Hola.
Aquí estoy de nuevo con un fic. Este era algo en lo que vengo trabajando desde hace un tiempo pero la mejor época para publicarlo era Navidad, dadas obvias razones. Será algo 'corto' porque consta de seis capítulos, que publicaré cada lunes.
Este fic es de AU, o sea, universo alterno. Esto significa que los personajes no tienen la misma edad e incluso cambié su parentesco.
Disclaimer: Los personajes pertenecen a Takao Aoki. La idea original está basada en "A Carol Christmas" de Charles Dickens. Tampoco me pertenecen las marcas «Armani» e «Yves Saint Laurent».
Un cuento de Navidad
Capítulo I
"El amargado"
Una fría mañana de diciembre, Kai Hiwatari despertó muy temprano, antes del alba, listo para repetir la misma rutina de cada día que acostumbraba desde hacía varios años. Deseaba quedarse bajo el calor de sus gruesas mantas, así que hundió la cabeza en la mullida almohada de pluma de ganso dispuesto a dormir otro poco, pero se reprendió mentalmente y se incorporó, despabilándose totalmente de su letargo. Corrió el dosel de terciopelo rojo que rodeaba su enorme cama estilo Luis XV, y que le separaba de la molesta luz exterior, para descubrir que seguía oscuro.
Sin importarle esto, se calzó sus zapatillas de dormir para dirigirse al baño. No había ninguna motivación que lo incitara a despertar cada día, excepto la absurda monotonía que se había apoderado de su vida desde hacía tanto tiempo. Y bueno, claro, su obsesionante personalidad avara que lo convirtió en el hombre más poderoso y rico del lugar. Pero, al terminar su jornada de trabajo, cuando regresaba a su lujosa, enorme, triste y vacía casa, no había nadie que le recibiera con un beso o una palabra cálida, alguien que compartiera su cómoda posición. Por eso se volvió obsesivo con su trabajo, acumulando grandes cantidades de capital que reflejaban su torturante eficiencia y dedicación, que lo hacían sentir más solo al no tener con quien compartir todo aquello, y terminaron por volverlo un gruñón amargado.
Una ducha con agua caliente despertó sus sentidos totalmente. Se vistió con un exquisito traje Armani, camisa de manga larga Yves Saint Laurent y corbata de seda que combinaba perfectamente. Se colocó un abrigo largo hasta la rodilla que había costado cientos de euros en su último viaje a Italia, acomodó la bufanda blanca que lo caracterizaba alrededor de su cuello y colocó unos guantes en sus pálidas manos. Por último, tomó su portafolio de piel y se dirigió a la salida de su enorme mansión, dispuesto a gritarle al chofer si tardaba aunque fuera un segundo de más para llegar a su emporio corporativo.
Seguramente allá tendría que lidiar con más idiotas de los que su poca paciencia estaba dispuesta a soportar. ¿Cómo era posible que entre los millones de personas que existían en el mundo le tocara precisamente a él lidiar con los peores? A veces se enfurecía tanto por la ineficiencia de sus empleados que les gritaba sin compasión cuán estúpidos eran. Pero seguían fallando. Suspiró. Había que reconocer que no todos podían ser tan perfectos como él.
—¡Masao! —bramó en la puerta de entrada. Ahí estaba la limusina esperando, pero el chofer no daba señas de aparecer.
De la nada salió un muy asustado joven. Vestía uniforme que constaba de pantalón negro, saco cruzado con botones hasta el cuello, guantes blancos y quepí negro. Se veía que le tenía miedo a Kai. Todos le tenían miedo. En ese justo momento deseaba con todas sus fuerzas que el señor Hiwatari estuviera lo suficientemente de "buenas" ese día como para no gritarle por no estar en cuanto él saliera de la casa. Sabía que debía estar ahí, visible y listo, para llevarlo hasta la empresa. También sabía que Hiwatari no toleraba la ineficiencia, por mínima que fuera la falta. Detalles como ése lo hacían potencial acreedor a un ridículo regaño de Hiwatari.
—Buenos días, señor Hiwatari —lo saludó con una sonrisa y abrió la puerta trasera, permitiéndole el paso al soberbio hombre. Aquel tomó asiento sin responder al saludo o siquiera mirar al joven chofer.
«Hipócrita», fue todo lo que pensó. La sonrisa en los labios morenos del chofer era falsa. Ninguno de sus empleados lo apreciaba. Lo respetaban porque le tenían miedo, pero en cuanto él desaparecía de la vista, ellos arremetían en quejas e insultos contra él. Y ese chico al volante no era la excepción. Ellos creían que él era alguna especie de tonto que no sabía de los cuchicheos a su espalda pero no era así: Kai Hiwatari era más listo que la mayoría de la gente y sabía perfectamente que la gente lo odiaba, empezando por el grupo de sirvientes trabajando en su casa.
Ellos no renunciaban porque, aunque la paga era sólo lo exacto merecido, trabajar para Kai Hiwatari significaba mucho. Además que él, a pesar de lo odioso y gruñón, no se metía con ellos; de hecho era a tal grado que parecía no darse cuenta que aquellas personas existían si no era para ordenarles algo o gritarles por su incompetencia. ¡Cuánto odiaba la ineptitud! Pero no los despedía porque sabía que cada nuevo empleado terminaría por odiarlo de igual manera que los anteriores, y en cierta forma, muy dentro de él, enterrado donde no tenía que afrontarlo, estaba el miedo a la soledad.
La limusina avanzó por las calles. Kai no prestó atención al camino, mucho menos al chofer, el cual seguro estaba insultándolo en sus pensamientos o preguntándose si realmente valía la pena el trabajo. Miraba sin observar, pues todos aquellos adornos en la calle le provocaban asco. Si había algo que odiara más que la ineptitud era la Navidad. El sólo pensamiento de tal festividad lo hacía enfermar, y en aquella época su carácter era más detestable que el resto del año, tal vez porque la explosión de rojo, verde y dorado por todos lados le gritaba que ese fatídico día se acercaba.
Fue hasta que llegaron a un semáforo en rojo que se dignó a observar con detenimiento, arrepintiéndose al instante de aquella fútil decisión que se convirtió en una estremecedora coincidencia. Ahí estaba, de pie frente a un aparador, junto a otra persona, inconfundible.
Era el amor marchito de su temprana juventud.
Miró su silueta reflejada en el ventanal cubierto de escarcha, señalando algo y riendo con su acompañante. Deseó que no estuviera dando la espalda para poder mirar sus hermosos ojos ámbar, culpables de haber flechado su corazón, de haberlo hecho suspirar innumerables veces, de haberlo hecho sentir alguna vez... culpables de haberlo hecho débil.
Volteó la cabeza con altivez, reprendiéndose mentalmente de haberse inmutado por aquella presencia que seguro lo había olvidado. Hizo una nota mental de jamás volver a permitirse tales pensamientos. El pasado estaba atrás, inalcanzable y sepultado.
— o — o —
Mariah observó el largo reflejo negro en el vidrio desvanecerse. Volteó justo para ver la limusina alejarse y dar vuelta en la esquina. Ray también la vio. Ambos sabían quién estaba en aquel vehículo y el solo pensamiento de esa persona les borraba la alegría incluso en las vísperas de Navidad.
—Linda manera de empezar el día, ¿no? Kai Hiwatari arruina todo con su sola existencia —murmuró amargamente la chica.
—Olvida a Kai. No podemos evitar que viva en la misma ciudad pero sí podemos ignorarlo. ¡Anímate Mariah! Hoy es Noche Buena. Tenemos que afinar detalles para la cena y no vamos a dejar que Kai Hiwatari nos amargue el día.
Ray siempre sabía cómo alentar a los demás, aunque contadas personas tenían ese efecto en él. Pasó un brazo por los hombros de su hermana menor y caminaron calle abajo para ir por una taza de chocolate caliente en lo que esperaban que terminaran de abrir las tiendas. Miró sobre su hombro hacia la esquina por donde desapareciera el lujoso carro y suspiró imperceptiblemente para su acompañante.
«Nunca más vas a arruinar nuestra alegría, Kai. Nunca más...»
— o — o —
—Hemos llegado, señor —anunció el chofer a la vez que abría la puerta y daba paso al importante ejecutivo, dejándolo al pie de un enorme edificio que era muestra de la mejor arquitectura de la región.
A pesar de ser siempre la misma rutina, Kai siempre provocaba 'admiración' en la gente que lo veía llegar. Primero sacaba un pie, para después salir del carro con todo el porte y majestuosidad que podía hacer gala. Incluso la manera en cómo caminaba, dominante y con la cabeza en alto, hacían pensar que aquel era el dueño del mundo. Sus zapatos brillantes avanzaron por la recepción, sonando de forma diferente a los oídos de la gente, que se abría paso para dejarle pasar y le saludaba con sonrisas y calurosos "buenos días" o corteses "¿cómo está señor?". Ninguno se atrevía a mirarle a los ojos y quien lo hiciera no podía sostenerle la mirada sin temblar. Él caminaba con la superioridad que denotaba su posición como dueño y señor de aquel emporio, les miraba por encima del hombro y no respondía a ningún saludo.
Después de tomar un ascensor hasta el último piso, se dirigió a la oficina más grande de todo el rascacielos. Abrió una de las puertas de caoba fina y caminó con paso seguro hasta su escritorio, donde colocó el portafolio. Prosiguió a quitarse los guantes, la bufanda y el abrigo, que colgó en el perchero de la esquina, y miró por primera vez a su secretaria.
—Buenos días, señor Hiwatari —saludó la chica con calidez. Para aquella mujer, la rutina también era igual todos los días: ordenaba las actividades media hora antes que su jefe llegara, lo seguía en silencio a su oficina, esperaba que le prestara atención, lo saludaba y recitaba los asuntos por atender en aquel día. El tipo era un gruñón de lo peor, alguna vez le gritó por quince minutos por haber errado el orden de unos papeles del archivo, a tal grado que la hizo llorar y sentir miserablemente culpable de haber puesto tan poca atención a lo que hacía. Fuera de eso la chica era muy eficiente. No era lo mejor pero sí la única que podía seguirle el ritmo lo suficientemente bien como para haber durado con el empleo ya siete años.
—Y eso es todo señor —terminó la chica, cerrando la agenda y colocando el tapón a la pluma.
—Bien. Puedes retirarte, Mariam —Kai murmuró escuetamente y la chica salió cerrando la puerta casi sin hacer ruido. Ni siquiera un "buenos días" para la chica o al menos un "gracias". Pero qué hacer, Mariam se sentía satisfecha con no recibir los gritos furiosos de su jefe.
Mariam era una chica muy bonita. Tenía cabello largo de un color azul rey brillante y un par de hermosos ojos aguamarina. Era alta y de figura muy escultural. Además poseía inteligencia, paciencia y olfato para los negocios. Era la candidata perfecta para un amorío del jefe con su secretaria, excepto por el mínimo pero significativo detalle de que Kai Hiwatari no tenía corazón. En el pecho llevaba una piedra con su propio nombre grabado en ella. El hombre detrás de aquellas puertas era un monstruo ególatra vestido con elegancia. Todas las mujeres de la empresa se habían enamorado de él alguna vez, y por qué no, también varios hombres... hasta que su misma personalidad petulante rompía con el encanto y golpeaba con crueldad a aquellos ingenuos que pudieron haber fantaseado con el jefe.
—¿Ya llegó el amargado? —preguntó una mujer corta de estatura, cabello anaranjado y lentes de montura dorada.
—Sí, Emily. ¿Por qué?
—Porque mi jefe quiere que le dé este informe al "señor" —repuso la chica, recalcando la última palabra en forma despectiva—. Pero no quiero verlo. La última vez me gritó por interrumpirlo en su lectura.
—Dame el informe. Yo se lo daré en la primera oportunidad que tenga —sonrió Mariam con gentileza.
—Gracias, Mariam. Eres mi salvación. De verdad no sé cómo soportas tener por jefe al engendro del demonio.
—Es sólo cuestión de no equivocarse en los detalles. Pero, bueno, para el señor Hiwatari nadie es lo suficientemente competente.
—Tienes razón. Lo bueno es que sólo está él. Antes era peor cuando vivía su socio, el señor Tala Ivanov.
—Ni me lo recuerdes —replicó quedamente la chica alta, haciendo un ademán como queriendo alejar las memorias.
—Debo irme a trabajar. Por favor dale eso al ogro antes de la junta o el señor Kuznetzov me va a regañar.
—No te preocupes, Emily. Ahora mismo tengo que llevarle unos papeles. Le daré el informe junto con ellos.
Las dos mujeres regresaron a su trabajo, y pronto, cinco horas se habían esfumado como agua entre los dedos. Hiwatari seguía en su oficina, enfrascado en la lectura de varios informes que le daban la información anual de la situación de la empresa.
Las utilidades eran tan altas como jamás habían sido desde que Kai heredara la compañía hacía doce años junto con Tala Ivanov. Pero mayores utilidades significaban mayor reparto entre los trabajadores. Otra razón más para odiar la Navidad: los aguinaldos. No era que le molestara compartir su... bueno, sí le molestaba compartir su riqueza, sobre todo si las leyes lo obligaban a repartir utilidades, dar primas vacacionales, aguinaldos, y demás prestaciones a un montón de ineptos que se decían trabajadores de Hiwatari & Ivanov S.A. de C.V.
De pronto había algo que llamó su atención. Un pequeño e imperceptible detalle, uno de aquellos que sólo los ojos carmesí de Hiwatari podían detectar. Un pequeño percance mecanográfico al final de una lista de números, en el lugar del total. Maldijo en ruso, su lengua natal. ¿Acaso no podían siquiera hacer un estúpido balance general sin equivocarse? Era un simple error. Un nueve en el lugar donde debiera estar un ocho. Pero aquella insignificancia era demasiado, sobre todo si se encontraba en el primer dígito de una cifra de diez números. Todo estaba perfecto, excepto que no coincidía el resultado. Seguramente era un error de la secretaria al transcribir el informe o un extraño resultado incoherente de la computadora de los que suceden muy raras veces. No importaba.
Lo que importaba era que una estupidez así podía causarle, por ejemplo, en el peor de los casos, una demanda por evasión de impuestos al reportar más gastos de los realizados. No era que alguna vez fuera a suceder eso porque antes de su declaración cosas como esa eran revisadas minuciosamente cientos de veces y por muchas personas para evitar problemas.
Pero Kai Hiwatari odiaba la ineptitud. Y esto era la mayor prueba de ineptitud que había tenido que soportar en la semana. Para mala suerte del responsable, estaban en vísperas de Navidad, el peor día para enfurecer al jefe.
—¡Mariam! —bramó a través de su intercomunicador.
—¿Sí, señor? —respondió la amable chica.
—¡Quiero ver a Kinomiya en mi oficina! ¡De inmediato!
—A la orden, señor.
— o — o —
—¿Señor Kinomiya? —la tímida voz de una pelirroja llamó.
—¿Qué sucede, Salima? —respondió el aludido. Hiro Kinomiya era un hombre moreno, alto, de cabello azul claro, ojos azul tormenta y complexión recia por causa de haber trabajado desde muy pequeño.
—Quería decirle que le deseo suerte.
—Gracias, Salima. La necesitaré —sonrió con amabilidad el hombre. La chica lo miró con preocupación, la cual se reflejaba claramente en sus ojos dulces.
—¿Señor?
—¿Qué sucede?
—No sé si deba decirle esto. No quiero que me tache de chismosa...
—No lo haré, Salima. Dime, ¿qué te preocupa?
—Usted sabe que los empleados hablan a espaldas del señor Hiwatari —comenzó la joven un poco dubitativa, pero al ver la mirada seria de su jefe se atrevió a continuar—. Es bien sabido que el señor Hiwatari odia la Navidad. No creo que sea prudente pedirle un aumento en estas fechas. No me gustaría que pasara usted un mal rato por culpa del jefe.
—Ya lo sabía, Salima. Pero debo arriesgarme. Tengo un hijo enfermo que necesita medicinas. Mi sueldo apenas alcanza para mantener a mi familia. Ahora más que nunca necesito un aumento. Si el señor Hiwatari me lo concede, podré cobrar un poco más junto con el aguinaldo.
—Supongo que el jefe no podrá negarse. No si su hijo le necesita —dijo la muchacha con una sonrisa tierna.
—Ojalá sea así, Salima.
—Será mejor que regrese a mi trabajo. Mucha suerte, señor.
—Gracias, Salima.
Hiro Kinomiya se arregló la corbata lo mejor que pudo. Su ropa no era de marca y estaba muy gastada. Sólo tenía los trajes suficientes para trabajar sin tener que preocuparse de tener ropa limpia para el trabajo, y todos fueron confeccionados por su hermosa esposa Hillary. Suspiró y, armándose de valor, dejó su oficina para dirigirse a la de su jefe.
—Hola Mariam —saludó el hombre.
—¡Señor Kinomiya! —saludó la chica, colgando el teléfono que parecía había estado a punto de usar—. Justo estaba por llamarle a su oficina. El señor Hiwatari quiere verle.
—¿En serio? ¡Perfecto! Necesito hablar con él.
Hiro tocó un par de veces por cortesía y entro en la oficina antes de que Mariam recordara no haberle advertido del mal humor de su jefe.
— o — o —
—Señor Hiwatari, ¿me mandó llamar? —preguntó más como una manera de comenzar una conversación que por la duda.
—Así es, Kinomiya.
—Me alegro, señor. Hay algo que quisiera tratar con usted... si me lo permite, por supuesto —agregó al final, intentando sonar lo más complaciente.
—Bien. Habla primero —aprobó Kai en una muy inusual muestra de cortesía.
—Señor, yo le quería pedir un inmenso favor... —comenzó Hiro, intimidado ante la presencia sentada en el escritorio frente a él—. Necesito un aumento de sueldo.
Kai levantó una ceja con incredulidad. Nadie se había atrevido a pedirle un aumento jamás. Kinomiya tenía agallas. Bueno, eso era más un decir porque la súplica en la voz del hombre y su evidente nerviosismo contradecían su "valentía".
—¿Se puede saber por qué? ¿Acaso no es justo el salario que estás recibiendo?
—Sí, señor. Es justo. Lo que usted tan generosamente me retribuye alcanza para mantener a mi familia —estuvo de acuerdo el moreno, poniéndole un toque de zalamería a sus palabras.
—¿Entonces?
—Verá usted, señor, mi hijo Takao está enfermo. Algo está mal con su corazón. Él necesita de tratamientos y medicinas que son demasiado caras para lo que puedo pagar. Por eso, si usted me subiera el sueldo, junto con lo que recibiré de bonos y aguinaldos podré cubrir esos gastos.
Kai miró al hombre con la ceja aún enarcada. Le parecía un chiste grotesco. ¿Acaso quería lograr su compasión a través de lisonjerías y lástimas? «Pobre idiota», pensó. Apelar al buen corazón de Kai... ¡vaya idiotez!
—He estado releyendo tu currículum, Kinomiya —comenzó Kai, ajustando sus gafas cuadradas sin montura y tomando un expediente en sus manos—. Aquí dice que has trabajado en esta empresa desde hace 17 años; para ser exacto, fuiste contratado desde que te graduaste de la universidad. ¿Me equivoco?
—No, señor.
—También dice aquí que estudiaste en la mejor universidad de Japón, fuiste alumno becado y te graduaste con honores como el primero en tu clase. ¿Es correcto?
—Sí, señor —contestó débilmente el otro. No era que todos los días el hombre más soberbio que jamás haya existido se pusiera a reconocer tus méritos. Se notaba que no conocía bien a Kai Hiwatari.
—Entonces me pregunto, ¿cómo es posible que una "eminencia" como tú, Kinomiya, cometa errores garrafales como éste? —pronunció ofensivamente, azotando un informe en su escritorio, de manera que Hiro pudiera verlo.
Ahí, encerrada en un círculo rojo, la cifra incorrecta se alzaba a la vista. Con un rápido examen, el hombre palideció. Estaba en problemas. ¿Por qué no había revisado número por número? Indudablemente, Kai Hiwatari le gritaría cuán inepto era y su aumento se iba a la basura.
—Señor —se adelantó antes que Kai, desesperado por justificarse, disculparse o cualquier cosa que apaciguara los ánimos de su jefe—. Lamento mucho este terrible error. No sé cómo ocurrió. No importa cómo ocurrió. Sé que es mi culpa. Por favor, discúlpeme. Le juro que no volverá a suceder.
—Tienes razón, Kinomiya. No volverá a suceder —replicó Kai con voz peligrosamente calmada. Se recargó en su asiento de piel negra con respaldo alto, cruzando la pierna varonilmente, con los codos en los brazos de su asiento y las manos entrelazadas bajo su barbilla. Era aterrador verlo tan tranquilo. Entonces, súbitamente, sus ojos rojizos como rubíes se posaron en la mirada azul tormenta de Hiro, causando una descarga de terror en éste—. Estás despedido. Recoge tu liquidación en caja y desocupa tu oficina hoy mismo.
Para Hiro, aquella noticia fue como si le dieran un balazo en el corazón. No sólo no tendría dinero para pagar el tratamiento de Takao, ahora no tenía un trabajo para mantener a su familia.
—Pero... señor... —balbuceó incoherentemente.
—¡Fuera de aquí! —bramó Kai, haciéndolo huir despavorido de la oficina.
— o — o —
—¿Señor Hiwatari? —la voz de Mariam sonaba dubitativa a través del intercomunicador. Era obvio que estuviera nerviosa. La forma en que Hiro Kinomiya salió de la oficina de su jefe era una prueba fehaciente del pésimo humor que ahora tendría Kai Hiwatari.
—¿Ahora qué? —espetó la voz del hombre con fastidio.
—Aquí hay unas personas...
—Diles que se vayan al diablo —interrumpió Kai antes que su secretaria terminara de hablar. Cualquiera que estuviera afuera podía esperar, aunque se tratara del mismísimo Voltaire Hiwatari resucitado del infierno. Kai rió de sí mismo al pensar aquellas idioteces. Definitivamente, Kinomiya lo había puesto de muy mal humor.
—Pero señor...
—¿Acaso no fui claro, Mariam?
—Sí señor, pero...
—¿Pero qué?
—Son representantes de la casa de caridad pidiendo donativos para el hospital infantil.
—¿Y? ¿Qué parte de "no quiero ver a nadie" no has entendido?
—Lo siento, señor.
Mariam cortó la comunicación y dirigió una sonrisa insegura a aquellas personas, quienes entendieron la rotunda negativa del hombre. Aunque, claro, no podían esperar nada de alguien sin sentimientos, ¿o sí?
Kai, por su parte, aumentó su furia. ¡Gente pidiendo donativos! ¡Lo único que le faltaba! Esas personas debían ponerse a trabajar en serio para aprender el valor del dinero y así pensarlo dos veces antes de ir a pedir que les regalaran lo que los demás habían juntado con el esfuerzo diario.
El resto del día se escurrió con la misma velocidad que una estrella fugaz cruza el cielo nocturno. Kai regresó a su mansión por la tarde y cenó en soledad, como todos los años el mismo día.
Los sirvientes estaban libres para festejar la Noche Buena y Navidad de la mejor manera que quisieran, al igual que la empresa permanecería sin laborar hasta terminadas las fiestas. Eso lo dejaba completamente solo en aquel enorme y frío palacio.
Completamente solo.
Después de cenar se dirigió a la biblioteca para leer un poco frente al fuego de la chimenea. Aquel lugar le gustaba, ahí pasaba horas leyendo obras clásicas cual ratón de biblioteca, como en sus tiempos de adolescencia. Una pintura con el retrato de su arrogante abuelo descansaba sobre la chimenea, ocultando una caja fuerte con sus más preciados valores y posesiones en ella.
No supo en qué momento se quedó dormido, arrullado por el hipnotizante bailar de las flamas. Lo que fue cierto es que, para las once, aquellas se habían consumido dejando sólo el suave tintinear de los últimos rescoldos. Inesperadamente, un viento frío perturbó el lugar, helando no sólo la piel sino también el alma. Kai despertó sobresaltado y con un miedo agonizante en el pecho que no recordara haber sentido jamás.
Acostumbrando sus ojos a la penumbra, observó que todo estaba en su lugar y se regañó por su estupidez. Fue cuando la chimenea se encendió bruscamente, lanzando lengüetas de fuego más allá de su espacio. Kai ahogó un grito de terror en su pecho cuando el sonido de cadenas inundó su oído y la figura de una persona surgió de las llamas.
Blanco y semitransparente, con rostro demacrado, despidiendo sufrimiento en toda su esencia, Tala Ivanov apareció ante él.
Sus ojos en vida azul celestes, ahora eran terriblemente oscuros, no en color sino en esencia; parecía imposible que tan bellos ojos pudieran ser tan aterradores. Pero los ojos son espejo del alma, y tratándose del alma de Tala Ivanov, sólo sufrimiento podría encontrarse. Un lamento de ultratumba, emitido por aquel espíritu, lleno el salón. Kai sintió sus entrañas congelarse y no pudo reprimir el temblor de su cuerpo.
Con los ojos casi fuera de sus órbitas por la sorpresa, el aire atorado en su garganta por el miedo y el total estado de shock, Kai no pudo mover ni un gramo de su cuerpo. Fue hasta que el espíritu de Tala se hiciera totalmente corpóreo que comenzó a balbucear como tonto.
—Tú... no puede ser... estás... estoy... cómo...
—¡Silencio Hiwatari! —la voz de su antes amigo resonó en el lugar con un eco de ultratumba que le erizó los cabellos—. No tengo mucho tiempo, así que me vas a escuchar en silencio.
Kai asintió torpemente, sin haber salido de su trance totalmente. Se dejó caer en su butacón y no pudo sino obligarse a clavar la mirada en el espectro, deseando con todas sus fuerzas que se tratase de un sueño.
—Si te preguntas si soy real, te diré que lo soy, tanto como el aire que respiras o el mueble en el que estás sentado. Estoy muerto. Eso no necesito decírtelo, ¿o sí? —era definitivamente Tala, pues su tono socarrón era el mismo, sólo que un poco diferente. Sonaba profundamente triste—. He vuelto del infierno para hacerte una advertencia, Kai. Si sabes lo que te conviene me escucharás. Aún estás a tiempo de cambiar muchas cosas y borrar tu nombre de la lista de reservaciones para almas del infierno.
—¿Qué diablos...? —Kai no entendía una sola palabra.
—Escucha atentamente, Kai. Yo me condené. Viví mi vida de la misma manera que tú: soberbio, lleno de rencores, egoísta. Tuve cientos de oportunidades para cambiar y no las aproveché. Luego, aquella noche, hace seis años, un hombre me arrebató la vida. No necesito entrar en detalles, ¿o sí?
Kai negó ligeramente. Sentía la cabeza como una coraza hueca en la que retumbaban aquellas palabras.
—El punto es, amigo —recalcó la palabra sin que su voz sonara emotiva—, que me han dado una oportunidad. TÚ eres mi oportunidad. Estás recorriendo el mismo camino que yo y tu final será como el mío. Yo no puedo evitar mi castigo pero si puedo evitar el tuyo. Debes abandonar tu soberbia, olvidar los rencores y deshacerte de la ira y la avaricia.
—Pero...
—¡Pero nada! —Tala alzó la voz y levantó sus brazos, mostrando la fuente del sonido de cadenas. Tenía grilletes en ambas muñecas y tobillos, de los cuales pendían gruesas cadenas de una longitud asombrosa. Era obviamente dolorosa aquella carga para el espíritu, su rostro mostraba el sufrimiento eterno al que se había condenado.
—Tala... ¿por qué? —Kai señaló las cadenas y en sus ojos se reflejó una mínima de compasión, lo único que necesitó el pelirrojo para saber que aún había esperanza.
—Es la cadena que forjé en vida. Cada eslabón es un pecado. La soberbia, la ira, la avaricia, la lujuria, el egoísmo y el odio las hacen pesadas. No tienes la más remota idea de lo que esto es. Créeme Kai, el infierno que has vivido en esta tierra es un paraíso comparado con el verdadero infierno. ¿Y sabes cuál mi peor tormento? Es verte forjar tu destino igual al mío.
—Yo te libraré, Tala. ¡Déjame ayudarte! —Kai se lanzó sobre las cadenas de su amigo, dispuesto a arrancarlas y liberarlo, pero las atravesó como si fueran de humo.
—No puedes —suspiró Tala—. La única manera de ayudarme es liberándote a ti mismo. Arrepintiéndote.
—No entiendo lo que dices, Tala. Dime qué hacer y te juro que lo haré.
—Se terminó mi tiempo. Esta noche vendrán tres espíritus a ayudarte a encontrar el camino. Espéralos y síguelos. Por favor, Kai. Esta es tu última oportunidad... mi última oportunidad. Aprovéchala.
Tala comenzó a retroceder y las llamas se elevaron colosalmente de nuevo. El espíritu de mejor amigo, de su socio, comenzaba a desvanecerse con aquel espeluznante sonido de cadenas acompañándole cual torturante melodía.
—¡Tala! ¡Espera! ¡No te vayas!
—Espera las doce campanadas anunciando la medianoche, Kai —su voz sonaba cada vez más lejana—. No olvides que te quiero, amigo.
Continuará...
Pido una sincera disculpa si el largo del capítulo resultó excesivo. Sé que es tedioso leer tanto, así que si quieren que corte los capítulos a la mitad, sólo díganme.
Espero sus reviews, son muy importantes para mí. Acepto comentarios, críticas y/o sugerencias para mejorar el fic.
Nos vemos en el próximo capítulo, que publicaré el Lunes 8 de Noviembre. Se llamará "El espíritu de la Navidad pasada".
¡No se lo pierdan! ;)
