Sólo has ido al colegio un año o
dos
Y crees que ya lo has visto todo
Solo pensabas en volar a toda
velocidad
Con la escoba de tu mejor amigo
Aquí abajo los de tu tipo no se
arrastran
Jugabas a profesor porque crees
que eres guay
Como un graduado de Hogwarts
Fanfarroneando de que sabes que
los vampiros pasan frío
Y que los hombres lobo son muy
auténticos
Pero es hora de poner a prueba
tus miedos
Y aquí tus amigos no pueden
ayudarte
Prepárate, querido
Son vacaciones en Rumanía
Es un duro engaño, pero así es
la vida
Son vacaciones en Rumanía
Que no se te olvide empaquetar
una piba
- - WolfieTwin2 (with apologies to the Dead
Kennedys)
Rumanía, año doce
La súbita aparición de Dumbledore en Rumanía devolvió a Remus veinte años de recuerdos reprimidos. Unos pocos dulces, algunos amargos, pero los que más una mezcla tan inseparable de ambos, que en todos aquellos años de intentar olvidar lo malo, había perdido también la mayor parte de lo bueno. Allí de pie, con la mirada fija en las nubes que ocultaban el castillo de la colina, su hogar durante los últimos doce años, dejó discurrir las viejas imágenes por su mente sin decidir realmente si le eran bienvenidas o no.
Una cosa sí tenía clara; Dumbledore no era bienvenido. Respondió al saludo del director en rumano, desacostumbrado como estaba al inglés, cuyas sílabas ahora encontraba ásperas. Además, la señorita Viteazul se aproximaba a ellos, y no deseaba parecer grosero hablando delante de ella en un idioma que no conocía.
—Me alegro de ver que está bien, profesor Dumbledore—dijo rígidamente.
Unos pocos niños corretearon por ahí, y la señorita Viteazul los espantó hacia el interior de la iglesia, pero ella se quedó escuchando atentamente.
—Extraño, sin embargo—añadió Remus con algo de sarcasmo,—encontrarle errando por las montañas de Rumanía tan cerca del principio de curso.
—No puedo permitirme contratar un profesor de Defensa contra las Artes Oscuras sin supervisarlo antes—replicó Dumbledore solemnemente. No parecía perturbarle lo más mínimo continuar la conversación en rumano.—No después de lo que pasó el curso anterior.
Remus apenas prestó atención a las historias de duendecillos de Cornualles, sesiones de autógrafos y clubs de duelo. No quería acordarse de Hogwarts; no era un secreto que los de su generación habían sido diezmados por Voldemort, ni que cualquiera que tuviera alguna noción de Artes Oscuras estaba muerto o en Azkabán.
El director parecía insistir en proveerle de excesivos detalles acerca de aquel tal Lockhart. Remus no podía entender por qué, hasta que algo hizo contacto en su mente, y soltó una breve risa carente de alegría.
—No diga más,—refunfuñó—creo que ya sé a quien se refiere, pero por aquel entonces se hacía llamar Leroy Di Garthlock
—Hace unos cuatro o cinco años, ¿no?—preguntó Dumbledore.
Remus se sintió como si estuviera siendo conducido a una trampa, pero no sabía bien por qué.
—No me acuerdo—respondió evasivamente.
—En cierto modo, deberías agradecerle a Gilderoy lo lejos que se ha extendido tu reputación—informó Dumbledore sabiamente, con el aire de alguien que pone todas las cartas boca arriba, aunque indudablemente eso estaba lejos de hacerlo.—Cuando caímos en la cuenta (demasiado tarde) de que él no era de ninguna manera responsable de sus proezas, quedó claro que algún mago muy poderoso estaba operando en Rumanía. Supongo que fuiste tú quien mató a aquel vampiro...
Ignorando la tentativa de Remus de protestar, preguntó;
—¿Sabías que ha escrito un libro llamado Viajes con los vampiros?
—Oh, por el amor de Selene—juró Remus.—No puedo imaginar cómo pudo ser capaz de escribir nada, si permaneció inconsciente casi todo el tiempo. Debí haberlo desmemorizado.
—Ahora ya no necesitas hacerlo.—Dumbledore le proveyó de los detalles esenciales de cómo Lockhart se había atribuido esas hazañas, pero de pronto su voz se volvió mas seria al añadir;— En realidad fue una situación peligrosa—dijo, hablando tan bajo que Remus no tuvo más remedio que aproximarse. Dumbledore esperó a que sus miradas se encontraran y, en el tono de quien deja caer una bomba, añadió—Harry y sus amigos podrían haber muerto.
Remus tomó aliento súbitamente.
—¿Harry?—preguntó en voz baja, cautelosa. Era consiente de los ojos de la señorita Viteazul sobre su cara.—No estoy seguro de saber en quien está pensando...
—Harry Potter—dijo el director.
Por supuesto que lo sabía. Doce años no habían sido tiempo suficiente para olvidar al hijo de James y Lily, y aunque de algún modo hubiera conservado una imagen mental de Harry como un bebé, no se había planteado tampoco que algún día el bebé tenía que crecer. Dolía sondear el rincón de su mente donde yacían esos recuerdos, y Dumbledore lo había provocado deliberadamente, pero aún así no pudo evitar sentirse cautivado por el pensamiento de que aquel diminuto bebé se hallaba casi en la adolescencia. Le había visto por última vez antes del Encantamiento Fidelio, pero se había enterado de lo de la cicatriz, el rescate de Hagrid, y... y aquellos horribles muggles con los que había sido enviado a vivir. Sabiendo que estaría más a salvo con muggles hostiles que con él, el único amigo que le quedaba a los Potter, Remus había deseado sinceramente y quizás por primera vez ser completamente humano.
—Él... có-cómo es?—tartamudeó,—supongo que, con los muggles y...
—Algún día será un gran mago—dijo el director, obviamente satisfecho consigo mismo.—Es una buena combinación de James y Lily.
—Solíamos bromear sobre que si James y Lily tenían niños, éstos podrían acabar con Voldemort con una sola mano.
—Bueno, él ya lo ha hecho tres veces.
Eso estaba siendo un deliberado intento de aprovecharse de su curiosidad, pero no lo consintió. Remus había pasado muchos años pretendiendo que no le importaba.
—Me alegro de que Harry esté bien, y que por fin sepa que es un mago—dijo brevemente.—Pero ambos estamos perdiendo el tiempo. Si no le importa, sólo veo a los niños una vez al mes, y tenemos un encantamiento que practicar.
Volvió a la iglesia y descendió las escaleras hacia la clase una vez más. La señorita Viteazul le siguió, su rostro tan impasible como el de él.
Los niños se encontraban allí todavía, apretados contra la pared y chillando con asustado regocijo. Remus descubrió que su capa se había convertido en un caimán, pero afortunadamente no estaba completo; le faltaban las patas, y no podía hacer más que arrastrarse inútilmente en mitad del cuarto.
—¿Quién es el responsable?—exigió la señorita Viteazul enfadada—¿Cuántas veces tengo que deciros..?
—No pasa nada, está bien.—Remus rió, preguntándose a sí mismo cuántos puntos le hubiera quitado a Gyffindor la profesora McGonagall por una trastada como esa. Agitó su varita sobre el caimán y recuperó su capa, aunque aún estaba ligeramente escamosa y los botones habían sido reemplazados por dientes.
La travesura le hizo volver de nuevo la atención hacia la clase, y tuvieron una lección muy agradable. Ya estaba oscuro cuando los despidió, tratando de pensar qué tarea podría ponerles cuando disponían de tan pocos libros; ya que parecían tan interesados en las transformaciones, les sugirió que trataran de convertir una taza en rata para el mes siguiente.
Ascendió por las escaleras, deseando poder coger a Laszlo antes de que el herbologista se fuera a la cama.
Sin embargo, cuando salió al patio, encontró de nuevo a Dumbledore.
El director estaba sentado en el muro de piedra de la iglesia, tarareando.
—No creo que consiga encontrar ningún profesor se queda rondando por Stilpescu, director—dijo secamente.—No hay muchos magos en Rumanía por estos días, y los pocos que somos, tenemos intención de quedarnos. Si me disculpa, tengo que ir a ver un herbologista con un boggart.
—¿Has dicho un herbologista?—Dumbledore se levantó.—Esa es otra de las razones por las que he venido a este país; la valeriana blanca es más potente cuando crece a mayor altitud.¿Te importa si te acompaño?
—No,—mintió Remus, odiándose a sí mismo por no tener el valor de decirle a su antiguo profesor favorito que se perdiera. ¡Lockhart profesor de Hogwarts! Dumbledore desvariaba. Comenzó a ascender el camino de tierra hacia la casita de campo de Laszlo en las colinas, sin hacer muchos esfuerzos por reducir la marcha en atención a la edad de Dumbledore, aunque tampoco era realmente necesario, a juzgar por cómo el centenario le seguía ágilmente.
Era un paseo relativamente largo, y Remus se encontró incapaz de ocultar su fascinación por las historias acerca de Harry que Dumbledore iba narrando con voz rápida y animada. Realmente había derrotado al Señor Tenebroso dos veces más desde que era un bebé; una vez en forma de parásito en la cabeza de Quirrell (asqueroso, de verdad; en todos sus años en Rumanía, nunca había visto un hechizo capaz de eso), y otra a través del diario de Tom Ryddle. Ese hechizo era más sencillo, aunque no menos peligroso.
Los ingenios y travesuras fue lo que más le cautivaron; cómo Gryffindor había quedado en último lugar por culpa de Harry y nadie le hablaba, y luego él y sus amigos habían desentrañado parte del rompecabezas que conducía a la piedra filosofal. Remus no pudo reprimir una sonrisa al pensar en el gran banquete de fin de curso, con los colores de gala volviéndose de Slytherin a Gryffindor, un truco que ellos nunca habían llevado a cabo.
Las descripciones de los amigos de Harry también le encantaron. Tan claramente como si se encontraran frente a él, Remus vio tres caras jóvenes flotando en medio del aire, del modo en que solía pasar cuando echaban una ojeada fuera de la capa de invisibilidad; un James de ojos verdes, un alto y pelirrojo Weasley (algunas cosas no cambian nunca...) y una chica de espesa cabellera con un destello de inteligencia en los ojos. Hermione sonaba bastante puritana, pero había conseguido ser la mejor estudiante en cinco años, según Dumbledore. Quizás ella complementaría a Harry, le atraería del mismo modo que a James le había atraído...
Pero no. Independientemente de los recuerdos que Dumbledore le obligara a rescatar, independientemente de las heridas del pasado que estuviera dispuesto a afrontar, no iba a pensar en Sirius. Ya había aprendido cómo una persona aparentemente inocente podía mantener lealtades contrarias, y tomar todas las decisiones equivocadas cuando una crisis le forzaba a ponerse de uno u otro lado... sólo hacía diez meses atrás que había cometido lo que consideraba un asesinato—aunque nadie mas lo considerara así—a causa de un abuso de confianza que no podía ser perdonado.
Sirius era un traidor, y se había ido... pero Harry estaba vivo, y Hermione seguramente no iba a entregarlo a Voldemort.
Alcanzaron la granja de Laszlo. A través de las ventanas encendidas de la cocina pudieron ver al herbologista frente a la mesa de la cocina, inclinado sobre algo. Remus llamó, y empujó la puerta abierta cuando fue invitado a entrar. Laszlo se encontraba frente a una serie frascos, contando y clasificando minuciosamente semillas y escribiendo etiquetas a mano. Parecía un trabajo considerable, y Remus, sorprendido de que éste no usara la magia, deseó no haberle hecho perder la cuenta con su interrupción.
—He venido por lo del boggart—dijo rápidamente,—no te molestaremos.—Sacó a Dumbledore de la habitación y lo condujo al granero.
—Supongo que podrá conseguir su valeriana más tarde, o mañana—sugirió. Una débil sonrisa apareció en su cara cuando comprendió que ahora podría responderse a una pregunta que siempre se había hecho; ¿qué vería el profesor Dumbledore al enfrentarse con un boggart?.
Tan pronto como dejaron atrás las ventanas iluminadas de la casa, la oscuridad se los tragó. Con sólo la luz de las estrellas, y el resplandor ocasional de los relámpagos en lo alto de las montañas, hicieron el trayecto hasta el granero de piedra. En cuanto se acercaron a la puerta, oyeron un aullido que procedía del interior. Un gato asustado echó a correr prácticamente a sus pies, cuando una manzana pasó zumbando y rebotó contra el suelo.
—Creo que el boggart sigue dentro—reflexionó Remus.—¿Quiere acompañarme, o esperar fuera?
—Me encantaría verte trabajar—dijo Dumbledore suavemente;—por favor, procede.
Remus asintió con la cabeza, divertido por ser por una vez el maestro en lugar del alumno, aunque sabía que eso estaba bastante alejado de la realidad. Hizo aparecer una luz lo más débil posible de la punta de su varita, y se deslizó a través de la puerta. El anciano mago le siguió, pero permaneció cerca de la entrada. La diminuta luz apenas iluminaba las grandes losas de piedra que servían de balda a los sacos de grano. Estos se alineaban sobre los lados como las amplias espaldas de una manada de elefantes. Remus buscó en primer lugar en la balda inferior, mirando detenidamente bajo las losas y detrás de los sacos. Su búsqueda resultó infructuosa porque al final fue Dumbledore quien descubrió el boggart, oculto en el barril de manzanas junto a la puerta.
Remus se giró a tiempo de ver a Dumbledore provocando una brillante luz azul de la punta de su varita, cuando una pequeña y curiosa piedra color rojo sangre, del tamaño de un terrón, se materializó en el suelo de madera y echó a rodar a sus pies. Oyó al viejo mago murmurar algo inaudible, y con una pequeña explosión a la piedra le brotaron alas rosadas, revoloteó hasta la azotea del cuarto y desapareció.
—Se ha ido, entonces—dijo Remus firmemente. El anciano no respondió durante algunos minutos, pues su mente se hallaba aún ausente, pensando en el boggart. Como se consideraba bastante descortés preguntarle a otro mago lo que veía al enfrentarse con un boggart, Remus guardó silencio, pero se sentía intrigado por lo que podría significar una simple piedra.
—Se ha ido, sí—suspiró Dumbledore. Alzó la mirada al punto más alto del techo, donde el boggart-piedra se había desvanecido, y añadió;—creo que ya te mencioné la piedra filosofal. Resulta curioso, de hecho, pues no representa sólo uno, sino dos temores; el temor a vivir eternamente, y el temor a morir dejando una tarea pendiente.—El director miró fijamente a Remus, si bien sus ojos permanecieron ensombrecidos.—Ahora se ha ido, y sólo el temor permanece. Si es o no una bendición... no lo sé.
Resultaba un poco embarazoso oír a Dumbledore hablando sobre sus temores. En parte Remus había esperado que el boggart no supiera qué hacer, o que se convirtiera en algo absurdo como un par de calcetines con agujeros.
—Supongo que Laszlo tendrá algún cuarto libre donde pueda usted pasar la noche—dijo con algo de frialdad cuando dejaron el granero, haciendo crujir bajo sus pies la gravilla del corral. Se sentía furioso consigo mismo por no ser capaz de deshacerse de Dumbledore como si se tratara de otro espíritu indeseado.
—¿Y tu, Remus, dónde vives?—preguntó el director con amabilidad y algo de retórica, ya que obviamente había hecho sus averiguaciones y no podría menos que saberlo.
—En el castillo. En la colina. Es un largo camino,—añadió—así que mejor me voy ya...
—¿Solo?—inquirió Dumbledore.
—Ehm, bueno... ahora sí.—Lo que podría pasar por un abrir y cerrar de ojos, habían sido en realidad cuatro años. Cuatro años habían pasado desde que alguien, vivo o no-muerto, había estado en el castillo. Remus nunca perdía la noción del tiempo, sensible como era a las fases de la luna. Habían pasado casi cincuenta lunas llenas desde la conflagración, el doble exactamente de las que había pasado en compañía de Canuto, Colagusano y Cornamenta.
Sacudió la cabeza para disipar ese pensamiento. Esto era precisamente por lo que no deseaba estar con el director.
—Le agradecería que no invadiera mi intimidad,—continuó diciendo sin emoción, sin atreverse a utilizar un lenguaje más fuerte.—Debería estar aquí para encontrar un profesor de Defensa, no para indagar acerca de antiguos estudiantes que ya son adultos desde hace muchos años.¿Por qué no lo intenta en América? Robert Woods-Halley acaba de escribir una monografía excelente y casi exacta sobre los no-muertos; quizás él esté interesado en ir a Hogwarts.
No le había resultado demasiado difícil mantenerse al corriente de las novedades literarias, incluso viviendo en un castillo en Rumanía, aunque los techos agujereados y el moho no le permitían conservar muy bien el pergamino. Conseguía las suscripciones de un diario que se autodestruía en siete días; por otra parte, resultaban más baratas así.
—Todos nos preguntábamos qué habría sido de ti—dijo Dumbledore pensativamente.—Justamente, el otro día Minerva recordaba cuánto te fascinaba el tema de los animagos.
Dejó caer esta declaración con inocencia, y su rostro no revelaba tampoco nada... aunque teniendo en cuenta cómo es Albus Dumbledore, esto tampoco significa nada.—Nos hiciste sentir muy orgullosos, Remus.
—Humm...—Aquella clase de tonterías era lo último que Remus esperaba o quería oír. Ya habían llegado a la casita, de modo que aprovechó para cambiar de tema.—¿Desea que le presente formalmente a Laszlo o no es necesario?
La culpa le inundaba, todo el antiguo respeto que sentía por Dumbledore le daba patadas como si se tratara de un instinto. Se había creído inmune a la adulación, pero por algún motivo el pensamiento de McGonagall le recordó algo; se preguntó si ella aún seguía persiguiendo ratones.
—Le invitaría al castillo a pasar la noche, pero está un poco lejos. No puede aparecerse ni volar hacia él. Está protegido con más defensas que Hogwarts, sólo una minoría de las que alcanzo a entender.—Esperó que esto sirviera de fuerza de disuasión suficiente, sin que hiciera falta revelar sus verdaderos sentimientos.
Pero el director estaba decidido.
—Soy un anciano, pero disfruto mucho del campo. ¿Sabes que caminé hasta Stilpescu desde el pueblo de Avrig? He andado tres días, pero aparte de algo de dolor de pies me encuentro bastante bien.
Remus suspiró profundamente, y echó una mirada oblicua a las ventanas de Laszlo para ver si aún seguían encendidas. Ahora que ya había cedido, no le parecía muy bien arrastrar al anciano a la cima de una montaña y luego no tener nada que comer para ofrecerle; afortunadamente, el herbologista aún estaba levantado y parecía haber completado la clasificación de las semillas. Les proveyó de una bolsa de provisiones y la valeriana blanca de Dumbledore, e iniciaron el ascenso por la senda de piedra. El calzado de Dumbledore parecía adecuado, pero no llevaba capa y había comenzado a caer una ligera llovizna, así que Remus le ofreció el antiguo caimán, disculpándose por los dientes.
Estaba muy oscuro, ya no sólo por la luna nueva sino también a causa de las bajas y densas nubes que bloqueaban hasta la luz de las estrellas. Remus conjuró un puñado de parpadeantes llamas rojizas, lo bastante brillantes para iluminar su camino pero no lo bastante como para atraer criaturas indeseadas. La luz roja tampoco interfería en la adaptación gradual de sus ojos a la oscuridad, de modo que, como si atravesaran una niebla, al poco fueron capaces de percibir la forma de las piedras a su alrededor.
Concentrado como estaba en seguir el rastro estrecho e iluminar el camino para el director, Remus estaba demasiado distraído como para conseguir bloquear sus oídos a las historias de Dumbledore. Se encontró a si mismo decepcionado por pausas en la narrativa, como cuando el anciano se arrastró entre unas losas de piedra que bloqueaban la senda, o cuando se detuvo para hacer comentarios acerca de la flora local o sus propios viajes anteriores a Transilvania. De pronto, sin saber por qué, se dirigió a Dumbledore en inglés;
—¿Se suelen meter en muchos problemas, esto, ellos tres?
—Si...—asintió el director. La escarpada senda lo obligaba a respirar con algo más de fuerza, pero mostraba tanta agilidad como cualquier hombre de cuarenta.—A veces me pregunto si no fue un error entregarlas la vieja capa de James...
—¿Que les dio...?—la reserva de Remus cayó; estaba estupefacto. Era la primera vez que hablaba con Dumbledore de aquellos detalles como un igual; resultaba difícil librarse de la sensación de tener de nuevo doce años, y encontrarse frente al gran escritorio, esperando su castigo. Sólo ahora comprendió que Dumbledore realmente entendía, como la mayor parte de adultos no lo hacía, que el riesgo y las travesuras eran tanto parte de la educación como los libros de hechizos.
Se preguntó qué habría sido del mapa del merodeador.
Y seguramente el hijo de James no se estaría preparando para... no, claro que no, no, él no tiene ninguna razón para hacerlo. Pero si lo hiciera, ¿qué clase de animal querría ser? ¿Y Ron, y Hermione?
—¿Ha vuelto a admitir más hombres lobo?—preguntó de pronto. No se había imaginado que la pregunta le saliera tan amarga, pero por alguna razón fue así.
—Bueno, no, actualmente... tú eras un caso bastante raro, ¿sabes?, el último en Gran Bretaña. Pero no dudaría en volverlo a hacer, si surgiera la oportunidad.
Remus resopló, levantando la mano con las llamas para alumbrar un paso especialmente escarpado en la cima. Casi habían acabado el ascenso; sólo faltaba un tramo especialmente rocoso hasta el castillo. Aún no podía verlo, a causa de la espesa niebla, atravesada ocasionalmente por los flashes de los relámpagos.
—Todos esos días que faltabas...—continuó Dumbledore,—y luego conseguiste graduarte tercero de tu promoción. ¿Todavía recuerdas las clases de Defensa?
—Fui el cuarto—corrigió Remus, y su garganta se obstruyó al recordar cómo Lily y él solían competir para conseguir el tercer y cuarto lugar al final de cada curso. Ella finalmente lo batió al acabar el último año, consiguiendo la más alta puntuación en el examen de Encantamientos, al llevar a cabo el complicado hechizo De Dubuois Malis cuando antes nadie más lo había conseguido.
Y también recordaba las clases de Defensa contra las Artes Oscuras, aunque no con tanto cariño; él y Severus habían emprendido una batalla constante. El Slytherin estaba furioso por ser mejorado por un modesto Gryffindor, y Remus a su vez no podía dejar escapar a su enemigo con tal estúpido e inexacto acercamiento a la magia oscura. La arrogancia es fatal cuando se trata con peligros reales; eso lo sabía incluso entonces y los últimos doce años le habían servido para reforzar esa creencia.
—¿Se ha encontrado Harry con su antagonista?—quiso saber.—¿Alguien así como Severus Snape?
—Oh, sí... de hecho, tiene al mismo Snape para vérselas con él. Es el profesor de Pociones de Hogwarts desde hace seis años.
¿Por qué ser bueno en Pociones siempre te vuelve un arrastrado pelota?, se preguntó Remus ociosamente.
—Pero no le tendrá aversión a Harry, ¿no?, quiero decir, no hay ninguna razón...
—Sí la tiene, me temo. Bastante fuerte.
—¿Por James?—Eso encajaba; Severus no es de los que olvidan fácilmente un rencor. Pero aún así...—¡El muchacho es un huérfano, criado por muggles!, no es como si James estuviera...
—Nadie, en realidad, lo defiende—reconoció Dumbledore significativamente, cuando Remus dio un toque a las oxidadas puertas del pasillo con la varita, para liberar el primero de los siete hechizos protectores que rodeaban la entrada.
Dumbledore era fuerte y enérgico, pero también un hombre muy anciano, y estaba deseando irse al a cama. Remus le condujo a través de la mitad del castillo que aún se conservaba intacta, aunque cuando pasaron a través del gran pasillo, una brisa húmeda hizo que el director se ciñera más fuertemente la capa-caimán y temblara.
Tampoco era cuestión que el mago mas grande del mundo sucumbiera a una pulmonía, ya fuera bien recibido o no. Remus le llevó a un cuarto en una esquina que una vez había servido de calabozo, y quizás también de cámara de tortura. Las puertas de hierro tenían una pulgada de grosor, y las piedras talladas que formaban la pared se hallaban tan fuertemente encajadas que ni la brisa ni un solo sonido podía entrar o salir. Esta era la única estancia del castillo donde el techo aún permanecía entero, por eso almacenaba allí sus libros y pergaminos. Él mismo a veces dormía allí en invierno, especialmente en esas noches después de luna llena, cuando no se encontraba bien después de perder su pelaje.
Esto hacía bastante inhóspita la biblioteca/cámara de tortura, y el ambiente estaba algo cargado por no haberse aireado demasiado en todo el verano.
—Esta es definitivamente la habitación más cálida,—dijo en tono de disculpa.—Déjeme a ver qué puedo hacer...
La nube de polvo y moho que se levantó cuando agitó su varita los hizo estornudar a los dos. Hizo aparecer mágicamente algunas mantas desde el lugar donde solía dormir habitualmente; los sistemas de seguridad del castillo permitían trasladar cosas de un lado a otro del castillo, pero nada podía ser atraído desde fuera. Nadie, ni siquiera Dumbledore, podría hacer aparecer una cama auténtica allí.
La vista de las acciones de Remus reanimó al director, a pesar de todo. Un demonio de Maxwell afincado en un rincón del cuarto agitó sus bracitos furiosamente, como un molino de viento, para expulsar de la calidez del cuarto el aire frío que se había introducido al abrir la puerta. Pronto las frías piedras se calentaron con un confortable resplandor. Dumbledore encendió las lámparas de encima de la puerta y sobre las pilas de libros, e inició un pequeño fuego en la oxidada parrilla de fuego, junto a las mantas de piel de cordero.
—No es muy buena idea encender fuego aquí—dijo Remus a toda prisa.—Ya sabe, la ventilación, no es muy buena...
No quiso explicar para qué había usado anteriormente a la parrilla, o el olor... Fue un alivio que Dumbledore no pareciera reconocer el débil, pero aún perceptible olor de la carne humana. ¿Estaría al corriente del hecho de que había que incinerar a los vampiros después de haberlos matado para prevenir su resurrección?
Remus se preguntó si el director habría matado alguna vez un vampiro.
O un hombre lobo.
O una persona.
—Permítame ofrecerle una taza de té—dijo, e invocó la tetera y una bolsita de la maravillosa mezcla de hierbas que Laszlo preparaba a partir de una antigua receta tibetana. Esto tenía más de poción calentadora que de té, y posiblemente estaba salpicado de la misma valeriana blanca que Dumbledore había adquirido, porque el director pronto se encontró durmiendo apaciblemente.
Remus extinguió todas las lámparas excepto una, y caminó a través del arruinado pasillo del ala oeste, donde solía dormir habitualmente. Estamos más protegidos de la magia que de la lluvia, pensó, mirando los relámpagos a través de los agujeros del techo cuando se acostó bajo la pila de mantas.
.
Se despertó temprano, con la intención de despedir al director tan cortésmente como fuera posible, antes de ponerse a la faena de atender las tareas del castillo. Cada día acababa diez minutos antes que el anterior, eso era un indicio claro de que el invierno llegaría pronto, y la visita de su inesperado huésped le había recordado lo mal preparado que se encontraba. La mañana era fría, y su primera tarea fue calentarse en la chimenea de piedra del gran salón y convertir la harina y el azúcar de Laszlo en pan. La levadura mágica tardó apenas unos pocos minutos en subir, y mientras esperaba Remus recordó el demonio de Maxwell. Resultaría más rápido usar uno que los encantamientos para hacer calor ordinarios, y él no sabía conjurarlo, así que cruzó el embaldosado cruzado de hierbajos hasta la cámara de Dumbledore para ver si podía tomarlo prestado.
Para su sorpresa, el director estaba ya despierto, sentado en la cama hecha y leyendo el Nosferatu Newsletter del mes.
—Ah, buenos días, Remus—saludó, mirando por encima de sus gafas. El demonio permanecía aún en el rincón, haciendo furiosos aspavientos a la brisa fresca de la mañana.
—Eh... ¿Ha dormido bien?—preguntó vacilante. A pleno día la cámara parecía aún más desvencijada que a la luz de las antorchas. Hacía años que había dejado de notar que el polvo se iba amontonando en las esquinas, y cómo los pequeños muebles se caían a pedazos, a pesar del poco uso. Esta era la clase de hospitalidad que le ofrecía a Albus Dumbledore; pobre pago por todo lo que el viejo mago había hecho por él. Deseó una vez mas que Dumbledore se marchara, y pronto.
—El castillo no se encuentra, ejem, en el mejor estado de reparación—dijo Remus débilmente.—Como puede ver no tengo mucho que ofrecer en cuanto a comodidades. Ahora, le haré algo de desayuno y...
—Ah, Remus—exclamó Dumbledore, y su voz contenía un tono de admiración y quizás también orgullo, no la compasión que Remus temía oír;—qué difícil trayecto tiene que haber sido para ti...
Y Remus, en contra de lo que juzgaba como la mejor opción, se preguntó si Dumbledore podría entenderlo a pesar de todo. Realmente había sido un viaje considerable, de profesor de Encantamientos en la Academia Pufflepod a cazador de monstruos en Rumanía. Todo había empezado en un diminuto pueblo de Inglaterra, en una aún mas diminuta estación de tren, haría doce años dentro de cuatro meses....
Inglaterra, Año Uno
Una nariz húmeda hurgó en su mano.
—Largo, Canuto—murmuró medio dormido.
El sonido del nombre lo impulsó a incorporarse. No podía ser. Nunca mas...
Abrió los ojos y se encontró de frente con una cara peluda, casi nariz contra nariz porque se había encaramado junto a él en el banco. En lugar de un enorme perro negro, con inteligentes ojos claros no pienses ahora en esos ojos, se encontró con un perro pastor, cuyos oscuros ojos quedaban parcialmente ocultados por el largo pelo marrón y blanco.
El perro le lamió la cara y se sentó sobre los cuartos traseros, saludando a Remus socarronamente. Éste alargó la mano y le rascó la cabeza.
—¿Tú también esperas el tren?—preguntó un poco atontado. En respuesta, el perro agitó la cola, barriendo el suelo con fuerza hacia un lado y hacia otro. ¿Donde estaría él ahora?¿En Azkabán?
Remus se incorporó rígidamente y se estiró ante la paciente mirada de la bestia peluda. Ajustó aún más la capa sobre sus hombros para protegerse del frío de la mañana de la bahía. Allí siempre hacía frío.
El humo que emitían las chimeneas de todo el pueblo se arremolinaba y enroscaba alrededor de la torrecilla de piedra de la iglesia. Las calles, que se extendían en gran parte al otro lado de la vía del tren, empezaban a cobrar vida. Los primeros rayos de sol se abrían paso a empujones entre las nubes en el horizonte. ¿Volvería él a ver el sol alguna vez?
El primer tren llevaba un cuarto de hora de retraso, pero de todos modos no tenía otro lugar a donde ir. De hecho, después de su precipitada salida de la Academia Pufflepod, había pasado el resto de la noche en aquel mismo banco, arropado bajo la capa. No se había encontrado en condiciones de volar toda la noche. Un corto vuelo lo llevó a la estación de Little Buttermere, donde cogería el primer tren a...
... ¿a dónde?¿Dónde podría ir ahora? Decir que se iba a Rumanía había sido sacar la lengua a paseo tontamente para dejar boquiabierto a ese tambaleante y estúpido director. Ahora, más sereno a la luz de la mañana, tenía sus dudas.¿Dónde habría un lugar donde un hombre lobo pudiera ser bien recibido...? No. Un sitio así no existía.
Era libre, por lo menos. Él nunca sería libre...
El pueblo se borró ante sus ojos, y vio en su lugar las grises, implacables costas escocesas, las olas golpeando las rocas, y la niebla que oculta la isla fuera del límite de visión. Nunca dejaría la isla...
La herida estaba demasiado reciente, y por mucho que lo intentó, no pudo detener las lágrimas que empezaron a fluir. Bajando la cabeza, se frotó los ojos con el dorso de la mano. Esto no podía llevar a nada bueno. Tendría que mantener el sentido común si quería seguir siendo libre.
El perro colocó la cabeza sobre su rodilla y gimoteó amistosamente. A ciegas, tendió la mano hacia el animal, y hundió los dedos en el espeso pelaje, sintiendo el cuerpo moverse rítmicamente por los meneos de la cola.
Bruscamente, el perro se alzó, dio una corta vuelta y se fue. Alzó la mirada sorprendido. De pie frente a él había un hombrecillo con un traje indescriptible, su larga capa la única indicación de que se trataba de un mago. Remus se incorporó, esforzándose en desterrar los restos de llanto que aún escocía en ojos y nariz. Observó al otro hombre con desconfianza.
—Me ha llevado mucho tiempo dar con usted, profesor Lupin—dijo el hombre con voz suave, clavando en él sus ojos acuosos.
—¿Mi dimisión no ha sido bien recibida?—gruñó Remus sarcásticamente.—¿O acaso le han enviado para terminar conmigo?¿Una daga de plata en el corazón, quizás?
Una sobra de confusión e interés cruzó por el rostro del otro mago. Remus no había pretendido ser tan cruel, pero esa era una de las cinco maneras de exterminar un hombre lobo, y cualquier profesor semicompetente de Defensa debería saberlo. No se había graduado cuarto de su promoción para nada. Había estudiado las diferentes maneras de identificar y matar licántropos junto con sus otras asignaturas, a pesar de que aquello le causaba más dolor del que nadie podía saber.
—¿Cómo? Debe estar bromeando, por supuesto. Oh, no, por favor,—rió en silencio el hombrecillo—¿Le importa si me siento? Llevo horas volando y caminando.
—Bienvenido a mi nuevo despacho,—respondió Remus con una sombría sonrisa, señalando el banco.—Trataba de enseñarle unos cuantos encantamientos a ese perro justo cuando llegó usted.
El profesor Herman, porque ese era su nombre, enseñaba Defensa contra las Artes Oscuras en la Academia Pufflepod, y apenas había cambiado cinco palabras con Remus en todo el curso, a pesar de que se hizo cargo de sus clases durante toda una semana cuando estuvo enfermo. Desde luego, había evitado y mucho hablar con el profesor de Defensa, por temor a que su secreto resultara demasiado obvio. El hombre aparentaba encontrarse a finales de los sesenta, o quizás habría cumplido ya los setenta, a juzgar por su pelo blanco y la calva de la coronilla, que ahora cubría con un sombrero informe. Parecía demasiado dúctil, y Remus a menudo se había preguntado qué capacitaba a ese hombre para enseñar tal asignatura en particular, aunque la verdad es que la competencia no era un requisito indispensable para enseñar en Pufflepod.
—Como le iba diciendo, me ha costado bastante encontrarle—continuó Herman, dejando a su lado junto al banco su escoba y una pequeña valija. Suspiró profundamente.—Me quedé impresionado y entristecido cuando supe lo de su dimisión, profesor Lupin. Un profesor tan bueno. Todos los estudiantes me lo decían.
—No creo que piensen mucho en mi ahora,—murmuró Remus, cruzándose de brazos y mirando la vacío.
—Se refiere a... debido a su...
—...maldición—completó con frialdad. Y añadió en tono acusador, volviéndose al otro hombre;—eso es lo que quería decir, ¿no?, porque soy un hombre lobo.
—Sí, bueno, puede que nunca pueda contar con estudiantes—replicó Herman pensativamente.—Pero ciertamente me sorprendí como nadie cuando el director me lo dijo. Me sacó de la cama ayer por la noche en cuanto se marchó. Estaba bastante agitado.
—Y le envió tras de mi para...
—¡Oh, cielos, no!—rió el hombrecillo.—Simplemente quería que me asegurara de que no era necesario ningún encantamiento o poción para purgar la escuela.
Remus rió duramente en respuesta.
—Bumblesnore no es que esté... ejem... muy bien informado acerca de estos temas—declaró Herman diplomáticamente.
—La mayoría de ustedes, en realidad—finalizó Remus enigmáticamente, y se sorprendió de ver a Herman cabecear y reír en silencio de acuerdo con él.—¿Por qué me buscaba entonces, si se puede saber?¿Para hacer una investigación de campo de hombres lobo?
Herman se rió ligeramente, y Remus lo miró con curiosidad, como si viera al pequeño profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras por primera vez. Parecía bastante relajado para estar sentado junto a un hombre lobo, lo cual era más de lo que Remus esperaba de la mayoría de los magos.
—El director me contó una cosa extraordinaria, aparte de su, uhm, secreto. Comentó que se proponía usted ir a Romanía. ¿Es cierto?
Remus rió amargamente, deseando poder volver atrás para borrar esas tontas palabras. La verdad es que no tenía ni idea de donde ir, salvo alejarse tanto de la gente como le permitieran sus escasos fondos.
—No lo sé,—respondió lentamente.—No estoy seguro de muchas cosas ahora mismo.
—Ah,—dijo Herman, un poco decepcionado. Luego continuó con renovado vigor.—Este es el motivo por el que vine tras usted; porque dijo que iría a Rumanía, y yo sé de... tengo un amigo que...—Se interrumpió algo incómodo, mirando por un momento a su regazo, y luego le dirigió una mirada esperanzada;—esto requerirá cierta explicación, profesor Lupin, si me lo permite.
—No espero volver a usar ese título de nuevo. Llámeme Remus, por favor.
—Remus, pues. Y usted llámeme Herman—dijo fastidiosamente. Remus le instó a continuar con un movimiento de cabeza. Durante unos momentos, el profesor de Defensa murmuró para si mismo, eligiendo las palabras a la manera que un chef elegiría las mejores manzanas a la hora de hacer un pastel. Remus observó como dejaba escapar el aliento, formando nubecillas blancas en el aire invernal.
Algunos viajeros comenzaban a llegar al andén en solitario y en parejas, cargados de bultos y maletas. Los paquetes de vistosos colores, regalos de Navidad probablemente, que sobresalían de los bolsos, recordaron a Remus que toda esa gente tenía familia en sus hogares. El tenía madre también, madre humana. Sabía bien cuando dolor le causaría su partida, pero el peso de las mentiras y el intento continuado de esconder el hecho de que no era humano había acabado por abrumarle. Se sintió agradecido de ser arrancado de su doloroso ensueño por la voz vacilante de Herman.
—Probablemente se preguntará qué hago enseñando en un lugar como Pufflepod—comenzó indeciso.
—Por lo que he podido ver y oír a partir del planteamiento de sus clases, siempre sospeché que estaba usted sobrecualificado—replicó Remus suavemente,—pero nunca llegué a plantearme la pregunta, teniendo en cuenta mi situación.
—Sí, quizás. He trabajado en el Ministerio la mayor parte de mi carrera, los últimos años en el departamento de Defensa Mágica. Hemos estado muy ocupados a lo largo de los años en que Quien-Usted-Sabe, eh, ha estado activo. Pero al parecer querían tener sangre joven en el departamento, ya sabe.—Paró e hizo una mueca respecto a lo que pensaba de los burócratas.—Me retiré hace dos años. Mi mujer había fallecido hacía diez años y no tenía ningún lugar en particular a donde ir. Siempre quise vivir en el Distrito del Lago, por eso tomé este trabajo en la Academia Pufflepod. Sé que no soy el mejor profesor, pero me consuelo al pensar que probablemente ninguno de nuestros estudiantes se encontrará cara a cara en su vida con ninguna de las criaturas tenebrosas que existen.—Se detuvo de nuevo, y miró directamente al joven.—Usted, por otro lado, tiene un extraordinario talento para la defensa contra las Artes Oscuras.
—¡Debe estar de broma!—Remus resopló y se levantó, dando la espalda al viejo y dirigiendo la vista hacia las colinas para ocultar su escandalizada sorpresa. Gesticulando indignado, soltó en respuesta—¡Usted sabe lo que soy! !Es acerca de mi sobre lo que usted sermonea a sus alumnos! ¡Es a mí a quien aprenden a reconocer y matar! ¿Cómo puede hacer una declaración tan absurda?
—Mi querido señor, siéntese,—murmuró Herman. Mientras ellos hablaban, el andén se había ido atestando de pasajeros errabundos. Ahora todos los ojos estaban fijos en Remus, que temblaba de ira.
—Le he estado observando—continuó el hombrecillo, alzando la vista al rostro rígido del otro,—comparándole con los otros profesores, y también he notado lo bien que condujo mis clases cuando estuve enfermo. Realmente nunca hubiera pensado que... uno de su especie... pudiera poseer tales habilidades. He visto muchas criaturas oscuras a lo largo de mi carrera, y soy consciente de lo que conlleva derrotarlas. Por favor, tenga la cortesía de creer lo que le digo.
Remus tomó asiento de nuevo lentamente, aún estupefacto por las palabras de Herman. No hizo ademán alguno de replicar, y el viejo profesor continuó.
—Durante mi estancia en el Ministerio, trabajé con un hombre extraordinario, que se convirtió también en un buen amigo. Vino a Inglaterra desde Rumanía de joven, hace cincuenta años. Él y su madre escapaban de algún terrible conflicto que había destruido al resto de su familia. Mi amigo (se hace llamar Alec, pero su nombre completo es Alexandru), nunca quiso contarme los detalles. Alec fue durante años el mejor hombre del Ministerio en protección y defensa mágica. Nadie podía compararse con él. Pero como iba diciendo, ellos no pensaban que los viejos magos tienen lo que hace falta, al menos según, perdóneme, los idiotas que controlan el Ministerio.
—¿Y qué fue de su amigo?—Remus hizo una ligera mueca, recordando sus recientes desavenencias con ciertos burócratas.
—El año pasado decidió volver a su país natal. Le ayudé a concluir sus asuntos pendientes y me despedí de él. Estaba ansioso por regresar. Su familia ha vivido a lo largo de generaciones en las montañas de Transilvania, creo que en un castillo de por allí. Durante muchos meses no tuve noticias suyas, luego recibí un corto mensaje en el que me decía que había recuperado la propiedad de su castillo, aunque no entraba en más detalles.
Herman hizo una pausa y alcanzó su maleta, equilibrándola sobre su regazo mientras buscaba algo en su interior. Sacó un pedazo muy doblado de pergamino y se tendió a Remus, diciendo:
—Hace dos semanas recibí esta nota de Alec. Para ser franco, tengo bastante incertidumbre sobre qué hacer al respecto.
Remus desdobló el pergamino, que estaba manchado y andrajoso, como si el búho o la lechuza que lo entregara lo hubiera transportado bajo una lluvia torrencial.
Mi querido amigo Jonathan,
Te escribo esta nota con prisa, aunque no por ello deseo dejar de interesarme por tu salud y fortuna. He sabido que enseñas en una escuela de magos. ¡Y que las mejores escuelas de Rumanía lleven cerradas tanto tiempo...! Estoy buscando un mago que me asista en la peligrosa misión de mantener a salvo el hogar de mi familia. Quisiera que me recomendaras a alguien, quizás uno de tus mejores estudiantes. La retribución no supondrá problema alguno. Espero recibir pronta respuesta, pues me hallo en una gran necesidad.
Tuyo,
Alexandru Arghezi
El joven mago hizo girar la nota varias veces entre sus manos antes de devolvérsela a Herman, diciendo,
—¿Y a usted le parece que yo soy el más indicado? He oído que las montañas están atestadas de hombres lobo. No creo que su amigo quiera contratar a uno con la intención de que conduzca lejos al resto.
—Al contrario, usted posiblemente conoce a los hombres lobo mejor que nadie.... Aunque, por lo que tengo entendido, son vampiros lo que siempre ha plagado el castillo de la familia Arghezi. Los hombres lobo son inmunes a los vampiros, ¿sabía usted eso?.
Remus negó con la cabeza, sin tratar de ocultar su fascinación.
—¿De veras?—Herman rió en silencio, divertido por conocer algo que Remus ignoraba.—La sangre de los licántropos es tóxica para los vampiros. Les vuelve dementes, de hecho. Esto no es muy sabido el Gran Bretaña, pero sí es de común conocimiento en Rumanía, tal y como Alec me dijo.
—Así que, Remus Lupin, cazador de vampiros ¿Eso es lo que está pensando?—dijo sarcásticamente.
Un agudo silbido interrumpió la réplica. La gente empezó a apretujarse delante de los dos magos sentados, haciendo cola para subir al tren ya próximo. Herman volvió a meter el pergamino en la maleta, la cerró de golpe, y se levantó, recogiendo su escoba.
—Vamos, pues. Le comentaré más del asunto en el tren—dijo bruscamente.
Remus no se movió, alzando la vista socarronamente.
—Entonces... ¿usted ha dimitido, también?
—Dios me asista, no—respondió con una sonrisa.—Pero las vacaciones de Navidad empiezan mañana, y creo que puedo tomarme cierto tiempo para viajar a Rumanía con usted. Así podré ver a Alec otra vez y presentárselo adecuadamente.
El andén estaba ya casi vacío, y los pocos viajeros restantes se apresuraban hacia las puertas abiertas al reclamo del maquinista. Herman divisó la maleta y la escoba de Remus y los recogió con brío, casi haciendo juegos malabares con sus propios bultos.
—Dése prisa—apremió.—No creo que haya otro tren hasta mucho más tarde.
Remus se levantó, tropezando en un trance, y tomó sus cosas de Herman. Subiría al tren, como había pretendido anteriormente, pero ¿confiaba en Herman lo suficiente como para ir con él hasta Rumanía? No lo sabía con seguridad, pero al menos estaba dispuesto a escucharle durante el trayecto. De modo que subió a bordo, sin saber aún cuán largo sería su viaje ni lo que éste conllevaría.
.
Ese año el profesor Herman se tomaría unas vacaciones más largas de lo esperado, no volviendo a la Academia Pufflepod hasta mediados de febrero. De preguntarle alguien, sonreía levemente y decía que había estado haciendo un trabajo de campo sobre hombres lobo.
Fue un viaje más frío y mucho más largo de lo que ambos habían esperado. El tercer día que avanzaron trabajosamente uno tras otro, con la nieve hasta las rodillas, Remus se preguntó si volvería a sentir calor alguna vez. Se habían pertrechado en Bucarest de capas de lana y botas, además de jerséis, bufandas y guantes, pero había algo en esas montañas que hacía imposible aguantar el frío.
El invierno se estaba mostrando especialmente frío y áspero, provocando que tuvieran que pasar más días de los previstos en Bucarest, en espera de que los caminos hacia las montañas se encontraran lo bastante despejados como para poder avanzar hasta el pequeño pueblo de Stilpescu. Emplearon el tiempo perdido en la Librería Bozga, un antiguo y agradable establecimiento del barrio mágico de la ciudad. Emil, el anciano mago propietario, se mostró encantado de tomar té y charlar con ellos durante horas, dando así a Remus la ocasión de practicar su rumano, pues al fin y al cabo la poción políglota no actuaría completamente hasta que estuviera sumergido en el idioma. Al cabo de una semana ya tenía en mente las palabras necesarias para la mayor parte de las cosas, y las estructuras gramaticales manaban lentamente de su boca, aunque con frecuencia la poción le hacía sentirse mareado y le daba dolores de cabeza. Antes de la segunda semana, una vez que estuvieron en camino a las montañas de Transilvania, ya tenía la cabeza más despejada, y se expresaba con mayor fluidez.
La nieve se arremolinaba por doquier, casi cegándolos. Volar se hacía imposible con ese tiempo, por eso debieron acabar las últimas jornadas del viaje a pie. A Remus le preocupaba el estado del viejo mago con aquel tiempo; Herman no se quejaba, pero parecía que le costaba cada mantener el paso día más. Habría luna llena al cabo de tres noches, lo cual les daba otra razón para apresurarse; como siempre, podía sentir la luna crecer en su interior, sin importar cuán cubierto estuviera el cielo por nubarrones de nieve. Sintió por tanto un gran alivio cuando una ráfaga de viento lateral despejó finalmente la vista de una colección de casitas y el destello del tejado rojo de la iglesia.
—¡Ya casi estamos!—gritó Remus hacia atrás al viejo mago rezagado.
Se detuvo y esperó a Herman para guiarlo, tomándolo del brazo e indicando el vago contorno de los edificio. El hombrecillo cabeceó, y sus ojos—la única parte visible de su cara, entre la bufanda y el sombrero—se mostraban cansados pero atentos. No volvieron a hablar hasta que encontraron refugio en el pueblo.
El calor y los aromas que se respiraban dentro de la panadería casi volvieron loco a Remus después de haber permanecido ocho horas en la fría y estéril nieve. La señora Blandiana iba y venía, tendiendo sus capas y abrigos a secar cerca del fuego mientras su marido cortaba gruesas rebanadas de pan moreno. Se sentaron alrededor de una mesa de madera con tazas de té, el pan y la miel.
—Así que magos, ¿eh?—dijo el panadero—¿Y fuera con un tiempo como éste? Vosotros no sois de por aquí, ¿verdad?
No trataron de esconder el hecho de que eran extranjeros. Sus rostros claros, aunque ahora enrojecidos y agrietados por el frío contrastaban abiertamente con la palidez invernal y los cabellos negros de sus anfitriones. A pesar de sus habilidades con el rumano, se notaba claramente que tenían acento de la ciudad, por haber adquirido el idioma allí, y no conocían los coloquialismos de las montañas. Blandiana pareció aceptarlos, pese a todo. Los magos eran bastante escasos, de modo que no tenían más remedio que permanecer todos en el mismo bando. Sin embargo, se mostró bastante perspicaz respecto a sus planes de ir hasta el castillo.
—Nunca he visto al hombre que vive allí—dijo,—pero de tarde en tarde envía a su criado a por provisiones. Si queréis saber mi opinión, me parece una mala idea, volver al castillo. Creo que hubiera sido mejor que lo dejara abandonado.
Remus lo miró socarronamente, pero antes de que pudiera lanzar la pregunta pertinente, la señora Bladiana intervino;
—En el pueblo ha habido muchos problemas con hombres lobo merodeadores y las cosas que viven en las cuevas Petrosna.—Se estremeció, no atreviéndose a mencionar sus temores.—Y el castillo Arghezi es también hogar de....
—¡Chist, mujer!—dijo bruscamente su marido;—no hay necesidad de traer lo pasado. Estos hombres ya mirarán por ellos mismos pronto.
Parecía que los consideraba locos, pero inofensivos. Si querían ir allá y conseguir que los mataran, no era asunto suyo. Él se limitó a ofrecerles cama por una noche, pero sólo para tener el alivio de verles salir por la puerta al día siguiente.
La primera luz del sol arrojaba débiles sombras sobre la plaza cuando pasaron junto a la iglesia. El pueblo pronto quedó a sus espaldas, oculto por los pliegues nevosos del valle alpino. Habían conseguido anteriormente mediante lechuza instrucciones detalladas de cómo llegar al castillo. Arghezi había enviado además una piedra-brújula, una pequeña gema encantada que brillaba cuando se encontraban en la dirección adecuada. Así equipados, iniciaron el ascenso a la montaña.
Incluso con el mapa y la piedra, resultó difícil seguir el camino. Enormes bloques de nieve a menudo bloqueaban su camino. Por suerte, la nieve podía ser desvanecida con un simple movimiento de varita, pero los montones desprendidos de granito que acechaban bajo la nieve presentaban más problemas, y en más de una ocasión acabaron cayendo a causa de las piedras. Jonathan se encontraba cada ves más cansado, hasta que acabó por pedirle a Remus que le practicara un hechizo anti-fatiga. Mientras descansaban brevemente, en espera de que hiciera efecto el encantamiento, Remus se preguntó a si mismo qué era lo que esperaba. Hasta el momento, había centrado su atención en los detalles del viaje, adquiriendo la ropa, aprendiendo el idioma, estudiando las rutas... para evitar pensar en lo que ocurriría cuando llegasen. ¿Le daría la bienvenida ese tal Arghezi a pesar de todo? Herman se había mostrado poco dispuesto a escribir a su amigo para contarle que el mago que llevaba a Rumanía se trataba de un hombre lobo, pero había asegurado a Remus que Alec lo entendería. ¿Pero cómo podía saberlo Jonathan Herman? Él nunca había presenciado la gama completa de emociones, la mayor parte de ellas desagradables, que salían al paso al conocer un hombre lobo. Remus sí.
Trató de mantener la esperanza a pesar de todo, porque no estaba muy impaciente por iniciar el regreso (y le preocupaba sinceramente el cómo Jonathan podría hacerlo). Después de menos de una semana en el frío brutal de las montañas, tuvo que reírse de si mismo por haber pretendido vagar a su aire por Rumanía. Si esto no funciona, se prometió, buscaré algún lugar en España o en Portugal, cualquier sitio donde no haya nieve.
El sol se encontraba bajo en el horizonte, al acecho de gruesas nubes, cuando alcanzaron el final de su viaje. El castillo Arghezi parecía a primera vista otro accidente montañoso, al estar hecho con bloques de la misma piedra gris y con altos montones de nieve alrededor. A pesar de esta primera visión, se observaba una regularidad, una precisión que indicaba que se trataba de una obra humana. Una solitaria torre de piedra se elevaba desde la alta muralla de dos pisos que rodeaba el castillo, como una lanza que se elevara para herir al cielo. Aparte de esto, no podrían ver mucho más hasta que atravesaran las pesadas puertas de hierro.
Un hombre aún más viejo, al que Jonathan llamó Michael pero que se dirigió a ellos en rumano, les abrió la puerta. Habló poco, y no reveló por qué estaba al corriente de su llegada mientras les conducía a lo largo de una extensión nevada de casi mil metros hasta el edificio principal. Éste constaba también de dos plantas, pero las ventanas del piso superior se hallaban a oscuras. Un techo abovedado en el centro de la estructura, ahora cubierto de nieve, sugirió que dentro había una estancia de grandes proporciones.
Michael, que debía ser el criado, los condujo a través de una pesada puerta de roble, agitando primero su varita para deshacer el hechizo que la mantenía fuertemente cerrada. Los introdujo en un frío corredor de piedra mal iluminado por antorchas humeantes. Una amplia escalera de piedra apareció ante ellos, curvándose hacia la oscuridad. Michael tomó los equipajes, pero les recomendó que conservaran las capas puestas hasta que hubieran llegado al salón. Ellos lo siguieron, acompañados sólo por el sonido rítmico de sus botas sobre el duro suelo.
Después de los pasillos mal alumbrados, el gran salón resultó ser una explosión de calor y color. Remus parpadeó, permitiendo que sus ojos se adaptasen y enfrentándose con la amalgama de olores que asaltaron su nariz medio congelada. El gran salón tenía un alto techo abovedado con pesadas vigas envueltas en sombras. Alfombras granate se sucedían sobre el pavimento. Los tapices, en remolinos de verdes, marrones y rojos cubrían las paredes, suponiendo un alivio visual respecto la interminable piedra grisácea. Los muebles se hacían pequeños en comparación; una enorme mesa de madera, rodeada de una docena de sillas de diferentes formas y tamaños, y un par de mesitas bajas.
A juzgar por los olores, este cuarto debía servir de cocina para el castillo. Los ojos de Remus (y la nariz) fueron conducidos hacia una enorme chimenea de piedra en el otro extremo de la sala. Un hombre alto de encontraba de pie ante ella cuando entraron, pero al verlos cruzó la amplia estancia a largos trancos con una sonrisa de saludo en su rostro angular. Llevaba una capa de un oscuro color granate que se arremolinaba sobre sus talones al andar.
—¡Jonathan!—exclamó en un inglés casi impecable, tomando las manos de su amigo y abrazándolo calurosamente.—Así que la tormenta no ha podido contigo, ¡excelente! ¿Qué tal te encuentras después de tan largo viaje?
Un violento ataque de tos por parte de Jonathan respondió a su pregunta.
—La nieve ha sid... sí, bueno, pero aquí estamos—dijo una vez que se recobró. Parecía tan confundido como Remus a causa de los ruidos y olores, después de tanto tiempo de silencio en los helados senderos.
Alexandru Arghezi era una cabeza más alto que Remus, con cabello de un intenso color negro y grisáceo por los lados. Su rostro alargado presentaba facciones duras y angulosas, pero se suavizaban cuando sonreía como en aquel momento. Iba desplazando los brillantes ojos de Herman a su joven acompañante.
—Alec, te ves muy bien. El aire de la montaña realmente te favorece,—iba diciendo Herman mientras Arghezi le ayudaba con la capa. Remus se liberó también de sus prendas de abrigo, y Michael se adelantó para tomarlas y desaparecer con la misma discreción con que había aparecido.
—Qué bueno es estar en casa, amigo mío—dijo Alexandru con brío, pero luego añadió más suavemente;—uno no puede volver completamente... pero yo he tenido que perder este lugar, y ahora es mi casa una vez más.
A continuación fijó su mirada en Remus, y la sostuvo durante un momento, lo cual impulsó a Jonathan a decir:
—Alec, permíteme que te presente... —se detuvo y comenzó otra vez, esta vez en rumano;—Éste es Remus Lupin.
—Llevabas treinta años diciéndome que querías aprender mi idioma, Jonathan—rió Alexandru—Y ya veo que has tomado medidas extremas para conseguirlo.—Estrechó calurosamente la mano de Remus, investigándolo con la mirada a la vez que sonreía.—Así que tu eres el experto del que mi amigo me ha hablado.
Remus se cambió de un pie a otro, incómodo por la descripción, ya que en realidad deseaba dejar atrás aquellos títulos y todo lo que significaban. Se encontró sin embargo con la mirada evaluadora del hombre, y respondió en rumano:
—Experto es demasiado para mi. Sólo estoy buscando... otra línea de trabajo.
Alexandru soltó una brusca risa y soltó la mano de Remus. Palmeó a ambos hombres en la espalda, diciendo;
—Vamos, vamos, disfrutad del fuego, debéis de estar helados.
Durante la cena los dos viejos amigos charlaron acerca de acontecimientos y personas extrañas para Remus. Se encontraban los tres sentados ante la enorme mesa de madera, iluminados por la chimenea, mientras Mihail (así se llamaba el criado en rumano) les iba sirviendo. Alexandru explicó que mantenía pollos, ovejas y cabras en el espacioso establo durante todo el invierno. Mihail le había acompañado anteriormente a Inglaterra, y había sido capaz de preparar un guiso de cordero bastante decente.
Mientras los hombres charlaban, Remus paseó la mirada por el enorme cuarto entre la segunda y la tercera ración de estofado (no había tenido oportunidad de comer carne últimamente, y era especialmente aficionado al cordero). El castillo tenía más de cuatrocientos años, y había estado ocupado por los Arghezi durante trescientos. Los oscuros recovecos del techo le recordaron a Hogwarts por alguna razón. No estaba seguro de por qué, ya que el espléndido techo del gran comedor de Hogwarts no tenía nada que ver con aquel. Quizás a causa de la sensación de pérdida de la noción del tiempo, sintió que podría haber habido un mago de cualquier época o edad sentado frente aquel mismo fuego.
A lo largo de la cena Jonathan se fue sintiendo gradualmente menos animado. Los días de caminata a través del viento helado habían acabado por minar sus últimas fuerzas; daba cabezadas y tosía violentamente tratando de mantener el final de la conversación con su viejo amigo. Después de cenar, Remus y Jonathan tomaron asiento en unos sillones colocados alrededor del fuego en semicírculo. La repisa de la chimenea se erigía frente a ellos, más alta incluso que Alexandru, que se acercó para ofrecerles una copa de un viejo y magnífico vino.
—Las bodegas—comentó, mientras observaba la copa a trasluz de las llamas, que arrancaban destellos sanguinolientos entre sus dedos—se han mantenido intactas durante mi ausencia. A pesar de que todo tipo de criaturas han invadido este castillo, ninguna ha mostrado el más leve interés por el vino. Y estoy bastante agradecido por ello. Este Cockburn de 1927 podría alcanzar en Inglaterra las quinientas libras.
Remus, que bebía poco y sabía menos de vino, examinó los reflejos de rubí de su copa. Tenía cierto problema a la hora de calcular las conversiones a dinero muggle, pero pudo observar que el vino era valioso, con mucho cuerpo y fragante a la vez. A su izquierda, Jonathan apenas había tocado su copa y se había quedado dormido en el mullido sillón de cuero. La luz de las llamas daba a su rostro un aspecto afiebrado.
—Jonathan me ha dicho que eres un graduado de Hogwarts, Remus—dijo Alexandru.—Y que fuiste recomendado a la escuela por Albus Dumbledore.
—¿Qué?—se había evadido por un momento, adormecido por el calor de las llamas e ignorante de la fuerza del vino.—Sí, así es. ¿Conoce al profesor Dumbledore?
—Ah, sí, bastante bien. Le consulté varias veces mientras estaba en el Ministerio. Un mago muy poderoso siempre dispuesto a ayudar.—Se inclinó y vertió más vino en la copa de Remus antes de que éste pudiera protestar. Luego dejó la botella y tomó asiento frente al fuego en un alto sillón de madera tallada, con muchos adornos en los brazos y el respaldo.
—Me pregunto—meditó Alexandru,—por qué un graduado de semejante escuela, el favorito quizás del director, decide venir aquí, como tú mismo has dicho, a buscar otra línea de trabajo...—a la luz de las llamas la brillante mirada que dirigió a su invitado era misteriosa y cargada de intención.
De tal modo que Remus sospechó si Alexandru no tendría algún tipo de información previa del el motivo de su llegada al castillo. Quizá fue que el fuerte vino había disminuido sus inhibiciones habituales, o tal vez que al expresarlo en otra lengua se reducía el impacto; la cuestión es que soltó, simplemente;
—He decidido dejar Inglaterra porque soy un hombre lobo.
Alexandru Arghezi no dijo nada, solo un ligero entrecerramiento de ojos traicionó cualquier falta de emoción en su rostro, por otra parte totalmente hermético. De algún punto detrás de Remus se oyó, sin embargo, un grito ahogado y el sonido del vidrio roto; Mihail, que estaba retirando la mesa, había dejado caer una copa que se hizo añicos contra la piedra. Confuso, Remus se giró, y pudo ver una mueca de terror y repulsión en la cara del criado, una expresión que conocía muy bien porque a menudo ocupaba sus sueños más conflictivos.
—Ya está bien, Mihail—ordenó Alexandru severamente. Luego, con evidente preocupación, suavizó el tono de voz y añadió;—yo limpiaré esos restos. Por favor, ten la bondad de conducir al señor Herman a la cama.
El criado se aproximó con cautela, sin apartar los ojos de Remus, como si en cualquier momento este pudiera abalanzarse sobre él. Su cara era ahora una máscara impasible, pero se adivinaba el miedo bajo la superficie como un pez bajo el hielo de una charca en invierno. Manteniéndose tan lejos de Remus como le era posible, hizo levitar a Herman con su varita y se lo llevó flotando con suavidad a través del salón. Sólo cuando el sonido de los pasos se hubo alejado lo suficiente, Alexandru volvió a tomar la palabra.
—Debes perdonar a Mihail. Unos licántropos asesinaron a sus padres cuando tenía seis años. Ha permanecido con mi familia desde entonces.—Hablaba en un tono como casual, de disculpa, y ambas cosas sorprendieron y confundieron a Remus.—Volver a este lugar no fue muy de su agrado.
Remus se encontró aferrando fuertemente su copa de vino y la dejó a toda prisa. De todos modos no tenía nada que decir. Sintió una vez más la cólera amarga del rechazo de Mihail, y se agolparon en su mente los recuerdos de cuando fue mordido siendo niño; podía recordar el suceso con absoluta precisión, pero le era difícil rememorar el miedo que debió haber sentido. Desde entonces había tenido accesos de desesperación, ansiedad y culpa, pero nunca había vuelto a sentir realmente miedo.
—¿Y tú, Remus?—inquirió Alexandru tranquilamente.—¿Cuándo y dónde fuiste mordido?
Tartamudeando ligeramente, Remus dijo el nombre del pueblo donde había vivido con sus padres.
—Pero fue hace casi veinte años, cuando tenía apenas... cuatro. Lo recuerdo muy mal.
—Cerca de Oxford, ¿no?—preguntó Alexandru pensativamente, mesándose la perilla.—Los hombres lobo no son muy frecuentes en Inglaterra, para nada. Hace veinte años... déjame pensar. Crispin Cabezablanca, casi seguro.
No hay palabras para expresar la estupefacción de Remus en aquel momento. ¿Qué estaba diciendo Alexandru? ¿Conocía al licántropo responsable de...? A ciegas asió la copa que había dejado junto a su asiento y la llevó a sus labios, apurando el vino fuerte y dulce.
—¿Cómo...sabe usted...?—no conseguía articular palabra del asombro.
—En el Ministerio seguíamos la pista a todos los hombres lobos conocidos—fue la respuesta.—No había muchos, pero aún así tendían a ser bastante territoriales. Crispin fue un caso difícil. Mmmm, educado, un buen jugador de ajedrez, pero le faltaban bastantes escrúpulos. Fue advertido y aún así...
—¿Y qué fue de él?—preguntó Remus tímidamente, temiendo conocer la respuesta. Curiosamente, aún teniendo en cuenta de qué manera le había cambiado la vida, Remus lo recordaba con algo parecido a la compasión. Durante los años en el colegio se había preguntado a menudo qué habría sido de aquel lobo (sabía que se trataba de un varón, y algo joven). Tenía la vaga esperanza de que el otro también hubiera podido encontrar, de algún modo y en algún sitio, la amistad y la integración de que él disfrutaba con sus amigos de Hogwarts. Pero esto había sido divagaciones casi subconscientes, y escuchar la realidad puesta en palabras fue como recibir un balde de agua fría en mitad de un sueño.
Alexandru suspiró, e hizo con las manos un gesto de fatalidad.
—Lo atrapé... en pleno acto. Acababa de asesinar a una familia de tres. Después de todo, ya había sido advertido.
Se hizo el silencio, quebrado tan sólo por los crujidos del fuego. Remus no precisaba pedir detalles; conocía la ley tan bien como Arghezi. No se consideraba delito asesinar un hombre lobo en luna llena, cualesquiera que fueran las circunstancias.
—De modo que Albus Dumbledore te admitió en Hogwarts—continuó Alexandru.—Qué extraordinario.
—Hasta donde yo sé, soy el único de... mi especie en ir allí.—Remus se asombró de sí mismo por haber sido capaz de hablar en absoluto.
Alexandru se levantó y comenzó a pasear delante del fuego con las manos detrás de la espalda, y Remus abandonó todo intento de tratar de comprender a su anfitrión.
—Jonathan también me escribió para hablarme de tus habilidades, si bien no me reveló todas ellas... o por lo menos la mas... interesante. Y útil, muy útil.—Parecía estar hablando más para sí mismo que manteniendo una conversación. Se giró bruscamente frente a Remus, que todavía aferraba la copa de vino.
—A ti no te asustan otros licántropos, ¿no es así?
—Nunca he tenido ocasión de conocer a otro,—confesó Remus—pero supongo que no tendría por qué asustarme.
Los perros eran las únicas criaturas caninas con las que había tenido algún encuentro, sobre todo con un perro específico.
—¿Y vampiros? Aunque dudo que hayas visto alguno—declaró ásperamente. Cuando Remus sacudió la cabeza, continuó.—En Gran Bretaña se toman a broma a Transilvania y los vampiros. Lo oí a menudo en el Ministerio... a magos que debes conocer. Pero aquí no es cosa de risa. Los no-muertos nos reclaman... y su llamada es difícil de ignorar.
Se sentó de nuevo y apoyó la barbilla en una mano, sin dejar de mirar a Remus con fijeza.
—Los vampiros expulsaron a mi familia de este castillo hace cincuenta años. Vivieron en él durante bastante tiempo, según los aldeanos. Cuando volví el año pasado, sin embargo, ya se habían ido, hace unos quince años.—A pesar de haberlos perdido de vista, no parecía bastante satisfecho.—Pero los encontraré...
Remus se sacudió el letargo del vino y preguntó:
—Dijo que necesitaba ayuda. ¿Eso es lo que quería decir, alejar las criaturas tenebrosas del castillo?
—El castillo es lo bastante seguro—retumbó Alexandru con orgullo.—He colocado varios niveles de hechizos en todo el lugar. Hay encantamientos en las puertas y los muros, por supuesto. Además, uno no puede aparecerse ni desaparecerse en él. También he colocado unas pocas... trampas, por así decirlo. No. Ningún vampiro volverá a este castillo, no mientras yo sea el amo. Pero fuera las cosas aún no marchan bien. A lo largo de trescientos años, mi familia ha sido la responsable de mantener la seguridad en esta área. La gente del pueblo ahora vive atemorizada, y eso no está bien. Tengo una responsabilidad con ellos tanto conmigo mismo.—Suspiró profundamente y continuó.—Pero ya no soy un muchacho, Remus. No puedo hacer esto solo.
—¿Está realmente dispuesto a confiar en un hombre lobo?—preguntó Remus, expresando por fin lo que le había acongojado a lo todo lo largo del viaje.
—Albus Dumbledore lo hizo.
Esta declaración le hizo abatirse interiormente. El profesor Dumbledore no sabía ni la mitad de las cosas. ¿Hubiera confiado en mí de haber sabido lo mucho que ponía en peligro a los otros cada mes?, se preguntó, y no por primera vez.
—Tengo poca experiencia práctica—respondió Remus, no muy seguro de que el trabajo fuera de su agrado.
—Hijo mío,—replicó Alexandru con un movimiento casual de varita;—he entrenado a cientos de magos, la mayoría de ellos más ineptos de lo que tú aparentas ser.
Remus volvió la vista a su vino, rumiando otra cuestión que también le había estado acosando desde el tren.
—¿Es verdad que los vampiros... que la sangre de, eh, mi especie es dañina para ellos?
El mago rió bruscamente y respondió:
—Sí. Los vampiros se alimentan de la sangre de cualquier tipo de mamífero. Pero la sangre de hombre lobo les produce algún tipo de demencia, algo así como lo que los muggles llaman la rabia. Echan espuma por la boca y se vuelven totalmente locos, a veces durante años. Supongo que los vampiros de por aquí ya habrán aprendido a evitar a la población local de licántropos.
—¿Y si un hombre lobo es mordido por un vampiro?—insistió Remus, vacilante.
Alexandru se encogió de hombros.
—Ningún vampiro querría morderte más de una vez, y hacen falta tres para que la víctima se convierta en uno de ellos.—Se puso pensativo:—doy por hecho que la regla de los tres mordiscos se aplica también a hombres lobo. Tienes menos posibilidades de convertirte que el reto de los mortales.
Esto fue demasiado para Remus, que encontró que el cuarto empezaba a dar vueltas lentamente, aún sin haberse levantado de la silla. Se puso en pie inestablemente, diciendo:
—No estoy seguro de que esto sea... —pero se paró y tuvo que volverse a asir a la silla. Alexandru se alzó con presteza y le tomó del brazo, guiándolo hacia la salida. Una vez fuera del calor opresivo y el resplandor vacilante de la hoguera, sintió que se le aclaraba la cabeza, y el frescor de los corredores le ayudó a despejarse.
No tenía una idea clara de hacia dónde iban. El mago le fue guiando a través de un vestíbulo con corrientes de aire y luego por un espacioso corredor. Como tenían que ir arrastrando los pies despacio, Alexandru conjuró de su varita una brillante bola de llamas frías que puso a flotar ante ellos. Remus notó entonces que caminaba por una especie de galería de retratos, con marcos adornados a un lado y otro, con una pequeña placa de oro en la parte inferior que proclamaba el nombre de este o aquel antepasado Arghezi. Muchos de los retratados parecían dormir, aunque unos cuantos aún se agitaban. Algunos de los marcos estaban totalmente vacíos. Una vez que atravesaron un pasadizo, Remus observó que los retratos iban siendo más modernos, y las fechas de las placas, más recientes. Casi al final pudo vislumbrar el nombre de Alexandru junto con otro. Alexandru y Mircea Arghezi, decía la placa dorada. Remus se detuvo para admirar la severa y seria expresión de la versión más joven de su anfitrión, sólo.
—No hemos vuelto a ver el retrato de mi hermano desde hace años—suspiró Alexandru.—Me temo que se ha ido para siempre.—Le tomó del brazo bruscamente;—vamos. Deberías estar en la cama.
Pero fue el último retrato el que más perplejo dejó a Remus, si bien Alexandru tiró de él sin darle tiempo a formular ninguna pregunta. El dorado marco tallado sostenía apenas unos pedazos carbonizados de lienzo, que no daban señal alguna de quién había sido el retratado. Ana María Arghezi, rezaba la placa.
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—¿Estás seguro de que esto es lo que quieres?—Alexandru le miraba detenidamente, con inquietud. Se encontraban ya en el patio del castillo, junto a la sólida puerta de hierro. La última luz del sol poniente encendía la cima de la montaña, pero ellos se encontraban aún a la sombra de las murallas. Remus tiritó y se arrebujó aún más en la capa. Era todo lo que llevaba y ansió el calor del pelaje en lugar de su estúpida piel humana. Asintió con la cabeza; las palabras le empezaban a fallar, ahora que faltaba tan poco para que su parte humana se sumergiera. La luna haría su aparición en pocos minutos. Algo se levantó dentro de él como no lo había hecho durante días, algo que le impulsó a moverse hacia la puerta como una vela vacilante al viento.
El mago de más edad agitó su varita y aflojó el hechizo de la puerta, que chirrió sobre sus goznes a medida que se abría...
—Espero que encuentres lo que buscas,—le dijo a Remus suavemente, que ya daba la espalda al castillo. Rápidamente, cerró la puerta y reavivó el hechizo. Las cumbres de las montañas se oscurecían a medida que regresaba sobre sus pasos por el patio.
Un repentino aullido rasgó el aire en calma, irradiándose a lo largo de la creciente noche.
