¡Hola, harrypottérfilos!

¿Qué tal? Me llamo Quique Castillo y tengo dieciocho años. Éste el primer fic que me atrevo a publicar sobre Sirius Black, y reitero: me atrevo, porque ya empecé a escribir una historia sobre él conocida como "Salvando a Sirius Black". Sin embargo, soy archiconocido por la redacción del "fic" ya de masas MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO, a quien le debo muchísimo en esta página.

Igual que "Una giganta y un muggle: ¡la odisea del sexo!", este relato se lo voy a dedicar a mis queridos lectores de MDUL, que tanto me apoyan. Especialmente a Ana Espinosa, una chica con un corazón tan grande que no sé cómo tiene pecho suficiente para almacenarlo. Que sepas, mi querida Ann Thorny, que estoy lo empecé a escribir el día en que me comentaste por el messenger que le habías pasado el relato de MDUL a tu amigo el editor y a tu novio, el escritor. Gracias.

SIRIUS: ENCARCELADO EN SU PROPIA MENTE

CAPÍTULO I (EL PERRO Y LA RATA)

Hace tiempo que encontré estos escritos en la biblioteca, y entonces no pude dar crédito a mis ojos. Leí con avidez documentos que mucho tiempo atrás una mano hábil supo esconder para que se conservaran en el día de hoy. Yo los encontré, y como viera que eran de una calidad indiscutible, indescifrable, me he propuesto transcribir su historia; no por la bella retórica del útil escribano que, cual amanuense, nos ha legado esta historia, sino por la calidad humana del noble personaje, no sé si real o imaginario, que en sus pergaminos describió.

No, no sé si real o imaginario, pero en mi corazón de ilustre investigador ya tiene un hueco acomodado, más grande aún que el de los grandes caballeros de la épica, más aún que el de los insignes conquistadores... Más grande aún.

Su nombre fue Sirius Black.

Nada hace precisar en estos documentos cuál fue la fecha exacta en la que el heroico Black acometió sus hazañas, pero todo parece indicar, por el empleo de ciertos términos arcaicos por parte del autor, que este increíble hombre existió hace más de quinientos años. Hoy sabemos de él...

El escrito, por otra parte en pésimas condiciones conservado, se encabeza de forma tal: «A los que esto leyeren, han de saber que nada estimo por falso de lo que voy a escribir, que antes se me caiga la diestra que diga falacias por mi boca. Nació una vez, no muy lejos de aquí, un noble hombre, noble por valores y noble de linaje, que fue la más heroica persona que se haya conocido. Valiente, entregó su existencia por los demás. Encarcelado en su propia mente pasó doce años, doce años sin desvariar. ¿Su nombre? Su nombre era Sirius Black... ..."

Sirius Black... Nada se dice de él en ninguna otra parte. Su nombre es puro misterio, su persona una fantasmagórica aparición del recuerdo histórico. Sirius Black...

Y ahora interpreto la historia de este amanuense lúcido, a la que no he añadido ni un ápice, aunque sí algo le he agregado: mi cariño y mi valor personal.

Noche era. Noche cerrada. Un aullido. Sirius, sorbiendo la sopa, levantó los ojos de su plato y miró la ventana abierta. En ella se dibujaba la luna llena, plateada y brillante. Se llevó una nueva cucharada de sopa a la boca. Le temblaba la mano.

«¿Qué te pasa, Canuto?», preguntó una voz en su mente. «¿Por qué estás tan nervioso?» Era su conciencia, que hablaba por él, en su interior. «¡Oh, vamos, Canuto! Has hecho lo que tenías que hacer. Voldemort podría ir a por ti, es lo más lógico. ¿Quién va a pensar que Colagusano es el guardián secreto de los Potter? Es casi irrisorio.» Sirius, el que en buena hora acometió su venganza, no estaba tan seguro. La duda recorría su espina dorsal como un escalofrío terrorífico. Sorbió de nuevo su sopa. «¡Oh, Canuto...! Están a salvo; los Potter están a salvo...»

No, ciertamente Sirius, el que en gran hora blandió varita, no estaba tan seguro. Se levantó deprisa, tanto así que derramó media sopa sobre la mesa. Se puso la chaqueta. Se calzó las botas. Cogió su varita y se la guardó. Bajó a la cochera. Abrió el gas a su enorme voladora y ésta ascendió como un globo. Sobrevoló nubes, estepas y prados. Parecía que con sus yemas fuera a rozar la luna, pero su corazón estaba en la tierra.

La casa de Peter Pettigrew era una chabola penosa en medio de un bosquecillo. La puerta, medio herrumbrosa, estaba abierta, pues no encajaba y no podía ser cerrada. Sirius, el que en buena hora nació, la atravesó.

–¿Peter?

«No está», dijo la voz de su cabeza. Eso era imposible. ¿Dónde podría haber ido?

–¡Peter!

«¿Para qué insistes, Canuto, eh? ¿No ves que no está, que se ha ido?»

–¡¡¡Peter!!!

«Vámonos, Canuto. Se ha ido.»

¿Dónde podría haber ido en mitad de la noche? ¿Acaso Voldemort lo podía haber secuestrado? No, pues cómo iba a imaginar siquiera que él era el guardián secreto. Tenía que haber seguido siendo él quien protegiera a los Potter, pensó. La duda lo devoraba por dentro, como un león famélico. Hubiera muerto antes que darle al Señor Tenebroso la ubicación de los Potter. Pero no hubiera podido luchar contra el "imperius"...

Le entraron ganas de llorar. Salió fuera de la cabaña de Peter y se apoyó contra la pared. Respiró el aire de la noche. Aspiró hondo. Miró arriba y vio la luna llena disfrazarse entre las ramas de los árboles.

–Peter... –susurró.

«No está.»

Una brisa de relente le traspasó, arrastrando su cabello, su chaqueta y su túnica. Comenzó a hacer frío. Sirius, el que en buena hora acometió su venganza, se abrochó un par de botones de la chaqueta. Volvió a respirar. El aire era frío, como la muerte embalsamada, y al mirar la luna la vio oculta entre negras nubes. Lejos, muy lejos de allí, una risa frenética apuntaba con sus dedos macilentos a la persona escogida, al niño que sobreviviría.

–¡¡¡Peter!!! –gritó Sirius, y su voz reverberó en lo alto de las copas de los altos árboles, y una bandada de pájaros alzó el vuelo, asustada.

«Y si él es...», habló en voz baja su conciencia.

–¡Cállate, demonios! –gritó otra vez. «Pero tú no sabes...»–. Peter no puede ser... Él no puede ser. –«¿Y por qué no?»

Una silenciosa lágrima resbaló por la mejilla pálida de Sirius, y se perdió en su comisura crispada. Le temblaban las manos. Se las guardó en los bolsillos de la chaqueta. Volvió a sacarlas. Se tapó la cara y lloró.

La luna reapareció, bañando a Sirius con un brillo de plata. Éste se recuperó. Se levantó del suelo. Se montó en la moto y la hizo arrancar.

La casa de los Potter estaba destruida. Un aluvión de lágrimas se agolparon en sus ojos. Se contuvo, con el labio y el mentón temblorosos. Se tapó la boca. Gritó, cayendo al suelo, llorando desconsoladamente.

–¡James, no! –gritó, y ya nadie lo oía...

«Muertos... ¡Muertos! ¿Cómo ha podido suceder? ¿Cómo?» Sirius, el que en buena hora blandió varita, se levantó del suelo con mirada dura. Reparó en todos los destrozos de la casa. Ya no podía llorar más; estaba seco por dentro. Se dio la vuelta.

Alguien le rozó el hombro izquierdo. Sirius, el que en buena hora nació, se dio la vuelta lentamente. La cara grande y bonachona de Hagrid le sonreía, entristecido.

–Sirius... –dijo.

Sirius no tenía voz ni para responderle.

–Lo siento –le dijo el semigigante–. Lo siento mucho. –Le dio unas palmaditas en el hombro–. Tengo que llevarme a Harry. Dumbledore me lo ha pedido.

Sirius se volvió bruscamente. Miró a Hagrid directamente a los ojos, sin decir nada.

–¿Harry? –inquirió–. ¿Harry está vivo? –Hagrid asintió, sonriendo sin ganas–. ¿Cómo?

–No se sabe –explicó Rubeus–. Dumbledore ha dicho que es un misterio. Ha conseguido derrotar a Quien Tú Ya Sabes.

La confusión de Sirius Black era cada vez mayor. Bajó la mirada, con ganas todavía de derramar más lágrimas. ¡Qué noche más extraña! Pero todo parecía concordar... Peter era... Peter era... Ni siquiera podía pronunciarlo; sería como consumar su traición.

¡Traición! Le hervía la sangre. Apretó los puños. Apretó la quijada. Le entraron ganas de gritar, pero se volvió tristemente hacia Hagrid.

–Yo me llevaré a Harry –dijo–. Soy su padrino. Yo cuidaré de él.

–No –dijo Hagrid cortante–. Tengo órdenes de Dumbledore. Tengo que llevármelo.

–Pero yo soy su padrino –insistió.

–Dumbledore me ha ordenado que lo haga así –dijo para zanjar la discusión.

Sirius calló. ¿Qué más daba? Pronto sería un proscrito, un fugitivo. ¿Quién iba a creer que Peter, la rata traidora que en nefasta hora fue engendrada, era el guardián secreto, cuando todos sabían que tal misión la había asumido Sirius? ¿Por qué demonios había decidido cambiar los planes a última hora? ¿Por qué?

Sirius estaba tan afligido con aquellos pensamientos, que Hagrid le volvió a poner la enorme mano encima de su hombro, consolándolo.

–Vamos, Sirius –le dijo–. Sé que es duro, pero no hemos podido hacer nada. Lo siento.

El ingente semigigante se metió entre los escombros y rescató un bebé envuelto en una manta. Lo acurrucó en su mano, mirándolo Sirius con tristeza todo, y se acercó de nuevo al padrino del bebé.

–Me voy –dijo Hagrid.

–Toma –le dijo Sirius, señalándole la moto–. Yo ya no la necesito, puedes llevártela.

–¿En serio?

Sirius, el que en buena hora acometió su venganza, asintió. Hagrid desapareció en la moto voladora de Sirius, rugiendo ésta como un trueno. El hombre, melancólico, lo vio desaparecer, y con él a su ahijado, de quien se preguntó que cuándo lo volvería a ver. «Quizás nunca...»

Recogió todo el valor que tenía, que no era poco, en un segundo, y agarró con firmeza su varita. Se desapareció. Con el rostro fruncido, buscó por todas partes a Peter Pettigrew, la asquerosa rata traidora.

«¿Qué vas a hacer?», preguntó su conciencia con voz cándida e inocente.

–¡Matarlo! ¡Hacer que sufra!

Cuando rayaba el alba, el último amanecer que Sirius Black vería por mucho tiempo, encontró por fin al pequeño y menguado Peter Pettigrew. Lo arrinconó en una calle repleta de muggles.

Peter temblaba. Era cobarde, y su cobardía se denotaba en cada centímetro de su cuerpo. Sirius tenía crispado el labio inferior. Ansiaba alcanzarlo, matarlo a meros puñetazos, con la nariz sangrante, y arrebatarle desde sus brazos el alma.

–¡Traidor! –gritó Sirius con la sangre palpitándole en los oídos.

–¿Cómo has podido, eh, Sirius? –preguntó la rata traidora–. ¿Cómo has podido? ¡A James y a Lily! ¿Qué culpa tienen ellos?

–¿Qué dices? –inquirió Sirius.

Peter sonrió maliciosamente. Sacó su varita lentamente. Sirius hizo lo mismo, pero no hizo nada. Estaba esperando ver qué hacía su antiguo amigo.

–¿Cómo has podido, Sirius, cómo? –repitió Peter, fingiendo un profundo llanto.

Sirius miró en derredor, y los muggles los miraban. Observó a Peter, y éste se apunta a sí mismo. Alzó un poco más la varita, hasta quedar por encima de su hombro. Pronunció en voz baja algunas palabras y se escuchó un estallido y el mismo suelo entero tembló.

Sirius cerró los ojos. Se había tapado la cabeza. Escuchó gritos, lamentos. Volvió a mirar, lentamente. La calle había explotado. De una alcantarilla salía una torre de gas. La sangre corría por el socavón en la gravilla como en un cenagal de muerte.

Sirius miró con odio a Peter, sin comprender. Éste se apuntó con su varita en la mano, y al instante su dedo se cortó limpiamente, produciendo un grito de dolor intenso. Cuando se le pasó, la rata traidora sonrió.

Fue tarde cuando Sirius comprendió lo que hacía Peter. Levantó su varita, pero el otro fue más rápido: se apuntó y su cuerpo se redujo hasta convertirse en una diminuta rata. Se escabulló a saltos hasta colarse en una alcantarilla abierta.

Sirius bajó la varita. Era consciente de que todos lo miraban. Se sonrió, idiotizado por la escapada de su ex amigo. Se rió interiormente, mirándolos los muggles con aprensión y miedo. Finalmente no pudo contener una carcajada que elevó al cielo anaranjado.

A su lado, a su alrededor, con sendos chasquidos, apareció una docena de magos. Se trataba de los Magos de Choque del Grupo de Operaciones Mágicas Especiales. Cogieron a Sirius. Éste no presentó resistencia; no podía. La risa se lo impedía. Se lo llevaran riendo como a un lunático.