Capítulo Cinco; La Calma que Precede a la Tormenta

Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos que tanto anduvo errante...

Homero, La Odisea

Rumanía, Año Doce

Llovía. El cielo se había abierto durante la noche y la lluvia se vertía a cántaros sobre las montañas. Como siempre, había goteras por todo el castillo. Remus se despertó con el sonido de una gota que caía a intervalos regulares sobre el suelo de piedra de su habitación. El techo dejaba filtrar el agua por un sólo punto, razón por la cual había escogido ese cuarto en particular... el antiguo cuarto de Mihail, en realidad.

Se incorporó con un suspiro, incapaz de dormir con el tamborileo de la gota. Estaba muy enfadado consigo mismo esa mañana; enfadado por no decidirse nunca a hacer algunas de las cosas que podrían hacerle la vida mas fácil (de hecho disponía de una gran provisión de madera destinada a arreglar los techos), y enfadado por permitir que el anciano mago se hubiera quedado otra noche. ¿Pero qué otra cosa podía hacer?. No podía dejar que bajara solo por la montaña, en la oscuridad. Y ahora, encima, llovía.

A veces, en verano las nubes de tormenta se asentaban en la cima de la montaña durante días, incluso semanas.

Podría guiar perfectamente a Dumbledore montaña abajo, incluso con lluvia. Una parte del camino tendía a inundarse, eso era cierto, pero se podía conjurar un puente en caso necesario.

Remus, en contra de su costumbre, no se levantó inmediatamente. Se sentía un poco confuso, atrapado aún en la maraña de los sueños. Se puso una camisa de lana basta y empezó a desenredarse el pelo, mientras trataba de evocar el fantasma evasivo del sueño que había tenido. En doce años le había crecido mucho el pelo -nunca había encontrado razón alguna para cortárselo en el tiempo que llevaba allí- , y reflexionó sobre lo que pensarían los estudiantes de un lugar como Hogwarts de un profesor que parece un... animal salvaje.

Dumbledore debía estar realmente desesperado para considerarle seriamente para el puesto. No es que él no hubiera tratado de mantener su nivel académico durante todo ese tiempo, y conocía muy bien a las criaturas oscuras, demasiado bien en algunos casos. Pero el resto del profesorado no se mostraría tan entusiasta como el director; rió en silencio al imaginar la reacción de Snape si tuviera que compartir la mesa principal o el cuarto de los profesores con su viejo amigo el hombre lobo. Sólo por eso valdría la pena.

Frunció el ceño, disgustado consigo mismo por divagar sobre semejantes tonterías. Sería demasiado peligroso durante la luna llena. No es que le importara demasiado comerse a alguien del personal... ¿estará todavía Filch?, se preguntó. No, eran los estudiantes los que de verdad le preocupaban. Desde luego, siempre le quedaba la Casa de los Gritos.

Con un estremecimiento, le vino a la cabeza parte de sus sueños. Soñó que era un lobo, pero no el sueño familiar en el que se veía corriendo libre bajo el ojo atento de la luna. Enjaulado. El lobo había sido enjaulado. Los sonidos volvieron a sus oídos; gritos e insultos, gente que rodeaba la jaula pinchando y arrojando cosas al lobo que aullaba y se debatía, dando vueltas, vueltas y más vueltas, moviéndose en círculos cada vez más apretados, tratando de afrontar a los atacantes, sintiendo los aguijones que salían de la nada.

No necesitaba recurrir a vidente alguna para interpretar ese sueño; ¿cómo iba a volver a ser un animal domesticado?. Doce años de libre albedrío, con manada o sin ella, le habían cambiado mucho, quizá demasiado.

Se pasó los dedos por el pelo una última vez, no sin pasarle por alto la cantidad de líneas grises que encontró. Esto lo complació. Para él el color gris significaba la fuerza y la belleza del lobo, no la decrépita senectud de los humanos. Se recogió el pelo en la nuca con una mano y con la otra lo sujetó con un pesado prendedor de oro. Sabía que era una bobada conservar ese prendedor, y más aún llevarlo. Pero cuatro años no habían bastado para olvidarla, y esas últimas palabras... por eso lo guardaba.

Sacudiéndose de encima recuerdos viejos y nuevos, Remus se puso en pie, acabó de vestirse y se afeitó; al fin y al cabo tampoco había perdido todos los hábitos de la civilización. Pudo esquivar las goteras del ala oeste, pero hubo de conjurar un encantamiento casco-burbuja por su paso por el gran salón. Mientras se acercaba a la chimenea vio con nuevos ojos los montones de escombros que normalmente rodeaba sin pensar. No estaba seguro de poder mover las vigas del techo, pero parte del resto de los cascotes sí que podría desalojarlos con un poco de magia. Antes de que llegara el invierno, decidió, tenía que conseguir dejar el castillo en mejor estado.

En el momento en que Dumbledore apareció en el gran salón, la lluvia había amainado hasta convertirse en una fina neblina. Remus había conseguido quitarse de encima gran parte de su humor melancólico, y hacía gachas de avena en un pequeño caldero, al fuego del hogar.

—Buenos días, director—saludó en tono agradable, girándose al oír los pasos.

El anciano mago se aproximó al fuego, junto a Remus, pero sus ojos se fijaban en la parte superior del techo. Miraba a través de un profundo agujero, a pesar de la llovizna, observando algo con concentración y, como notó Remus, también con una pizca de temor.

Los ojos del anciano debían de ser aún muy agudos, ya que a Remus le llevó un minuto captar lo que había visto. Ambos permanecieron de pie, observando sin hablar, mientras el objeto se hacía más y más grande a medida que se acercaba a ellos. Primero apareció el contorno de unas alas poderosas, las peligrosas garras, y el pico semejante a un cuchillo. Aparentemente a unas pulgadas del filo de las aristas vigas, que se entrecruzaban sobre los huecos del techo, la criatura se desvió de nuevo hacia arriba como si se hubiera encontrado con una pantalla de cristal, dio una vuelta en el aire con un chillido estridente y se alejó planeando.

—Un roc,—comentó Remus pensativamente.—Creo que lo he visto antes. Los pájaros no parecen comprender muy bien las barreras invisibles, ni siquiera los mágicos—añadió como ocurrencia de última hora.

Dumbledore se había relajado durante el acercamiento del pájaro, adivinando al parecer los secretos de la barrera protectora.

—Un hechizo extraordinario—comentó, acercándose a uno de los muros derruidos y sacando el brazo a través de él. Luego lo intentó de nuevo pero asiendo la varita, y su brazo fue desviado tal y como lo había sido el roc hacía un momento.

—Las protecciones sólo son sensibles a la magia.—Alzó la mirada al cielo.—La lluvia, la nieve, los mosquitos... pueden ir y venir a su antojo. A no ser que no haya estado atento, no puedo notar que se queden muchos días.

—Todavía descubro algunas nuevas de tanto en cuanto,—admitió Remus.—Alec era un maestro de lo elegante y sutil. ¿Ha notado, por ejemplo, que los rayos ultravioletas no pueden penetrar por ningún lado salvo por donde solía estar emplazado el invernadero? ¿Y que el sonido de las voces no se transmite de una habitación a otra?

—En efecto,—dijo Dumbledore.

Remus se sintió como un idiota; por supuesto que el director lo había notado. Era muy poco lo que escapaba a su detección. Volvió su atención al fuego, deseando que las provisiones de Laszlo les duraran toda la tormenta. Tendrían pan en abundancia, y quedaba aún algo más del soso cabritillo seco que Remus había servido la noche anterior en lugar del cordero que había matado hacía dos semanas. De algún modo no le parecía apropiado ofrecer a Dumbledore algo que él hubiera matado durante la luna llena.

Vaciló también en ahondar más de lo necesario en explicaciones sobre protecciones mágicas. Remus había aprendido de Alexandru todo lo que había podido asimilar, para ser capaz de mantener a salvo a los hombres lobo en el bosque y a los humanos en la aldea, una vez al mes.

Pero Dumbledore no parecía tan dispuesto a dejar el tema por concluido, entusiasmado como estaba con los detalles que venían de mano de Alexandru. De modo que cuando se sentaron sobre las piedras cerca de hogar y dieron cuenta del desayuno, sintiendo el calor en la espalda, siguió interrogando a Remus acerca de las complejidades de las defensas del castillo.

—Debes haber aprendido bastante,—meditó Dumbledore.—Me ha parecido detectar un estilo diferente en el hechizo de la torre. Un modo encantador de proteger los libros, incluso con el techo entero amontonado sobre ellos.

—Mmmh,—replicó Remus con evasivas, repentinamente interesado en sus gachas de avena. Pero por supuesto Albus Dumbledore era capaz de detectar esa clase de sutilezas.

—Me imagino—dijo el anciano mago sagazmente,—que Alec te habrá enseñado a hacer barreras lunares. Era muy bueno en eso. Fue a Hogwarts a mostrárnoslas...oh, debe hacer como cuarenta años de eso... una vez que tuvimos un hombre lobo en el Bosque Prohibido, el último exceptuándote a ti.

Remus le miró con un movimiento repentino.

—Pero yo nunca estuve en el Bosque Prohibido, por supuesto—mintió fácilmente, tanto para sondear a Dumbledore como para cubrir su sorpresa. Desde luego, eso explicaba los remanentes de la antigua barrera que Canuto y Cornamenta habían descubierto aquella noche.

Los recuerdos del acontecimiento real eran neblinosos, como lo eran todas sus memorias de las noches de luna llena, pero nunca había olvidado la discusión que tuvieron sobre ello al día siguiente. Sirius estaba seguro de que Dumbledore los había pillado, pero por alguna razón no los llamaba al orden sobre ello; James insistía en que la barrera era antigua, tan antigua que el cálculo de las fases lunares estaba ligeramente desfasado, lo cual les hubiera permitido deslizarse a través de ella tarde o temprano. A causa de las leves variaciones de la órbita lunar, las barreras lunares no podían ser activadas simplemente de vez en cuando; había dos modos de hacerlo: el primero era ponerla en marcha mediante un lunascopio, era lo más fácil, pero era necesaria cierta infraestructura. El segundo, la especialidad de Alexandru, requería conjurar un campo que fuera exquisitamente sensible a la influencia de las mareas. E incluso esto podía perder exactitud con el tiempo, pensó, ya que habían ligeras diferencias entre una luna llena y el día antes y después.

Así que el sensato Cornamenta tenía razón. Y a Dumbledore todavía no le había llamado la atención su mentira; ¿de verdad creía honestamente que Remus había pasado setenta noches en la Casa de los Gritos?

A medida que empezó a relatar sus esfuerzos por precaver que los licántropos rumanos mordieran a los aldeanos, fue dolorosamente consciente de que era sólo añadirse al engaño. Sí, dentro de los dos años posteriores a su conversión en Alfa el número de mordeduras en las áreas circundantes de las montañas se redujo casi a cero; pero decir esto, encubriendo los conflictos morales que lo habían atormentado desde que lo consiguió, hacía que sonara como si hubiera elegido el lado de los humanos... Aún se preguntaba si había hecho lo correcto. Especialmente, porque sus esfuerzos finales para reducir el índice de mordeduras de pocas a ninguna había tenido desastrosas consecuencias.

Incluso el pensar en cómo había comenzado era difícil -habían pasado tantas cosas juntas ese verano-, pero posiblemente empezó todo con un mapa.

.

Rumanía, Año Ocho

—Hey, papá, ¿puedo coger tu escoba para ir al pueblo?

—No lo sé; ¿has acabado de hacer los deberes?

El chico entró en la cabaña de madera con la escoba en la mano, y parecía exasperado. Tenía la altura corriente para sus trece años y medio, pero era algo flaco, y llevaba el pelo negro hasta los hombros recogido en la nuca con una tira de piel de cordero velludo.

—Que síiii... —masculló en respuesta,—claro que los he hecho.

—Bueno, déjame que los vea y luego te puedes ir.—El hombre al que llamaba "pap", sentado ante una mesa casera de madera de pino sin pulir, en el centro de la sala de estar de la casa de campo, tenía edad suficiente como para merecer tal título, pero no se parecía en nada al muchacho. Echó un vistazo por encima del mapa y del pedazo de pergamino sobre el que había estado tomando notas, e hizo un gesto al chico para que tomara asiento en la otra silla.

—Espera un momento...—murmuró el muchacho, apoyando la escoba contra la pared y tomando como al azar un objeto cuadrado del suelo. Lo manipulaba con cuidado, como si se tratara de algo vivo, y no podía ocultar el orgullo en su cara cuando se lo tendió a su padre.

—Mira, es una panera. Todavía tiene algo de carey, pero...

—Bueno, pero está muy bien—corroboró el hombre.—¿Puedes devolverla a su estado anterior?

El chico vaciló, y luego sacó una varita del bolsillo. Miró de reojo a su padre varias veces, luego a la panera, le dio unos golpecitos... y de repente apareció una tortuga arrastrándose a través de la mesa.

—¡Excelente!—dijo el padre.—La llevaré de vuelta a la cala mas tarde; debe de estar hambrienta después de estar aquí. ¿Y los otros deberes?

—Sólo he hecho esto,—admitió el reacio estudiante con el ceño fruncido.—No hice esa cosa muggle...

—¿Cosa muggle?—su padre levantó las cejas.—Esos eran los libros que usé cuando tenía tu edad, en la escuela mágica...—le falló la voz. Nunca hablaba de su antigua vida.

Esa breve incursión en lo desconocido cautivó al muchacho, que tomó asiento a la mesa.

—¿En serio? ¿Declinaciones latinas? ¿Y astronomía?

—Los de nuestra clase necesitamos el latín más que los muggles—dijo el hombre con un deje divertido.—Aún está por ver alguien que pueda hacer retroceder a un dementor entonando "expectus patrono". Y ni falta que hace decir para qué necesitamos la astronomía.—Puso una nota sardónica en esa última frase que hizo que ambos irrumpieran en una sonrisa.—Bueno, Bela, ¿puedes decirme qué es lo que causa las fases de la luna?

Bela suspiró. Prefería estar afuera disfrutando de esa tarde de primavera y haciendo alguna pillería, no que le obligaran a pensar.

—Ah, y yo qué se. La tierra que se mete por medio, supongo.

—Eso es lo que cree la mayor parte de la gente,—dijo su padre con un divertido gesto de "te pill"—Pero, en realidad, es cuando la tierra está entre el sol y la luna que está llena... y cuando no hay nada en medio es nueva.

—¿En serio?—El chico alcanzó el libro de texto, que había abandonado abierto sobre la mesa, interesado a pesar de todo.—Si los dibujos se movieran, ayudaría un poco más; por eso pensé que era un libro muggle...

Su padre frunció el ceño.

—Deberían moverse,—dijo pensativamente.—Solía haber un cristal que los hacía aparecer en tres dimensiones y girar... se debe de haber perdido.—Cogió el libro y hojeó las páginas, luego lo levantó y lo sacudió.

No encontró ningún cristal, pero un pequeño triángulo de pergamino que parecía haber sido rasgado a toda prisa, cayó revoloteando sobre la mesa entre ellos. Los borrosos garabatos en tinta verde decían; "9 p.m. en el SB, Cornamenta".

El hombre la miró fijamente durante un momento, luego dobló la nota con cuidado y se la metió en el bolsillo.

Se produjo el silencio durante unos instantes. Luego, la curiosidad de Bela sacó lo mejor de él; ya leía bastante bien en inglés por aquellos días.

—¿Quién es Cornamenta?—preguntó.

—Un amigo,—respondió su padre quedamente, pero con una leve indirecta en la voz que advertía que realmente no deseaba hablar de eso.

—¿Y dónde está?

—Ha muerto.

Bela asintió con comprensión. Algunos de sus amigos también habían muerto. Tomó el libro otra vez y lo hojeó, como si pudiera averiguar así algo más de ese pasado del que no se podía hablar. Llegó a una etiqueta en la parte frontal, con un enrevesado escudo y un nombre escrito en tinta descolorida, y leyó en voz alta;

—Draco dormiens nunquam...—que tradujo fácilmente a su rumano natal:—¿Nunca hagas cosquillas a un dragón dormido? ¿Qué es todo esto? "Remus J. Lupin, Gryffindor"... ¿Eres tú, papá?

El hombre rió, con la mirada perdida.

—Lo era, sí.

—¿Qué es Gryffindor?

—Es una de las casas...—señaló a los cuatro animales en torno al escudo, y relató a su hijo un poco de la historia de Hogwarts sin aventurarse más allá del siglo once.

—¿Y, por qué parece que la serpiente está, uhm...?

El hombre echó una ojeada al dibujo y rió.

—¿Vomitando? Supuestamente no es así;lo hizo uno de mis amigos. A los Gryffindors no les gustan mucho los Slytherins... "Esa gente astuta utiliza cualquier medio para lograr sus fines"—recitó de pronto en inglés.—Una panda de bastardos babosos es lo que son, más bien.

Bela rió.

—¿Y qué se dice de Gryffindor?

—"Puedes pertenecer a Gryffindor, donde habitan los valientes..."

—¿En serio? ¿Valientes?—Aceptó esto con la típica aversión adolescente a creer cualquier cosa buena de sus padres.—Bueno, supongo que eres muy valiente, papá, pero mamá es mucho mejor cazadora.

—Lo sé—suspiró Remus, tratando de no dejar traslucir mucha amargura en su voz. Estaba dispuesto a admitir que Liszka era dos veces más lobo que él, pero lamentaba que su concepto de deber maternal empezara y acabara con la luna llena. Él nunca había esperado encontrarse con un niño al que criar (y siempre pensaba en él como niño, no como cachorro), pero el instinto y la tradición hacían al miembro más joven de la manada Cinco más hijo de Remus y Liszka que si lo hubieran tenido realmente.

A lo largo de los setenta y seis meses desde que el chico se había unido a ellos, había intentado convencerle en incontables ocasiones de que volviera con sus padres humanos. Ellos no lo querían, sin embargo, ni tampoco ninguna de las escuelas de los pueblos circundantes a Stilpescu. Todavía existía mucha tradición mágica, y todo el mundo sabía lo que era el muchacho; no había manera de encontrar una escuela exclusivamente muggle donde nadie pudiera sospechar, como habían hecho los Lupin.

O como lo habían intentado hacer... hasta que tuvo nueve o diez años, y su faceta humana aún era demasiado infantil como para luchar contra la adolescencia del monstruo. No era de extrañar que los Muscatura lo trataran más como a un tigre amascotado que como a un hijo, y quizás estuviera mejor allí con unos padres adoptivos que le comprendían, quienes si el muchacho se ponía un poco gruñón simplemente lo mandaban al bosque a jugar un rato. Liszka no tenía ningún problema en controlarlo como lobo, aún cuando su cabeza ya no le cabía en la boca. La buena voluntad con la que Bela se había adaptado a ellos, llamándolos papá y mamá y acudiendo a ellos con sus problemas, hacía que Remus se sintiera al mismo tiempo culpable y extrañamente satisfecho. Le complacía parecer capaz de ayudar a Bela, pero le sabía mal haber tenido que alejarlo de sus padres para conseguirlo, y que no pudiera hacer más.

Por lo menos en casa de Grigore Bela tenía compañía constante, siempre había por allí algún miembro de la manada Cinco, y se reunían todos como mínimo una vez al mes. No tuvo que excusar sus ausencias de largos días con Alexandru, pues éste estaba enfrascado en su búsqueda obsesiva del evasivo Cuza. Trataba de pasarse por allí lo bastante a menudo como para enseñar a Bela un poco de magia, un poco de latín, y con suerte algo de autoestima.

—Sabes, Bela—comenzó suavemente, algo horrorizado en un rincón de su mente por lo mucho que sonaba como sus propios padres,—eres muy inteligente, y si estudias un poquito... también tendremos que conseguirte tu propia varita; siempre se consiguen mejores resultados si la varita te escoge a ti... puedes llegar a ser casi cualquier cosa te propongas.

Bela puso los ojos en blanco.

—Grigore me dijo que vivías en una ciudad con humanos, pero no me lo creo..

Remus rió.

—Pues es verdad.

—¿Sí?—pensó durante un momento.—¿Y volabas al bosque en luna llena?

—No, yo... en realidad de encerraba.

Bela sopesó esto, incrédulo.

—¿Encerrado? No se... yo creo que me comería hasta los muebles,—admitió con una sonrisa de satisfacción.

—Bueno, sí, lo intenté.

—¿En serio?—su padre era hoy una caja de sorpresas.—Pero entonces... quiero decir, ¿por qué lo hacías?

Esa era una buena pregunta.

—Supongo que era necesario, porque había cosas que yo quería hacer, aprender... —Remus hizo una pausa y luego continuó:—los humanos no... no comprenden cuán importante es nuestra noche para nosotros, y yo tampoco conocía ningún otro...

Bela sacudió la cabeza, y su expresión medio escéptica se cambió por otra de total estupefacción.

—¿Entonces te hacías pasar por humano todo el tiempo? ¿Y no te oían destrozar los muebles?

—Sí, pero la mayoría creían que eran fantasmas... en cambio otros... —palpó la nota de su bolsillo.—Otros se lo figuraron. No todos nos odian, ¿sabes?

—Los magos sí—replicó Bela enigmáticamente.

—No, no todos... Nunca te he contado esto, Bela, pero dejé mi país porque todos... todos mis amigos murieron en un solo día.—A la vista del muchacho que lo miraba absorto, continuó a media voz.—Fueron asesinados por un mago oscuro que había tomado el poder por todas partes. Se hacía llamar Lord Voldemort. Voldemort perdió sus poderes en el ataque, así que ya no había necesidad de quedarse y luchar... pero de todos modos nada ni nadie quedó. Los mejores y más valientes se... fueron. Mi amigo Cornamenta estaba entre ellos.

—¿Cornamenta era humano?—preguntó Bela con interés. Como Remus asintió, añadió—¿Y no te odiaba?

Esta vez sacudió la cabeza negativamente.

—De hecho, se volvió menos humano para poder ser más amigo mío,—respondió.

—¿Cómo?—Bela estaba fascinado.

Esto tenía todas las dotes de una larga historia, y Remus no estaba muy seguro de por dónde empezar. ¿Cómo podría un joven hombre lobo, cuyos amigos eran todos de su especie, conocer o importarse por los animagos? No había habido animagos rumanos desde el siglo XVII. Sonrió vagamente a su hijo y recogió el pergamino de nuevo.

—Te prometo que te lo contaré. Pero esto lleva un buen rato, y ahora mismo tienes que estudiar.

Bela volvió a su astronomía, y Remus al trozo de pergamino donde había estado trabajando, bosquejando cuidadosamente las montañas y sus pasos por las ciudades circundantes. A pesar de las barreras lunares que había establecido por todas las sendas conocidas, los Seis aún se acercaban de tanto en cuando por Albimare, al sur de Stilpescu, para morder gente. Descender por las traidoras cuestas de granito tan alejadas de las sendas era imposible incluso para un lobo, de modo que debían de estar usando una ruta que aún no había descubierto.

Sabía que no podían haber entrado en el pueblo bajo forma humana para esperar allí a que saliera la luna. Si hacían eso en donde hubiera barreras, quedarían atrapados hasta el mediodía siguiente. Los aldeanos estaban al corriente de esto, y los licántropos sabían que los aldeanos lo sabían... esto no había hecho a Remus muy popular exactamente, pero no había manada en las montañas que se atreviera con los bien alimentados y disciplinados Cinco.

No, estaban entrando en el pueblo como lobos, pero, ¿cómo?. Stilpescu parecía a salvo. Nadie había sido atacado allí desde Bela. Al norte de Stilpescu, donde una gradual senda de tierra conducía a una pequeña comunidad agrícola, las barreras también parecían haberse mantenido firmes... hasta las ovejas estaban intactas. Había un complejo laberinto de sendas al este de Stilpescu, que conducían del territorio de los Seis a los emplazamientos humanos; era posible que se le hubiera escapado alguno, pero para llegar a Albimare los lobos tendrían que hacer un recorrido de más de sesenta kilómetros al sur por las colinas. Al este de Albimare todo eran precipicios de granito, que no había vuelto a explorar muy a fondo después de sufrir una aparatosa caída en tan sólo la tercera luna llena después de su llegada.

El largo paseo al sur no parecía muy inadmisible para una manada de lobos... pero estaba un poco lejos para Remus en este momento. Decidió investigar los riscos antes; quizá allí encontrara algo.

.

Rumanía, Año Doce

—Quizá no debí meterme tanto por medio—murmuró a Dumbledore, mientras limpiaba los platos del desayuno y rehacía el encantamiento burbuja al arreciar la lluvia.—No estoy seguro de que no fueran mis acciones lo que precipitaron la confrontación final; no puedo encontrar una explicación mejor... y los que podrían responder a esto están todos muertos.

.

Rumanía, año Ocho

—¿Lamia? ¿Estás ahí?—Una voz masculina, firme pero preocupada, llamaba entre los árboles mientras el sol se ponía sobre las montañas. Las nubes se arremolinaban, rosas, naranjas y púrpuras detrás de los picos, en una extraña mezcolanza de sombras que ningún artista humano en su sano juicio hubiera combinado jamás.

La maleza crujió cuando el hombre apartó las ramas llenas de nuevos brotes, para encontrar a una mujer de pie en un pequeño claro. Estaba de espaldas a él y parecía observar algo que tenía a sus pies. Como el hombre, la mujer tenía el pelo negro, pero el suyo le descendía por la espalda en una apretada trenza.

—Nos estábamos empezando a preocupar por ti... —le dijo en un inglés con claras señales americanas.

—Me apetecía estar sola—respondió ella, también en inglés pero con un armonioso acento mediterráneo. Se dio la vuelta para mirarle, pero sus ojos permanecieron ocultos por las sombras de la naciente tarde. Lo observó con curiosidad un momento y luego pareció relajarse, con una sonrisa asomando a sus labios.

—En serio, Mike, puedo cuidar de mí misma. ¿Crees que una estudiantilla de doctorado de primer año necesita protección?

Él se tranquilizó también, olvidando lo que quiera que hubiera causado su aprensión.

—Nah. Pero esta zona está plagada de cuevas y...—se acercó y vio lo que ella había estado observando.—¿Qué es esto? ¿Algún bicho muerto?

—Un conejo, creo—replicó cautelosamente.—Habrá sido un búho o algo así. Creo que tienes razón, deberíamos volver al campamento.

Ella avanzó por delante de él, buscando una senda entre los árboles. Mike se quedó como si quisiera añadir algo más, pero en lugar de eso la siguió silenciosamente. Ambos hicieron un alto cuando se oyó un aullido, y luego varios más repetidos en la distancia.

—Ahí está lo que se comió el conejo,—comentó él ligeramente.—Perros o lobos. Eh, a lo mejor ha sido un hombre lobo, ¿no te dijo el viejo aquel algo acerca de hombres lobo?

Lamia se detuvo bruscamente y Mike casi chocó con ella. No le hacía gracia pensar en hombres lobo de modo alguno y deseó que cambiara de tema. Pero él insistió;

—Sí, el tipo que nos llevó en el camión con todo el equipo, ¿te acuerdas?. Estuvo farfullándote algo en rumano un buen rato. ¿Cómo no nos dijiste que hablas rumano?

—Bueno, no lo he practicado desde hace quince o veinte años,—contestó sin dejar de andar.—Mi abuela era rumana y... la verdad es que tampoco me acuerdo de mucho.

—Pues ha sido muy práctico que seas capaz de hablar con él. Si no, no sé como habríamos conseguido el otro depósito de fuel para el generador.

—Lo único que quería era más dinero, eso es todo—dijo con desdén, pero él no parecía dispuesto a soltar el tema.

—Y te advirtió de los hombre lobo, ¿no? De veras que podría verlos por aquí...

Ahora lamentaba haber contado lo que le dijo el anciano. Pensó que eso les divertiría, un poco de folclore local, pero ahora prefería no recordarlo especialmente porque la luna se alzaba llena frente a ellos. Efectivamente, Mike lo hizo notar también, diciendo;

—Esta noche es la noche...

Como si fuera una señal, otro aullido le interrumpió. El eco reverberó durante algunos segundos, indicándoles que se encontraba cerca, mucho más cerca que antes. Ella se paró de nuevo y dio media vuelta para mirar al otro a la cara.

—Por favor, Mike, cambia de tema, ¿quieres?—Pero no hizo falta que lo dijera porque él ya parecía más que dispuesto a hacerlo.

Lamia sabía que le atraía, pero aún no había decidido qué hacer al respecto. Era de común conocimiento que se acostaba con Carlo, uno de los estudiantes de su grupo del doctorado de física en la universidad. Pero Carlo se había quedado en Bolonia escribiendo su tesis. Además, estaba empezando a irritarla. Parecía pensar que acostarse con ella le daba derecho a dominar el resto de su vida.

Lo de Carlo ya no iba a ninguna parte. Iba a estar pegada a los otros tres estudiantes durante toda la primavera y el verano mientras llevaban a cabo los experimentos de alta energía en las cuevas locales. Se daban varias posibilidades; Mike, que parecía italiano pera era de Nueva Jersey; Vijay, que era indio pero con un elegante acento británico; y el silencioso Taofang, que procedía de algún impronunciable lugar de China. Mike se pensaba que estaba el primero en la lista, pero ella se inclinaba más hacia Vijay. Era más tranquilo, y parecía el menos propenso a volverse como Carlo.

Lamia suspiró por dentro. Estaban aquí para empezar un proyecto de tesis de física sobre las fluctuaciones del neutrino, recopilando las casi insustanciales partículas procedentes del enfrentamiento de haces de luz en Italia. Además habían instalado un aparato para detectar la descomposición del protón... a pesar de que según un índice predictivo de a dato señalado por año, les podría llevar un siglo doctorarse en ese proyecto. La compensación por ver la descomposición del protón era tan grande que estaban todos más que dispuestos a tomar parte del experimento, si bien aquello provocaba un montón de chistes acerca de la necesidad de contar con estudiantes no-muertos para el proyecto.

Tal vez sería mejor concentrarse en el trabajo y no en con quien compartiría su tienda. Sabía que de lo contrario podrían crearse un montón de tensiones en el grupo que repercutirían negativamente en el proyecto.

Y ella amaba su trabajo. Hasta que no empezó a estudiar física no comprendió la belleza de algunos de los conceptos abstractos más difíciles, el baile de las partículas subatómicas, que existían en su pequeño reino, puro y no contaminado por la fealdad del mundo de los humanos. Ella había tenido una vida bastante dura hasta el momento; nunca hablaba de eso con los otros, aunque tal vez sospecharan que había ido de escuela en escuela a juzgar por todos los idiomas que hablaba. Este proyecto era una buena oportunidad para dejar atrás su pasado, o al menos eso esperaba.

—Tenemos que volver,—dijo con más urgencia. Ya estaban cerca del campamento, pasando por delante de la entrada principal de las cuevas Petrosna, en donde habían instalado el material. De la oscura boca de la cueva llegó hasta ellos un rumor de sonidos de refriega y gruñidos graves... ruidos que no podían venir de ningún estudiante, ni siquiera en su peor momento.

Mike tenía una linterna, y la encendió orientándola hacia la cueva.

—No... no hagas eso—comenzó Lamia entrecortadamente.

—¿Por qué no? Quiero ver si el equipo está bien.

El haz de luz se deslizó por encima de las pesadas cajas de embalar cubiertas con lonas, justo en la entrada. Lamia le agarró el brazo con fuerza suficiente como para hacerle estremecerse. Ahí. Unos discos verdoso anaranjado que se volvían hacia ellos. Dos, no, cuatro. Tuvo el presentimiento de que en la cueva había algo más que el equipamiento.

Los círculos luminosos se desvanecieron, y luego reaparecieron repentinamente como ojos. Inmediatamente, las cabezas se materializaron en torno a los ojos, resaltados de la oscuridad como los reactores de un caza en la oscuridad del hangar. Nada de perros, eso eran lobos y muy grandes, acercándose a ellos con rapidez.

Mike les arrojó la linterna, pero ésta cayó inútilmente a tierra y se apagó, dejándolos sumidos en una oscuridad casi total. Lamia podía ver muy bien en la oscuridad, sin embargo. Vio a uno de los lobos, el más pequeño de los dos, saltando hacia Mike y derribándolo. Pero el lobo se quedó tan sorprendido como el propio Mike por lo que pasó a continuación; Lamia aferró a la rugiente bestia por los hombros y la arrojó hacia atrás, gritando algo en rumano. Se colocó enfrente de su compañero tendido en el suelo y se quedó ahí plantada, mirando desafiante a los dos animales. Éstos parecieron valorarla de nuevo, olfateando y gruñendo suavemente. Al cabo de un momento les dieron la espalda, y escaparon bruscamente de la cueva con los lomos erizados.

Ayudó a Mike a incorporarse, el cual se quedó mirando fijamente la oscuridad después de que los lobos partieran. Malditos lobos, pensó ella. No debería haber venido; tenía que haber supuesto que habría lobos.

—¿Qué... qué ha pasado? ¿Qué has hecho?—tartamudeó Mike incoherentemente, fallándole su habitual labia de estudiante de física.

—No lo sé... —replicó distraídamente, aún inmersa en sus propios pensamientos.—Supongo que los he espantado.

—Les gritaste algo que funcionó, ¿en qué idioma estabas hablando?

—¿Qué? Ah, rumano, supongo.—Era divertido ver cómo un idioma que no había utilizado desde hacía al menos quince años todavía estaba al acecho en un rincón de su mente, listo para salir cuando menos se lo esperaba.—Creo que ha sido algo así como "lárgate, perro imbécil". No estoy muy segura. Mejor volvamos al campamento a ver cómo están los otros.

Mike tanteó en busca de la linterna en la oscuridad. No hacía más que dar traspiés, en cambio Lamia encontró la linterna enseguida y la prendió.

—¡Estás sangrando!—exclamó, y contuvo el aliento súbitamente.—No te habrá mordido, ¿verdad?

—¿Cómo que...?—Mike jadeó también, y Lamia enfocó el haz de luz para descubrir un triple rastro de sangre que le recorría el antebrazo izquierdo, la huella de las garras de un lobo.

—Bah... no es más que un rasguño—comentó valientemente al examinar la herida.

Pero de un vistazo a Lamia comprobó que su rostro se había convertido en una máscara helada de algo parecido al terror. Sus ojos imperturbables estaban fijos en el brazo herido, y la linterna le empezaba a bailar nerviosamente en la mano. De repente, dejó caer la luz, dio media vuelta y echó a correr.

—Pero si sólo es un poco de sangre—rezongó Mike recogiendo la linterna, y empezó a recorrer más lentamente el camino hacia el campamento.—¿Pero qué pasa, Lamia? ¿Es que ahora me voy a convertir en uno de ellos...? Transilvania,—refunfuñó.—Un día aquí y ya soy un hombre lobo.

.

La luna llena llegó y pasó, sin que rumor alguno de ataques a aldeanos llegara hasta oídos de Remus, pero luego fue arrastrado a una ardua jornada de tres días de caza de vampiros con Alexandru que dejó a ambos agotados y crispados. El mago mayor rehusó en todo momento decir con precisión qué o quién era Cuza, o por qué iba detrás de él con tanta diligencia, y la vieja iglesia de Catunesco en donde hicieron una guardia de veinticuatro tensas y silenciosas horas tampoco le proporcionó la pista más remota.

Ya se encontraba la luna en el segundo cuarto antes de que Remus consiguiera visitar los riscos por encima de Albimare. Una torrencial lluvia había borrado cualquier posible rastro de huellas de pezuñas, y ya no sabía por donde empezar a mirar. Cansado, hambriento y frustrado, vagó por más allá de los riscos y tomó una ruta sinuosa hacia el pueblo por una de las sendas que había protegido hacía tiempo. Podría poner barreras mágicas en las calles individuales, si hacía falta, pero nunca lo había intentado. Cuanto más pequeña era la zona, más fácil era levantar la barrera, pero lo que de verdad quería era encontrar un único y estrecho punto de acceso al pueblo que pudiera ser protegido con una barrera de un metro de ancho.

Desde el pequeño café en el borde de la ciudad podía ver los acantilados de piedra, y cada tramo era tan escarpado como había supuesto. Sabía que los hombres lobos no estaban usando la magia para descender por ellos, porque apenas sabían usarla en forma humana. Masticando un trozo de pan moreno ablandado con una sopa de pimiento bastante aguada y grasienta, siguió mirando fijamente por la ventana esperando encontrar alguna pista en las rocas dentadas, entre las nubes de pájaros que revoloteaban de manera extraña.

Pero no, comprendió de pronto... esos no eran pájaros en absoluto, sino murciélagos. E iban y volvían a algún lugar desde un grupo de álamos justo en la base de la montaña. Dejando a la camarera una propina extraordinariamente generosa, porque no se le daba bien el dinero muggle y también porque parecía hambrienta, Remus dejó la cafetería y se encaminó rápidamente hacia el emplazamiento de los árboles.

Tuvo que arrastrarse boca abajo y avanzar lentamente entre la hierba crecida y las flores silvestres para encontrar el lugar de donde procedían los murciélagos. Se trataba de una cueva, con toda seguridad, con la mitad de altura de un hombre aproximadamente, o para ser más exactos, con la alzada justa para un lobo. Acercando la cabeza a la oscuridad, olfateó... y luego, sintiéndose un poco estúpido, sacó la varita y murmuró "lumos". Una nariz sería mucho más útil aquí que los ojos, pero incluso ese sentido inferior podría decirle todo lo que necesitaba saber.

Justo en la boca de la cueva había un cuerpo consumido casi hasta el esqueleto, y al lado, una cartera de cuero, roída. Los huesos mayores habían sido partidos y el tuétano sorbido, y las mellas de los dientes sobre el cuero eran demasiado grandes para cualquier lobo ordinario. Además, el bolso había sido desgarrado sistemáticamente con obvia astucia; sólo quedaba parte de su contenido, algunas briznas de hierbas secas... verbena y lunaria menor.

Por si a Remus no le hiciera falta ayuda alguna para suspender pociones, encima casi siempre les pedían que cosecharan algo bajo la luna llena. Al principio, cuando aún no contaba con la ayuda de James y Sirius, se dedicaba a hacer la recolección la noche antes y luego sehacíael sueco cuando la poción no funcionaba. Su primera tarea en el primer año había sido una poción de augurios; verbena y lunaria menor.

De haber tenido los 100.000 receptores odoríferos del lobo hubiera sido capaz de averiguar qué miembro o miembros de la manada Seis había estado allí, pero con menos de la décima parte, todo lo que sabía era que la cueva apestaba a murciélagos, podredumbre, y orina de perro. ¿Seguiría el túnel hacia arriba y desembocaría en algún punto por encima de los riscos?. Aumentó la luz de la varita, pero de poco sirvió en la oscuridad aterciopelada. El camino se adentraba pero se hacía más estrecho, y más de una vez se encontró avanzando a gatas. Esta no era la forma ideal de hacer esto; si tan sólo hubieran estado allí Canuto, o Colagusano...

Aquel pensamiento lo sumergió de repente en una inexplicable melancolía. Tuvo una visión de Sirius condenado de por vida en Azkabán... y luego, tan poderosamente como si hubiera recibido una bofetada, otra imagen se materializó en dispersados puntos ante sus ojos; Sirius hablando con Lord Voldemort. "Nada puede fallar. Soy su guardián secreto", siseaba Sirius, no con la cólera familiar de su inestable carácter, sino con una fría maldad que Remus nunca había imaginado.

"Bien", respondía el Señor Oscuro. "Pero si algo me sucede, tú serás el primero en pagar".

Luego reían juntos, y Remus sintió un frío tan intenso, que temió que la humedad de la cueva se le metiera en los huesos hasta morir... poco importaba ya, puesto que todos y cada uno de los que le importaban habían sufrido tanto...

Un estertor le devolvió a sus sentidos de algún modo, y murmuró "lumen" a su varita con un susurro tembloroso. La luz aumentó apenas lo suficiente para recortar una silueta encapuchada en el pasadizo, ante él.

Dementores. Se había arrastrado a una cueva que estaba plagada de dementores salvajes. "EXPECTO PATRONUS", bramó a voz de cuello, y sin esperar a que el chorro plateado arremetiera contra ellos, retrocedió lo más rápido que pudo por el estrecho pasillo y empezó a arrastrarse hacia la salida.

Pero esos no eran guardias de Azkabán. Parecían jugar con el patronus como un gato con un ratón. Se entretuvieron con él un minuto y luego lo redujeron a jirones.

Remus sintió que el frío aumentaba, pero no podía avanzar más rápido. Por tres veces tuvo que girar y apuntar con la varita sobre su hombro a su perseguidores, para conjurar otro patronus protector. Pero cada vez era más débil, y cada vez los dementores parecían encontrar más placer al mutilarlo.

Por fin la pesada oscuridad cedió paso a una mera penumbra. La luz de la varita mágica de Remus, aunque algo atenuada por la presencia de los dementores, le empezó a mostrar el suelo de la cueva. Estaba tan aturdido que se arrastró por encima del esqueleto, dando un grito de repugnancia, y luego de un tirón salió del agujero y se quedó jadeando entre los álamos.

Nunca explores una cueva en Rumanía, se dijo irónicamente, una vez que su corazón recuperó el ritmo habitual. Especialmente en forma humana.

Lo cual lo devolvió a su dilema.

¿Serían los hombres lobos inmunes a los dementores? Nunca había leído nada al respecto, pero no le costaba mucho imaginar que pudiera ser así. Así pues, más valía olvidar construir una barrera mágica allí; los dementores la despedazarían con tanta facilidad como al patronus. Escapar de Azkabán no requería más que cordura: eran las propias mentes de los prisioneros lo que los mantenían allí, pero en teoría podían pasar simplemente por delante de sus ciegos guardianes y llegar al mar.

En teoría, desde luego.

Remus aspiró profundamente el olor de las flores salvajes, disfrutando del aroma de la primavera después del hedor a guano y putrefacción de la cueva. Se acordó de Colagusano una vez más... la pequeña rata podría escabullirse fácilmente por el estrecho paso, y construir una barrera física que mantuviera a los lobos lejos del pueblo.

Acababa de tener una idea. Una estúpida, probablemente peligrosa, y absolutamente experimental idea. Una que requería hacer una visita a Bucarest antes del primer cuarto.

Tenía dos semanas.

.

Completamente inseguro de si aquello había que tomarlo antes o después de las comidas, Remus se fue derecho al anaquel después de la cena y tomó una gran botella verde que había traído consigo desde Bucarest. Cuando la destapó, salió una columna de humo que obligó a Bela y Liszka a taparse la nariz. Eran los únicos en la cabaña de Grigore en ese momento, disfrutando de una agradable sobremesa, con la puerta abierta para permitir la entrada a la fragante brisa que señalaba el principio del verano alpino.

—Hija de Hiperión, ¿qué brebaje es ése?—exclamó Liszka, empujando aparte su postre inacabado.

A Remus tampoco le olía muy bien. De hecho le costaba hacerse a la idea de que tuviera que bebérselo, aunque el propietario le había asegurado que tenía un sabor muy suave.

Aunque seguramente él no tenía necesidad de hacerlo.

Desde luego no pensaba acercar la boca a esa botella, de modo que cogió un vaso y midió a ojo la séptima parte del contenido. Aquello continuaba ahumando.

—Liszka, yo... esto, voy a intentar una especie de experimento, así que, ¿podrías hacerte cargo de los Cinco este mes...?

—¿Experimento? ¿Es peligroso?—quiso saber.

Tuvo que recordarse a sí mismo que ella no decía esto porque quisiera impedírselo, sino para ofrecerse a participar.

—No, no—aseguró a toda prisa.—En absoluto. Bela, ¿recuerdas que te hablé de la poción de matalobos?

El muchacho se había apropiado de la ración de tarta de manzana que su madre había rechazado, que ahora atascaba su boca.

—Ah, sí—dijo mientras masticaba.—Pero decías que eso era por si algún día quería vivir en la ciudad. No vas a ir a la ciudad, ¿no?

—¿O a estar entre gente?—se preocupó Liszka.

—No, no... es sólo que tengo que hacer una cosa, y no lo puedo hacer como persona. Y esto requiere que esté lúcido.—Se tapó la nariz y dio un trago; sabía tan repugnantemente como olía. Le invadió una sensación extraña, como si hubiera tomado un poderoso analgésico, y se tuvo que mirar los pies para asegurarse que todavía estaban allí.

Si la poción funcionaba como se decía, debería de ser capaz de adentrarse en la cueva, pasar por delante de los dementores, y recordar por qué había ido allí. Pero ese no era el único motivo por el cual quería probar aquel remedio de eficacia poco probada sobre el que los periódicos habían estado debatiendo desde hacía un año. La idea de volver un día a la civilización estaba siempre presente en su mente, así como la esperanza de que Bela se cansara un día de la dura vida en las montañas y decidiera asistir a una escuela mágica en algún lugar fuera de Rumanía, o incluso a una universidad muggle.

La principal razón de que el invento no fuera aclamado como un importante adelanto es que era provisional, y requería la cooperación de hombres lobo durante una semana completa al mes. Esto era la causa de los ásperos debates entre los autores de los artículos eruditos, la mayoría de los cuales parecían pensar que no se podía confiar en que los monstruos fueran capaces de recordar siquiera su propio nombre, y esto era precisamente por lo que Remus estaba dispuesto a intentarlo. A juzgar por lo que había leído, el mayor riesgo era que no funcionara en absoluto; aproximadamente el diez por ciento de los licántropos y un porcentaje algo mayor del resto de hombres-criatura desarrollaban resistencia a la poción. Puesto que no tenía intención alguna de encontrarse con nadie humano en la próxima semana, esa era la mejor oportunidad para probarlo.

Liszka le vio beber a sorbos el apestoso potingue con una leve mueca de burla.

—¿Lúcido?—Rió a carcajadas.—¿Quieres decir con cuerpo de lobo y mente de humano? ¿Qué clase de borregada es esa?

Bela miró a su madre con complicidad.

—He intentado decírselo. He intentado explicárselo, para qué quieres garras y dientes si luego no sabes usarlos. Pero... —Ambos pusieron los ojos en blanco, en el convencimiento de que el Alfa Lupeni había cruzado la línea de excéntrico a ladrador loco.

—Bueno, Bela—Remus tomó otro trago, y se pellizcó a sí mismo para asegurarse de que no se había convertido en un fantasma.—Nunca se sabe, quizás tú mismo quieras probarlo un día. Ya te contaré que tal.—Apuró el vaso y usó la varita para hacer desaparecer todo rastro; no quería que ninguno de los otros lo tocara accidentalmente. Luego volvió a la mesa y se sentó, pero andaba tan inestablemente que Liszka tuvo que apartar una silla para ayudarle.

—¿Duele?—preguntó el chico.

—Er... no, más bien al contrario.—Remus sacudió la cabeza para aclararse; le salía la voz tan entumecida como el resto del cuerpo.—Lo harás bien con los Cinco, Liszka; creo que ya te hacen más caso a ti que a mí.

—Si nos necesitas no tienes más que decirlo—dijo ella.

A lo largo de toda la semana, mientras estuvo tomando la poción, Remus se sitió ligeramente distanciado. No dolía en absoluto; pisó una estaca y se hizo una gran herida en el pie sin apenas reparar en ello. Además, así no le fue difícil no perder la compostura mientras Alexandru se dejaba llevar por otro de sus cada vez más violentos ataques de ira contra Cuza. Algunas cosas que la señora Pomfrey le daba le habían hecho sentir un poco como eso, pero normalmente eran ayudas para dormir, y esa poción no afectaba para nada a su vigilia. De hecho, le producía algo de insomnio, quizás porque la penetrante flojedad no le permitía tener verdadero sueño.

No fue a casa de Grigore la noche de la séptima dosis, pues le preocupaba que Liszka pudiera seguirle por si se metía en problemas (ella nunca confiaría plenamente en sus habilidades como lobo). Alexandru le dejó a las puertas como en la primera noche, pero esta vez el ambiente era cálido y pudo disfrutar el sentarse en la hierba sin ropa mirando la puesta de sol.

El dolor de la transformación era algo a lo que todos ellos estaban acostumbrados. Eso ayudaba a mantenerlos unidos, a prepararse para la noche de caza, como algún rito de iniciación de guerrero muggle. Así que de algún modo se sitió decepcionado cuando no sintió más que una vaga sensación de estiramiento y acercó una mano a su cara sólo para descubrir que era una pezuña.

No, eso no era apropiado en absoluto. Caminar a cuatro patas le hizo sentirse gracioso; ya no tenía nada de asombroso que Canuto fuera menos rápido de reflejos; es que tenía que pensar cada movimiento. Remus aún seguía queriendo agarrar las cosas con los dedos, olvidando que los dientes eran más eficaces para aquel propósito, y su mente se abarrotó de todo tipo de pensamientos entrometidos; ¿qué ruido es ése? ¿a qué huele? ¿qué debería hacer ahora?... malgastando momentos preciosos mientras decidía cómo actuar.

Salió al trote a través de los bosques, hacia las cuevas. Antes de ir a Bucarest había encontrado la cueva de entrada, en lo más alto de las colinas, donde nunca se hubiera planteado poner una barrera. Todo lo que tenía que hacer era entrar, buscar un pasadizo estrecho con bastantes rocas disponibles y causar un desprendimiento, de manera que los Seis no pudieran pasar. No se detuvo siquiera a considerar la cuestión de los dementores, seguro como estaba de que sería inmune a ellos. Se acordaba de Canuto con una sencilla alegría, y no deseaba más que su amigo canino pudiera estar allí para compartir experiencias.

Una vez en la entrada de la cueva, olfateó una vez y se sumergió a través de la maleza. Allí había habido gente muy recientemente, y eso le hizo vacilar, esperando la punzada del instinto asesino que había formado parte de él durante veinticinco años.

Pero apenas gruñó.

Ni siquiera cuando se adentró a la cámara principal de la cueva y dio con una compleja colección de aparatos muggles; algunos colgando del techo, otros dispersados por el suelo. Enormes bloques de metal (acero; olía igual que la sangre) se apilaban a lo largo de una de las paredes. Pantallas de vídeo de color verde emitían pitidos y parpadeaban irregularmente con dibujos de ondas, rayas o cuadrículas.

No había nadie en ese momento, sin embargo, y se adentró ágilmente por la cueva principal y el pasadizo estrecho que conducía más abajo, presumiblemente a Albimare. Los dementores se arremolinaron a su alrededor, pero no le afectó en absoluto. Estaba tan oscuro que ni como lobo podía ver, pero con el pelaje y los bigotes sensitivos podía percibir el tamaño del pasadizo y cuándo la piedra dejaba lugar a la suave tierra.

Cuando se encontraba a cierta distancia del pueblo, empezó a cavar en el techo de la cueva. Era un trabajo duro que se prolongó durante horas, pero no se cansó ni se aburrió. Al final, un tenue asomo de brisa le avisó de una brecha en la estructura del túnel, y comenzó a retirarse.

El desprendimiento fue mayor de lo que había pretendido, de un tramo de unos tres o seis metros, y se encontró empujado por los terrones de tierra y rocas que caían.

Mientras la cueva se venía abajo a su alrededor, se arrastró por los estrechos pasadizos e irrumpió en la cámara principal atestada de los incomprensibles artefactos, para encontrarse cara a cara con un muy sorprendido muggle. Enfadado o asustado (interpretar las emociones humanas estaba fuera de la gama de habilidades de un lobo), el hombre dio media vuelta y echó a correr. El lobo olfateó brevemente el equipo, confirmando sus sospechas de la primera visita a la cámara, y luego siguió el rastro del muggle. El amanecer se acercaba; su cuerpo se lo indicó de un modo algo extraño debido a la poción, pero sabía que no le quedaba mucho tiempo. Prefería salir de la cueva como lobo antes que como humano desnudo; así harían falta menos explicaciones.

Siguió con facilidad el rastro oloroso del muggle y pronto se encontró en la entrada principal de las cuevas. Oyó gritos en la distancia; por lo visto el hombre estaba alertando a otros. Se agazapó entre los árboles, manteniéndose bien escondido, hasta que disipó un campamento compuesto de un gran pabellón y varias tiendas pequeñas. Salieron otros tres; dos hombres y una mujer.

El hombre gritó, en inglés, que había visto otro lobo. Esto confirmó sus sospechas de que los Seis habían estado usando las cuevas para ir a Albimare. Bien, ahora podía estar seguro de que ese camino quedaba descartado. Mientras el grupo al completo recorría el sendero, por lo visto en busca del lobo evasivo, Remus pensó que era mejor irse. Se incorporó, golpeándose la cabeza en una rama y enredándose el pelo en las hojas. La trasformación le había llegado sin darse cuenta.

Sintió vértigos de nuevo, y el entumecimiento había vuelto, aunque no en el grado de la semana anterior. Después de liberar su pelo de ramitas y hojas (y de paso llevándose un poco de árbol con él), comenzó el camino de vuelta a casa. Aquello prometía ser un paseo largo y frío, y estaba más agotado que de costumbre. Por lo menos ya era casi verano y podía sentir a duras penas los pies.

Ahora tenía un montón de cosas en que pensar, y no sólo los lobos ocupaban su mente, pese a todo. Se preguntó acerca de los muggles angloparlantes y acerca del débil pero inequívoco rastro de vampiro que había detectado en la cueva principal.

Dementores y vampiros juntos en la misma cueva. No estaba del todo seguro de que pudieran coexistir. Quizás se debía a que nunca antes habían hecho una investigación exhaustiva de las cuevas Petrosna. Parecía que acababa de empezar el trabajo duro, aunque no sabía muy bien por dónde comenzar.

.

Remus había dejado su escoba camuflada entre la maleza, pero llevaba la varita escondida en la bolsa de paño que transportaba con él. Había tratado de vestirse como un muggle, poniéndose un par de viejos pantalones vaqueros desgastados con agujeros en las rodillas. Le parecía recordar que los muggles se vestían de una manera parecida, pero hacía tanto tiempo que había perdido el contacto con la sociedad muggle que no podía estar muy seguro.

Había pasado una semana desde la luna llena antes de que Remus se sintiera con ánimos de ir al sur para investigar las cuevas y los misteriosos muggles. Había averiguado en Rosu que los cuatro muggles del campamento eran estudiantes de una universidad italiana. Habían ido a pasar el verano allí, si bien ninguno de los que interrogó en el pueblo, muggle o mago, supo decirle a qué habían ido. Necesitaban montones de fuel, según el hombre que les aprovisionaba cada semana, y lo utilizaban para hacer electricidad. Supuso que les haría falta energía para hacer funcionar todas aquellas máquinas de la cueva.

Por supuesto, los estudiantes podrían no sobrevivir al verano.

Sombríos pensamientos ocupaban su mente mientras hacía el camino más largo a través de la sucia calzada principal que conducía al campamento. Una disputa en italiano estaba teniendo lugar cuando por fin alcanzó a ver el campamento. Dos personas muy enfadadas, ninguna de las cuales hablaba muy bien el italiano se gritaban una a otra.

Uno de los que discutían era el mismo muggle que el lobo había asustado en la cueva, un hombre robusto de poco más de veinte años que parecía italiano, aunque no lo hablaba bien. Remus tampoco, pero le bastaba reconocer las vacilaciones y tropiezos del hombre con las palabras. El otro parecía de allí, probablemente de Rosu, y había llegado en un abollado coche negro. Aparte de ese, el único coche que había en el campamento era uno más nuevo, un vehículo de formas rectangulares sin techo y con bastidor cuadrado que ya estaba allí la vez anterior.

Remus pasó inadvertido durante algunos momentos, y a juzgar por los comentarios que el rumano dejaba escapar en su lengua natal en los momentos de mayor frustración, llegó a la conclusión de que el tipo estaba tratando de timar a los estudiantes con excusas sobre que necesitaban adquirir una licencia para esto o lo otro. Sonriendo para sí mismo, se situó detrás del coche negro y sacó a hurtadillas la varita mágica.

—Disculpe,—dijo en rumano, y se acercó a la parte delantera del coche entrando en la discusión.—¿Este es su coche? Creo que se está quemando.

Las palabras furiosas cesaron en cuanto los dos hombres miraron primero a Remus y luego al vehículo. Una columna de humo blanco con ligeras insinuaciones verdes (estaba muy orgulloso de aquel pequeño toque) se elevaba desde la parte trasera. Con un grito asustado, el propietario del coche abrió la puerta de un tirón y empezó a intentar sofocar el "fuego".

El humo se desvaneció rápidamente, dejando al hombre sorprendido y enfadado. Antes de que pudiera reanudar la discusión, Remus dijo con voz queda pero contundente;

—Creo que debería dejar en paz a esta gente, o de otro modo podría pasarle algo más a su coche.—En realidad no estaba muy puesto en amenazas muggles, pero le parecía que era así como se hacía más o menos.

—¿Es que has maldecido mi coche o algo de eso?—acusó el hombre. Hasta los no magos entendían de maleficios y maldiciones en las montañas de Transilvania.

—Algo así,—replicó Remus suavemente.

El hombre le fulminó con la mirada, pero entró en el coche sin añadir ni una palabra. Con un gran estremecimiento y una nube de humo azul, que esta vez procedía de la parte inferior, el coche se alejó a sacudidas del campamento y atajó hacia el camino. El estudiante observó al nuevo visitante durante un momento. Increíblemente, Remus cayó en la cuenta de que otro estudiante –éste un oriental- había estado sentado en el pabellón grande todo el tiempo. Parecía estar absorbido por completo por alguna clase de ordenador, pero de vez en cuando movía las manos con furia. De todos modos, no prestaba atención a nada más.

—Genial, primero un canallay ahora un maldito hippie—murmuró en inglés el tipo que parecía italiano.

¿Parezco un hippie?, reflexionó Remus. Recordaba haber visto grupitos de personas de su edad en King´s Cross cuando era estudiante; a menudo tenían el pelo largo y raídos vaqueros azules. Volviendo la vista atrás, cayó en la cuenta de que en realidad aquello no era más que una especie de uniforme, al igual que los magos estudiantes, aunque nunca hubiera imaginado que algún día tuviera que adoptar esa forma de vestir. Sin embargo, su vida tampoco había resultado como él había querido, de todos modos.

—Soy, ehm, botánico, en realidad—dijo Remus en inglés, sintiendo que le salían despacio las palabras, como osos que se desperezan tras la hibernación.

—Ah, pero si hablas inglés.—El otro parecía sorprendido y ligeramente avergonzado.—Hey, gracias por quitarnos de encima a ese tipo. No podía entender que quería y el italiano es la única lengua que tenemos en común... Oh, me llamo Mike Ferraro, por cierto.—Tendió la mano de un modo un tanto brusco que proclamaba a todas luces que era americano, aún sin el acento.

—Lupeni,—respondió Remus, estrechando la mano de Mike.—Aquel tipo quería dinero, pero creo que no tenía una buena razón para pedirlo.

—Menos mal que Lamia no estaba cerca—dijo Mike con viveza.—Es italiana, pero habla rumano, y como diez idiomas más. Ella se hubiera librado de él.—Se detuvo y echó un vistazo por encima del hombro de Remus.—¡Eh, Lamia!¡Tenemos compañía!

Mike gesticuló y Remus se volvió para ver a una mujer que se acercaba sin prisas hacia ellos. Delgada, con el pelo largo apartado de la cara, parecía que venía de dar un paseo por una playa mediterránea en lugar de estar en un bosque alpino de Transilvania, pues a pesar de la mañana nublada llevaba puesto un gran sombrero de paja y gafas de sol. Su ropa, en cambio, proclamaba que era una estudiante; sempiternos vaqueros azules y camiseta negra sin forma.

—Hablo nueve idiomas, en realidad, y mi oído funciona muy bien—dijo mientras se aproximaba; se le curvaba la llena boca en una sonrisa traviesa, y pronunciaba en inglés con un acento tan hermoso y lírico como plano y poco interesante era el de Mike.—¿Me ha parecido entender que tenemos a un hippie entre nosotros, o a un botánico quizás?

—Éste es Lubin... esto, no he pillado tu nombre—se jactó Mike, con el aire orgulloso de quien no se preocupa por semejantes trivialidades.

—Lupeni,—completó Remus, y tendió la mano a la mujer.

—Lamia Borgheza,—respondió tomándole la mano. La suya estaba fría, pero en cambio le sonrió cálidamente. Encontró que era imposible adivinar su expresión tras aquellas gafas oscuras, pero resultaba cautivador. El apretón de manos se prolongó lo suficiente como para que Mike empezara a carraspear ligeramente. Remus dejó caer la mano, divertido, y se preguntó acerca de la relación entre ellos dos.

—Entonces, ¿qué te trae a nuestro pequeño lado de la montaña?—inquirió Mike bruscamente, tratando de volver a reclamar la atención.—¿Estabas recogiendo plantas? Porque has dicho que eres botánico, ¿no?—Claramente no creía a Remus, el cual tenía que convenir en que su coartada resultaba un tanto rebuscada.

—Estoy recolectando algunos especimenes raros de Dianthus callizonus que crecen en la entrada de las cuevas.—Remus no estaba del todo seguro de que crecieran en ningún lado cerca de cuevas, pero era lo mejor que se le había ocurrido; era uno de los ingredientes que habían usado para curar al profesor Herman de la fiebre después de su llegada, ocho años atrás.

—Ah,—dijo Lamia a su vez, en tono de entendida.—¿No querrás decir quizás Dianthus spiculifolius? La callizonus, con esas bonitas flores rosas, sólo crece en Piatra Craiului, pero me ha parecido ver unas cuantas spiculifolius por aquí.

—Sí, por supuesto—replicó Remus rápidamente. Sería cosa de suerte que al final los estudiantes resultaran ser botánicos y todo. Se preguntaba cómo se las iba a apañar para hacer girar la conversación al tema de los lobos -¿porqué no habría dicho que era zoólogo?-, cuando Mike, impaciente por recuperar el peso de la conversación, lo hizo por él.

—Anda, Lamia, ¿también eres una experta en flores? Vas a hacer pensar al señor Lubenny que estamos aquí estudiando la naturaleza o algo así. Sólo somos humildes físicos, ya sabes.—Mike miró astutamente a su compañera de estudios y añadió en dirección a Remus.—Tú no sabrás nada de lobos, ¿verdad? Porque parece que tenemos por aquí a unos cuantos.—Lamia se estremeció y Remus adivinó que ése era el efecto deseado de la pregunta de Mike.

—¿Habéis visto lobos?—preguntó Remusecuánime —No quedan muchos por aquí, por lo que la gente me ha contado. Lo que sí hay es un montón de perros.

—¡Si los hemos visto¡—resopló Mike.—A mí me atacó uno, ¿a que sí, Lamia?¡Y esos no eran perros!

Un ataque venía a significar casi con seguridad un hombre lobo. ¿Este mes o el anterior? No había visto señal alguna de los Seis la semana pasada cuando visitó la cueva, pero había pasado casi toda la noche dentro.

—¿Hace cuanto tiempo?

—El mes pasado, a mediados de mayo. Justo después de que llegáramos. Yo estaba buscando a Doña Naturaleza aquí presente, y cuando volvíamos al campamento a través del bosque dos de ellos se me echaron encima desde la cueva.—Lamia aparentaba calma durante el relato, pero a Remus le hubiera gustado ver sus ojos. Su cuerpo parecía ponerse más y más tenso con cada sílaba de la historia de Mike, aún cuando su rostro permanecía impasible.—Lamia los espantó; les chilló un nosequé en rumano, pero no antes de que uno me soltara un zarpazo.

—¿Cómo?—preguntó Remus con cautela. Había calculado que se trataba de la luna llena anterior a la última.—¿Sólo un arañazo? ¿No te mordió?—Lamia le miró con un movimiento repentino y asustado, y luego se volvió rápidamente.—A veces los arañazos degeneran en algo peor. Lo sé... lo sé por experiencia. ¿Se te ha curado?

—La chorrada esta sigue doliendo—dijo Mike mientras se remangaba la camisa para revelar tres largos rasguños en el antebrazo. Los trazos eran negros, una antinatural sombra negra, con bordes rojos e irregulares. Los zarpazos de hombre lobo no eran mortales, pero podían enconarse si no eran tratados. Remus adelantó la mano preguntándose si sería obra de Vlad, y tocó ligeramente la costra, lo que hizo estremecerse a Mike.

—Sé de un... remedio herbal—dijo pausadamente, retirando la mano—que ayudará a que se cure. Algo que he recogido ya que estaba aquí. Si quieres, puedo prepararlo y traértelo.

La herida se curaría con una simple cataplasma de poción canina pero mezclada con un poco de acónito. Tendría que conseguir ayuda de Mihail. Esto le daba una buena excusa para volver y averiguar un poco más de los lobos y las cuevas.

—Bueno, no sé...—dijo Mike arrastrando las palabras.—Lo más seguro es que se cure solo.

Sorprendentemente, Lamia levantó la voz, diciendo;

—Vamos, Mike, seguro que nuestro botánico es capaz de mezclar las cosas apropiadas. Y me juego lo que quieras a que no se pone peor de lo que está.

—Ah, qué diablos.—Mike sonrió abiertamente, asintiendo con la cabeza.

.

—Así que arreglando otra vez los platos rotos de tus amigos.

Debía haber sido cosa de su imaginación lo de que Mihail se había acostumbrado a él durante aquellos años. No sólo estaba tan frío y grosero como siempre, sino que cuando le pidió acónito fue a buscarlo a su dormitorio; posiblemente se sepultaba bajo una montaña de él para dormir.

Remus trató de ser valiente cuando el sirviente volvió con un florecido ramo, pero esto iba más allá de su revulsión ordinaria; la planta le hizo retroceder. Era todo lo que podía hacer sin escapar del cuarto.

Mihail le miró con maliciosa fruición mientras preparaba la cataplasma.

—Funciona, ¿eh?—preguntó retóricamente.—Como los vampiros y el ajo.

—Algo así—comentó Remus alegremente, pensando que debería estar agradecido de que esos trucos realmente funcionaran. El ajo les había salvado a Alexandru y a él en más de una ocasión, puesto que mantenía a raya a los vampiros rumanos indefinidamente, a diferencia de la luz solar, que sólo los debilitaba y la cual a los más antiguos parecía no afectarles en absoluto. Alexandru le había explicado que esas reglas no eran universales; tan cerca como en Eslovenia, los vampiros sólo salían de noche y en Rusia, según se decía, se levantaban al mediodía.—Y afortunadamente la luparia no es un ingrediente crítico en la cocina local,—añadió.

Mihail clavó en Remus sus oscuros ojos líquidos, con la cara inundada de ira y pavor.

—¿Te parece que los terrenos del castillo han sido plantados con ajo para sazonar piernas de cordero?—preguntó con cierto sarcasmo derivado de un terror indefenso.

Remus se estremeció cuando cayó en la cuenta de que la hostilidad de Mihail no era personal, sino que simplemente estaba tan asustado de lo que quiera que fuera que Alexandru andaba buscando, como del viejo mago mismo... si no más asustado. Los días de incertidumbre, del carácter crispado de Alexandru y de sus ocasionales exigencias irracionales estaban pasando factura.

Pensó divertido en ofrecer a Mihail un trago de poción de matalobos.

—No... supongo que es para evitar que los vampiros vuelvan a tomar castillo—comenzó pensativamente, pero fue interrumpido por la áspera carcajada de Mihail.

—Ah, no, para volver antes tendrían que haber venido, señor Lupin—rió el viejo.—La putrefacción vino de dentro.

Remus pensó en los retratos que faltaban en la galería, y empezó a entender;

—Pero entonces...

Pero Mihail había vuelto a su faena, y la poción le recordó quién era su interlocutor en la conversación. No estaba dispuesto a hablar de sus miedo a las criaturas oscuras precisamente con otra.

—Ahí va—dijo con expresión hermética, tendiendo a Remus un frasco hermético.—Para qué lo necesitas para un simple rasguño, no me lo explico.—Le dirigió una mirada desagradable. Estaba claramente convencido de que Remus mentía respecto a una mordedura.

—Se trata de un muggle,—explicó Remus.—Están haciendo alguna clase de experimento en las cuevas Petrosna.

Mihail le arrebató el frasco conteniendo el aliento súbitamente; luego reflexionó un momento y se lo devolvió.

—Los muggles no sobreviven a las mordeduras de hombre lobo, lo sabes—dijo misteriosamente.

—Sí, lo sé.

—Pensé que lo harías—murmuró el anciano, observando a Remus pasear despreocupadamente por la habitación con el frasco metido en el bolsillo.

.

Cuando Remus volvió a las cuevas al día siguiente, encontró a otro estudiante en el pabellón. Esto consistía en una gran tienda con los lados enrollados y mallas de red colgando por todas partes; el interior estaba atestado de mesas con ordenadores y pilas de libros y papeles. Como en su anterior visita, el estudiante –indio por su aspecto- estaba concentrado en la pantalla de su ordenador, absorto en el baile de las brillantes líneas onduladas.

—Em, disculpa—comenzó Remus cuando se encontró junto al estudiante, justo al otro lado de la malla.

—Sí, ¿qué es?—respondió el otro bruscamente, sin apartar los ojos de los garabatos. Tenía un acento británico muy pulido que le recordó a Ashok Patil, que había coincidido en el colegio con él. El estudiante levantó la vista al fin y se sobresaltó de ver a un forastero.

—Oh, perdón—dijo, abstraído aún en lo que fuera que hubiera estado haciendo.—¿Eres aquel chico sobre el que Mike nos habló acerca de...

—Sí, de hecho lo estoy buscando. Traigo algo para él. ¿Está aquí?

—Está haciendo su turno—replicó, como si eso lo explicara todo. En respuesta a la expresión de perplejidad de Remus, se levantó de un salto y apartó la cortina de malla.—Perdona, está en la cueva recogiendo datos. Soy Vijay, por cierto.

Vijay le ofreció la mano y Remus se la estrechó, reflexionando que había perdido bastante práctica en los apretones de manos. Olisquear hocicos entraba más en su estilo, pero dudaba que aquellos estudiantes pudieran entenderlo o apreciarlo.

—Voy a por él y lo traigo, ¿de acuerdo?—Sin esperar respuesta, el estudiante desapareció por el sendero, dejando a Remus a merced de las brillantes líneas de la pantalla. Se preguntó si aquello sería parecido a Aritmancia o Runas, no sus mejores asignaturas en particular. Paseó por el pabellón inspeccionando por encima algunas de las pilas de materiales, pensando que al menos podría entender los libros. En esto se equivocó, pues la mayor parte de ellos resultaron tener títulos incomprensibles, con palabras que no sabía ni que existían. Estudios Muggles tampoco había sido nunca su fuerte.

Una esquina de la tienda estaba presidida de libros de otra clase, volúmenes de historia y literatura en un sorprendente número de idiomas. La mayoría no los conocía, pero había estudiado griego y latín en casa de niño, después de que resultara evidente que en la escuela primaria ya no lo aceptaban más.

Tomó una copia de La Ilíada, abriéndola por el principio para comprobar si sería capaz aún de leer o entender algo de griego. Las palabras y las frases le salieron solas en cuanto tropezó con las primeras líneas;

La Ira, oh diosa, canta, del pélida Aquiles
ira maldita, que echó en los Aquivos tanto de duelos
y almas muchas valientes allá arrojó a los infiernos...

Se detuvo bruscamente al evocar a Sirius (en el cual no había pensado durante años; por fortuna había logrado incluso hasta olvidar satisfactoriamente el encuentro con los dementores en la cueva). Ya no quería saber más del destino de uno de los mayores héroes clásicos.

—Vaya, vaya, el hippie conoce a Homero—dijo una voz mordaztras de él. Se giró para encontrar a Lamia, con el rostro ensombrecido por el gran sombrero, pero sin las gafas oscuras. Unos intensos ojos violetas le horadaron como si fuera un extraño espécimen en un zoo. Había algo en sus ojos, algo a la vez tan familiar y tan ajeno...

—Eso fue hace mucho tiempo—respondió a toda prisa, dejando el libro.—No estaba seguro de si todavía sería capaz...

—No me gusta mucho La Ilíada, personalmente—dijo ella con astucia, mientras entraba en el pabellón y evaluaba a Remus cuidadosamente.—No encuentro que tenga muchos personajes femeninos interesantes; nada más que una Tetis suplicante y la deprimente y torturada Helena.

—Ah,—sonrió;—quizás prefieras La Odisea y la astuta esposa, Penélope.

Ella sacudió la cabeza, pero le devolvió la sonrisa.

—¿Circe, la hechicera de hombres, quizás?—dijo, sintiendo de un modo extrañamente boyante cómo su cerebro trabajaba en algo largo tiempo olvidado, jugando con las ideas al modo en que un prestidigitador hace juegos malabares,—o la ninfa Calipso, que quería volver a Ulises inmortal para que se quedara a su lado para siempre.

Ella se acercó y el olió su perfume almizclado, dulce e inquietante, tan familiar como sus ojos de alguna curiosa manera.

—Calipso, supongo,—dijo suavemente, sentándose en un taburete y mirándolo con renovado interés.—Que vive en una isla maravillosa, perdida en el mar.

—¿Eso es lo que buscas? ¿Soledad?—preguntó Remus, sorprendiéndose a sí mismo de querer continuar la conversación. Ella rió en respuesta, con un poco de amargura.

—Aquí estoy, ¿no? Pero supongo que a ti también te debe gustar el aislamiento.—No le dio tiempo a responder, sino que se puso en pie bruscamente, diciendo;—Mike y Vijay están discutiendo... como siempre. Ven, te llevaré hasta la cueva.

Él la siguió a lo largo de un camino que discurría entre los árboles a lo largo de casi quinientos metros. Una pared de granito salió de la nada, proclamando que habían llegado al flanco de la montaña. Remus pudo ver gruesos cables negros desperdigados por el suelo, serpenteando hasta la entrada de la cueva. Un resplandor antinatural surgía de la boca de la misma, indicando que no se trataba de la guarida de un dragón, ni de una quimera, ni de ninguna otra criatura conocida por él.

Efectivamente, allí se estaba produciendo una disputa en todo su apogeo, haciéndole recordar a Remus algunas de las discusiones que había tenido con Vlad. A pesar de que podía entender muy poco de lo que decían, intuyó que los dos estudiantes tenían un desacuerdo en algún aspecto de los arcanos de la ciencia muggle que nunca sería resuelto.

—El concepto completo de la descomposición del protónestá basado en la más simple Teoría de Campo Unificada. No hay razón natural que tenga que hacerlo todo de la manera más simple.—Este era Mike, jugando a abogado del diablo, lo cual parecía ser su comportamiento habitual.

—¿Pero no sería una sorpresa que el vector boson mediante el número barión no conservado tuviera masa finita?—razón Vijay en tono de razonada calma.—Ya hemos visto la unificación de las fuerzas eléctricas y las débiles; ¿por qué no las fuerzas fuertes?

Cientos de cajas de acero, de casi un metro de ancho y con la altura de un hombre, estaban apiladas en doble fila por todas partes de la cueva. Tubos metálicos de todas las formas se encontraban dispersados alrededor del montón en desorden caótico; alguien había hecho un muy poco entusiasta intento de apilarlos, y en ese momento había dos personas ocupadas enapilar los montones. Algunas cajas de metal estaban orientadas con los agujeros cónicos del centro hacia el techo. Otros instrumentos y complementos del hardware colgaban desde cada superficie, la mayoría de ellos envueltos aún en cintas y plásticos de manera que Remus no podía ni intentar adivinar de qué se trataba. Docenas de pantallas de ordenadores procesaban un constante chorro de números, y de vez en cuando se interrumpían, provocando que Mike o Vijay golpearan los teclados maldiciendo.

—Hey, vosotros dos,—dijo Lamia con tono experto,— todavía no vais a crear una Magnífica Teoría Unificada.—Ambos hombres cesaron de mala gana. Mike cayó en la cuenta de la presencia de Remus y prorrumpió en una amplia sonrisa.

—¡Hey, ya creí que no vendrías!—dijo, olvidada la discusión.—¿En serio has traído una poción transilvana?

Remus sonrió. Eso era exactamente lo que había llevado, aunque su elaboración le era tan desconocida a los estudiantes como para él sus barionesy teorías unificadas.

—Vamos a ver ese brazo,—dijo, caminando hacia Mike. Quedaba ya olvidado toda su confusión inicial en cuanto al equipo y los idiomas. Tratar heridas era algo que se le daba bien; los Cinco eran expertos en conseguir herirse, tanto en forma humana como animal, aunque Remus no estaba familiarizado con los poderes curativos muggles. Mike se arremangó para revelar el paisaje arañado de su brazo, y Remus sacó de la bolsa el frasco de la poción y algunas vendas.

—¿Podrías, esto, echarme una mano?—preguntó, volviéndose hacia Lamia. Acababa de caer en la cuenta de que la cataplasma de poción canina con contenido en luparia no era algo que a él le gustaría tocar. Le tendió el frasco mientras tomaba el brazo extendido de Mike.

—Destápalo y vuelca un poco—indicó.

La poción humeó ligeramente al retirar el tapón, y un poco más cuando Lamia la dejó caer a lo largo de las cicatrices del brazo de Mike. Éste se estremeció ligeramente.

—Wou, ¿de que está hecho esto?—comentó, tratando de mantener el tipo.

—Mmmm. Hierbas sobre todo—contestó Remus inspeccionando la herida. La rojez comenzaba a disminuir ligeramente. Mihail nunca le había fallado en materia de pociones, lo cual hacía quizás que valieran la pena todas las miradas gélidas y ásperas palabras con las que se encontraba al tratar con el viejo criado.

—Tienes que aplicártelo dos veces al día durante cinco días—dijo bruscamente mientras ceñía una venda alrededor del brazo herido.—Vendré a ver que tal la semana que viene. Para entonces ya debería estar curado.

—¿Crees que me quedará una cicatriz?—Mike le sonrió de oreja a oreja.—Recuerdo de Transilvania. Oye, por lo menos no me he convertido en hombre lobo.

Tanto Lamia como Remus se estremecieron al oír estas palabras. Remus se preguntó una vez más sobre la aparente familiaridad de ella –o sensibilidad, como mínimo- al respecto. Guardó el resto de las vendas en la bolsa y deseó estar fuera de la cueva. No percibía hoy signo de vampiro alguno, si bien sus sentido humanos eran inferior a los del lobo. Quizás se debía a la presencia de los dementores salvajes, al acecho en algún lugar de la cueva laberíntica, lo que le hacía sentirse tan incómodo.

—Deberíamos dejar que Mike vuelva al trabajo—dijo Lamia de repente. Te acompañaré de vuelta al campamento. No me toca mi turno hasta después de anochecido.

En cuanto dejaron atrás la cueva, Mike y Vijay empezaron otra vez a discutir. Quizás esto formaba parte de lo que hacían tanto como los garabatos bailarines. Remus estaba convencido de que nunca lo entendería.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Lamia dijo;

—Sé que suena como un galimatías, pero es lo que tiene esta carrera. Aunque, por supuesto, siendo botánico ya lo sabrás todo sobre las jergas.

—Bueno, claro—respondió Remus cautelosamente.—En mi campo tenemos un montón de términos especializados. ¿Has estudiado botánica? Parece que te suena bastante.

Ella dio un rodeo cerca de él, mirando atentamente el camino. El sombrero ocultaba su rostro y se había calado de nuevo las gafas oscuras. Al cabo de un minuto, respondió;

—Un poco. He estudiado un montón de cosas... lo que se me antoja.

—Y esto...—Remus hizo un gesto hacia atrás, a la cueva.—¿Es tu antojo actual?

—No lo sé—respondió quedamente. Alzó la vista para mirarlo y le dijo, con más sentimiento;—más que un antojo, la física es... hermosa, de veras. Uno puede invertir una vida entera sólo para prepararse a comprender... y tu mente tiene que expandirse, abrirse al conocimiento de...—se interrumpió, algo avergonzada, y volvió una vez más la vista a sus pies.—Lo siento. No creo que pueda ser capaz de explicar lo que significa para mí.

Remus se imaginó lo que sería explicar un complicado encantamiento como el de las barreras lunares, cómo tendría que buscar el equilibrio entre su mente y el mundo externo, lo que se sentía cuando el hechizo alcanzaba suintegridad.

—Tu mente crea algo de la nada,—murmuró él mientras caminaba.—No, no es eso. Tomas algo del caos y construyes una cosa que antes no existía. Eso es hermoso.

Ella paró de andar y Remus, perdido en sus pensamientos, no se dio cuenta durante un momento. Se giró y vio que lo observaba con una expresión que resultaba ilegible a causa de sus gafas oscuras.

—Sí,—dijo suavemente.—Quizá sí lo entiendes.

.

Lamia caminaba apresuradamente por el camino, impaciente por alejarse de las luces y el ruido del campamento. Tampoco es que estuviera esa noche todo lo ruidoso que podía llegar a estar, especialmente con Mike en la cueva. Él era capaz de hablar por los cuatro, si hacía falta.

Llevaba una linterna en la mano, aunque no la necesitaba. El camino le resultaba ya perfectamente familiar, incluso en la oscuridad de la creciente noche. Mientras caminaba, pensaba en Lupeni, el botánico que había pasado por allí antes. No tenía de botánico más que ella misma, menos aún seguramente, ya que ella había estado a punto de hacer la carrera de botánica en una ocasión. Tenía sus sospechas acerca de lo que realmente era, lo cual le hizo preguntarse una vez más acerca de la prudencia de haber ido allí.

¿Por qué había venido? Trabajar con el profesor Gamberi en la Universidad de Bolonia era una oportunidad que no podía dejar escapar. Todo lo que tenía que hacer era recoger datos suficientes durante el verano y luego podría pasarse los cinco años siguientes analizándolos en la universidad; sería suficiente para obtener el doctorado. Cuatro meses en Transilvania no podían ser tan malos, o eso pensaba ella al principio.

Salvo por los lobos. Se había olvidado de los lobos. Y de las otras cosas, también.

—¿Mike?—llamó entrando en la cueva, bañada por la luz de los osciloscopios. No lo encontró encorvado sobre la consola como de costumbre. Quizás estaba más allá atendiendo algún aparato.

Lamia zigzagueó entre los altos estantes de instrumentos, esquivando cables hábilmente. Tampoco estaba detrás de las estanterías, y no era propio de él dejar un experimento a medias. Conectó la linterna y la enfocó hacia el centro de la cámara, orientando el haz de luz hacia las esquinas más oscuras.

Allí. En el suelo de la cueva, detrás de una caja de embalar, el disco luminoso revelaba algo blanco. Lamia extinguió la luz y se aproximó cautelosamente para investigar. Cuando estuvo cerca, vio el cuerpo de un hombre estirado, la cabeza y los hombros bañados por la oscuridad. Pero esos eran los zapatos de Mike, sin duda. Se arrodilló y lo sacudió con firmeza.

—¿Mike? ¿Estás bien?—Pero, desde luego, Mike no iba a contestar enseguida, eso era más que obvio desde el primer golpe de vista. Más aún, Lamia supo inmediatamente lo que había pasado, lo cual que la aterrorizó mucho más que los licántropos. Se puso en pie, consciente de que alguien o algo había pasado tras ella.

¿Por qué he vuelto?

Con un hondo suspiro, dio la media vuelta para encontrarse cara a cara con un hombre pálido, cuyos ojos oscuros la recorrían con ávida lascivia.

—Emil,—dijo resueltamente al vampiro, no contenta en absoluto de verlo.—Ha pasado mucho, mucho tiempo.

.

Capítulo Seis; Viajes con los Vampiros (próximamente...)

.

Nota de las autoras;

WT1: Íbamos a publicar esto ayer...
WT2: Querrás decir que yo iba, tú estabas por ahí corriendo a lo salvaje porque había luna llena.
WT1: Bueno, je, je, pero ahora que el sitio aumenta de nuevo...
WT2: --y que la luna mengua--
WT1: (¡Que no tiene nada que ver!)--¡aquí estamos con otra entrega de Remus el Cazavampiros!
WT2: Esto va para largo, gente, haceos con una taza de café o una galleta para perros y poneos cómodos.

Disclaimer; JK Rowling creó el ingenioso mundo de Hogwarts y todos sus personajes, y todos y todo lo que reconozcas es suyo.

{Versión original corregida publicada el 10 de Julio de 2001}

(Versión traducida, 14 de Mayo de 2004)