(El lobo puede perder los dientes, pero nunca el instinto)
Proverbio Rumano
Rumanía, Año Uno
Tan pronto como Alexandru cerró las puertas del castillo tras él, Remus se despojó de la ropa y la tendió en una roca cercana, exponiéndose desnudo al frío aire invernal mientras el sol se ponía por el oeste y la luna emergía exactamente por el lado contrario. Cualquier ropa que llevara durante la transformación acababa hecha pedazos, pero aún como lobo había aprendido a reconocer la capa como algo que debía y recoger y llevar consigo, al menos durante la mayor parte del tiempo. Deseó con fuerza ser capaz de recordar eso esa noche, porque hacía un frío como nunca había conocido en Escocia, y no tenía la menor idea de donde acabaría a la mañana siguiente. Había guardado cuidadosamente en un bolsillo una gran tableta de chocolate y la piedra-brújula, pero no se arriesgó a llevar también la varita, por temor a perderla o despedazarla. España, pensó con un estremecimiento de frío. O quizás California.
Cinco minutos después, había olvidado completamente porqué no le gustaba estar ahí.
Recogiendo la capa, sin estar muy seguro de por qué lo hacía, Lunático trepó a la roca y observó los alrededores.
De haber sido un lobo auténtico, Lunático sería el mejor ejemplar de su especie. Fuerte y lustroso, con un pelaje gris impermeable a cualquier inclemencia del tiempo, era capaz de correr a veinticinco kilómetros por hora como quien da un paseo matinal. Pero sus características más llamativas, sin embargo, eran las mismas bajo ambas apariencias, hombre u animal; la inteligencia que había hecho de él un estudiante notable y aplicado, le suponía a su otro yo canino una doble dosis de la peligrosa astucia por la que ya era famosa la especie. Sabedor de que había gente en el interior del castillo, olfateó y retrepó las puertas buscando el modo de entrar, pero pronto abandonó esa idea. Quizá no hubiera modo de atravesar esa puerta, pero tenía en cambio toda Rumanía a su disposición.
Trepando fácilmente por la nieve hasta el punto más alto de la montaña, el lobo observó nuevamente cuanto le rodeaba. El valle estaba oscurecido por la nieve y la niebla flotante, pero el cielo permanecía aún claro sobre las distantes cimas, teñidas de azul y naranja por los últimos rayos del atardecer. A Lunático le encantaba la nieve en todas las formas; durante las excepcionales tormentas que había vivido en Hogwarts, había pasado todas esas lunas llenas correteando, escarbando agujeros, persiguiendo copos de nieve y ladrando. A Canuto le encantaban esas raras explosiones de alegría de su digno primo canino, y había participado en la algarabía lo mejor que había sabido, pero el pelaje de los perros no era tan espeso, y pronto acababa empapado hasta los huesos, debiendo agacharse a cada momento para desprenderse del hielo que se le formaba entre las patas.
Lunático no recordaba todo eso explícitamente en aquel momento, así como tampoco podía verse agobiado por la culpa y el resentimiento de los que su yo humano no podía librarse al pensar en Sirius. Todo lo que sabía era que algunos de sus mejores momentos estaban relacionados con la nieve, y corrió a través del ventisquero con gozo salvaje, haciendo apenas unos leves surcos en el polvo de nieve con sus enormes patas. No flotaba olor humano alguno en las proximidades, y el instinto cazador del hombre lobo quedó rápidamente reprimido por el éxtasis de sentirse libre. Se detuvo en lo alto de una cornisa, apuntó con el hocico al cielo, y emitió un largo y profundo aullido.
El aullido fue devuelto.
Lunático se agazapó con sigilo, mirando rápidamente a su alrededor. Su posición estratégica le permitía otear cualquier cosa que se moviera bajo él, y esperó durante uno, dos minutos.
Como no vio nada emitió una serie de cortos ladridos, una especie de "¿quién está ahí?" en el mundo de los perros.
Unos ladridos similares surgieron tras de sí. Una cabeza peluda asomó tras un montículo de nieve, una cabeza como la suya, pero de la mitad de su tamaño. Luego asomó una segunda, esta más castaño rojiza que gris, de un animal más pequeño todavía. Luego una tercera, y una cuarta.
Lobos. Auténticos.
Lunático nunca había visto lobos de verdad. Los perros domésticos con los que se había encontrado por los alrededores de Hogwarts siempre salían despavoridos en su presencia, y toda la experiencia práctica que tenía en etiqueta canina había sido con Canuto. Aún quedaba en su mente lo bastante del humano y del hombre lobo domesticado que había explorado Hogwarts con sus amigos animagos, de modo que cuando dio un pequeño rodeo alrededor de los lobos no fue porque estuviera realmente asustado, sino porque de algún modo sabía que eso era lo que esperaban. Bajó la cabeza para parecer menos grande y amenazador, y movió la cola en un cortés arco.
No parecía darles miedo. La manada le rodeó en círculos cada vez más estrechos, hasta que Lunático quedó entre ellos, frotándose el hocico con el par alfa; la hembra rojiza y el macho gris. Los otros dos parecían más jóvenes, pero uno mayor que otro. Uno ya casi era un adulto, el otro aún parecía un cachorro.
Se echaron atrás otra vez, se acercaron de nuevo, y luego todos a una se reclinaron sobre los cuartos traseros y aullaron juntos.
Entonces los lobos se alejaron trotando, y Lunático los observó alejarse con un mágico cosquilleo más fuerte que cualquier encantamiento estimulante. Permaneció en esta actitud un rato largo antes de pararse a deshacer con los dientes las placas de hielo adheridas a sus almohadillas, luego echó a correr hacia las colinas una vez más.
Persiguió un conejo, vadeó una corriente, rastreó un zorro, pero sobre todo corrió, por encima, por debajo y entre la nieve, parando sólo para aullar de pura alegría. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había tenido la oportunidad de correr libremente que la aurora llegó antes de que comprendiera que debería haber emprendido antes el regreso. Aullando una última vez a la luna casi escondida, como si así pudiera detener su órbita, el lobo giró y rastreó su propia senda de vuelta al castillo... pero no había dado más que unos pocos pasos cuando se desplomó. Cinco minutos más tarde era un empapado, profundamente exhausto y, lo peor de todo, descalzo humano. Había perdido la capa por alguna parte, pero después de un par de intentos fue capaz de convocarla mágicamente, sintiendo la influencia de la piedra-brújula.
De no haber estado el castillo tan bien defendido, hubiera podido invocar también un par de zapatos, pero eso estaba fuera de consideración. Enterró el rostro en el cuello de la túnica para protegerse del aire helado, y maldijo su estupidez en silencio, pero la noche había sido tan regocijante que sus actuales miserias no podían molestarle demasiado. Tendría que andar, de todos modos, y entre la senda de huellas y la piedra-brújula no tenía por qué acabar perdido.
—¡Hey, tú!—llamó una voz masculina desde algún lugar cercano.
Remus se estremeció. Fue incapaz de imaginar la clase de mentira que pudiera sonar convincente... especialmente si esa voz pertenecía a un mago. Tratando desesperadamente de pensar algo, levantó la vista en dirección a la voz y divisó la figura de un hombre a unos doscientos metros de ahí.
Un muchacho, mejor dicho, que debía tener menos de veinte años... o incluso menos de dieciocho. Era moreno y pálido como un fantasma, y tenía bajo los ojos el mismo tipo de sombras oscuras que Remus conocía en él mismo.
Y estaba desnudo.
Esto no consiguió impresionar a Remus, ni tampoco le chocó demasiado; le había pasado ya las suficientes veces. Quizá Rumanía tenía toda la reputación que se merecía. Lo más preocupante era la terrible delgadez del muchacho; las costillas y la clavícula le sobresalían como si quisieran abrirse paso a través de la blanca piel.
—Sí, ¿qué pasa?—respondió, haciendo acopio del vocabulario de quinientas palabras que había conseguido adquirir. No debería haberse dedicado a correr por todas partes, menos aún cuando no hacía ni dos semanas que había llegado al país.
—Tú no eres de por aquí, ¿no?
—No,—respondió Remus.—Me alojo en el castillo.
—¿Qué castillo?
—El de la montaña... el castillo Arghezi.
El muchacho en un primer momento se mostró cauteloso, luego señaló divertido a lo largo del sendero de huellas;
—Eso está a más de treinta kilómetros de aquí,— dijo.
—¿Treinta kilómetros?—Remus se sintió morir. Si tan sólo hubiera aprendido a transportar la varita, ahora podría usar la aparición después de hacer una tontería como alejarse así. Podría ponerse un barrilito alrededor del cuello, como esos San Bernardos, para llevarla consigo...
—Yo vivo justo en esa colina,—dijo el chico.—Si quieres acercarte, pues mejor, me puedes acompañar.
No se movió, esperando la respuesta de Remus. Aquello se parecía mucho al encuentro con los lobos la pasada noche... esas palabras eran una especie de arqueo de cola, invitándole a hacer el siguiente movimiento.
No tenía mucho donde escoger, teniendo en cuenta que se le estaban empezando a entumecer los pies; además, ¿habría algo que temer?
—Gracias,—dijo cortésmente, ciñéndose la envolvente capa y corriendo hacia donde el muchacho esperaba. Más que corriendo, iba tropezando continuamente, pues la capa de nieve era muy espesa, e incluso cuando sus trasformaciones le reportaban más satisfacción que dolor, éstas le dejaban bastante mermado.
—¿Cuál es tu manada?—preguntó el muchacho, una vez que Remus se le acercó. Detrás de él había un rastro de sus propias huellas con forma de pezuña, que procedían del este y desaparecían en la niebla. Justo donde acababa la visibilidad Remus pudo distinguir varios rastros de huellas diferentes, que salían en todas direcciones desde una porción de nieve pisoteada y ensangrentada. Por lo menos tres hombres lobo, posiblemente más, habían estado allí esa noche.
—¿Mi qué?—preguntó, mirando aún fascinado las señales.
—Vaya, desde luego que no eres de aquí,—murmuró el chico, pasándose las manos por el pelo húmedo.—¿Qué eres, alemán?
Remus ya podía ver la granja, apenas a unas yardas de distancia, ubicada en una hendidura de las rocas. Parecía cálida y acogedora, y se preguntó si el muchacho la habría levantado él mismo.
—No, soy... escocés—dijo, respondiendo a la pregunta. Realmente era inglés, pero en los años pasados en Hogwarts había adquirido un acento que a menudo los latinos tomaban por alemán, y esto era una sutileza que le parecía innecesaria explicar a un licántropo rumano adolescente.
El chico empujó la puerta de la granja y Remus entró agradecido. Por dentro no era tan acogedora como había esperado. De hecho el ambiente estaba algo frío, y el suelo aparecía desnudo.
—No sabía que había de los nuestros en Escocia,—dijo el chico.—Dame un minuto, voy a por algo de leña.
El limitado rumano de Remus no se extendía hasta los términos muggles.
—¿Que vas a por qué?
—Leña,—repitió el chico.—Ya sabes, madera, árboles, para quemar, con lo que haces la hoguera y ya tienes calor...—Tenía los labios y los dedos de los pies azules, y estaba tiritando.
—Oh, perdón,—exclamó Remus.—Di por hecho... creí que eras un mago.—¿Un muggle licántropo? ¿Cómo era posible?
—Sí, claro que soy mago, pero no me digas que eres capaz de sacar fuego de la nada.
Confuso, Remus se dirigió a la chimenea de piedra e hizo precisamente eso. No había hechizo más sencillo; hasta un alumno de primer año sería capaz de llevarlo a cabo sin varita.
Cuando el muchacho vio y sintió las llamas se aproximó, envolviéndose en lo que parecía una vieja alfombra de lana que recogió del suelo. Tenía los ojos abiertos de par en par por la sorpresa y la admiración.
Ninguno de los dos habló en un largo rato, concentrados como estaban en entrar en calor. Para Remus, dominar de nuevo el lenguaje humano a la mañana siguiente de una transformación siempre le daba dolor de cabeza, y encima tampoco se le daban bien los idiomas. Dejó de tiritar en cuanto se le secó la capa, y empezó a preguntarse quién sería ese muchacho, por qué estaba solo, y a qué se habría referido con lo de "manada".
—¿Comiste algo anoche?—preguntó el chaval al fin.
—No. ¿Y tú?
—Unas cuantas ratas—suspiró.
Al principio Remus había supuesto que la delgadez del muchacho sería a causa de alguna enfermedad, pero no; sólo estaba hambriento. Sin mediar palabra le tendió la tableta de chocolate que llevaba en el bolsillo, complacido de notar que era bastante grande y recubierta de almendras. No aceptó cuando el muchacho le ofreció compartirla.
—¿Cómo te llamas?—preguntó, más que nada porque esa era una de las primeras frases en rumano que había aprendido.
—Grigore,—replicó con la boca llena.
—¿Grigore... que más?
El muchacho le miró algo perplejo, y luego se encogió de hombros.
—Grigore Beta.
No sonaba a nombre auténtico, pero el cerebro de Remus estaba demasiado nublado como para tratar de sacar conclusiones.
—Es un placer conocerte, Grigore—respondió, ofreciéndole la mano al muchacho.—Soy Remus Lupin.
El chico se quedó mirándole la mano un rato largo antes de estrechársela. Observaba a Remus como si nunca hubiera visto algo así en su vida.
—Me alegro que nos hayamos encontrado,—continuó Remus con una sonrisa.—Podía haber acabado terriblemente helado recorriendo los treinta kilómetros que me separan de casa. Uno no puede aparecerse en el castillo, ¿sabes?, y todavía no me las he apañado para llevar conmigo la varita cuando me trasformo.
Estaba convencido de haber conjugado los casos y las formas verbales adecuadamente, y se quedó bastante satisfecho consigo mismo, pero su pequeño discurso no pareció impactar tan favorablemente a Grigore.
—Ah, mierda de dragón, claro, perro—murmuró.
Remus no conocía el termino, pero el tono estaba claro.
—¿Qué quieres decir?
—Varita, aparición... sí, claro, por mi cola...—siguió murmurando.
Esa manera de hablar resultaba demasiado coloquial para alguien que llevaba sólo dos semanas aprendiendo rumano, poción políglota o no. Remus achacó la confusión a que aquel era el primer adolescente con el que se encontraba.
—Oh, disculpa, debería haberlo sabido; vuestra escuela mágica cerró hace años. Quizás tú puedas decirme cómo son educados los magos de por aquí....
Grigore torció el gesto con semblante desconfiado, de aversión.
—Por el amor de Selene, si hablas como un profesor—gruñó.—¿A que te dedicas?
¿Selene? se preguntó Remus. Por Dios, ¿qué clase de argot licántropo era ese? No sabía si estar asombrado u horrorizado.
—Bueno, soy profesor, mas o menos—respondió modestamente, preguntándose si Grigore no sería mucho más joven de lo que aparentaba.—Impartí Encantamientos en una pequeña escuela inglesa, y lo dejé, pues... —y en este punto habló con toda franqueza—porque allí odian a los que son como nosotros.
—Tú lo has dicho—murmuró Grigore, echándose atrás desde donde estaba porque tampoco quería alejarse mucho del fuego, sin dejar de atravesar a Remus con una mirada de escepticismo.—Nunca había conocido a uno de los nuestros con varita y todo.
De repente pareció que se le acababa de ocurrir algo;
—¿Acaban de morderte o qué, perro?.
En un momento Remus se sintió sobreprivilegiado y mimado; había sido el primero de su clase en acudir al mejor colegio de magia del mundo, y estaba completamente ignorante del destino de los otros.
—No,—respondió quedamente.—Me mordieron cuando tenía cuatro años, hace diecinueve.
El otro recibió esta información sin inmutarse.
—Eres mayor que yo,—fue todo lo que dijo;—acabo de cumplir los veintiuno.
Remus miró atónito aquel flaco y anémico chaval que todavía no necesitaba afeitarse (si bien tenía las cejas muy espesas; ¿sería característico de su raza?). Debía estar pasando mucha hambre. Debía estar pasando hambre desde hace años. ¿Acaso sólo contaba con apenas una noche al mes para proveerse de alimento?. Clavó los ojos en él largo rato, hasta que el chico se dio cuenta y se pasó las manos por el pelo, ahora seco.
—Bueno, yo soy de Bucarest, pero me mordieron a los trece años. En el colegio muggle no me querían, mis padres tampoco... así que aquí estoy. Manada Seis, del Alfa Vlad. Eso es todo.
Ese curioso discurso dejó a Remus aún mas deprimido. Le resultaba difícil imaginarse soportando todo lo que recordaba de cuando era un adolescente, la batalla entre la razón humana y los instintos caninos, el ansia de ser libre mezclado con el horror de atacar y matar a alguien... sin el apoyo de sus padres, sus amigos, Dumbledore...
—¿Necesitas algo?—tartamudeó.—Quiero decir... bueno, me has salvado la vida, si no es por tí posiblemente hubiera muerto congelado...
Grigore trató de permanecer estoico, pero un destello brilló en sus ojos.
—¿Hay algo bueno para comer en ese castillo?
—¡Claro que sí!—exclamó Remus,—te enviaré algo de pan... un pollo... un cordero también, si quieres.—Oh, Dios, pensó siniestramente, acabo de tirarle a Alexandru toda la manada Seis encima....
Una delgada línea de baba brilló en una esquina de la boca de Grigore, el cual no se tomó la molestia de enjugarla.
—Ahora sólo tengo que averiguar cómo conseguir sacar mi cola de aquí,—dijo Remus atreviéndose un poco con el argot, sin saber muy bien qué estaba diciendo exactamente.
Grigore sonrió maliciosamente.
—¿No sabes montar en escoba, bobby? Pensaba que eras mago.
—Oh, ¿tienes una?—Remus soltó un enorme suspiro de alivio.—Te la enviaré de vuelta, lo juro. Con la comida.
—¿Qué la enviarás...? Ah, claro.—Una sonrisa sarcástica se dibujó en sus labios.—Con tu varita.—Sacudiendo la cabeza, se dirigió a una esquina del cuarto y volvió con una vieja escoba, la cual ofreció sin mucha reluctancia.—Supongo que eres uno de los nuestros,—dijo, como si así tratara de explicar su generosidad.—Pero si no lo llego a ver con mis propios ojos...—y agitó de nuevo la cabeza.
—Muchas gracias,—dijo Remus. Sabía que sonaba como un esnob de último curso de una escuela para jóvenes duques, pero no lo podía evitar.
Grigore observó a Remus mientras montaba la escoba, incapaz de quitarle los ojos de encima.
—Sabes, puedo preguntarle a Vlad si te deja venir con nosotros, si quieres, vamos.
—Gracias,—replicó Remus formalmente, pensando sin embargo que lo último que desearía en el mundo sería acercarse a menos de mil pasos del tal Vlad Alfa.
—Mantente apartado de la fachada hasta que recibas el paquete,—advirtió Remus.—Hay mucha distancia y no tengo muy buena puntería.
La escoba estaba desequilibrada y se hacía difícil de manejar, pero al fin y al cabo había conseguido lo que pretendía, mantener los pies descalzos lejos de la nieve. El pensar en aquel lujo le hizo volver a sentirse tremendamente culpable. Onduló en el aire, con la vana esperanza de despertarse semienterrado en un banco de nieve en algún lugar y descubrir que había sido todo un sueño producto de la hipotermia.
—¡Y tú mantente lejos de los Siete, perro!—gritó Grigore tras él,—¡son malos tipos!.
Rumanía, Año Doce
La versión que Remus ofreció a Dumbledore de esta historia fue ligeramente censurada. Aparte de la obvia omisión a toda referencia a Cornamenta, Canuto y Colagusano, también suavizó bastante el argot y no hizo alusión a la honda impresión que le produjo el encuentro con Grigore. Tradujo "manada" como "pandilla", y tampoco aludió a que los hombres lobos locales carecían de todo apellido salvo "Alfa" o "Beta". En su opinión, no estaba bien revelar a alguien ajeno —un humano— la manera en que los de su especie se organizaban esencialmente como animales.
Y aún así, Dumbledore debía saber algo de eso, ¿no? ¿Acaso no le había admitido en Hogwarts para preservarle de un destino similar?
Si supiera, pensó Remus torvamente, que durante seis años he sido el Alfa más temido de estas montañas...
—¿Por qué me admitió en Hogwarts, director?—inquirió, tratando de que sonara casual, como un mero cambio de tema, deseando que no diera pistas sobre lo que estaba pensando.
—Todos los niños cuyo nombre aparece escrito en el libro reciben su carta de admisión,—respondió éste simplemente.
Remus frunció el ceño girándose hacia el jardín, de modo que el profesor no pudiera verle la cara. Estaba claro que eso no era todo.
—Pero me puso en un dormitorio con los otros chicos —dijo, casi como una acusación.—Y permitió que les mintiera. Ninguno de los profesores estaba al corriente, salvo usted y Minerva McGonagall.—Por algún motivo no contó a Madam Pomfrey; quizás porque a esa bruja nada podía pasmarla. Cada vez que se despertaba en la enfermería, la cama contigua contenía algo mucho peor; a veces aún se preguntaba qué fue lo que le pasó al niño de los tentáculos púrpura.
—Nunca me diste motivo de queja por tu comportamiento,—replicó Dumbledore.
El director estaba sentado en una butaca de madera antigua en el jardín, con una manta sobre las piernas, a pesar de la calidez de aquella mañana veraniega, y tomando largos sorbos de otro de los tés de Laszlo. El viaje había agotado sus fuerzas más de lo que aparentaba la noche anterior, y Remus le había insistido para que descansara mientras él intentaba salvar todas las verduras posibles del verano. Antes de que el invernadero del castillo fuera destruido, cultivar era mucho más fácil. Ahora sólo disponía de un trocito de jardín en el lado exterior de la puerta principal para poder aprovechar la exposición al sur. No había muchas cosas capaces de crecer a tanta altitud y en suelo rocoso, y constantemente sufría plagas de gnomos y pájaros, tanto mágicos como ordinarios, pero aún así había obtenido algunos tomates y un montón de ajo. Remus empezó a desenterrar los bulbos en aquel momento, desistiendo de sacarle la verdad al siempre evasivo Albus Dumbledore. Posiblemente nunca supiera porqué había sido admitido.
—Bueno,—dijo al sentarse, pasando la vista por las calabazas pequeñas y aplastadas, los pálidos tomates, y el ajo monstruosamente sano.—Puede que pasemos hambre, pero seguro que no nos atacan los vampiros.
Dumbledore suspiró levemente, tomando otro sorbo de té.
—Ese pobre muchacho—dijo pensativamente, pensando aún en Grigore.—Supongo que te recordaba a Peter Pettigrew. Recuerdo cómo solías dar la cara por él...
El rostro de Remus se ensombreció. No sabía bien qué le producía más dolor; el pensar en Peter, el pobre Peter asesinado en manos de un traidor, o en lo que fue del joven hombre lobo rumano.
—Es una buena comparación. Aunque puede que confiara mucho en Grigore, pero me equivoqué al pensar que podría mostrarme el mismo valor y lealtad que Peter.—Sacudió negativamente la cabeza.—¿Ha visto a los Pettigrew últimamente? ¿Ha conseguido superarlo ya la señora Pettigrew?—No sabía como se llamaba la madre de Peter. Sólo la había visto dos veces; la primera durante el segundo año en Hogwarts, cuando se alojaron todos en su casa la noche antes de la final de la Copa del Mundo de Quidditch. Los Pettigrew eran una familia de magos de raigambre con tres hijos, el segundo ocho años mayor que Peter. Los niños se dirigían a los adultos usando "señor" y "señora", y tenían que vestirse para la cena, donde permanecían calladitos y sentados escuchando los relatos de los hermanos de Peter sobre sus trabajos en el Ministerio, aturdidos por la elegancia y la formalidad del servicio de mesa y la cena refinada de cinco platos que les era servida mágicamente.
La segunda vez había sido en el funeral de Peter. Remus había visto a la señora Pettigrew llorando inconsolablemente desde una distancia prudencial... en aquellos días en que había sido tan estúpidamente ingenuo como para dudar de la culpabilidad de Sirius.
—Una madre nunca llega a superar realmente algo así—dijo Dumbledore solemnemente.—Pero se siente muy orgullosa de él, por supuesto.
—Fui una mala influencia—dijo Remus sombríamente.—Si nunca hubiera permitido a Sirius meterse en tantos problemas, él nunca...
—Semejante acto de traición no es una falta que debamos achacarnos ninguno de nosotros,—interrumpió Dumbledore. Luego suspiró.—Remus, te mentiría si te dijera que he venido hasta aquí con el único propósito de encontrar un profesor. Hay otra razón por la cual Hogwarts necesita urgentemente un profesor de Defensa....—Había algo ominoso en el tono de su voz.—¿Por qué no te acercas una silla? Creo que preferirás estar sentado cuando oigas esto...
Remus se había dejado la varita dentro; le parecía más entretenido llevar a cabo las tareas del jardín sin magia, exceptuando cuando se trataba de repeler plagas. De modo que cruzó la puerta, agarró otra de las duras sillas de madera y la arrastró por el pavimento de piedra hasta ponerla frente a la de Dumbledore. Se sentó con premura y clavó los ojos en su antiguo director, expectante.
Dumbledore apuró el último sorbo de infusión y dejó la taza tras la silla, entre los matojos.
—Sirius... —comenzó. Se aclaró la garganta;—Sirius Black ha escapado de Azkabán.
Remus se incorporó violentamente. Toda clase de datos y emociones contradictorias comenzaron a girar vertiginosamente por su cabeza, si bien no permitió que ninguna quedara reflejada en su cara. Dejó salir en voz baja el primer pensamiento que se le pasó por la mente;
—Pero si nadie antes ha....
Entonces se interrumpió.
Ninguna persona había escapado nunca de Azkabán.
Pero Sirius podía conseguir no ser exactamente una persona, ¿o no?. Menos aún, en realidad, que el propio Remus, puesto que era capaz de transformarse a voluntad y por un período indefinido de tiempo. ¿Habría permanecido esos doce años bajo la forma de Canuto? Remus sabía con certeza—porque lo había consultado una vez mientras estaba en el colegio, no sabía para qué—que nunca antes había habido animagos en Azkabán. ¿Qué podría pasar?
Sus trasformaciones se debían a dos tipos de magia muy distinta, pero ambos, Lunático y Canuto, tenían más parecidos que diferencias. Habían pasado horas y horas comparando sus experiencias, riendo frívolamente del modo en que la noche anterior cada uno había aferrado con los colmillos la garganta del otro. ¿Habría estado Sirius tan interesado en los detalles de la transformación pensando que podría resultarle útil para servir a Voldemort? ¿Sería tan inmune a los dementores como un hombre lobo... o más todavía?
Había dementores salvajes en Rumanía, como cualquier otro tipo de criatura tenebrosa imaginable. Habitaban en cualquier lugar donde hubiera tenido lugar un genocidio, opresión o guerra, y un dementor salvaje era a un guardia de Azkabán lo que un lobo rabioso a un perro policía. Las cuevas Petrosna estaban infestadas de ellos, y el patronus más robusto que Remus era capaz de materializar apenas le permitía adentrarse en el umbral. Nunca hubiera tenido esperanza alguna de purgar el lugar de semejantes criaturas... excepto en aquellas mágicas noches de luna llena. Transformado, podía adentrarse por todas las cuevas sin una náusea, y de hecho así lo había hecho. Algunas de las tareas más importantes que había llevado a cabo hubieran resultado imposibles sin esa habilidad.
El simpático recuerdo de Canuto meneando la cola y babeando de repente le pareció ominoso.
Miró directamente a Dumbledore a los ojos, y se dispuso a contárselo todo.
Pero... no pudo.
No solamente porque se trataba de una monstruosa traición (¡él, que se había atrevido a llamar traidores a otros!), sino también porque temía no ser creído. ¿Cómo iban a ser capaces tres magos quinceañeros, uno casi squib y otro posiblemente pensando ya en establecer conexión con Voldemort, de llevar a cabo uno de los hechizos más difíciles de las artes mágicas? ¿O ocultarle este hecho al mago más poderoso del mundo, cuando ningún otro en Hogwarts había sido capaz de mantener un secreto oculto por mucho tiempo? Se imaginó a Dumbledore desechando tal historia como las elucubraciones de un animal medio enloquecido tras cuatro años de soledad en un castillo ruinoso, que nunca había amado a nadie salvo a una criatura que era peor que él.
—Debe haber encontrado la manera de luchar contra los dementores, director—murmuró.—Y sin varita... ¿cómo cree que puede haberlo hecho?
—Esperaba que tú tuvieras alguna teoría,—dejó caer Dumbledore, con tanta inocencia como fue capaz de aunar.
Sí, Remus tenía una teoría; más aún, tenía una certeza. Si tan sólo pudiera...
Dumbledore confiaba en él, como siempre había hecho. Pero revelar el secreto de Canuto supondría abrir la puerta de los truenos, descubrir todas sus propias mentiras del colegio. Por supuesto que debería contárselo todo al anciano mago, ¿qué importaba eso ahora?. Pronto pondría a Dumbledore sobre la pista; no pensaría seriamente que estuviera capacitado para dar clases en Hogwarts.
Pero, ¿cuál era el problema?. De algún modo, saber que había al menos una persona viva en el planeta que confiaba en él tan completamente era el problema.
¿Qué era él, sino el producto de aquella confianza?
La comprensión de este hecho le llegó de repente, como un muro de agua que arrasa todo a sus paso en el momento álgido de una lluvia torrencial. Durante todos aquellos años en las montañas, lo único que le había sostenido era aquella simple certeza. Las fuerzas que necesitaba para buscar refugio cuando estaba herido, para guiar y mantener la disciplina en su manada, para luchar contra todo tipo de criaturas tenebrosas... todo procedía de ahí, se apoyaba directamente en la esperanza de poder hacer algo que justificara la confianza que había depositado en él el mago más grande del mundo.
Así que Sirius había escapado. ¿Realmente era tan grave? No seguiría libre mucho tiempo. Ya habrían enviado a los dementores tras él, seguramente, y tarde o temprano lo cazarían... Remus, algo incómodo, echó atrás su silla y se arrodilló para continuar metiendo las verduras en un saco, con la mirada apuntando al suelo para no tener que enfrentarla con el anciano mago que, paciente, aguardaba una respuesta.
—Conocí a Sirius Black hace mucho tiempo,—dijo con voz queda.—O creía que lo conocía.
Sirius le había mentido, había traicionado a Lily y a James... pero sus recuerdos de Canuto permanecían sin tacha. Sin embargo, había visto lo suficiente en los pocos años anteriores como para dudar incluso de la tan renombrada fidelidad canina.
Remus se puso en pie, y echándose al hombro la bolsa de recolección, dijo con fingida indiferencia;
—Creo que hoy voy a hacerle una sopa de ajo. Es mi especialidad.
.
La noche los sorprendió, seca y no demasiado fría, sentados en el gran salón bajo las estrellas, que parecían colgadas de las casi derruidas vigas del techo. Cenaron unos boles de humeante sopa con gruesas rebanadas de pan. Dumbledore desgranaba relatos de quidditch, algunos de los cuales parecían demasiado fantásticos para ser verdad. ¿McGonagall dejando a Harry jugar en Griffindor, suprimiendo la regla del primer año? Debía de estar ablandándose con la edad. Aunque cualquiera hubiera hecho lo mismo, pensó, si eso significaba ver perder a Slytherin incluso—increíblemente— con Snape por árbitro. No había duda alguna del talento del hijo de James y Lily sobre la escoba. Ni siquiera Voldemort, actuando a través de Quirrell, había sido capaz de derribarlo, aunque por supuesto había tenido algo de ayuda de sus amigos... y de Snape. Bueno, la gente cambia en doce años. Es posible que Snape también tenga su lado decente.
Sentado en el ruinoso hall bañado por la luz del fuego, Remus se sintió confuso de nuevo por la embestida de recuerdos llegaban a él convocadas por las historias del anciano mago. Caras, palabras, eventos largo tiempo olvidados se arremolinaban ante sus ojos, tan insustanciales como el vapor que brotaba de la superficie de su cuenco, pero tan perceptibles como el penetrante aroma de la sopa. No podía dar la espalda a todo eso, no importaba cuanto se esforzara por intentarlo. Pero él no era la misma persona, al fin y al cabo. ¿Qué sentido tenía que darle a todo eso? ¿Debía confiar a partir de sus instintos o de sus recuerdos, en cuanto a Severus y Sirius?
—Una sopa deliciosa,—dijo Dumbledore satisfecho, tendiendo a Remus el cuenco vacío.—¿Es de tu propia receta?
—Esto... sí. He tenido que aprender a cocinar usando bastante ajo.
—Los cocineros de Hogwarts no son capaces de hacer gran cosa con ajo—suspiró Dumbledore.—Nada comparable a esto, realmente.
—El secreto está en tostar primero el ajo a fuego lento hasta que adquiere la consistencia del caramelo. Luego necesita hervir en un buen caldo un par de horas. Yo utilizo para el caldo carne seca de cabra, pero supongo que con ternera quedaría mucho mejor.—Hay que oírme, pensó Remus. Esta es posiblemente la conversación adulta más larga que he mantenido en cuatro años... y estoy intercambiando recetas. Pero Dumbledore únicamente asintió complacido.
—Y el adobo, también—comentó.—Nunca había probado uno tan crujiente.
—Gracias,—replicó Remus apresuradamente. Aquello era receta de Alexandru, su favorita. Recordó que ambos solían pelar ajos juntos, diez o doce kilos cada vez, hasta que las montañas del frágil papel de la envoltura se arremolinaban a sus pies como hojas de otoño. El recuerdo de aquella pérdida dolía, no menos que las otras. Aún después de cuatro años, la herida aún permanecía bastante abierta.
Remus enjugó y limpió los boles vacíos con un trapo, y se entretuvo dejándolos junto al resto de sus escasos utensilios y menaje, incapaz de encarar al viejo mago, que permanecía sentado. El fuego se apagaba lentamente, permitiendo a las estrellas brillar con más intensidad sobre sus cabezas. Oyó a Dumbledore carraspear ligeramente, y se giró para verlo observando atentamente la destrozada bóveda, en los puntos donde las vigas que aún permanecían apuntaban como dedos hacia las estrellas.
—¿Luciérnagas?—preguntó con sorpresa y delicia. Una lucecita azulada bailaba en el aire, primero a lo largo de una de las vigas, para luego descender hasta rondarle por el sombrero picudo.
—Bojoci—replicó Remus en voz baja.—Así es como se les llama por aquí, pero tienen bastante en común con las luciérnagas.
—Ah, sí—murmuró Dumbledore, tendiendo la mano para comprobar así si la bailarina esfera azul quisiera acercarse.—Pero tenía entendido que son más frecuentes en los pantanos, no en las cumbres de las montañas.
Mientras hablaba, una media docena más de vibrantes bolitas de luz hicieron su aparición, rosas, amarillas y azules, flotando perezosamente hasta reunirse con su compañera. Danzaron alrededor de la cabeza de Dumbledore el cual sonrió, arrullándolas suavemente.
—Sí. Se les suele hallar en las pozas del fondo de los valles. Yo... ehem, las recogí. Parece que no les disgusta vivir en el castillo,—replicó Remus, sintiéndose extrañamente incómodo. Le resultaba algo embarazoso admitir que sus únicas mascotas eran unas insustanciales bolitas luminosas, y que había tenido que pasar grandes dificultades para transportarlas consigo por el camino hacia la montaña, dada su extremada fragilidad. En aquel momento mas de veinte bojocis bailoteaban sobre sus cabezas, intercalándose a través de las vigas fragmentadas, brillantes como si fueran estrellas que hubieran bajado del cielo para visitarles.
—Esto me recuerda a la decoración navideña del colegio,—murmuró Dumbledore con aprobación.—Flitwick (que aún es el profesor de Encantamientos, ¿sabes?), hace un trabajo de luces maravilloso en el gran comedor.
Eran preciosos. A veces Remus se acostaba a dormir en el gran salón del castillo, y yacía boca arriba durante horas viendo bailar las luces ante de quedarse dormido. Le parecía que proclamaban una especie de belleza que iba mas allá de su pequeña existencia, y de algún modo eso le reconfortaba.
Ambos magos permanecieron en silencio durante algunos minutos mientras los bojoci colmaban el salón de luz y movimiento. Remus, sin desviar la mirada de ellos, oyó como el mago se levantaba y se aproximaba a él.
—No has dicho nada expresamente, pero he dado por hecho que estás aquí por Alec—dijo Dumbledore quedamente.
Remus guardó silencio. No había una simple respuesta que pudiera explicar por qué había ido o se había quedado. Alexandru había sido su maestro, su amigo, incluso había llegado a ser hasta un padre para él en algunas ocasiones. Alexandru había puesto en él todas sus expectativas, si bien siempre le había permitido escoger su propio camino. En ocasiones tuvieron sus tensiones (como en lo tocante a las habilidades de Remus para liderar una manada de hombres lobo, por ejemplo), pero al final habían acabado por perdonarse, lo cual hizo la despedida menos amarga de lo que podría haber sido.
—Él me adiestró y yo... traté de ayudarle— balbuceó Remus, luchando por contener unas desacostumbradas lágrimas.
—Una gran pérdida para el Ministerio, y para todos nosotros, cuando decidió volver aquí—suspiró Dumbledore apesadumbrado.—Pero, tengo entendido que estos parajes llevan largo tiempo libres de vampiros, hombres lobo y otras criaturas tenebrosas. Y esto se debe a los esfuerzos de Alec... y a ti.
—Remus Lupin, cazador de vampiros,—se dijo el joven mago para sí, recordando el tiempo en que aquello le parecía un chiste. De hecho, las lecciones de caza de vampiros habían empezado poco después de su llegada al castillo, doce años atrás. En un principio no había deseado quedarse, pero entre lo aprendido de Alexandru y el regocijo de poder correr libremente durante la luna llena, pronto dejó de pensar en irse a otro lugar.
Rumanía, año Uno
La primavera tardaba en llegar a Rumanía, especialmente en el alto promontorio rocoso donde estaba situado el castillo Arghezi. La capa de nieve aún era gruesa en el patio del castillo, donde habían sido cavados ásperos caminos para acceder a la despensa y los establos. Dentro del invernadero de cristal, sin embargo, se dejaba notar la promesa del verano.
Remus se encontraba allí, embebiéndose de la luz de esa tarde de principios de primavera. El calor se concentraba bajo los magníficos paneles de cristal, adosados a los bloques de piedra gris del castillo. La noche anterior había sido luna llena—la cuarta desde su llegada—, y eso quería decir que se encontraba especialmente extenuado, por no mencionar las magulladuras que le había provocado una caída especialmente dura en la ladera de la montaña. El pequeño invernadero, ubicado en un lateral del castillo, cerca de la biblioteca, se había convertido en su refugio tras los plenilunios, proporcionándole el calor que necesitaba para revitalizar su cuerpo debilitado.
El sol se encontraba en el punto más álgido de la tarde, y se entremezclaba con las nubes atascadas en las cimas de las montañas. Estaba sentado en una silla con una manta, los ojos cerrados, aspirando el aroma peculiar de la tierra húmeda y los narcisos más tempranos. Había llevado consigo un libro de la biblioteca, Revenantes Rumanos, pero en aquel momento le importaba más la sensación del sol sobre su piel que leer sobre los no-muertos locales.
La puerta de la biblioteca se abrió con un suave chasquido, seguido de un ruido de bisagras. Remus abrió los ojos lo bastante para ver a Alexandru caminando por el invernadero. El mago se detuvo un momento para captar los ricos olores y la humedad del ambiente, y luego zigzagueó entre mesas y plantas colgantes hasta donde estaba Remus tomando el sol.
—¿Qué tal te encuentras, hijo mío?—preguntó. Se acercó una silla haciendo sonar la madera contra la piedra, y tomó asiento cerca de él. Alexandru parecía fascinado por todos los detalles de las transformaciones de Remus. Después de haber cazado hombres lobo tanto tiempo, tener uno en casa resultaba una excelente oportunidad para aprender más. (Mihail, por otro lado, apenas había intercambiado más de tres palabras con Remus, y procuraba estar lo más lejos posible de él en todo momento).
—El sol sienta bien,—contestó Remus, abriendo los ojos y sonriendo a su anfitrión.—No solemos tener un sol como éste en Inglaterra.
—A veces tiene sus ventajas vivir en la cima de una montaña. Las nubes no llegan a taparnos. Esta es la razón por la que nuestro pequeño invernadero prospera tan bien.—Hizo un gesto con la mano para abarcar la explosión de plantas que se derramaban de las macetas y mesas, y colgaban por todas partes.—En sólo un año hemos devuelto todo esto a la vida, pero no se parece en nada a cuando yo era un niño. Entonces teníamos árboles viejísimos y viñedos colgantes por aquí...
Calló, y sacudió la cabeza. Por algún motivo recordar siempre se le hacía muy amargo a Alexandru; todo lo asociado a su infancia en el castillo lo mencionaba con matices de felicidad y horror. Remus tenía que contentarse con vagas alusiones, fragmentos con los que trataba de recomponer el extraño puzzle de todo lo concerniente al mago y su castillo.
—Veo que has empezado a documentarte sobre nuestros vampiros,—comentó, haciendo un gesto al libro que tenía en el regazo.—Eso está bien; pronto habrás de tomar algo de experiencia práctica.
Había accedido a acompañar al mago a una expedición de caza por las cuevas del lugar, pero sobre todo por curiosidad. La alusión a la experiencia práctica lo hizo estremecerse con un sentimiento de anticipación que lo sorprendió.
—En esta región, los vampiros permanecen inactivos durante todo en invierno. Comienzan a despertar a principios de primavera.
—¿Porque no han tenido...eh, comida durante el invierno?
—Correcto. Como bien sabrás, los vampiros no pueden morir de inanición. Entran en una especie de letargo que a veces dura años, esperando la mejor oportunidad para alimentarse. Por aquí, los vampiros empiezan a actuar hacia mayo, y aprovechan todo lo que encuentran, habitualmente ovejas o los propios pastores. Abril es un buen momento para atraparlos, antes de que estén completamente despiertos.
—Así que ovejas o pastores...
—No tienen preferencias en cuanto a sangre. Para un apuro se sirven de la sangre de cualquier mamífero, pero la sangre humana (con la obvia excepción de la tuya, mi querido muchacho), es sin dudas su preferida. Les produce una especie de éxtasis, por llamarlo de alguna manera, que no consiguen de ningún otro modo, según he oído decir.—Este era uno de los puntos acerca de los que Alexandru parecía tener información de primera mano, si bien evitaba cuidadosamente mencionar cómo la había conseguido.—Así pues,—continuó— los cazaremos. Pero ahora dime cómo vamos a matarlos.
—Una estaca de madera en el corazón, por supuesto—comenzó Remus, sintiéndose un poco como si hubiera regresado a las clases de Defensa... aunque sólo habría un viaje de estudios asociado con esa lección.—Sauce o arce. Un solo golpe limpio.
—¿Y luego?
—La cabeza debe ser cortada y el cuerpo incinerado.—Todo eso era de conocimiento común. Remus no encontraba sentido a que Alexandru le obligara a responder preguntas de chiquillo de primer año.
—¿Cuánto?
— Ehm... ¿la estaca, quiere decir?—preguntó Remus, un poco despistado. Nunca había tenido mucho éxito en clase los días posteriores a la luna llena, como aquel. Para aumentar su confusión, Alexandru se sacó del bolsillo una estaca y se la tendió a Remus. Pasó el dedo a lo largo de la lisa y pálida madera, más puntiaguda hacia un extremo. Tenía aproximadamente unos veinticinco centímetros de longitud, y estaba muy afilada.
—Hechas por encargo para mí en los Estados Unidos—comentó el veterano cazador como casualmente,—por un chamán indio de Nueva York. El arce es de lo mejor que pueda encontrarse.
Recordó entonces cómo habían reído tontamente, casi sin poder aguantar el disimulo, en Hogwarts, cuando el profesor hacía sus paseos por la clase. Aquel insufrible y ampuloso profesor de Defensa que con orgullo lucía una estaca para dar a examinar a los estudiantes, posiblemente no había hecho más que fanfarronear acerca de su supuesta caza de un vampiro. El mago que ahora tenía enfrente en el invernadero con seguridad habría matado a más de uno.
—Cuánto tiempo,—volvió a preguntar pacientemente,—es el máximo que debe pasar antes de quemar el cuerpo.
—Antes de la siguiente puesta de sol. De otro modo podría... resucitar.
—Excelente—comentó el mago, recostándose en la silla con expresión satisfecha.—No son pocos los magos que han cometido el error de creer que basta con un simple estacazo en el corazón... con desastrosas consecuencias.
Mientras Alexandru continuaba con sus preguntas, cerciorándose de que el joven mago asimilaba correctamente las sutilidades de la ciencia vampírica, Remus volvió la atención a sus manos. Los vampiros no estaban vivos, ni volverían nunca a la vida. ¿No merecían acaso ser detenidos por sangrar vidas? ¿No darían la bienvenida a la muerte, el final que la naturaleza aguardaba para cada ser?
El hecho de ser considerado un monstruo merecedor de muerte hacía que Remus se preocupara obsesivamente por las complejas consideraciones éticas que implicaban el asesinato de algo, o alguien. Ciertamente, no podía depender de la ley para hallar una respuesta de lo que podría considerarse asesinato; pero en sus intentos por construir una filosofía coherente por su cuenta, en ocasiones pecaba demasiado de piadoso. Su lado humano nunca había dañado a una criatura viva. También estaba bastante convencido de que como lobo nunca había comido nada mas grande que un ratón, si bien a veces se preguntara hasta que punto podía confiar en los recuerdos de los hechos después de cada luna llena.
Clavó la aguda punta de la estaca en la palma de su mano. Aunque hubiera matado a alguien durante la transformación, aunque fuera un depredador, bueno... él estaba vivo, y los vivos matan para alimentar un cuerpo mortal. Los vampiros eran la muerte que se alimenta de la vida, cadáveres andantes apestando a decadencia.
La vida debe ser protegida, concluyó finalmente, y se hizo sangre por accidente en su propia mano. Esto sonaba aún como una hueca justificación, pero aún así tenía que encontrar a los no-muertos. Sólo de esa manera podría decidir si estaba preparado o no para afrontar el rol de cazador de monstruos.
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Cazar vampiros resultó ser un trabajo frío, sucio e incómodo. Remus y Alexandru pasaron días y días trepando por cuevas de todas las formas y tamaños sin llegar a ver más que un montón de murciélagos (y excrementos de murciélago). Al mago adulto no pareció contrariarle, es más, insistió en llevar con ellos a casa varios sacos de guano después de su primer día, según él, porque constituía un excelente fertilizante para las plantas del invernadero.
Remus se hallaba encajonado en una grieta entre dos ásperas paredes de roca, esperando que el otro mago le alcanzara. Esta cueva, la cuarta en pocos días, tenía un acceso estrecho y tortuoso, aunque Alexandru le había asegurado que se ensanchaba más adelante. Su pequeño fuego de mano lanzaba un resplandor débil y rojizo, apenas lo suficiente para iluminar hasta el recodo siguiente.
Cuando al fin oyó aproximarse al mago, Remus seguía debatiéndose en el angosto paso, y se preguntó una vez más qué pintaba él en una cueva en Rumanía, mas aún, en una cueva infestada de murciélagos en Rumanía. En parte sabía la respuesta, y tenía que ver con sus aventuras bajo la luna llena. Cada mes que pasaba, se encontraba con más ansias de correr y desmadrarse con los otros de su especie. Esperaba las transformaciones con alegre impaciencia, similar a la que había sentido en Hogwarts, cuando tenía por compañeros a Canuto, Colagusano y Cornamenta.
Pero también lo retenía algo más que los meros instintos lobunos. La lección que le había transmitido el veterano mago era convincente; ninguna escuela del mundo le enseñaría lo que podía aprender allí. Y, además, empezaba a sentir que Alexandru le respetaba, aunque a veces pudiera ser duro cuando se daba cuenta de que Remus había cometido un error. Sin embargo, aquí los fallos no suponían un punto negativo en un examen, sino la diferencia entre morir o salvar el pellejo.
Sintió una sorpresa vertiginosa cuando se adentro de repente en una cámara más grande. Se detuvo y volvió de color amarillo el fuego de mano, como una señal a Alexandru de que habían alcanzado lo que buscaban. Giró despacio y cautelosamente, inspeccionando el techo y las paredes rocosas. La cámara oval medía aproximadamente unos seis metros en la parte más larga. Parecía más seca que el pasaje que acababan de dejar atrás. Con un estremecimiento de emoción descubrió fragmentos de paja dispersos por el suelo de la cámara. Los adormecidos murciélagos que colgaban del techo no habían llevado la paja hasta allí; eran los vampiros los que en ocasiones gustaban de hacerse un lecho seco.
Cuando Alexandru surgió por la pequeña abertura, Remus hizo un silencioso ademán hacia el suelo de modo que las pálidas briznas amarillentas brillaran a la luz mágica. El mago hizo un severo movimiento de cabeza, pero sus ojos hambrientos daban señal de su entusiasmo. El rastro de briznas conducía al final de la estancia oval, a un lugar que desde la distancia parecía un callejón sin salida. Más de cerca, vieron una hendidura en la pared rocosa, que conducía a otra cámara. Remus extinguió el fuego de su mano y palpó en su abultado bolsillo interior en busca de una piedra, del tamaño de un puño, y cerró su mano alrededor al seguir al otro mago a través del recodo. El pequeño nicho al que se asomaron tenía una gruesa capa de paja en el suelo. Alexandru dio un paso al interior, mientras su compañero aguardaba en la entrada.
A la luz del fuego de mano de Alexandru, Remus pudo ver en primer lugar los pliegues de una prenda que acababan en la pálida piel de alguien (¿algo?) que yacía sobre la paja, en apariencia un muchacho. El joven y casi hermoso rostro se movió levemente cuando Alexandru agitó la varita mágica provocando una luz más brillante. Remus casi hubiera creído que se trataba de un joven pastor que hubiera elegido ese lugar para echar una siesta, hasta que la cosa abrió los ojos.
Los oscuros y vacíos ojos permanecieron fijos en ellos a medida que la criatura se incorporaba lentamente. No era como lo había imaginado. Remus había tenido contacto con algunos monstruos en el Bosque Prohibido (ogros, trolls, y una vez le pareció ver también una araña gigante), pero nada de eso podía prepararle para enfrentarse a los ojos de un vampiro; una cosa no humana, sin nada que ver con la naturaleza animal que los humanos compartían con los monstruos. Con un estremecimiento, se sintió perdido, atrapado en el extraño vacío que había detrás de aquellos ojos.
—¿Quién perturba mi descanso?—preguntó el vampiro lentamente, y se alzó sin dejar de mirar fijamente al severo mago que tenía ante sí. Hasta que Alexandru no le diera la señal, Remus no podía hacer otra cosa más que esperar y observar.
—Muchos años han pasado, Turzii,—comentó Alexandru solemnemente.—Creí que te habías ido.
—Y yo creí que estabas muerto, Arghezi—replicó con voz fría y dura.—Ha sido una idiotez por tu parte volver aquí. Ella se ha ido, ya lo sabes. Acabó harta de nosotros.
El mago se tensó levemente, pero su cara siguió siendo una máscara impasible.
—¿Y Cuza?
El vampiro dio un paso hacia Alexandru, que mantuvo su posición.
—No lo he visto desde hace años, pero le diré que lo buscas si lo encuentro.
La criatura se aproximó un paso más. Alexandru cruzó brevemente la mirada con Remus, cuando el vampiro siguió hablando.
—Sé que estará deseando verte, después de que tú...
El no-muerto se abalanzó hacia Alexandru al mismo tiempo que Remus gritó "!Helios!", alzando la mano en la que sostenía la piedra. Una luz brillante y cegadora inundó el nicho, desterrando las sombras y revelando incluso el color de las paredes de piedra. La criatura había extendido los brazos hacia la garganta de Alexandru, pero al sentir el impacto de la luz, cayó a sus pies gritando y tratando desesperadamente de cubrirse los ojos con las manos. La piedra solar que Remus sostenía no reproducía exactamente luz del sol, pero sí unos rayos lo bastante potentes como para provocar el suficiente dolor a un vampiro como para ralentizar sus movimientos. Nunca hubiera creído que ese trocito de roca, encantado o no, pudiera provocar tal efecto hasta que vio con sus propios ojos la forma que se retorcía en el suelo.
Sin perder la calma, el cazador de vampiros guardó su varita, y se arrodilló sobre el vampiro como si éste no fuera más que una alfombra o un mueble viejo. Con una manó forzó los hombros de la criatura contra el suelo, y con la otra extrajo una estaca del bolsillo. Mientras continuaban los gritos, Alexandru hincó la pulida estaca en el pecho del vampiro de tal manera que apenas sobresalía el otro extremo.
La cueva quedó en silencio. Remus solo oía la trabajosa respiración del otro mago y el aleteo lejano de los murciélagos en la cámara anexa. Hubiera podido quedarse allí plantado, con la piedra solar aún refulgente olvidada en su mano, mirando fijamente el rostro exangüe contraído en un grito fatal, de no ser porque Alexandru se dirigió a él incorporándose bruscamente, mientras se sacudía el polvo y las briznas de paja de la capa.
—Y ya lo ves, así es como hay que hacerlo,—comentó con gravedad, sin perder ese aire de profesor impartiendo una cátedra que solía adoptar. Hizo un gesto a Remus para que apagara la luz de la piedra solar, y éste obedeció, sumergiéndolos en una dolorosa oscuridad. Imágenes residuales bailaron ante sus ojos, monstruos mucho más fantásticos de los que alguna vez hubiera alcanzado a ver o imaginar...
Ese mes capturaron y mataron dos vampiros más, antes de que la calidez del clima los volviera más evasivos. La caza no paró después de esto, pero se volvió más difícil. Todas esas veces el mago interrogaba a sus víctimas acerca de algún vampiro en particular que anduviera buscando, pero nunca explicó a Remus el porqué. Tal vez lo hiciera con el tiempo.
Durante los primeros meses tras su primer encuentro, Remus siguió enviando regularmente comida y lechuzas a Grigore, pero nunca respondió a las invitaciones para conocer a la manada Seis en luna llena. Pasó esas noches consigo mismo, corriendo a través de la nieve, y manteniéndose apartado de los núcleos de población. Sin embargo sí veía regularmente a los otros de los de la especie durante las transformaciones.
Pero ahora era primavera, y la primavera no es momento para estar solo. Hasta la manada de lobos que había conocido durante su primera noche tenían un par de lobeznos, recién salidos de la madriguera... en ocasiones se había quedado quieto durante horas, viéndolos jugar con sus progenitores.
No tuvo más que insinuar a Grigore sus intenciones; Grigore consultó al Alfa Vlad, el cual transmitió su respuesta a través del beta, pues hubiera sido poco digno hablar directamente con Remus. Un poco extraño, pero todo parte de la aventura.
Programaron el primer encuentro en la granja media hora antes de la luna llena, la quinta desde su llegada a Rumanía. Remus salió en escoba del castillo aproximadamente una hora antes. Grigore había exagerado; no llegaba a haber veinte millas de distancia, pero aún así, el vuelo era considerable. Llevaba consigo la varita, cosida cuidadosamente al bolsillo de su capa, por si se presentara una emergencia antes de la salida de la luna o después del alba.
Seis jóvenes se reunieron en la pequeña y desangelada casita de Grigore, cinco chicos y una delgada y diminuta muchacha de ojos vacíos. Quedó claro al instante cuál de ellos era Vlad, primero, por el modo en que los otros lo rodeaban con un aire de protección y respeto.
Y segundo, porque aún bajo forma humana parecía un monstruo.
A lo largo de siete cursos de Defensa contra las Artes oscuras en Hogwarts, no habían tratado el tema de los licántropos más de seis o siete veces, y aproximadamente el ochenta por cierto de lo que aprendieron allí era erróneo en mayor o menos grado. Al principio, algunas de esas cosas hacían estremecerse a Remus, como la ley que ordenaba que los hombres lobo fueran incinerados tras darles muerte, como a los vampiros, porque se creía que estaban relacionados de algún modo y podrían resucitar convertidos en uno de ellos. Otras le ponían furioso, como la creencia de que la mordedura de un hombre lobo era peligrosa incluso bajo la forma humana. Pero la mayoría de cosas le daban más risa que otra cosa, especialmente el mito estúpido de que los hombres lobo podían ser distinguidos de la gente normal por una serie de diferencias físicas evidentes. Él permanecía sentado en clase con una insolente sonrisa, sabiendo que cada sarta de tonterías acerca de orejas puntiagudas y uñas en forma de garra sólo servían para poner más a salvo su secreto. En años posteriores, cuando ya había asimilado bastantes de las tendencias de asno sabio de Sirius, fue capaz de levantar la mano en clase y hacer inocentes aportaciones de los hechos convenientemente falseados. Su reputación en aquella clase era tal que siempre se le tomó por la palabra, y hasta ese día, todavía debía quedar algún que otro graduado de Hogwarts que aún creyera que los hombres lobo no distinguen los colores y les aterrorizan las calabazas.
Pero incluso el Slytherin más torpe habría acertado a la hora de reconocer al Alfa Vlad. Sus manos eran grandes y huesudas, las uñas con forma de garras. Su altura de metro ochenta y los anchos hombros lo hacían no menos imponente que un espantapájaros. El pelo, que no habría visto un cepillo desde hacía años, le caía sobre la frente en ásperos mechones y las descuidadas patillas le llegaban casi hasta los ojos. Una larga cicatriz, de dos centómetros de ancho, le cruzaba las tres cuartas partes del lado derecho de la cara, salvando el ojo a duras penas; el recuerdo, sin duda, de alguna reyerta. Pero ni todo ese pelo que tenía sobre la cara podía ocultar la mueca desdeñosa que le dedicó a Remus.
— Bueno, Fido— habló, arrastrando las palabras.— Así que has decidido unirte a nosotros.
— Así es, —respondió Remus simplemente, dirigiéndose al otro con estudiado distanciamiento. ¿Habría nacido así, lo cual se suponía que lo hacía peor? No, decidió al cabo de un momento, posiblemente sólo trataba de parecer intimidador. Esa reflexión le hizo sonreír (es lo que Sirius hubiera hecho). No estaba asustado; sabía que la verdadera prueba vendría media hora más tarde.
— Los betas me han contado que has conocido a unos cuantos de a tiempo completo, Fido,—siguió Vlad.
Remus se preguntó para sus adentros qué demonios tendría que hacer para dejar de ser Fido.
— ¿Unos...qué?
Vlad le echó a Grigore una mirada furibunda que decía claramente; "¿De dónde has sacado a este idiota?"
— Lobos, Fido. Reales. El papá, la mamá, y sus dos lindos cachorritos,— gruñó con malicia.
— Ah, si.— Remus recordó el mágico sentimiento que le embargaba cada vez que los veía.—Sí, son muy bonitos.
Vald flexionó los largos dedos con forma de garra, haciendo crujir las articulaciones.
— Pues ya no lo son.— Hizo una pausa y le lanzó una terrible mirada lasciva, enseñando los dientes partidos.—Ahora son el abrigo de un granjero del pueblo.
— ¿Qué? ¿Todos?— se impresionó. No sabía que decir.—¿Incluso... los bebés? —Fantástico, pensó. Sólo te falta llorar. Ahora sí vas a ser Fido para siempre.
— Tranquilo, Fido. El señor Fatulescu no disfrutará de su abrigo durante mucho tiempo.—Miró a los betas congregados a su alrededor, y estos rieron.
— Más o menos una media hora,—añadió Grigore.—Más bien menos.
— Vamos a matarlo,—adivinó Remus.
— Muy bien, Fido, aprendes rápido.
Eso era lo que había proclamado que iba a hacer en Rumanía, pero discutirlo así, en voz alta, sonaba más como un asesinato premeditado que como un mero impulso instintivo.
—¿Pero por qué tenemos que...?—comenzó, pero se detuvo al ver las malévolas expresiones de "lo sabía" en las caras de los miembros de la manada Seis. Tragó y pensó con rapidez.
—Quiero decir, si lo matamos, no estaremos enseñándole la lección. En cambio, si tan sólo lo mordemos y lo convertimos en uno de nosotros, entonces...
—Admirables sentimientos, Fido, dignos de tu educación,—se mofó Vlad.—¿Pero entonces, qué comeremos?
—Es granjero, ¿no? Quizá tenga pollos...
Vlad extendió los brazos abarcando a la manada, todos ellos esqueléticos y casi translúcidos por el hambre.
—¿Te propones alimentar a la manada Seis de pollos?—preguntó peligrosamente.
Remus suspiró y pensó en los cachorros.
—Está bien,—cedió.—Lo mataremos.
Vlad sonrió abiertamente y volvió a flexionar las garras. No era necesario exigir pactos o advertencias del tipo "haz lo que te diga". Todos sabían que no habría lugar para complot o conspiración alguna una vez transformados, y que mientras Remus no desafiara abiertamente la autoridad de Vlad, la manada Seis podía estar segura de su lealtad.
De todos modos, a Remus le costaba creer que las amenazas al agricultor pudieran ser más que palabras. A un hombre lobo le llevaba mucha práctica y disciplina recordar cualquier proyecto que hubiera planeado como persona. Los cuatro merodeadores pasaban un mes entero proyectando la siguiente aventura, y aún así Lunático a menudo intentaba salir corriendo ante cualquier rastro u olor que se le cruzara, pues pesaban más en él la furia de los instintos que cualquier travesura concertada con sus amigos interiormente humanos. Poco a poco, aprendió a controlar su carácter, y Colagusano, Cornamenta y Canuto idearon una serie de complicadas señales para recordarle en cada momento quienes eran y qué habían ido a hacer. Dudaba mucho que aquellos licántropos rumanos consideraran necesario ejercer aquella clase de auto control.
Sin embargo, los merodeadores nunca habían planeado un asesinato. Tal vez algo así venía más naturalmente.
Era mucho lo que no sabía.
—Vamos—dijo Vlad, en respuesta al acontecimiento celeste que todos ellos sentían simultáneamente.
Los miembros de la manada Seis salieron de la estancia y buscaron intimidad detrás de cada roca y recodo del terreno para aguardar a la transformación. Remus hizo lo que los demás, sin decir nada, reflexionando que tanto humanos como animales consideraban de gran importancia el ritual.
Fueron surgiendo tan simultáneamente como se habían retirado. La luna llena se elevaba ya varios grados sobre el horizonte, parcialmente obstruida por la niebla, y los lobos comenzaron otra clase de ritual; olfateos, frotamientos de hocicos y meneos de cola, demostraciones de una actitud amistosa.
Vlad no era el más grande de la manada; de hecho, resultaba un animal un tanto escuálido y desgarbado, con las costillas resaltadas bajo la piel. Grigore era en realidad el más alto, si bien bastante delgado. Lunático, bien alimentado después de siete años de banquetes en Hogwarts, pesaba al menos diez kilos más que el mayor de ellos.
No bastaba para hacerse con la manada entera. Pero durante sus aventuras con los animagos había desarrollado un lado oscuro que sintió que ahora podría hacerle falta. Él nunca fue capaz de enfrentarse a Canuto y Cornamenta como tampoco podría ahora contra la manada entera. Nunca lo admitió en ningún momento del mes, pero aquella cornamenta lo asustaba tontamente. Un perro no tiene más opción que conducir el ataque con su cara, y ni siquiera a un hombre lobo le gusta ser pinchado en un ojo. Fue en aquel entonces cuando aprendió rápidamente que para escabullirse de ellos, tendría que burlarlos. Ya que ellos conservaban su inteligencia humana y él no completamente, Lunático tuvo que hacer acopio de toda su capacidad para poder identificar las debilidades de sus compañeros de aventuras; Cornamenta era demasiado confiado, pues sus instintos herbívoros no le capacitaban para entender el concepto de derramamiento de sangre, y Canuto demasiado amistoso, siempre dispuesto a acercarse imprudentemente a la gente con la esperanza de recibir una galleta o una palmadita en la cabeza. A finales del último curso, el hombre lobo era capaz de dar esquinazo a sus compañeros con espantosa regularidad.
En las luchas de dientes y garras podía ser inexperto y tímido, pero no había ninguna duda de cual sería el resultado en una batalla de ingenios. Ya desde aquel momento, se puso en constante guardia ante cualquier indicio de credulidad en Vlad.
De momento, sabía que para seguir con vida lo más conveniente sería acercarse al Alfa con la cabeza baja y meneando la cola. Vlad hizo lo mismo, pero cuando se enderezaron, ninguno de los dos pudo resistirse a rizar un poco el labio para enseñar al otro el colmillo.
Como en su forma humana, los dientes de Vlad estaban rotos y aguzados, la punta de los caninos mayores fracturada en una línea irregular.
Los lobos salieron al fin, abalanzándose sobre las hojas mojadas, entre los árboles, y por arriba y debajo de las colinas. Se dirigían en efecto a una granja, acercándose con un descaro que sorprendió a Lunático. Él los seguía incondicionalmente, a pesar de que el instinto le gritaba que debían ocultarse. Cuando Vlad hizo un gesto a dos de ellos para que lo siguieran mientras los demás aguardaban, Lunático tomó el reto y lo siguió hombro con hombro, dirigiéndose a grandes trancos hacia la morada.
No habían mencionado si el granjero era un mago, o si los tomaría por lobos ordinarios, pero a Lunático poco le importaba. Podía oler al granjero antes de verlo, seguir su olor, cada vez más fuerte a medida que cruzaban la puerta de madera y subían la escalera hasta un pequeño ático donde había una cama de paja, una silla, y una ventana con forma triangular. En hombre estaba sentado en la silla, fumando en pipa y... ataviado con la chaqueta de piel de lobo.
Con un aullido de rabia, Lunático se abalanzó sobre su garganta; no le importaba que fuera un mago y pudiera matarlo, o si con eso estaba usurpando la autoridad de Vlad. Sólo deseaba matar, más de lo que lo había deseado nunca.
Pero fue la propia sed de sangre del granjero lo que le salvó; habiendo divisado el acercamiento de los lobos, llevaba un arma en su regazo, y fue capaz de disparar la suficiente munición a tiempo como para hacerle retroceder.
Balas ordinarias; o era un muggle, o los había tomado por auténticos lobos. No podían hacerles más daño que un pisotón en el pie a una persona, pero consiguieron hacer vacilar a los hombres lobo apenas una fracción de segundo, que el granjero aprovechó para arrojarse por la ventana abierta.
Aullando y ladrando, Lunático y Vlad bajaron torpemente las escaleras en su búsqueda. Fuera, los betas aguardaban inquietos esperando las instrucciones de Vlad. El tiempo que perdieron rasgando los arbustos donde había caído el granjero, éste lo aprovechó poniéndose a salvo en el granero.
Lunático estaba convencido de que, con un mínimo de inteligencia, podían abrirse paso hacia el interior del granero, pero Vlad los apartó de allí y pronto se encontraron de nuevo atravesando las colinas.
Dieron con un cervatillo, de menos de un año, y cojo. Vlad y la mujer loba lo derribaron, y todos se abalanzaron sobre él excepto Lunático, que consideró que los otros estaban más hambrientos que él, y Vlad, quizás porque quería mantener despierta su sed de sangre.
No quedó claro si fue Vlad o Lunático quien los condujo de vuelta a la granja. El Alfa no tomó la ruta directa hacia allí, pero los codazos del otro lo guiaron en esa dirección. Esta vez se acercaron más furtivamente, pero al llegar detrás del silo su olfato les indicó que estaba vacío. Observando detenidamente por debajo, por arriba, y luego al frente, descubrieron al granjero al acecho tras unos arbustos, con el arma.
Algo hizo vacilar a Lunático, y fue Vlad quien inició el ataque. Demasiado tarde, lo poco del mago experimentado que quedaba bajo la piel del lobo comprendió que el arma refulgía peligrosamente, como si llevaba algo de la misteriosa magia del astro que brillaba sobre sus cabezas...
Plata, el metal lunar. Lunático se abalanzó sobre Vlad, y lo sujetó contra el suelo antes de que pudiera alcanzar al agricultor.
El tiro fue alto, pero oyeron el aullido de uno de los betas. Las balas habían sido de plata, esta vez. Aún aprisionando a Vlad contra la tierra bajo su peso de noventa kilos, Lunático vio como el resto de los betas se precipitaban sobre el granjero antes de que éste pudiera recargar la escopeta, y lo despedazaban.
Vlad se sacudió, y Lunático saltó con avergonzada sorpresa, como diciendo caramba, debo de haber tropezado; no estaba seguro de cómo el Alfa interpretaría el ataque. Se enfrentaron durante un instante, enseñando los dientes con los ojos entrecerrados, y luego volvieron la atención al camarada caído, mientras los otros betas seguían devorando al granjero.
El lobo que había recibido el tiro era uno de los muchachos cuyo nombre Lunático aún no había aprendido. Yacía muy estirado, y cuando los otros lo hocicaron, notaron que ya empezaba a enfriarse y ponerse rígido. Se echaron hacia atrás, encogiendo los belfos en un gesto de repugnancia canina. Lunático nunca había olido la muerte antes, y soltó un bajo y grave gañido que pronto se convirtió en un lloriqueo de cachorro. Fue interrumpido cuando Vlad amonestó a los betas y estos corrieron, olvidando en su huida al compañero muerto y al hombre medio comido, una vez que quedó atrás el rastro oloroso.
Saciados, y afectados quizás por la pérdida o quizás no, la manada volvió a la parcela de Grigore antes de la puesta de la luna. Se enfrascaron en tareas intrascendentes, atusándose el pelaje y descabezando pequeñas siestas, hasta que el cielo clareó y acudieron a sus escondites de nuevo.
Remus despertó agotado, pero un mal presentimiento le impidió regresar de inmediato al castillo. No recordaba con claridad los acontecimientos de horas anteriores... sabía que había desafiado al Alfa, pero no cómo o en qué medida le afectaría. También sabía que algo había pasado relacionado con gente, y un extraño presagio le decía que debía esperar a lo que fuera a suceder. Tenía la ropa, su varita mágica, una escoba voladora y vagos recuerdos de donde había tenido lugar el problema. Los miembros de la manada Seis, igualmente agotados y perezosos después de su noche de glotonería, lo pagaron no prestando atención cuando él se marchó.
Los otros llegaron poco después del alba; cazadores, docenas de ellos, tanto muggles como magos, todos armados con garrotes, cuerdas, dagas de plata y antorchas encendidas. De los muggles era fácil deshacerse; en cuanto un par de escopetas se les dispararon misteriosamente en las manos, echaron a correr despavoridos tan rápido como podían.
Pero con los magos era más difícil. El encantamiento de discreción que Remus solía usar con los muggles para que le tomaran por un árbol ordinario no funcionaba con magos, y le resultó muy difícil controlar mágicamente los objetos de plata. La caza duró horas. Hizo lo que pudo, pero al final del día los cazadores se habían cobrado la vida de un hombre lobo y un joven muggle que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Cansado y confuso, Remus volvió al castillo Arghezi cuando el sol se ponía y la luna menguante empezaba a asomar.
Tenía que haber otra manera.
Dos meses más tarde no pudo ocultar su rebelión por más tiempo. Apenas una hora después de la puesta de sol, Lunático gruñó a Vlad y se abalanzó a morderle, a pesar de esperar recibir un ataque de cada dirección.
Pero, para su sorpresa, Grigore se puso inmediatamente de su parte, y Liszka, la joven hembra, también. Eso los dejaba a tres contra tres, y Vlad prefirió claudicar antes que arriesgarse a salir herido él mismo o lo que quedaba de su manada.
Tres era un número muy reducido, pero otra manada del área, la Cinco, se trasladó a Hungría, y los que no quisieron ir dividieron sus lealtades a partes iguales entre la manada Seis y el grupo de Lunático, la nueva manada Cinco. Tan pronto como la nueva manada se estableció en lo alto de las montañas y evitó el área sur de la casa de Grigore, los Seis los dejaron en paz.
Remus era ahora responsable de seis salvajes, analfabetos y hambrientos jóvenes licántropos. Sabía que existía la manera de que pudieran coexistir con la gente en los pueblos, pero no tenía ni idea de por dónde empezar.
Lupeni, lo llamaban, y el nombre no le pareció mal. Era mejor que Fido, después de todo. Y Remus John Lupin, cuarto de su promoción en Hogwarts, pensó, nunca podría salir adelante en las duras montañas de Rumanía.
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Capítulo Cuatro; Lealtad (próximamente...)
