LA PROMESA
De: Alleka
Disclaimer: Beyblade no es mío TTTT
Dedicatoria: Para Vk por su cumpleaños
Parejas: Kai / Tala
(LEYENDA CASTELLANA)
I
El lloraba con el rostro oculto entre las
manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían
silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre
sus dedos para caer en la tierra, hacia la que había doblado
su frente. Era hermoso, su piel pálida, sus ojos azules que
con un color ártico y bello demandaban atención sobre
su rostro de delicadas y bellas facciones; su cabello rojo como la
más viva hoguera, detallaban y terminaban por dar el toque de
perfección a su persona.
Junto a el estaba otro caballero;
éste levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarlo, y
viéndolo llorar, tornaba a bajarlos, guardando a su vez un
silencio profundo. El caballero igualmente apuesto, alto con un
cuerpo bien formado, ojos color de fuego y un cabello bicolor largo y
desordenado.
Y todo callaba alrededor y parecía respetar su
pena. Los rumores del campo se apagaban; el viento de la tarde dormía
y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles del
soto.
Así transcurrieron algunos minutos, durante los
cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el sol había
dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse
vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y
unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.
Kai
miro con sus intensas pupilas rojizas a su amante. rompió al
fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y
entrecortada, y como si hablase consigo mismo:
-¡Es
imposible..., imposible!
Después, acercándose al
desconsolado joven y tomando una de sus manos, prosiguió con
acento más cariñoso y suave:
-Tala, para ti el amor
es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No
obstante, hay algo tan respetable como nuestro cariño, y es mi
deber. Nuestro señor, el conde de Hiwatari, parte mañana
de su castillo para reunir su hueste a las del Zar Iván, que
va a sacar a Moscú del poder de los Traidores, y yo debo
partir con el conde. Huérfano oscuro, sin nombre y sin
familia, a él le debo cuanto soy. Yo le he servido en el ocio
de las paces, he dormido bajo su techo, me he calentado en su hogar y
he comido el pan a su mesa. Si hoy le abandono, mañana sus
hombres de armas al salir en tropel por las poternas de su castillo,
preguntarán maravillados de no verme: ¿Dónde
está el escudero favorito del conde de Hiwatari? , y mi
señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus
bufones dirán, en son de mofa: El escudero del conde
no es más que un galán de justas, un lidiador de
cortesía .
Al llegar a este punto, Tala levantó
sus hermosos ojos azules, llenos de lagrimas para fijarlos en los de
su amante, y removió los labios como para dirigirle la
palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo.
Kai, con
acento aún más dulce y persuasivo, prosiguió
así:
-No llores, por Dios, Tala; no llores, porque tus
lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme de ti; mas yo
volveré después de haber conseguido un poco de gloria
para mi nombre oscuro... El cielo nos ayudará en la santa
empresa. Reconquistaremos a Moscú, y el Zar nos dará
Tierras en las riberas de los alrededores a los conquistadores.
Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar
en aquel paraíso , donde dicen que hasta el cielo es más
limpio y más azul que el de aquí; volveré, te lo
juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente empeñada
el día que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una
promesa.
-¡Kai! -exclamó entonces Tala, dominando su
emoción y con voz resuelta y firme-. Ve, ve a mantener tu
honra -y al pronunciar estas palabras se arrojó por última
vez en brazos de su amante. Después añadió, con
acento más sordo y conmovido-:Ve a mantener tu honra; pero
vuelve..., vuelve a traerme la mía.
Kai besó la
frente de Tala, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de
los árboles del soto y se alejó al galope por el fondo
de la alameda.
Tala siguió a Kai con los ojos hasta que su
sombra se confundió entre la niebla de la noche, y cuando ya
no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar donde le
guardaba su "familia".
-Ponte tus vestidos de gala -le dijo
Braian al verlo entrar-; que mañana vamos al pueblo con todos
los vecinos para ver al conde, que se marcha a Moscú.
-A
mí más me entristece que me alegra ver irse a los que
acaso no han de volver –respondió Tala con un suspiro. Miró
a aquel que se atrevía a llamar hermano ciertamente no lo
eran, ambos huérfanos habían pasado toda su vida juntos
y siempre confiaban el uno en el otro, hasta que el pelirrojo comenzó
a sospechar las pretensiones de su colega.
-Sin embargo -insistió
Braian-, has de venir con nosotros, y has de venir compuesto y
alegre; así no dirán las gentes murmuradoras que tienes
amores en el castillo y que tus amores se van a la guerra.
-No te preocupes que no tengo amores que despedir- Braian le miro receloso, hacia tiempo que salía por las noches para no llegar hasta la madrugada.
-No dudo de tu palabra pero tal vez vuestro padre piense lo contrario- murmuro de manera cisañosa con el rostro contraído por la rabia, el lo amaba, y Boris se lo había prometido.
-No te atreverías a levantar rumores verdad hermano- Tala le miro con recelo ¿sospecharía?.
-No si solo son "rumores"- Braian lo miro herido ahora sus peores temores estaban más que presentes.
II
Apenas rayaba en el cielo la primera luz del
alba, cuando empezó a oírse por todo el campo, la aguda
trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que
llegaban en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron
desplegarse al viento el pendón señorial en la torre
más alta de la fortaleza.
Unos sentados al borde de los
fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos
vagando por la llanura, aquellos coronando las cumbres de las
colinas, los de más allá formando un cordón a lo
largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los
curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos
comenzaran a impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el
toque de los clarines, rechinaron las cadenas del puente, que cayó
con pausa sobre el foso, y se levantaron los rastrillos, mientras se
abrían de par en par, y gimiendo sobre sus goznes, las pesadas
puertas del arco que conducía al patio de armas.
La
multitud corrió a agolparse en los ribazos del camino para ver
más a su sabor las brillantes armaduras y los lujosos arreos
del séquito del conde de Hiwatari, célebre en toda la
comarca por su esplendidez y sus riquezas.
Rompieron la marcha
los farautes, que, deteniéndose de trecho en trecho,
pregonaban en alta voz y a son de caja las cédulas del Zar
llamando a sus feudatarios a la guerra y requiriendo a las villas y
lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus huestes.
A los
farautes siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de
seda, sus escudos bordados de oro y colores y sus birretes
guarnecidos de plumas vistosas.
Después vino el escudero
mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro
morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre con
sus motes y sus calderas, y al estribo izquierdo, el ejecutor de las
justicias del señorío vestido de negro y rojo.
Precedían al escudero mayor hasta una veintena de aquellos
famosos trompeteros de la tierra llana, célebres en las
crónicas de nuestros Zares por la increíble fuerza de
sus pulmones.
Cuando dejó de herir el viento al agudo
clamor de la formidable trompetería, comenzó a oírse
un rumor sordo, compasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada,
armados de largas picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras
éstos no tardaron en aparecer los aparejadores de las
máquinas, con sus herramientas y sus torres de palo; las
cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las
acémilas.
Luego, envueltos en la nube de polvo que
levantaba el casco de sus caballos, y lanzando chispas de luz de sus
petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo, formados
en gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.
Por último, precedido de los timbaleros, que montaban
poderosas mulas con gualdrapas y penachos, rodeado de sus pajes, que
vestían ricos trajes de seda y oro y seguido de los escuderos
de su casa, apareció el conde.
Al verle, la multitud
levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre la confusa
vocería se ahogó el grito de un hermoso joven, que en
aquel momento cayó desmayado y como herido de un rayo en los
brazos de Braian que miro con profundo odia al conde y luego a la
hermosa criatura en sus brazos. Era el joven, Tala, que había
conocido a su misterioso amante en el muy alto y muy temido señor
conde de Hiwatari, un de los más nobles y poderosos
feudatarios de la corona de Rusia.
III
El ejército del Zar Iván , había
venido por sus jornadas hasta el pueblo del conde.
El conde de
Hiwatiri estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce,
inmóvil, pálido, terrible, las manos cruzadas sobre la
empuñadura del montante y los ojos carmines fijos en el
espacio con esa vaguedad del que parece mirar un objeto y, sin
embargo, no ve nada de cuanto hay a su alrededor.
A un lado, y de
pie, le hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el
único que en aquellas horas de negra melancolía hubiera
osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza la explosión de
su cólera. Joven muy alto y fornido para su edad miraba a
través de las orbes claras de sus ojos a su amo.
-¿Qué
tenéis, señor?-le decía-.¿Qué mal
os aqueja y consume? Triste vais al combate y triste volvéis,
aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen
rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado, y
si corro a vuestro lecho, os miro allí luchar con algo
invisible que os atormenta. Abrís los ojos y vuestro terror no
se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo.
Si es un secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria
como en un sepulcro.
El conde parecía no oír al
escudero. No obstante, después de un largo espacio, y como si
las palabras hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus
oídos a su inteligencia, salió poco a poco de su
inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente,
le dijo con voz grave y reposada:
- Sergei, He sufrido demasiado
en silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía,
hasta ahora he callado por vergüenza; pero no, no es ilusión
lo que me sucede. Yo debo hallarme bajo la influencia de lago
maldición terrible. El cielo o el infierno deben querer algo
de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales. ¿Te
acuerdas del día de nuestro encuentro con los Traidores en el
lago de Siberia? Éramos pocos. La pelea fue dura, y yo estuve
a punto de perecer. Tú lo viste: en lo más reñido
del combate, mi caballo, herido y ciego de furor, se precipitó
hacia el grueso de la hueste enemiga. Yo pugnaba en balde por
contenerle. Las riendas se habían escapado de mis manos, y el
fogoso animal corría llevándome a una muerte segura. Ya
los traidores, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuento
de sus largas picas para recibirme en ellas. Una nube de saetas
silbaba en mis oídos. El caballo estaba algunos pies de
distancia del muro de hierro en que íbamos a estrellarnos,
cuando... Créeme: no fue una ilusión. Vi un joven, una
silueta de hermosos ojos azules, agarrándole de la brida, lo
detuvo con una fuerza sobrenatural y, volviéndole en dirección
a las filas de mis soldados, me salvó milagrosamente. En vano
pregunté a unos y otros por mi salvador. Nadie le conocía,
nadie le había visto. Cuando volabais a estrellaros en
la muralla de picas -me dijeron-, ibais sólo, completamente
solo. Por eso nos maravillamos al veros tornar, sabiendo que ya el
corcel no obedecía al jinete . Aquella noche entré
preocupado en mi tienda. Quería en vano arrancarme de la
imaginación el recuerdo de la extraña aventura. Mas al
dirigirme al lecho torné a ver en la oscuridad de mi tienda la
misma silueta, adornada por dos bellos ojos azules, una mano hermosa,
blanca hasta la palidez, que descorrió la cortinas,
desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a
todas horas, en todas partes, estoy viendo ese joven que previene mis
deseos y se adelanta a mis acciones. Le he visto, al expugnar el
castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una
saeta que venía a herirme; le he visto, en los banquetes donde
procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto,
escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos,
y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día,
de noche... Ahora mismo, mírale, mírale aquí,
apoyado suavemente en mis hombros.
Al pronunciar estas últimas
palabras el conde se puso de pie y dio algunos pasos como fuera de sí
y embargado de un terror profundo.
El escudero se engujó
una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco
a su señor, no insistió, sin embargo, en contrariar sus
ideas, y se limitó a decirle con voz profundamente conmovida:
-Venid... Salgamos un momento de la tienda. Acaso la brisa de la
tarde refrescará vuestras sienes, calmando ese incomprensible
dolor, para el que yo no hallo palabras de consuelo.
IV
El real de los soldados leales al Zar se
extendía por todo el campo de Siberia hasta tocar en la margen
izquierda del lago. Enfrente del real, y destacándose sobre el
luminoso horizonte, se alzaban los muros de una ciudad, flanqueados
de torres, almenadas y fuertes. Por cima de la corona de almenas
rebosaba la blancura de los mil jardines de la ciudad, y entre las
oscuras manchas del follaje lucían los miradores blancos como
la nieve.
La empresa del Zar Iván, una de las más
heroicas y atrevidas de aquella época, había traído
a su alrededor a los más célebres guerreros de los
diferentes reinos de toda Europa, no faltando algunos que de países
extraños y distantes vinieran también, llamados por la
fama, a unir los esfuerzos a los del celebre Zar.
Tendidas a lo
largo de la llanura mirábanse, pues, tiendas de campaña
de todas formas y colores sobre el remate de las cuales ondeaban al
viento distintas enseñas con escudos partidos, astros, grifos,
leones, cadenas, barras y calderas y otras cien y cien figuras o
símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la
calidad de sus dueños. Por entre las calles de aquella
improvisada ciudad circulaban en todas direcciones multitud de
soldados, que, hablando dialectos diversos y vestido cada cual al uso
de su país y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño
y pintoresco contraste.
Aquí descansaban algunos señores
de las fatigas del combate, sentados en escaños de alerce a la
puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes
les escanciaban el vino en copas de metal; allí algunos peones
aprovechaban un momento de ocio para aderezar y componer sus armas
rotas en la última refriega; más allá cubrían
de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste,
entre las aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza; y el
rumor de los tambores, el clamor de las trompetas, las voces de los
mercaderes ambulantes, el golpear del hierro contra el hierro, los
cánticos de los juglares, que entretenían a sus oyentes
con la relación de hazañas portentosas, y los gritos de
los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestros del campo,
llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel
cuadro de costumbres guerreras una vida y una animación
imposible de pintar con palabras.
El conde de Hiwatari,
acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los
animados grupos sin levantar los ojos de la tierra, silencioso,
triste, como si ningún objeto hiriese su vista ni llegase a su
oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a la
manera que un somnámbulo, cuyo espíritu se agita en el
mundo de los sueños, se mueve y marcha sin la conciencia de
sus acciones y como arrastrado por una voluntad ajena a la suya.
Próximo a la tienda del Zar, y en medio de un gran corro
de soldados, pajecillos y gente menuda que le escuchaban con la boca
abierta apresurándose a comprarle alguna de las baratijas que
anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un
extraño personaje, mitad romero, mitad juglar que, ora
recitando una especie de letanía en latín bárbaro,
ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclada en su
interminable relación, chistes capaces de poner colorado a un
ballestero con oraciones devotas, historias de amores picarescos con
leyendas de santos. Joven y sin duda astuto el juglar poseía
unos hermosos ojos ambarinos y un cabello negro e inusualmente
largo.
En las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se
hallaban revueltos y confundidos mil objetos diferentes: cintas
tocadas en el sepulcro de Santiago, cédulas con palabras que
él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey
Salomón cuando fundaba el templo y las únicas para
libertarse de toda clase de enfermedades contagiosas; bálsamos
maravillosos para pegar a hombres partidos por la mitad; evangelios
cosidos en bolsitas de brocatel, secretos para hacerse amar de todas
las mujeres, reliquias de los santos patrones de todos los lugares de
Rusia, joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas
baratijas de alquimia, de vidrio y plomo.
Cuando el conde llegó
cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba
éste a templar una especie de bandolina o guzla con que se
acompañaba en la relación de sus romances. Después
que hubo estirado bien las cuerdas unas tras otras y con mucha calma,
mientras su acompañante daba la vuelta al corro sacando los
últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el
romero comenzó a cantar con voz gangosa y con un aire monótono
y plañidero un romance que siempre terminaba con el mismo
estribillo.
El conde se acercó al grupo y prestó
atención. Por una coincidencia, al parecer extraña, el
título de aquella historia respondía en un todo a los
lúgubres pensamientos que embargaban su ánimo. Según
había enunciado el cantor antes de comenzar, el romance se
titulaba el Romance de los ojos azules.
Al oír el escudero
tan extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor
de aquel sitio; pero el conde, con los ojos fijos en el juglar
permaneció inmóvil escuchando esta cántiga:
I
El joven tiene un amante
que escudero se decía.
El
escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
Te
vas y acaso no tornes.
Tornaré por vida
mía.
Mientras el amante jura,
diz que el
viento repetía:
Mal haya quien en promesas de hombre fía!
II
El conde, con la mesnada,
de su castillo salía.
El, que le ha conocido,
con grande aflicción gemía:
¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva
la honra mía!
Mientras el cuitado llora,
diz
que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas
de hombre fía!
III
Su hermano, que estaba allí,
estas palabras oía.
Nos has deshonrado ,
dice.
Me juró que tornaría.
No
te encontrará, si torna,
donde encontrarte solía.
Mientras el infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Mal haya quien en promesas de hombre fía!
I
A pesar de tanto tiempo
Su belleza permanecía
Su hermano
arrepentido en lugar de tumba altar levantado le tenia.
De noche,
sobre el altar,
diz que el viento repetía:
¡Mal
haya quien en promesas de hombre fía!
Apenas el cantor
había terminado la última estrofa, cuando rompiendo el
muro de curiosos, que se apartaban con respeto al reconocerle, el
conde Hiwatari llegó a donde se encontraba el romero y,
cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz
baja y convulsa:
-¿De qué tierra eres?
-De
tierra de el Conde de Hiwatari -le respondió éste sin
alterarse.
-¿Y dónde has aprendido ese romance? ¿A
quién se refiere la historia que cuentas? -volvió a
exclamar su interlocutor, cada vez con muestras de emoción más
profunda.
-Señor -dijo el romero, clavando sus ojos en los
del conde con una fijeza imperturbable-, esta cántiga la
repiten de unos en otros los aldeanos del campo , y se refiere a un
desdichado cruelmente ofendido por un poderoso y asesinado por un
amante despechado. Altos juicios de Dios han permitido que al morir
quedase su belleza imperturbable y por siempre sus hermosos ojos
azules abiertos sin que estos pudieran cerrársele pareciendo
mirar llenos de tristeza, su "hermano" y amante arrepentido y aun
enamorado encerró su bello cuerpo en una urna de cristal,
donde aun puede observarse su belleza, el carmín de sus labios
y mejillas y en su mano en que su amante le puso un anillo al hacerla
una promesa el lento latir de su pulso. Vos sabréis, quizá,
a quién toca cumplirla.
V
En un lugarejo miserable y que se encuentra a
un lado del camino que conduce al pueblo del conde he visto no hace
mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña
ceremonia del casamiento del conde.
Después que éste,
arrodillado sobre el hermoso altar, estrechó en la suya la
mano de su amante y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la
lúgubre unión, es fama que cesó el prodigio y el
bello cuerpo cerro sus ojos azules para siempre.
Al pie de unos
árboles añosos y corpulentos hay un pedacito de prado
que al llegar la primavera se cubre espontáneamente de flores.
La gente del país dice que allí está enterrado
el joven Tala pues las flores tienen el mismo color de sus ojos.
Mientras que por la noche se ve deambular por las calles a su celoso
pretendiente hasta llegar al lugar y caer de rodillas pidiendo perdón
a aquel que en un arranque de celos arrebato la vida y la oportunidad
de ser feliz.
Notas de la autora:
- Hola, mi nombre es Alleka y esta es mi primer historia que publico sola, soy... digamos la coproductora de Vk, gracias a eso he tenido contacto con escritoras tan sublimes como Gab Z, yo también adoro el Kai/ Yuri, y Tsugume-Tari, a quienes pido disculpas por ya no comunicarme pero quería que leyeran algo mío para que no dijera, esta critica pero no es fácil escribir, en fin díganme que les pareció y prometo actualizar pronto la de días de silencio con Vk y subir mi nuevo proyecto.
Gracias a todos los que leyeron este fic, esta inspirado en una leyenda española escrita por Bécquer, que en lo personal me encanta.
Con cariño Alleka:
See in my eyes … your FEAR.
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