Capítulo 2
La rueda del carro golpeó un bache del polvoriento camino y los hombros de Aoshi rozaron ligeramente los de Misao.
El contacto no debería haber significado nada. Pero bastó para que a Aoshi le hirviera la sangre en las venas.
Enfadado, agarró con fuerza las riendas. Había cometido muchas estupideces en su vida, pero contratar a Misao las superaba a todas. Necesitaba unas manos expertas para trabajar en el Two Rivers, no una mujer a la que había amado y a la que nunca había podido olvidar.
Cuando conoció a Misao, ella tenía dieciséis años y él veintitrés. Había sido amor a primera vista para ambos y él le había propuesto el matrimonio. Misao había aceptado, pero cuando se lo dijo a sus padreséstos la subieron a una diligencia y la mandaron a Virginia a vivir con su abuela.
Aoshi sufrió al verla marchar, pero creyó que Misao encontraría la manera de volver con él y mantuvo la esperanza, a pesar de que ella no respondió a sus cartas. Al morir los padres de Misao, Aoshi pensó que ya serían libres para casarse. Pero ella no regresó. Los meses se convirtieron en años y, finalmente, perdió la esperanza.
Debería haberla evitado, pero en cuanto volvió a verla supo que nunca podría mantenerse a distancia. Entre ellos quedaban demasiadas preguntas sin respuesta.
Elegante y refinada, no era la chica que él recordaba, sino una sofisticada dama que no se había ensuciado las manos en años. Al mirarla de reojo y verla tan erguida, pensó que su columna vertebral se quebraría si él le daba un susto.
Sin embargo, bajo aquella compostura seguía siendo la preciosa chica que lo había cautivado. Los rizos negros le enmarcaban su rostro ovalado. El vestido moldeaba su estrecha cintura y sus generosos pechos como si fuera una segunda piel. Y sus ojos azules despedían un sereno brillo de inteligencia que a Aoshi le hacía desear saberlo todo de ella.
Había pasado mucho tiempo desde que el corazón le diera un vuelco semejante.
Maldición… estaba cayendo bajo su hechizo. No quería sentir nada por ella. Era una flecha envenenada. Una sirena. Sólo hacía un año que él había dejado de anhelar su regreso.
Sí, tendría que haber aceptado el dinero que Misao le ofrecía y haber acabado con los Makimachi, pero el deseo y el orgullo le habían nublado el sentido común. Sanozuke Makimachi y otros como él habían sido siempre un verdadero engorro. El joven ranchero estaba asentado en una tierra rica y fértil, con agua suficiente para toda la vida. Pero en vez de aprovechar lo que tenía, lo estaba perdiendo todo. El rancho Double M estaba condenado a la ruina, y a Sanozuke Makimachi no parecía importarle.
Lo único que le importaba era causarle problemas a Aoshi. Sanozuke nunca lo había desafiado abiertamente, pero le hacía pagar mucho dinero por tener acceso al agua que fluía por las tierras de los Makimachi, y cuando los compradores llegaban al pueblo se encargaba de difundir el rumor de que los caballos de Aoshi eran inferiores.
No, los hombres como Sanozuke Makimachi no sabían cómo dirigir sus propios asuntos, pero se alegraban de causarles problemas a hombres como Aoshi, quienes sólo querían construir algo desde cero.
El no iba a echarse atrás. Había superado demasiadas dificultades para reunir el dinero que necesitaba para su rancho.
Y si Misao Makimachi quería tomar la medicina de su hermano, que así fuera. Le gustara o no, estaba obligada a aguantar los próximos catorce días.
Incluso si eso acababa con él.
Ninguno de los dos habló durante el trayecto, lo cual complació a Misao. Quería olvidarse de Aoshi y saborear la belleza de paisaje tanto como pudiera. Sólo tenía tres semanas para estar en Texas, antes de regresar a Virginia, y nadie, ni siquiera Shinomori Aoshi, iba a estropearle su estancia.
Pero no importaba cuánto intentase ignorar a Aoshi. No había modo de escapar de él.
Su robusta anatomía ocupaba casi todo el pescante. Su olor, una mezcla de cuero y aire fresco, la envolvía. Y cada bache del camino hacía que sus hombros se rozaran, por muy derecha que intentara sentarse ella.
Tal vez lo hubiera sacado de sus pensamientos durante los dos últimos años, pero su cuerpo no había olvidado su tacto.
Lo miró de reojo y lo vio con la mandíbula apretada. No había ni rastro del joven que le había susurrado palabras de amor y que le había contado sus sueños de construir un gran rancho.
Para su alivio, llegaron al rancho veinte minutos después. Agradecida por poner distancia entre ellos, se dispuso a saltar del pescante, igual que había hecho miles de veces de niña. Pero los pliegues de la falda se le enrollaron en las piernas y a punto estuvo de caer, de no ser porque Aoshi la sujetó a tiempo por la cintura.
Aoshi frunció el ceño cuando sus manos enguantadas tocaron la delicada tela del vestido. Como si no pesara más que una pluma, la levantó del asiento y la bajó lentamente al suelo.
El contacto era demasiado íntimo y le provocó a Misao una casi olvidada ola de calor por todo el cuerpo. Pero antes de que pudiera reaccionarél se apartó y sacó el pesado baúl negro del carro.
–Llevaré tus cosas a la casa –le dijo–. Puedes cambiarte dentro. Mis hombres estarán de vuelta al anochecer, y todos esperan encontrarse la cena en la mesa.
Sin decir más llevó el baúl a la casa, dejando que ella lo siguiera.
La casa de Aoshi había cambiado desde la última vez que Misao la vio. Ya no era un simple refugio, sino una casa blanca con un porche en la fachada. A Misao le recordó una casa que vio una vez en una revista y que le había descrito a Aoshi en uno de sus paseos.
Pero, a diferencia de la casa de sus sueños o de las casas de Virginia, no había una cuidada extensión de hierba alrededor ni había mecedoras en el porche en las que relajarse tras un largo día de trabajo. En vez de eso, estaba atestado de barriles y sacos de pienso.
Misaose detuvo en el umbral, permitiendo que sus ojos se acostumbraran a la tenue luz. La habitación era larga y estrecha, y se asemejaba más a un granero que a una vivienda. En los rincones se apilaban balas de heno y sacos de pienso. Junto a un gran fogón se concentraba el único mobiliario de la estancia: una silla, una mesa y un pequeño catre cubierto con mantas arrugadas.
–¿Mi habitación está en el piso de arriba? –preguntó Misao, mirando la escalera.
–Arriba no hay muebles. Sólo herramientas y provisiones.
–¿Y tú dónde duermes?
Aoshi dejó el baúl pegado a la pared, junto a la gran chimenea de piedra.
–En el catre.
–¿Has construido esta casa tan grande y sigues durmiendo en un catre?
–Me paso casi todo día trabajando. No tengo tiempo para preocuparme por lujos innecesarios –no había ni pizca de disculpa en su voz–. Durante las próximas dos semanas, el catre es para ti. Yo me quedaré en el granero.
Desconcertada, Misao se acercó al fogón y vio una pila con platos sucios.
–¿Me tomas el pelo?
–Te lo digo completamente en serio –respondió él flexionando sus largos dedos.
Misaose apartó del fregadero, demasiado disgustada como para pensar en limpiar los restos de comida.
–Este lugar parece propio de cerdos.
–Rompe nuestro acuerdo y tú hermano irá a prisión –dijo él dando un paso adelante.
Misao vio las arrugas de su curtido y bronceado rostro. No tenía la menor duda de que Aoshi cumpliría su amenaza.
–¿Qué vas a hacer, princesa? –inquirió él apuntando con el pulgar hacia la puerta–. ¿Te quedas o te marchas? He perdido medio día sin hacer nada.
–Has cambiado –dijo ella entre dientes–. Y no para mejor.
–Yo podría decir lo mismo de ti –parecía aburrido con la situación–. ¿Te quedas o te marchas?
Si esperaba que ella se acobardara y se fuera, iba a llevarse una gran decepción. Sería su cocinera aunque eso acabara con ambos.
–Me quedo.
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