que Ignis se convirtiera en el Portador del Dolor y como tal dirigiera a las legiones del Hades en el frente norte. Alexer no estaría nada contento de descubrir que Ignis estaba vivo. Era mejor ayudarlo a reponerse, para poder cuando menos defender sus acciones frente al señor de estas tierras.

Lo llevaron al cobijo de una cueva apartada de la Ciudad Azul. Allí, Terra le propició todos los cuidados que cabía esperar para una persona enferma, alimentándolo incluso en la medida de lo posible, mientras que dejaba a Aqua el tema de la sanación. Estaban haciendo un buen trabajo, pero verlo despertar tiempo después les produjo tanta sorpresa como alegría. ¡De verdad parecía estar haciéndolo a propósito!

—¿Dónde estoy? —preguntó Ignis, mirando confundido las abrigadas ropas que Terra le había obsequiado. Las aletas de su nariz se dilataron al captar el olor de un caldo que el Campeón del Hades estaba removiendo en ese momento—. ¿Eso es para mí?

—Cazar en tierra ajena se me antojaba descarado —se defendió Terra—. Tómatelo y después hablaremos sobre lo que ha pasado, ¿vale?

Ignis hizo amago de levantarse, viendo entonces a Aqua a la diestra de Terra. Cruzada de brazos, imaginó un intento de rostro severo tras la máscara de plata, si bien ahora no podía recordar cómo era la cara de aquella escandalosa nereida.

—Estáis corriendo un gran riesgo —advirtió el Portador del Dolor mientras tomaba el recipiente que Terra le ofrecía. Entre sorbo y sorbo, añadió algo más, manchando con algunas gotas las mantas que lo cubrían de cintura para abajo y arrancando una risita a Aqua—. Soy el enemigo. No intentes convencerme de que sigues trabajando para el rey Bolverk si habiendo acabado la guerra sigues estando en Bluegrad.

—Yo ya no trabajo para nadie —respondió Terra, encogiéndose de hombros.

—Yo… —decía Aqua con un hilo de voz—. ¡A mí nadie me ha dicho que no te busque!

—Somos tus amigos, Ignis.

—Y también de Alexer. ¡Nos pones las cosas muy difíciles!

El Portador del Dolor, conmovido, tuvo que parpadear para evitar estropear el momento con vulgares lágrimas. Por respeto a aquellas nobles personas, arrojadas a la muerte antes de tiempo por un mundo en exceso cruel, rindió cuenta de lo que quedaba del caldo antes de volver a hablar. Recordó que jamás les dijo su verdadero nombre.

—Jäger. Me llamo Jäger de Orión.

—Todo tiene que relacionarse con Troya, ¿eh? —dijo Terra, reconociendo el nombre.

—Yo no tengo nada que ver con eso —comentó Aqua—. ¿No hace un poco de frío?

Tanto Jäger como Terra pudieron recordar a aquella hija de Nereo que estaban en una de las regiones más frías del mundo, pero optaron por darle crédito y dirigieron las miradas a la salida de la cueva. Una tormenta había iniciado en el exterior, anunciando la llegada de alguien que todos conocían demasiado bien.

Envestido en la armadura de los Señores del Invierno, con la capa ondeando según el capricho del viento norteño por él conjurado, apareció Alexer, rey de Bluegrad.

—Ya te has despertado —observó el monarca mientras se adentraba en la cueva. Aqua y Terra se interpusieron entre el señor y el antiguo vasallo, aunque sin alzar la guardia. Tanto no deseaban mal para uno como para el otro—. Portador del Dolor.

—Una vez me di a conocer como Jäger de Orión —se presentó el acusado, colocando el cuenco vacío a un lado y levantándose—. Después caí al Hades y al renacer quise olvidar ese nombre, pero no mi misión. ¡Jamás olvidaré mi misión!

Alexer siguió caminando con tanta decisión que Terra y Aqua no se atrevieron a frenarlo. La temperatura bajaba más y más, llenando de escarcha las paredes, el techo y el suelo, pero dejó de descender antes de llegar al punto de congelación de un manto de plata. Esa fue la primera señal de que el rey de Bluegrad no había venido a matarlos.

Por lo menos, no antes de que se excusaran.

—Habría hecho lo mismo por ti —aseguró Terra, sin ninguna clase de deferencia—. Sabes que es así —insistió, a lo que Alexer hizo un gesto afirmativo.

—¡Yo tenía que vigilarlo a él! —exclamó Aqua, menos honesta.

—Jäger de Orión —dijo Alexer, haciendo caso omiso a los tartamudeos y señalamientos de la hija de Nereo—. ¿Cuál es tu misión con exactitud? Dirigiste a la legión de Aqueronte contra Bluegrad. Querías obtener a toda costa el poder del Trono de Hielo, no trates de decir lo contrario. ¿Por qué razón? ¿Es que al igual que Terra perdiste interés en ser mi aliado tras que abandoné la sed de gloria y conquista?

En esta ocasión, Terra aceptó la reprimenda con la humildad del consejero que pudo ser, pues todo lo que decía Alexer era cierto. Lo que lo animó a unirse a la corte del rey Bolverk fue el orgullo de un simple hombre, castigado con el tiempo por la voluntad divina a través de uno de sus mayores siervos, Caronte de Plutón.

—Mi misión siempre ha sido la misma. Eliminar la corrupción del Santuario. Impedir que los pecados del ayer en el que viví se repitan en el hoy en el que renací.

Notas del autor:

¡Bienvenidos a todos a este nuevo arco, el sexto volumen, Marte! Gracias a los dioses, en lunes, como corresponde. No hay mucho que decir, salvo que lamento mucho la tardanza, necesitaba de estos descansos de fin de arco. De verdad.

Shadir. Es lo que suele ocurrir, a la guerra le sucede la paz y la paz degenera en guerra. Así hasta que aprendamos todos a resolver los problemas por otra vía. Claro que eso resume quizá demasiado uno de los grandes problemas de la humanidad.

¡Cuánto tiempo sin verlo mencionado! ¿Qué supondrá esta alusión a un dios de tal relevancia en el transcurso de esta historia? ¿Qué busca Titania? ¿Qué tendrá que dar?

Me apena leer eso de FFnet. Han sido muchos años, leyendo y publicando.