Viajes con los Vampiros
(¡Excelente protector de ovejas, el lobo!)
Cicerón
Rumanía, Año Doce
Las garras y alas aparecieron entre las nubes cuando Dumbledore concluía su tercera historia de Harry y sus amigos. Remus se preparaba mentalmente para su turno; sabía que en algún momento el director querría conocer los últimos momentos de la vida de Alexandru Arghezi. Habían pasado la mañana completa intercambiando historias, sin cansarse de narrar o escuchar, haciendo caso omiso al tiempo tormentoso o a los ruidos sordos de sus estómagos insatisfechos.
Aquello parecía que se iba a convertir en una repetición de lo del roc, pero esta vez el pájaro redujo la velocidad antes del impacto contra la barrera mágica, levantó la pata izquierda, y dio dos golpecitos con ella. Se produjo un leve resplandor y un búho de orejas largas, marrón claro con motas negras pasó a través de la barrera y se posó sobre una de las vigas caídas.
Remus fue a desatarle la carta de la pata. El trozo de pergamino que contenía el cilindro de madera era bastante pequeño, y el mensaje muy corto, lo cual no justificaba lo voluminoso del embalaje.
Dumbledore lo miró con ojos chispeantes.
—Ah, los búhos corrientes no pueden atravesar los encantamientos que protegen al castillo—dijo.—Pero aquí tenemos un búho real y una caja de roble con el blasón de un rayo dorado. Ya veo que Alec no sólo se dedicó a perfeccionar sus barreras lunares.
Remus asintió con la cabeza, pero se estremeció. La Guardia de Júpiter era en efecto un hechizo brillante y elegante, pero ya había fracasado estrepitosamente una vez... y con una había bastante.
—La caja fue bastante fácil de hacer, pero éste es uno de los dos únicos ejemplares de búho real de las montañas. A veces se hace un poco difícil enviar el correo.
—¿Y como funciona?—preguntó el director. Tomó la caja y trató de hacerla pasar a través del muro, pero fue bloqueada.
—Júpiter es el cuerpo celeste más brillante del cielo nocturno, aparte de Venus y la luna—comenzó Remus, preguntándose por qué se molestaba en explicar esos detalles tan básicos al anciano mago.—Es más útil que Venus, porque es visible durante todo el año y solo rota por el zodíaco una vez cada doce años.—De hecho, caía en ese año cuando la guardia necesitaba ser reiniciada, si no calculaba mal. Trató de no recordar el entusiasmo de Alexandru cuando la activó por primera vez.—Este planeta reina sobre el resto, controla tanto las lechuzas como las águilas, y sus atributos son el oro y el trueno; de modo que cuando se combinan todos estos elementos la Guardia les permite el paso.—Sonrió;—a Alec le llevó un tiempo conseguir búhos reales, pero no quería arriesgarse a que un águila real le destrozase con las garras por segunda vez.
Volvió la atención a la carta mientras el director examinaba la caja y le dirigía unos murmullos al búho. Desde su primer año en Hogwarts (desde la primera semana, incluso) Remus había sospechado que Dumbledore era un tiresio, capaz de hablar con los pájaros, pero no sabía si era una habilidad natural o adquirida mediante poción. Laszlo el herbologista tenía una buena plantación de caléndula, y cuando estas florecían en verano, un paseo descalzo entre las alegres flores bastaba a cualquier mago para adquirir el don durante una gloriosa hora.
No tenía ni idea de qué hablaban las lechuzas, pero los patos de la cala eran unas criaturas muy observadoras, y resultaban fascinante oírlos siempre que no se pusieran a chismorrear de las plumas de unos y otros.
—Parece que me necesitan en la zona de los Cin... er, en el bosque,—dijo, mirando la nota con el ceño fruncido.—Tendrá que perdonarme, director, pero es de alguien con quien no he hablado durante mucho tiempo... alguien muy apreciado.—Dobló la carta y suspiró;—no nos hemos hablado mucho últimamente... Al parecer están reconstruyendo la vieja cabaña, y necesitan algo de ayuda antes de que llegue el invierno.—Alzó la vista al cielo a través de las crecientes burbujas de lluvia desviada mágicamente.
—Bien, no quisiera ser entrometido—replicó el profesor alegremente.—Puedo entretenerme perfectamente aquí a solas, o bien puedo acompañarte, como desees.
Remus le dirigió una sonrisa sardónica.
—Está en pleno territorio de licántropos—dijo. Y al ver que no aparecía sombra alguna de temor en el rostro de Dumbledore, añadió.—No es que no vaya a ser bien recibido o algo de eso, es sólo que es inusual...
El anciano mago le miró directamente a la cara, y a menos de que Remus estuviera equivocado, la expresión de éste era de pura curiosidad de colegial. Esto le llenó de un nuevo respeto hacia el director, y sonrió abiertamente.
—Podremos ir volando en cuanto nos encontremos a unos cuatrocientos metros de las puertas. Al noreste no hay más que montañas, y Alec no se molestó en poner barreras por ahí; pero no he encontrado otro modo de entrar en el pueblo disimuladamente.
El vuelo de treinta kilómetros hasta la casita fue en realidad bastante agradable. Abriéndose paso a través de los cúmulos grises, dieron al fin con un límpido cielo azul en el que brillaba el sol, mientras las nubes ondeaban a sus pies como un edredón.
Tan pronto como aterrizaron empezó a llover otra vez, y el joven que les esperaba entre las ruinas de la cabaña se había cubierto con un impermeable de plástico. Saludó a Remus fríamente y no se molestaron en hacer presentaciones; era evidente que tanto uno como otro temían que volvieran a surgir viejos resentimientos. Ocultaban sus emociones bajo un espíritu práctico, y el mal tiempo era la excusa ideal para apresurar los trámites.
—No quiero reconstruirla exactamente aquí,—dijo el joven.—el suelo está demasiado carbonizado, y de todos modos esta nunca fue una buena ubicación, la nieve se amontonaría en el tejado en invierno. Había pensado que si sólo moviera esas vigas grandes un poco más al norte... pero no puedo hacerlo yo mismo—añadió, algo huraño.
—Ni yo, seguramente—respondió Remus con una sonrisa, lo cual animó un poco al otro.—Tienes razón, sin embargo... es una lástima malgastar la madera. Pero entre nosotros tres, seguro que podemos ponerlo donde tiene que ir.
Se pusieron los tres a la tarea de excavar las ruinas. Un muro maestro permanecía intacto, así como la chimenea de piedra. Los otros tres muros, el tejado y los muebles estaban completamente quemados. De vez en cuando aparecía ileso un cacharro de cocinar o un mortero de mármol, e iban dejando a un lado los artículos útiles, en un claro.
—Este es un objeto extraordinario—comentó Dumbledore de repente, inclinado sobre un fangoso trozo de tierra.
—¡NO LO...!—gritó el joven instintivamente, luego se tapó la boca cuando Remus le lanzó una mirada inquisitiva.
Cuando el director se incorporó, sostenía un crucifijo de quince centímetros de largo. La pátina negra no conseguía ocultar los adornos dorados, el metal que había sido trabajado para representar rugosas ramas de olivos. Los pétalos lobulados al final de cada uno de los tres extremos tenían engarzados un triplete de oscuras gemas rojas.
Dumbledore bruñó las piedras contra su ropa, y las inspeccionó a través de los cristales de sus gafas que permanecían secos por arte de magia.
—Rubíes—comentó.—Un diseño tradicional ortodoxo, ruso, quizás, o tal vez polaco, del siglo pasado. Primero he pensado que era oro, pero el oro no se deslustra...—Levantó la vista, como si acabara de oír la advertencia, y vio que el joven extraño daba un cauteloso paso atrás.—Plata, ¿verdad?—dijo el director.
Los ojos del rumano iban rápidamente de él a Remus y atrás de nuevo, inseguro de qué lo impresionaba más; si el que a Dumbledore pareciera no afectarle el crucifijo, o el que su propio reconocimiento de esto no escapaba a la atención de Remus.
Se produjo un breve silencio, que hubiera durado más de no ser por el golpeteo de la lluvia.
Al final Remus se giró hacia su amigo. El dolor por los viejos recuerdos se reflejaba en su expresión, pero su tono de voz estaba cargado de respeto cuando preguntó;
—¿Fuiste tú…?
El joven arrugó el impermeable de plástico y lo arrojó al suelo ceñudo. Tendió los brazos hacia el cielo chorreante.
—¿Pero qué creías?—gritó—¿qué hubiera dejado que te llevaran a prisión?
—Él merecía morir por lo que hizo, no por lo que era—respondió Remus con voz queda.—De haber sido humano, hubiera obrado igual que hice, y esperaba que su muerte hubiera sido investigada como el asesinato que fue, no celebrada.
—¡Me sacas de quicio con toda esa mierda!—gritó el otro, y su cólera ocultaba tantos sentimientos contradictorios que era difícil adivinar cual se encontraba por encima.—¡A nadie le importa por qué lo hiciste! Si te llegan a arrestar y averiguan lo que eres...—le dirigió a Dumbledore una mirada fulminante, no muy seguro de si suponía de lo que estaban hablando.
—Fue un truco impresionante, de todos modos—dijo Remus.—Pero debo disculparme por mis malos modales. Permíteme que te presente al director de Hogwarts, Albus Dumbledore.
El joven se quedó ahí de pie chorreando lluvia. El impacto y la sospecha fruncían sus rasgos mientras consideraba seriamente si no estaría siendo víctima de una broma. Había oído relatos interminables acerca del director a lo largo de años, pero no los suficientes como para llegar a creer que el mago más famoso del mundo pudiera andar un día dragando los restos de una cabaña quemada en una región de hombres lobos en Rumanía.
Lo que no sabía era que Dumbledore también había oído hablar de él, y que tal vez estaba tan interesado como Remus en analizar los acontecimientos que habían producido tragedias tan separadas. La muerte de Alexandru, la destrucción del castillo, la dimisión de Remus como líder de los Cinco, y el hombre lobo que había matado el año anterior... todo estaba relacionado, pero sólo ahora empezaba a entender exactamente cómo.
Rumanía, Año Ocho
Dos hombres y cinco ovejas hacían el camino de subida por la estrecha senda de la montaña. Las ovejas balaban cuando se veían obligadas a abrirse paso entre las angostas grietas de piedra en algunas partes. Ambos hombres se esforzaban en evitar que su pequeño rebaño se precipitara precipicio abajo por las repisas de piedra, mientras una niebla espesa se arremolinaba en la cima de la montaña a la que ascendían, cortando el calor de pleno verano en el paso.
—Grigore—llamó uno de los hombres,—¡ojo con esa! Está demasiado cerca del borde.
Una de las ovejas tropezó y desapareció. Sus balidos irritados podían ser oídos perfectamente a través de la niebla, llamando a los otros animales. Los dos hombres se acercaron con cautela hacia donde procedían los balidos, pero se detuvieron cuando resultó obvio que la oveja había resbalado del camino y caído a la repisa más cercana, a juzgar por el volumen de sus quejidos. El resto de las ovejas, todos los corderos nacidos aquella primavera,se apretujaron tras los hombres.
Se quedaron mirando detenidamente entre la niebla. Los dos vestían ropas idénticas, túnicas y pantalones de tejidos basto, pero era lo único que tenían en común de su apariencia. El más alto llevaba el pelo largo castaño claro bien sujeto por una cinta de cuero, y sus ojos eran de color gris claro. Su compañero tenía el pelo negro y rizado, que le caía desordenadamente sobre cara y hombros. Sus grandes ojos negros estaban llenos de preocupación.
—Lo siento, Alfa Lupeni—replicó incómodo.
—Bueno, esa oveja es un poco torpe y la niebla se está haciendo muy densa,—replicó Remus Lupin, dando unas palmaditas a Grigore en el hombro. Conocía a su compañero desde hacía ocho años, el primer otro hombre lobo con el que se había encontrado cuando llegó a las montañas de Transilvania. Como Alfa Lupeni, se había encargado de liderar la manada de Grigore, la manada Cinco, durante más de siete de aquellos ocho años. Pero el título todavía le hacía estremecerse un poco por dentro, pese a todo. No perdía la esperanza de que uno de sus más antiguos amigos de las montañas pudiera prescindir del mismo en situaciones informales.
—Grigore,—añadió tras una pausa pensativa.—Este podría ser el momento para que pongas a prueba el hechizo levitatorio que has estado aprendiendo.
—Oh, no—contestó el otro nerviosamente,—sólo lo he probado con cosas pequeñas y...
—Tonterías. ¿De qué sirve conseguir una varita y aprender hechizos si luego no los pones en práctica?
La oveja perdida continuaba balando estridentemente mientras ellos hablaban, y el resto de los corderos empujaban a los dos magos con nerviosismo. Grigore sacó a tientas la varita, agarrándola con aire inseguro. La tenía desde aquel último verano, y la había aceptado tan sólo ante la insistencia del líder de su manada. Remus sabía que no era la mejor para él –no había podido conseguir que ninguno de los de la manada le acompañara a Bucarest a elegir varitas-, pero tras diez meses de prácticas, el muchacho había aprendido unos cuantos hechizos sencillos. Con la excepción del adolescente Bela, ninguno de los otros Cinco quería aún varitas mágicas. Remus sentía que ya había hecho bastantes progresos enseñándole a Grigore los rudimentarios hechizos que había aprendido cuando era estudiante.
—El encantamiento anti-gravitatorio, ¿recuerdas?—apuntó Remus amablemente.
El mago en prácticas asintió con la cabeza, levantó los brazos y murmuró las palabras del hechizo entre dientes, con los ojos fuertemente cerrados por la concentración. Los balidos de la oveja perdida se fueron haciendo cada vez más cercanos, y Remus pronto fue capaz de distinguir la borrosa cabeza del sorprendido animal surgiendo entre la niebla. Grigore abrió los ojos y jadeó, sorprendido de su propio logro. Desafortunadamente, esta revelación echó abajo su concentración y la oveja desapareció de la vista, balando enojada. Los dos pudieron oír sus pezuñas resbalando por las piedras de abajo.
—Hija de perra rabiosa,—maldijo Grigore, dando una patada y tirando la varita. Remus no le hizo caso por un momento, y sacando su propia varita hizo reaparecer a la oveja, que se debatía desesperadamente pero estaba totalmente ilesa. Cayó a tierra a sus pies y se hubiera precipitado de nuevo por el borde si Remus no la hubiera agarrado, arrodillándose y abarcando con los brazos el gran cuello lanoso.
—Ha estado muy bien, Grigore—dijo con tanta calma como pudo por encima de los gemidos de la oveja. Trató de sonar alentador, a pesar de los bocados y las agudas patadas que le estaba propinando el animal con los cascos.
—Estúpida oveja,—rezongó Grigore.—Se nos daba mejor robarlas.
—No has querido decir eso—dijo Remus severamente, levantándose para mirar al joven mago a los ojos.
—No, Alfa Lupeni—murmuró, desviando la vista para evitar la mirada de decepción del otro.—Pero... —Grigore hablaba entrecortadamente, pero con un filo de determinación en su voz.—Los lobos no son... no son perros pastores. Nosotros antes...
—Cazabais ovejas y mordíais a la gente y erais continuamente perseguidos y asesinados. ¿De verdad quieres volver a todo eso?—Remus suspiró y reunió a las ovejas. Los corderos se arracimaron en torno a la compañera perdida, felices de volver a estar juntos.
—Demasiados humanos, ese es el problema—escupió Grigore.—Lo que tendríamos que hacer es irnos a otro lado.
Esa era una vieja polémica. Algunas de las manadas de hombres lobo de las montañas habían estado de acuerdo con la afirmación de Grigore y se habían marchado o disuelto, pero abandonar no solucionaba el problema. Remus había tenido que librar su batalla particular al respecto desde que desafió al Alfa Vlad, el líder de los Seis, y creó su propia manada. Grigore había sido uno de los primeros en ponerse de su lado, sin embargo, y escuchar sentimientos propios de Vlad de sus labios resultaba sorprendente y desasosegador.
Tan pronto como consiguieron convencer a las ovejas para que volvieran atrás por el camino –que fue tan fácil como persuadir al agua de que fluyera hacia arriba-, Remus volvió a intentarlo con Grigore.
—Yo tampoco estoy hecho para espolear ovejas, pero criar unos pocos corderos nos da libertad, y tu lo sabes.—Grigore caminaba junto a él con la mirada agachada y sin decir nada. Remus continuó;—Podemos intercambiar la oveja y los corderos por gallinas en el castillo, y entonces quizás hasta tengamos huevos para vender en el pueblo; más libertad.
—Sí, supongo—masculló.—La libertad está bien. Pero qué tiene de bueno si...—Grigore se paró y las ovejas se apiñaron tras él, disgustadas porque algo bloqueaba su camino.
—Sí, ¿qué es, Grigore?—preguntó Remus con paciente curiosidad.
—Bueno, um... podríamos tener libertad aquí, pero ¿por cuánto tiempo? Todas las manadas disminuyen cada año... Bela ha sido el último en unirse a los Cinco, y de eso hace ya... ochenta meses, por lo menos.—Grigore empezó con voz vacilante, sin mirar a Remus a los ojos, pero luego continuó hablando más rápido a medida que avanzaba, como si cada palabra impulsara la siguiente.—Hace doce meses perdimos a Andre. Si nos quedamos aquí, ¿cuánto tiempo pasará... hasta que desaparezcamos?
Al final consiguió levantar la cabeza y afrontar a su líder con una mezcla de miedo y determinación en sus ojos. Demasiado conmocionado para responder, Remus se apartó y se dedicó a reunir al deambulante ganado. Se sentía irritado, traicionado en cierto modo, por palabras que podía haber esperado oir de Vlad, pero desde luego no de Grigore.
—Siempre aceptaremos nuevos miembros—respondió con una calma que estaba lejos de sentir,—pero tenemos que encontrar alguna clase de equilibrio aquí. No podemos ser los responsables de atacar humanos y provocar que ellos nos ataquen a su vez.
Hizo una pausa, esforzándose en escoger las palabras para añadir algo más. No obstante, en aquel momento surgía de la niebla la gran roca que marcaba el final del camino. Tenían las manos ocupadas en mantener a las ovejas lejos del barranco del lado este del castillo, de modo que pudieran agruparlas alrededor del muro oeste hacia la puerta del establo. Para entonces ya habían llegado todos a la parte posterior del castillo, así que Remus pensó que mejor dejaba la discusión para otro día. En lugar de eso, podía intentar enseñar a Grigore un poco más de magia.
—El castillo está protegido por una serie de complicados hechizos,—dijo Remus mientras reunían a las ovejas en torno suyo—pero el encantamiento que mantiene cerrada esta puerta no es mucho más difícil que el que te he enseñado. La puerta delantera del castillo tiene una defensa mucho mas intrincada, por supuesto. Ni yo mismo sé hacerlo o deshacerlo correctamente.
La puerta pequeña de madera se levantaba ante ellos. Con tres veces la anchura de un hombre y dos veces más alta, resultaba nimia en comparación con la entrada principal. Estaba flanqueada por las mismas pulidas piedras grises de la pared, que se curvaban en la parte superior formando un elegante arco. Remus sacó su varita y con un gesto instó a Grigore a hacer lo mismo.
—¿Te acuerdas del hechizo con el que se cierra tu cabaña?—Grigore asintió en respuesta, y Remus continuó.—El de esta puerta es muy parecido, pero hace falta seis serae magi para activarlo en vez de tres. Primero, encuentra los puntos. Adelante.
Grigore levantó la varita mirando a Remus dubitativamente, y luego se colocó frente a la puerta. Con el brazo extendido, hizo un gesto abarcando el perímetro de la puerta, haciendo aparecer primero una señal, y luego otras que brillaron con una débil luz azulada. Parecía ganar más confianza en sí mismo a medida que iba avanzando.
—Bien,—dijo Remus con orgullo.—Ahora, una vez que puedes abarcar mentalmente todos los serae, las palabras para liberar el hechizo son portales minor.
Tomando aliento, Grigore cerró los ojos, balanceó la varita una vez más y exclamó; "Portales minor".
La puerta entera llameó brevemente con la misma luz azul de antes. El aprendiz de mago abrió los ojos y sonrió abiertamente cuando Remus le dio unas palmaditas en la espalda. Tras abrir la puerta ayudándose de una gran aldaba de hierro hicieron entrar a las ovejas a través de la entrada. Cuando el último cordero pasó al interior del castillo, Grigore quiso ir detrás de él pero algo se lo impidió, tirándolo de espaldas contra el suelo.
—Se me ha olvidado mencionar—dijo Remus, ayudando a levantarse a su compañero—que hay más de un encantamiento en esta puerta.
—Pero, ¿cómo han pasado las ovejas?
—Los magos y las criaturas mágicas son repelidos por otro hechizo que no afecta a los animales. Este encantamiento en particular se extiende a todo lo largo del castillo, de modo que tú por ejemplo no podrías saltar el muro.
—¿Y qué pasa con los lobos?—inquirió Grigore, perplejo.—Quiero decir, los de los nuestros.
—Buena pregunta—respondió.—Los hombres lobos son también criaturas mágicas y no deberían ser capaces de entrar. Este encantamiento es demasiado complejo como para ser roto simplemente, pero un mago lo bastante hábil puede hacer una entrada durante un corto período de tiempo. No espero que seas capaz de hacerlo; se trata de un encantamiento perforador para el que hace falta tener una práctica considerable. Si no lo haces como es debido, puedes ser absorbido por el campo del encantamiento, lo cual no es muy agradable, te lo aseguro.
Grigore contempló absorto como Remus levantaba la varita y trazaba con ella una complicada figura en el aire. Un resplandor, del mismo tono azulado que el encantamiento para cerrar puertas, llenó el espacio abierto de la entrada. Remus indicó a Grigore que entrara con un gesto y luego lo siguió rápidamente, a medida que se desvanecía la brillante pantalla azul. Cerró la puerta tras él y reactivó el sortilegio de cierre. Luego, tanto uno como otro volvieron su atención a las dispersadas ovejas, que balaban y alborotaban en el patio del castillo.
Mientras se ocupaban en instalar las ovejas en el establo, Mihail apareció en el dintel con los brazos cruzados y se quedó contemplando a los dos hombres con su aire habitual de desprecio y desaprobación. Remus se figuró que quería decir algo pero fuera del alcance de los oídos de Grigore, pues Mihail debía haber adivinado que se trataba de otro hombre lobo.
—Buenos días,—dijo Remus amablemente, acercándose al hombre de expresión inmutable.
—El amo salió temprano esta mañana y no ha vuelto—declaró Mihail,—y yo acabo de volver del pueblo.
—¿Y...?—preguntó Remus.
—Así que no te has enterado,—contestó Mihail con aire de suficiencia, el que solía adoptar cuando sabía que contaba con ventaja.
Remus sacudió la cabeza negativamente y esperó, comprendiendo que el hombre tenía algo más que contar que los chismorreos habituales.
—Uno de tus muggles de las cuevas Petrosna ha sido mordido por un vampiro.
—Hey, mirad esto.—Mike se incorporó en su catre instalado en el pabellón de los estudiantes a las afueras de las cuevas Petrosna. Todavía estaba débil, incapaz de levantarse de la cama, y trataba de desterrar el frío que inundaba sus huesos bajo el último sol de la tarde. No podía hacer mucho más; decididamente no estaba dispuesto a asumir el riesgo que suponía recibir una transfusión de sangre en Rumanía. En aquellos días de herencia comunista, cualquiera lo bastante cerca de las grandes ciudades empezaba a oír acerca del programa obligatorio de fertilidad Ceaucescu, los orfanatos abarrotados de niños que nunca salían de las cunas, el sida... El horror que se dibujaba en las caras de los doctores al examinar el cuello de Mike tenía sin duda mucho más que ver con la presencia inconsciente de la epidemia reprimida que con la mitología antigua.
Se irguió sobre los codos, sosteniendo entre los pálidos dedos un polvoriento libro de Lamia, uno de sus pocos libros de zoología en inglés.
—Existe un tipo de araña rumana que ha evolucionado bajo tierra, prescindiendo de la luz del sol durante cinco millones de años sin alimentarse más que de otras criaturas. No tiene ojos y es cien por cien carnívora.
Vijay rió en silencio. Estaba sentado en el suelo con un multímetro acomodado entre sus pies, mientras pinchaba un complicado circuito impreso sobre una hoja de Mylar.
—Claro, Mike. Y supongo que mide un metro de alto y es capaz de beber casi un litro de sangre de una sentada.—Cambió de sitio las sondas, murmuró algo acerca de los condensadores, y tomó un soldador eléctrico que había cerca.
—Vale, pues un murciélago, entonces.—Se palpó la venda del cuello inconscientemente.—Me pusieron la anti-rábica, ¿verdad? Me apuesto lo que quieras a que creían que era un murciélago.
Taofang permanecía inmovilizado frente al ordenador, salvo por los dedos, y al hablar parecía un ventrílocuo con la lengua trabada, pues a duras penas hacía oraciones gramaticalmente correctas.
—Sólo vampiros murciélagos en América Latina. Charles Darwin primer europeo que ver uno.
—Bien ¿entonces qué creéis vosotros?—La voz de Mike traslucía una nota de calma forzada. Lástima que Lamia no estuviera allí para sacarles de dudas; ella sabía más de biología que todos ellos juntos, y encima tenía una abuela rumana. Pero ahora estaba durmiendo en su tienda, completamente exhausta después de pasar una larga noche con los detectores Cerenkov. Sólo podían conseguir buenos datos unas pocas noches al mes, cuando no había luna.—¿Cuál es el origen científico del mito rumano de los vampiros?
Eso no tenía desperdicio. Hasta Taofang volvió la cabeza, y los recuerdos de todos los anteriores puntazos verbales de Mike se tradujeron en su expresión en una mirada satírica.
—Vampiros,—dijeron a la vez Vijay y él.
De alguna parte más allá de la tienda se empezaron a oír voces. Dos personas, quizá tres, que caminaban haciendo crujir la grava por el camino lleno de maleza hacia el centro de investigación. Uno hablaba rumano, y el otro... bien, el otro lo intentaba, pero intercalaba palabras inglesas arbitrariamente cuando le venía en gana. Incluso Mike, con su italiano adquirido de sus abuelos de Brooklyn, podía garantizar que este hombre no era ningún lingüista.
Levantó la voz para apagar sus palabras. Posiblemente no eran más que turistas, asombrados de que los occidentales hubieran acudido a hacer ciencia en una baldía región estalinista.
—Todos los mitos de monstruos se apoyan en una base real,—declaró.—Los licántropos, por supuesto, son un arquetipo para el hombre cazador; siempre hemos sido muy ambivalentes respecto a lo de matar o ser matados. Y los vampiros...
Pero hasta sus gritos fueron ahogados cuando las voces que se aproximaban se hicieron más audibles, y dos misteriosos hombres se abrieron paso a través de las hierbas para plantarse ante los estudiantes de doctorado.
Mike se quedó estupefacto durante un minuto entero, y aún entonces solo pudo mascullar;
—Tíiiiiiiiiio...—parpadeó varias veces, se pasó la mano por el pelo y repitió;—tíiiiiiiiio.—Al final recobró la compostura.—¡Espera!¡Lo tengo! Estáis haciendo una película.—Levantó la mano como si quisiera responder a una pregunta en clase, escudriñando a los intrusos con la boca medio abierta.—Steven Spielberg, ¿verdad? No, no, demasiado cutre, lo suyo son extraterrestres con ojos enormes y no tipos con faldones turquesa. ¡Ya lo sé! Chris Columbus. ¿He acertado?
El tipo de los faldones turquesa se volvió a su asistente, para asegurarse de que iba bien peinado y de que la cámara le captaba por su lado bueno (el que no tenía la peca).
—Muggles,—dijo disimuladamente, si bien se le oyó por todo el campamento.—Tendré que borrarles la memoria más tarde, por supuesto.—Luego, más enérgicamente todavía, se dirigió por turnos a cada uno de los estudiantes.—Han llegado hasta mí noticias de un ataque vampírico en las cuevas Petrosna. Tenéis ante vosotros a Leroy Di Garthlock, autor del recientemente aclamado Paseos con los Hombres Lobo, y un cazador de vampiros extraordinario.—Se pasó la mano por el ondulado tupé y exhibió una sonrisa llena de dientes que hubiera hecho palidecer de envidia a cualquier vampiro.
—Ya, claaaaaro...—Mike se recostó. Todavía se reía, pero su risa empezaba a parecer forzada.—¿Monty Python? O ese otro programa tonto de la BBC, ¿cómo se llamaba...?
—¿Puedo preguntar cual es exactamente el significado de "muggle"?—terció Vijay cortésmente, adivinando que no se trataba de un término británico. Dejó a un lado su física, apartando cuidadosamente el panel de circuitos para colocarse frente a los visitantes.
—¿Cuál de vosotros, desafortunados muggles, es el que ha recibido la mordedura?—exigió el fantasma turquesa, ignorando la pregunta.
Mike levantó la mano otra vez, y Leroy arrastró a su ayudante hasta el camastro, sin dejar de sonreír a la cámara todo el tiempo. Rasgó las vendas del cuello del paciente sin contemplaciones, y lo examinó detenidamente.
—Sí... tal y como me temía... La mordedura de uno de los más antiguos y poderosos vampiros de Rumanía. Se puede saber, como ves, por la distancia entre los colmillos. Los vampiros jóvenes los tienen mas juntos, más como una araña que como un murciélago...—A Mike le encantó la mención a las arañas.
—Yo diría que...—Leroy bajó la voz hasta convertirla en un susurro sepulcral,—podría tratarse de la mordedura de... Vladimiro el Vil,—siseó, y luego sonrió de oreja a oreja otra vez y posó para nuevas fotos. Mike hizo su papel cuando Leroy le salpicó con sangre falsa y le pidió que dejara de sonreír.
Después de la sesión de fotos, Leroy se onduló el pelo y empezó solemnemente;
—Ahora, joven muggle, me temo que tras tu momento de fama has de dejar paso al sufrimiento. Debemos luchar contra este antiguo y poderoso vampiro, y mi instinto me dice que no todos saldremos vivos. ¿Me enseñarás la cueva donde fuiste mordido?
Sacudiendo la cabeza con incredulidad, pero aún con una sonrisita de suficiencia, Mike hizo un esfuerzo por salir de la cama.
—Yo puedo hacerlo—intervino Vijay.—Mike está enfermo, debería descansar.
Leroy suspiró y se pasó la mano por el pelo.
—Ahora tendré que borrarte la memoria a ti también, o de lo contrario veo que te vas a convertir en una molestia.—Señaló con un largo palo a Vijay, y una nube turquesa del mismo color que su ropa emergió de él y cubrió la cabeza del estudiante de doctorado.
—¡Ahj!—tosió Vijay, tropezando con la cama vacía de Mike.—¿Dónde estoy...?—Hundió la cabeza entre las rodillas y gimió—ooooooh...
—¡Hey!—Mike se giró hacia Leroy.—¿Qué crees que estás haciendo, payaso? ¿Qué es esa mierda, gas hilarante? Odio este país.—Empezó a dar vueltas, tratando de disipar la nube de gas. Le parecía mas espantoso la amenaza de gases tóxicos rumanos que cualquier vampiro.—¡Podría demandarte, capullo! Si le haces daño a mi amigo...
Hubo otro rumor de hojas. Mike se volvió, furioso, esta vez para descubrir que había llegado el hippie botánico, que llevaba algo asido dentro de la bolsa. Le acompañaba alguien también, uno que parecía rumano y llevaba otra bolsa.
—¿Qué está pasando aquí?—preguntó Lupeni en inglés y en rumano. Se percató de la presencia de Leroy y se quedó helado.
—¡Este papanatas le ha disparado gas tóxico a Vijay, y ahora no se acuerda de nada!—bramó Mike.
Di Garthlock no reconoció al mago que le había ayudado en su camino a la fama hacía más de cinco años, pero cuando Remus sacó la varita pensó que al menos tenía un aliado.
—Son muggles—sopló.—He venido para librarlos de un vampiro, y ahora tengo que borrarles la memoria...—en vista de Mike estaba distraído vigilando la varita de Remus, levantó la suya propia y apuntó a la sien del norteamericano.
—Finite incantatem—murmuró Remus con desgana, desviando la burbuja turquesa con un movimiento de muñeca hacia los arbustos, donde no haría daño a nadie.—Leroy, ya basta de esto. Y Mike...
Pero no pudo añadir mucho más. Mike había crecido entre tres vencidades, donde cada grupo étnico odiaba más al anterior, y había jugado al fútbol en la escuela superior antes de descubrir que el cálculo era su salida. A pesar de su aspecto debilitado, un golpe de su bien formado puño derribó a Leroy Di Garthlock, que dio con la cabeza en el poste de la tienda y se quedó fuera de combate.
El asistente rumano corrió en su ayuda. Los estudiantes se quedaron con la boca abierta de desconcierto cuando Lupeni y su amigo se acercaron a él y tuvieron una breve y animada discusión. Una amplia sonrisa se extendió por la cara de fotógrafo, y los dos rumanos se sentaron junto al inconsciente Leroy para frotarse las muñecas y esperar.
Remus le tomó el pulso al mago caído.
—En fin, este es un modo de deshacerse de él tan bueno como cualquier otro, supongo—dijo, levantándose para afrontar a los estudiantes de doctorado.—Ahora, que tal si me contáis lo que ha pasado.
Vijay gemía y balbuceaba, no muy seguro de donde estaba. Taofang proporcionó alguna palabra ocasional, pero no interrumpió sus procesos de datos por un instante. Fue sobretodo Mike quien se encargó de narrar toda la historia, provocando que Lupeni lanzara impacientes vistazos al sol poniente mientras él adornaba la historia con su propia inteligencia y la estupidez de Leroy.
—¿Todavía no has estado a la cueva?—preguntó Remus, empuñando la varita.
—No, eso es lo que te estaba diciendo.—Los ojos de Mike se fijaron en el gesto.—¡Hey, yo sé lo que es eso!
—¿Tú?—preguntó Remus con impaciencia.
—Claro. Eso es una varilla magnética, y cuando Leroy disparó el gas ionizado, tu la moviste y provocaste un campo electromagnético que repelió el gas por repulsión de Coulomb.
—Sí, sí, lo que tu quieras—dijo Remus.—Pero la cueva...
—¡Pero es que tú no sabes como funciona!—acusó Mike.—¡Tú te crees que es cosa de magia!
—La magia no tiene nada de malo, ¿sabes?
—Un poco de electricidad y magnetismo, un poco de stat mech, y no hay nada de mágico—se jactó Mike. Una risa grosera acompañó sus palabras desde el ordenador.
—Claro, Mike, y tú mordido por araña—rió Taofang.
—¡Es una explicación científica!
—Tal vez, pero tú todavía ser idiota.
Esto hizo reír hasta a Vijay. A pesar de que aún no recordaba nada, al menos sabía que llamar idiota a Mike era la mejor forma posible de entretenimiento.
—La carretera al infierno está pavimentada con el desconocimiento de nuestros instrumentos,—insistió Mike.
—Tú mismo—Taofang se reía de lo que al parecer era una vieja broma.—¿Y dos semanas atrás, cuando lobo resetear amplificador de ganancia? Salvados datos de una noche entera.
—¿De veras?—Remus se quedó pensando. Sus recuerdos de la noche de la poción de matalobos eran más nítidos que de costumbre, pero como las palabras "amplificador de ganancia" no significaban nada para él, tampoco se podía acordar si había golpeado algo con la pata mientras estaba olfateándolo todo.—Bueno, Mike, seguro que el lobo se daría cuenta de que eres un idiota,—dijo sinceramente, causando oleadas de regocijo en los otros dos.
Mike rió de buena gana, pero se le abrieron los ojos desmesuradamente cuando el "botánico" rebuscó en su bolsa y sacó una pulida y reluciente estaca de madera de veinte centímetros de larga.
—Venga, Mike—dijo Remus.—¿Hacemos un experimento?
Había varios motivos para la impaciencia de Remus. El primero era que quedaba menos de media hora para la puesta de sol. El segundo, y quizás el más grave, era que no estaba seguro de que la puesta del sol fuera realmente crítica. A menos de que hubieran sido magos poderosos en vida, los vampiros que llevaran de no-muertos menos de cincuenta años tenían que volver a sus ataúdes de noche, pero los antiguos podían dormir en cualquier lado, incluso andar a plena luz del día, así que si tenía elección el vampiro ya no volvería a la cueva donde hubiera sido visto. Si el vampiro no estaba donde Mike había sido atacado, Remus tendría que ir de caza por los alrededores, y eso no era una perspectiva muy agradable, con la exigua luna creciente que se pondría con el sol.
El hecho de que cualquier hombre lobo medianamente fuerte pudiera destripar un vampiro como un gato a un ratón, constituía un incentivo añadido para éstos para dormir en las noches de luna llena. Pero la aversión de los no-muertos por la luna llena iba más allá. Mientras la mayoría de los animales, tanto mágicos como ordinarios podían ver bien con poca luz, todos ellos eran ciegos en la oscuridad total. Y los vampiros no. En las noches más oscuras, bajo la luna nueva o con un cielo densamente nublado, los vampiros podían cazar sin riesgo de ser vistos por sus presas.
Además, al acecho en una esquina de su mente estaba la preocupación por los dementores salvajes. El área de la cueva donde Mike le conducía estaba bastante lejos de la senda que había bloqueado hacía ya dos semanas, pero aún le preocupaba que el sentimiento de desesperación le desviara de su objetivo. Después de echar una ojeada al jovial y despreocupado Mike, Remus envió la precaución a paseo y conjuró un patronus. El translúcido animal echó a trotar por delante de él, dotando al pasadizo de una luz plateada. No le suponía ningún esfuerzo mantenerlo allí mientras no hubiera dementores, y podría darle tiempo para escapar antes de que su mente se atestara de imágenes de Colagusano, Canuto y Cornamenta.
—Un electroimán—musitó Mike.—Y un espejo que...
—Seguro—dijo Remus.—Ahora, ponte esto.—Tendió a Mike una gruesa trenza de saludable y maloliente ajo.
—Estás de coña.
—Totalmente al contrario, esto tiene una explicación científica.—Tuvo que recordarse a sí mismo no ser demasiado sarcástico con un muggle, pero aquellas dos últimas palabras parecieron funcionar como... bueno, como magia.
Mike se quedó sin habla durante un momento, conduciendo a Remus a través de la cueva a la luz el patronus.
—Sí,—dijo al fin, en voz baja.—Hay quien piensa que en realidad el vampirismo consiste en una enfermedad llamada porfiria, que se debe a una producción insuficiente de hemoglobina. Caen en una espantosa anemia y por eso tienen que beber sangre, y el ajo empeora su estado. ¡Aquí!—exclamó, de nuevo con su voz estentórea.—Aquí es donde fui mordido...
Remus indicó a Mike con un gesto que se quedara atrás y desapareció por el pasadizo con la estaca y el patronus.
—...por la araña,—continuó Mike, hablando consigo mismo.—El ajo empeora la porfiria porque.... porque... jo, no me acuerdo, por falta de alguna enzima. Era muy común en las familias reales del este de Europa hace cientos de años, porque se casaban entre primos y tal... Hoy en día la porfiria puede ser tratada con transfusiones de sangre, así que no hace falta creer en mitos de vampiros. Casi todo tiene tratamiento...—Se tocó el cuello nerviosamente, y el tacto pegajoso y húmedo le puso de los nervios hasta que se acordó de la sangre artificial de Leroy.—Salvo la rabia, pero para eso hay vacuna... ése es el origen de los hombres lobo, supongo. Los lobos auténticos son tímidos con la gente y no atacan...
Inmerso en tales cavilaciones, Mike se sobresaltó cuando un hocico resplandeciente apareció por el pasadizo, y la ilusión electromagnética pasó rozándolo y se sacudió como lo haría un perro. Mike se quedó impresionado por ese detalle, y también por lo mucho que la imagen se parecía a un auténtico pastor alemán.
Un segundo después hicieron su aparición los pies de Remus, saliendo del pasadizo marcha atrás. Iba arrastrando algo, algo que casi se atascó en el estrecho túnel hasta que agitó la varilla aquella (Mike todavía no podía explicarse eso, pero es que la electricidad y el electromagnetismo no eran sus fuertes).
Era un cuerpo, el cuerpo de un hombre bastante alto, con una estaca clavada en el corazón.
—¡Rabia!—gritó Mike.
Ahora que tenía más libertad de movimientos, Remus recogió el cuerpo y siguió al patronus de vuelta a través de la galería principal de la cueva. No había encontrado ningún dementor, pero empezaba a gustarle tenerlo alrededor, como una mascota.
—¿Disculpa?—preguntó con cortesía, mientras Mike corría jadeando tras él.
—¿Ha muerto de rabia? ¿Cuánto hace que ha muerto? ¿Por qué le has puesto esa barra...?
—En algún momento entre hace uno y cincuenta años, me parece.—Remus reaccionó rápido. Había contado muchas mentiras en su vida, y muchas de ellas las había disfrutado. La gente solía auto suministrarse sus propios detalles con tal de creer lo que quisieran creer.—La barra me lo confirmará—aventuró cautelosamente.
—Ooooh—se impresionó Mike.—Porque se ha quedado momificado en la cueva, ¿verdad? Poca humedad para descomponerse, pocas bacterias. Hay muchas cuevas así por los alrededores, de ahí el mito de los vampiros...
—Y,—añadió Remus, tratando de no reír—la barra le servía a este imbécil de Leroy de excusa para creerse cazador de vampiros.
Mike rió con complicidad y extendió un dedo para tocar el cadáver ceroso.
—Bien, el médico del pueblo me puso la vacuna. Seguramente será malo para la cueva tenerlo aquí; buena cosa que lo hayas encontrado.
Remus estaba bastante familiarizado con el término "rabia". No sólo era una enfermedad de la gente, sino también de perros y lobos. Había visto carteles acerca de ello cuando dejó Gran Bretaña en el ferry muggle, con ilustraciones de los que podrían haber sido Canuto y él echando espuma por la boca y gruñendo. También sabía que era algo parecido a lo que le pasaba a los vampiros cuando bebían sangre de hombres lobo.
—Sí...—dijo pensativo.—Tenemos que incinerar el cuerpo, por lo de la posibilidad de rabia, ya sabes.
—Puedo ayudar—se ofreció Mike.—Estoy vacunado.
Todavía no estaba lo bastante oscuro en el exterior, a pesar de que el sol se había puesto. No había nubes, y algunos rayos rosados se reflejaban aún en las cumbres de granito y el bosque de álamos. El pabellón de estudios, en donde al parecer se habían quedado todos mientras duraba la aventura, estaba iluminado también por una linterna de queroseno. Leroy Di Garthlock parecía haber recobrado el conocimiento a duras penas, y se apoyaba entre los dos rumanos. El golpe en la cabeza no había sido de gran ayuda para su torpeza con el idioma, y así sus demandas por una vaso de agua sólo provocaban cabezadas de asentimiento en los otros como si en lugar de eso estuviera farfullando "soy un bocazas".
Remus depositó el cuerpo a la entrada de la tienda, extinguió el patronus, y ya estaba pensando en qué iba a decir cuando Mike empezó a vociferar y sacudir los brazos.
—¡Rabia!—gritó.—¡Alguien tuvo la rabia en la cueva! ¡Hace cincuenta años! ¡Y está disecado como una momia!
—NO ES RABIA,—gritó Remus.—Siempre hay un leve riesgo de que se trate de eso, debido a... er, la presencia de murciélagos en las cuevas, pero las posibilidades de que haya muerto por rabia son en realidad muy pocas.—Echó un vistazo fuera de la tienda para asegurarse de que el vampiro permanecía convenientemente estacado.
Eso no le hizo mucha gracia a Mike.
—Si, bien, eres botánico, ¿no? ¿Qué sabrás tú?—Se le ocurrió algo de repente;—¿Y los lobos, qué pasa con los lobos? Merodeando por ahí... tocando los aparatos...
Oh, no, pensó Remus, sintiéndose culpable por haber llamado la atención sobre sus perseguidos primos.
—Los lobos de Rumanía no tienen rabia—declaró, sin tener la menor idea de cuanto se acercaba eso a la verdad, o de si sonaba como lo diría un muggle.—A veces se comportan de manera extraña, cuando... ingieren plantas venenosas. Además—añadió, recordando algo que había leído en un periódico muggle,—son especies amenazadas, así que no está permitido matarlos.
—¿Quién ha hablado de matarlos?—preguntó Mike.
—Hmph,—gruñó Remus desconfiadamente.—Por última vez, este hombre no tenía rabia... pero de todos modos deberíamos quemar el cuerpo. ¿Tienes algo que haga fuego?
Mike pensó durante un segundo, y luego sonrió ampliamente.
—¡Claro, pero si tengo una linterna de acetileno!—alardeó.
Eso a Remus le sonaba a chino, pero la verdad es que no importaba mientras el vampiro fuera eliminado. Debía de tratarse de un vampiro relativamente joven, incapaz de abandonar su lugar de descanso antes de la puesta de sol. Todo aquel asunto hubiera resultado absolutamente sencillo de no haber sido por Leroy y esos cargantes muggles.
Aquello se convirtió en una extraña procesión de magos, muggles y hombres lobo, que iban desfilando fuera del campamento en busca de un lugar más aislado en el que eliminar finalmente al vampiro (o a la víctima disecada de una mordedura de araña, dependiendo del punto de vista). Leroy abría la comitiva, seguido de su asistente con la cámara. Remus transportaba voluntariamente al vampiro, ya que Leroy no parecía muy dispuesto a mancharse la ropa en la tarea. Grigore le acompañaba silenciosamente, un poco desconcertado tanto por el extraño comportamiento de todo el mundo como por su incapacidad para entender el idioma. Al final iban Mike y Vijay, que llevaban linternas y debatían los detalles de la explicación para todo esto.
Una vez que el cadáver empezó a arder, Remus tomó la estaca y la colocó entre las temblorosas manos del todavía confuso Di Garthlock.
—Buen trabajo, Grigore—dijo a su amigo, y el joven rumano sonrió orgulloso. Él también quería salir en las fotos, pero Remus le hizo quedarse a un lado, metiéndole prisa al fotógrafo para que acabara pronto antes de que Vladimiro el Vil volviera convertido en una babosa platanera.
Remus se sintió enormemente aliviado cuando el bufón turquesa y su ayudante dejaron el campamento, deseando con todas sus fuerzas no volver a ver u oír nada de aquel estúpido Leroy Di Garthlock en la vida.
De vuelta al campamento, escuchando a Mike proveer a sus amigos de todos los detalles de la cacería, Remus decidió que su trabajo allí había terminado. Entre bromas pesadas, magnetismo y rabia, la situación había quedado lo bastante explicada como para satisfacer a Mike, así que le pareció que no valía la pena borrarle la memoria. En ese momento estaba discutiendo con Vijay, cuya salud mental parecía haberse restablecido, acerca de cómo determinar la edad de un cadáver disecado, y Taofang se ofreció a hacer un animal holográfico.
Pero había que considerar a alguien más, alguien que no aceptaría tan fácilmente las historias de rabia y electromagnetismo. Se acercó al estudiante de doctorado chino y su ordenador, esperando un alto en la conversación.
—No es un pastor alemán,—no pudo evitar intervenir.
—¿Perdón?—dijo Taofang, levantando la vista.
—Da igual. ¿Dónde está Lamia?
—Estaba en tienda,—contestó distraídamente, volviendo la atención a la pantalla del ordenador.—Pero ella salir. Sólo busca entre árboles, cerca de cuevas.
Las últimas luces del crepúsculo se desvanecían cuando Remus comenzó el camino a las cuevas. Esperaba encontrarla dentro, pero la distinguió entre la oscuridad, sentada sobre un saliente de roca a unos seis metros de la entrada principal, con las rodillas recogidas contra el pecho y el largo pelo suelto derramado sobre ellas como una oscura cascada.
Hubiera podido tratarse de una estatua que adornara algún jardín recluido en las montañas, sentada como estaba sin dar muestra alguna de haber percibido su acercamiento.
—Esto, disculpa—empezó Remus, sin saber muy bien aún cuánto revelar.—Esta tarde ha habido bastante alboroto en el campamento. No sé si habrás oído...
—Mi oído es excelente,—murmuró, con la cara enterrada entre las rodillas y protegida por el largo pelo.
—Quiero explicarte lo que ha pasado—dijo Remus, tomando asiento en la roca. Ella dejó caer los brazos rígidamente y se cambió de posición ligeramente para mirarle cara a cara con esos extraños ojos violetas que ocultaban más sentimientos de los que reflejaban.
—Me interesaría mucho oír lo que tengas que contarme—replicó fríamente, con un punto de desafío.
—Sé que tú sabes... más que los otros.
—Que no eres botánico. ¿Eso es lo que quieres decir?—dijo Lamia bruscamente.
Remus cogió del suelo un puñado de pequeños guijarros y los hizo repiquetear en una mano, dejándolos caer luego poco a poco. Durante un rato el tintineo de las piedrecillas contra el suelo fue el único sonido.
—Tú sabes lo que le dio el zarpazo a Mike el mes pasado—afirmó cansinamente,—y sabes también qué lo mordió esta semana.
Ella no contestó al principió, sino que continuó mirándolo fijamente mientras las sombras de la tarde iban adquiriendo consistencia sobre la ladera de la montaña. Parecían atrapados en un debate silencioso, ninguno de los dos dispuesto a ser el primero en hablar, hasta que el silencio fue rasgado por el estrepitoso chirrido de un enjambre de murciélagos, que salieron en tropel de una de las cuevas pequeñas que había por encima de sus cabezas. Ella se estremeció casi imperceptiblemente y luego soltó una áspera carcajada.
—¿Tengo que empezar yo, entonces?—Él asintió con un movimiento de cabeza, y ella continuó.—No eres botánico. Eres un mago. Inglés, diría yo, aunque tu rumano es bastante bueno.
—Me descubriste desde el principio, ¿no es así?—Le sonrió.—¿Tengo entonces que entender que tu abuela rumana era una bruja?
Ella no le devolvió la sonrisa, sino que replicó con los labios tensos;
—Sí. Ella me contó muchas historias, acerca de... de las cosas que viven en las montañas.—Sacudió la cabeza bruscamente y miró al vacío, concluyendo en un susurro ronco—no debería haber venido.
Remus estuvo a punto de hacer otra pregunta, una que le daba muchas vueltas en la cabeza, cuando ella se giró hacia él, con el rostro ahora envuelto en sombras y más ilegible de lo habitual.
—Lo has matado, ¿verdad?—acusó rotundamente, con la voz tintada con un matiz de horror y quizás algo de alivio.
—¿Al vampiro? Sí,—respondió simplemente, curioso por escuchar más acerca de cuanto ella sabía. Pero no le ofreció nada más.
—Pobre Mike,—suspiró Lamia levantándose de repente. Se sacudió el polvo y la grava de la parte trasera de los pantalones.—Debería ir a ver como está.
Con esto, cruzó por delante de Remus de una zancada hacia el campamento, dando así la conversación por concluida. A él todavía le quedaban muchas preguntas, pero sospechaba que conseguir las respuestas podría resultar tan fácil como sacarle un diente a un dragón.
—¿Cómo está Mike?—Vijay levantó la vista de la consola. Su cara aparecía salpicada de las luces verdes y azules procedentes de los osciloscopios y displays de los ordenadores, las únicas fuentes de luz de la cueva.
—Durmiendo. Ya tiene mejor color.—Lamia se encogió de hombros;—Deberías irte a dormir tú también.
—Desde luego,—bostezó en respuesta.—Vaya día, ¿eh? Te has perdido la mayor parte de la movida.—Sus ojos oscuros centellearon al recordarlo.—No puedo creer que te pasaras durmiendo todo el rato. Vaya elemento el tipo este, Leroy Di Garthlock. Imagínatelo encontrando a aquel tipo en la cueva, mordido por la misma, er, araña que Mike.
Lamia se preguntó si Lupeni le habría hecho un encantamiento de memoria a Vijay o si es que en realidad se había creído la historia fantasiosa de la araña o que Di Gathlock estaba filmando un documental de la fauna rumana moradora de cuevas. El ridículo Leroy no volvería, pero tenía la certeza de que el mago inglés sí. Quizás pensaba que ella necesitaba protección. Estaba equivocado.
Dejando a un lado todas aquellas cavilaciones, se acercó al otro estudiante para comprobar el estado actual del experimento, pero se detuvo bruscamente a unos pasos de distancia.
—Vijay, llevas ajos en el bolsillo.
—Sí,—sonrió con ganas—había olvidado que no te hace gracia. Era para seguirle la corriente al tal Lupeni. Pero luego se me ha olvidado sacármelos del bolsillo. Un poco absurdo, ¿verdad?
—Bueno,—dijo ella sin darle mucha importancia—si los vampiros existen de verdad, supongo que puede serte útil. Enséñame lo que conseguimos anoche de los detectores Cerenkov.
Él le relató de buena gana los acontecimientos producidos en su turno, incluyendo una alta actividad de neutrinos sin precedente, que pensaba que podían ser el indicio de un acontecimiento celeste masivo, como una supernova. Estos datos también podían ser utilizados para buscar oscilaciones del neutrino, algo en lo que él siempre había estado interesado pero no había conseguido que los supervisores del proyecto tomaran el mismo interés. Desde luego, Vijay no estaba dispuesto a ser estudiante de doctorado durante 1033 años, esperando la descomposición del protón.
Después de escuchar todo esto, Lamia lo persuadió de que volviera al campamento, aliviada de estar sola otra vez entre números y conceptos abstractos.
Empezó a tatarear suavemente para ella misma mientras esbozaba un gráfico de distribución de energía en tres dimensiones, que parecía un castillo de hadas tal y como giraba en la pantalla del ordenador. Una vez, hacía ya mucho tiempo, ella misma había querido vivir en un castillo de verdad. Ahora tan sólo anhelaba perderse en el reino de las partículas subatómicas. Lo del castillo auténtico no había salido muy bien.
Tan abstraída estaba en el intangible mundo de los bariones y los leptones que en un principio no se percató de la otra presencia en la cueva, ni vio movimiento alguno en la pantalla de su ordenador. Un débil crujido, no el del aleteo de los murciélagos sino un susurro textil, le informó de que ya no estaba sola (su oído era verdaderamente excelente). Se giró y se encontró con dos oscuros orbes, los ojos de alguien que estaba justo a sus espaldas. Con un estremecimiento desasosegador, todo pensamiento acerca de la física huyó de su mente cuando reconoció la prominente nariz y los pómulos angulosos de aquel que había deseado no volver a ver jamás.
—Cuza—dijo en rumano, fríamente.—Creo que deberías mostrarte.
—Emil me dijo que te había visto, pero apenas me lo creí—dijo el vampiro con aire de conquista, ahora que estaba seguro de la identidad de ella.
Estaba exactamente igual que la última vez que lo había visto, hacía veinte años. Los no-muertos no envejecen, no reflejan en absoluto el paso del tiempo. Pero yo no soy la misma, pensó, desesperada por rechazar los recuerdos provocados por aquella cara que la mirada con lascivia.
—Has cambiado—se maravilló el, como si le estuviera leyendo el pensamiento.—Tus ojos. Hay algo en ellos...
Ella rió con aspereza, levantándose del taburete para apartarse de él.
—Una cosa muggle que se llama...—se interrumpió. No conocía el término en rumano para lentes de contacto. El idioma que ella conocía era de otro tiempo, de otro mundo. Aun así, ¿para qué molestarse en explicarle eso a un vampiro?
—¿Qué quieres de mí?—preguntó, mirándolo con recelo.—Le dije a Emil que no quería tener nada que ver con... con todos vosotros.
—Desde luego, querida mía—replicó suavemente, pero con la dureza de siempre insinuándose bajo tanta amabilidad.—Eso es lo que dijiste cuando te marchaste. Pero ahora has vuelto a nosotros, ¿no es así?
—No—gruñó, dándole la espalda y fijándose atentamente en el monitor que controlaba el argón que llenaba los compartimentos metálicos de los detectores. Tecleó furiosamente durante un minuto, como si así pudiera hacer desvanecerse al vampiro del mismo modo en que podía controlar el inerte gas.
—Entonces, ¿por qué has venido?—inquirió, seguro todavía de conocer la respuesta.—Emil me contó una historia acerca de muggles, pero no le creí.
—Oí decir que has abandonado el castillo—dijo ella, ignorando la pregunta deliberadamente. Centrarse en la presión del argón se hacía cada vez más difícil con Cuza avanzando hacia ella y cerniéndose sobre su espalda.
—Las cosas se han puesto difíciles en las montañas,—reflexionó.—Los vivos se vuelven más escasos y cautelosos... y otras cosas, también. Tenemos que dispersarnos para cazar mejor.
Ella rió, a pesar de la aversión que sentía por el vampiro que una vez fue su amante y mucho más. Siempre había sido ella la encargada de mantener la paz entre los que vivían en el castillo, intercediendo en las absurdas discusiones acerca de sucesos que habían tenido lugar décadas atrás. Llenaban los largos días de tedio con evocaciones interminables del pasado. La siguiente comida estaba tan lejos en el futuro como todos ellos pensaban. Al final acabó tan asqueada que se marchó, esperando encontrar algo mejor en otro lugar. Recorrió sin rumbo fijo Bucarest, Atenas, Londres, Nueva York... Los vampiros que conoció en otros lugares eran mucho más cultos, tenían más de que hablar, pero todos permanecían anclados en el pasado. Ella quería aprender cosas nuevas –un concepto obviamente extraño en un no-muerto-, y de ese modo se embarcó en una carrera de diez años de toda clase de estudios en universidades muggles. Increíblemente, el viaje la había devuelto a las montañas de las que había escapado, y ahora a la presencia de uno al que nunca quiso volver a ver jamás.
—Y al parecer ahora vives entre esos muggles—comentó ávidamente.
Se alejó de él una vez más, hacia las torres de cajas metálicas apiladas hasta el techo. Sintió el tacto de la dura superficie de metal y intentó trasladar su mente al interior de las cajas con los átomos de argón, esperando pacientemente que llegara zumbando el próximo neutrino. Pero el reclamo del pasado era demasiado fuerte.
—No me alimento de ellos, si es eso lo que insinúas—respondió severamente, volviéndose para afrontarlo con la espalda pegada a la torre de detectores. Acarició el metal con una mano, como si el metal inerte pudiera dominar al vampiro sin vida que tenía ante ella.
—¿No?—inquirió él con curiosidad, acercándose más—¿Cómo puedes resistirte... teniéndolos tan cerca?
—No he vuelto a... hace cinco años que no...—le flaqueó la voz.
—¿Nada de sangre humana? Te privas demasiado, querida mía.—Su tono sorprendido se trocó en un seductor susurro;—¿Acaso has olvidado cómo es?
¿Cómo explicarlo? No, no lo había olvidado, igual que un adicto a la heroína nunca olvida el rugiente torrente de sensaciones que barren la mente y el ser, dejando tan sólo un crudo placer tan intenso que casi dolía, si sentir dolor fuera posible. Pero el éxtasis de la sangre humana dejaba el cerebro borroso y confundido, además de una avidez implacable por conseguir más, de un modo que la sangre de otras criaturas no lo hacía.
Y ahora ella había aprendido a apreciar, a ansiar incluso, el placer de tener la mente despejada y despierta, el gozo de ser capaz de dar forma a complicados conceptos como un escultor trabaja su arcilla. Estaba más que dispuesta a abandonar la sangre humana a cambio de eso, pero Cuza nunca lo entendería y así se lo hizo saber;
—No es posible que puedas entender en lo que me he convertido—dijo fríamente, deseando que la dejara en paz de una vez en la apacible soledad de los osciloscopios y los displays.
—Yo sé lo que eres—canturreó, acercándose lo suficiente para rozarle delicadamente la mejilla con la mano. Ella se quedó helada, hipnotizada momentáneamente por sus ojos vacíos y sus susurros. Lánguidamente, fue deslizando la mano hacia abajo, curvando los dedos posesivamente en torno a su cuello con la ternura que ella recordaba, una ternura que siempre había contrastado duramente con su crueldad en tantas otras ocasiones.
—Puedes hacerte pasar por muggle ahí fuera, pero siempre serás una de nosotros—susurró, rozando suavemente con los labios su pelo, su mejilla, su cuello.
—Te equivocas—exclamó, rechazándolo con ambas manos.—He cambiado, y no quiero tener nada más que ver contigo.
Después de que se fuera, se quedó sentada durante un largo rato, bañada en la luz verde y azul de los familiares instrumentos, haciendo caso omiso del ritmo palpitante de los pitidos y el fluir de números. Sabía que volvería.
Cuando Junio dio paso a Julio en las montañas que se elevaban sobre Stilpescu, la profusión de rosas, rojos y amarillos cedieron paso al rico verde veraniego. Los grupos de abedules y hayas formaban doseles con sus profundas hojas verdes y haces de candelillas, y en los prados, entre los árboles, los altos pastos exhibían sus penachos para tentar a los pájaros y las abejas. Sólo quedaban las flores de las variedades más grandes y robustas; margaritas y ojos de Venus de grandes y planas hojas, tréboles y dientes de león, algunos empezando a soltar ya sus esporas.
La exhuberancia y tranquilidad del paisaje tuvieron la virtud de aplacar la irritabilidad de Remus mientras caminaba por la hierba, entre una hilera de álamos y un bosque de perennes, de camino a casa de Grigore. Llevaba la escoba en la mano; había volado la mayor parte del camino desde el castillo Arghezi, pero le apetecía recorrer la última milla a paso más tranquilo. Faltaba menos de media hora para la salida de la luna, pero no se apresuró, aunque los Cinco no valorarían si él no se encontrara ahí cuando se transformaran. No era sólo la inminencia de la luna llena lo que le hacía estar tan irascible; no le apetecía encontrarse con Liszka mientras aún pudieran hablar, por riesgo a reanudar las discusiones que habían tenido desde que bloqueó el paso de la cueva a Albimare.
Había una razón por la cual no se había encontrado con la manada de Vlad en las cuevas el mes anterior. Liszka sabía que planeaba atravesar el territorio de los Seis, y sospechaba que si Vlad lo encontraba allí, solo, lo mataría. Por eso los Cinco se habían dedicado a merodear por la frontera de ambos territorios, provocando pequeñas escaramuzas a lo largo de toda la noche para distraer la atención de la manada Seis del trabajo de Remus.
Cuando Vlad averiguó una semana más tarde lo que había pasado en la cueva, se puso furioso. Ahora Liszka insistía en que los Cinco tenían que atacar para expulsar a los Seis de la franja montañosa entre el castillo y las cuevas Petrosna, y los otros eran de la opinión de ella. El hecho de que se tratara de una mujer venía a complicar las cosas; no necesitaba desafiar a Remus directamente para hacerse con el liderazgo; cualquier miembro del par alfa podía tomar decisiones, y la autoridad final descansaba en quien el grupo considerara mejor líder.
Remus podía admitir fácilmente que él no era quien mejor encajaba en esa descripción. Ponía mucho del humano en sus proyectos, sintiéndose casi contrito por tirar de la fila y pretender resolver toda clase de diferencias sin recurrir a la lucha. El territorio de los Cinco ya tenía el doble de tamaño que el de los Seis, abarcaba los fértiles prados que hacían más fácil salvar las montañas, y estaba plagado de conejos. Podía ser desagradable y gratuito tomar la ofensiva... y si tenían que luchar, no quería que Bela se viera involucrado.
A Liszka aquella última opinión le había inspirado un asombro desdeñoso. Bela en forma de lobo era tan corpulento como el que más, y había demostrado su valía la noche en que Remus estuvo ausente (y respecto a esto él no había querido oír los detalles). Liszka incluso llegó a sugerir que todavía tenía la mente afectada por la poción de matalobos, y no tuvo ningún escrúpulo en decirle que era la madre quien tenía la última palabra en lo que concernía a los cachorros.
—No es más que un crío—había objetado Remus. Y Liszka había recibido este comentario sacudiendo la cabeza con exasperación.
Por eso no estaba particularmente impaciente por que empezara la noche. Primero tendría que ver si la manada todavía le obedecía a él, o si Liszka iba a llevarlos a todos en pos de Vlad.
Ella estaba equivocada, pensó estremeciéndose al recordar las amargas discusiones. A él no le avergonzaba ser lo que era, o por lo menos no más que a ella. Lo único es que tenían diferentes modos de expresarlo. No esperaba que Grigore lo entendiera, pero Liszka era lo bastante inteligente para darse cuenta de que conseguir la paz con los aldeanos era su única esperanza.
No quería que se extinguieran los de su especie. Pero no tenían que morder para sobrevivir; las crías de dos licántropos no sobrevivían, pero los nacidos de un hombre o mujer lobo y una bruja o mago corriente eran unos jóvenes y saludables licántropos. Poca gente de una u otra especie estaba al corriente de esto; de hecho, él mismo había conocido solo recientemente al primer vástago de una unión como esa. Contrariamente a todas las leyendas, la niña era guapa y sana, y mucho mejor adaptada de lo que él lo había estado a su edad. Un hecho tan simple, y no lo había averiguado hasta entonces.
Los matrimonios mixtos podían ayudar a ambas partes, disipando el miedo, incrementando la diversidad y mejorando la proporción de género. Pero eso era imposible mientras cada grupo estuviera convencido de que el otro estaba decidido a matar.
Llegó justo cuando la primera esquirla de luna aparecía por el horizonte. Los Cinco salían de la casita de campo, tomando sus posiciones entre los árboles y la maleza. Remus escogió un sitio apartado entre un grupo de abedules, aliviado por no tener que hablar y con un incipiente dolor de cabeza. Era de esperar que el experimento del mes pasado con la poción de matalobos no funcionara esa noche.
Los seis miembros de la manada Cinco se reunieron en torno a Lunático en cuanto este salió de su escondrijo, hocicándolo y acercando sus morros a su hocico. Para un observador accidental esto hubiera podido parecer amenazador, todos aquellos dientes tan cerca de su garganta, pero en realidad era un ritual reconfortante. Quería decir que lo aceptaban y lo reconocían como líder, y que estaban a la espera para seguir sus órdenes. Con una mirada a Liszka para asegurarse de su cooperación, Lunático salió a galope a través de los campos, con la cola en alto.
Pasaron la noche en el límite norte de su territorio, tan lejos de los Seis como era posible. Allí había una cala, algo escasa de agua a causa de la sequía, en donde solían conseguir algo de pesca. Bela nunca lo había intentado antes, y la primera vez que metió una pezuña en el agua y sacó un pez se llevó tal sorpresa que lo dejó escapar con un ladrido asustado.
La primera señal de que algo no marchaba bien fue un rastro de sangre.
Lo olieron simultáneamente, y los todos los Cinco a una levantaron los hocicos, olfateando. No era sangre de lobo ni humana... olía a caza, conejos o ardillas quizás. Volviendo la mirada en dirección al olor, vieron toda una manada de lobos detenidos en la orilla.
Era la manada Seis, pero no solo la manada Seis. Eran más que de costumbre, llegando a la ribera uno a uno. Superaban en número a los Cinco en uno contra dos, y Vlad, como el intrigante inteligente que era, se había asegurado de que comieran hasta hartarse antes de ir a buscar a su enemigo. Ahora había menos posibilidades de que se cansaran en mitad de la batalla y abandonaran para ir a buscar comida. Sangre y restos de pequeños animales se adherían aún a sus belfos, mientras saludaban a los Cinco con ladridos y gruñidos de hostilidad.
En la décima de segundo que Lunático se detuvo a pensar se produjo un destello blanco; Liszka se lanzó hacia la orilla y se arrojó sobre Vlad tirándolo hacia atrás, hincándole los dientes en el holgado pellejo de debajo del cuello.
Lunático saltó a defenderla, pero tenía poca experiencia en luchas y no supo prever el ataque por la espalda. Mientras intentaba agarrar a Vlad, sintió un dolor agudo cuando alguien le hundió los colmillos en el tendón de Aquiles, y se dio la vuelta para tratar de hacer presa de su atacante.
Grigore y Bela fueron los siguientes. El primero ayudó a Lunático arremetiendo contra los Seis (y los Cuatro, que eran los que se habían aliado con Vlad para eliminar al odiado Lupeni), mientras Bela abordaba a Vlad por detrás. El ataque sorpresa tiró a Vlad al suelo, donde Liszka fue capaz de aprisionarle mejor, esta vez a la altura de la carótida. Emitió un bajo gruñido, con el que reclamaba a Lunático para que se deshiciera de los dos Cuatro con los que estaba enzarzado y acudiera su lado.
Repitió el sonido, esta vez con una nota interrogante; con el poderoso cuello en tensión y las mandíbulas en torno a la garganta de Vlad, le pedía autorización para asestar el golpe de gracia. Y, viendo las heridasde su enemigo y los gimoteos de sus seguidores, encogidos de miedo ante la caída de su líder, Lunático denegó.
Entonces flanquearon a Vlad, gruñendo desde lo más profundo de sus gargantas, haciéndole saber que la próxima vez no escaparía tan fácilmente. El enclenque lobo negro se sacudió con fuerza, reunió a sus seguidores y huyó.
Los Cinco se agruparon para lamerse las heridas y acabar de comer su pescado, pero apenas había vuelto la situación a la normalidad cuando sus rivales volvieron, apareciendo de repente entre una arboleda de álamos.
La lucha se prolongó hasta el alba. Vlad se había dado cuenta de la inexperiencia de Lunático en los ataques por la espalda, pero Lunático lo captó pronto y se las apañó para dar a Vlad un tremendo bocado en un ligamento trasero. Pese a que estaban en inferioridad numérica, los Cinco eran fuertes y sanos, y solo la obstinada determinación de Vladllevó a sus extenuados seguidores a meterse en la refriega una y otra vez.
Cuando el cielo empezó a iluminarse, Lunático condujo a su manada de vuelta a casa de Grigore. No quería que se quedaran heridos y abandonados a su suerte cuando se transformaran, pero Vlad no parecía tener inquietudes semejantes. Los Seis continuaron atacando todo el camino, mordisqueándoles los talones y empujándoles por los hombros.
Pero el amanecer llegó por fin, y Remus pudo ver a los Seis caminando con dificultad entre los árboles, cojeantes y miserables. Volvió rápidamente la atención a su propia manada, y se alegró de haber pasado la semana anterior aprovisionándose de hierbas y pociones curativas del nuevo herbologista que vivía justo arriba de Stilpescu.
—¿Todo el mundo está bien?—preguntó, antes de evaluar sus propias lesiones.
Hubo un coro de síes. Los Cinco parecían casi orgullosos de sus heridas, su lucha, su victoria. Remus se dirigió al anaquel a por pociones, pensando lo afortunado que era de tener hombres lobo por pacientes. La señora Pomfrey solía decir que él era su enfermo favorito, porque no importaba lo mal que estuviera cuando llegara; al día siguiente siempre estaba en pie y dando vueltas por ahí.
Nunca había dejado de preguntarse si ella se habría dado cuenta alguna vez de cuán a menudo los otros tres se dejaban caer por la enfermería la mañana siguiente a la luna llena, o si tenía idea alguna de los líos en que se metían. A Peter lo cazaban las lechuzas y los gatos, Sirius era capturado por la Protectora, a James le disparaba un hombre que ellos bautizaron con odio como "el cazador". Y, con una extraña mezcla de lealtad y sed de sangre, Remus era siempre quien se encargaba de espantar a los humanos y recibir las balas. Había aprendido a disfrutar el hecho de que era casi imposible de matar.
¿Reconocería la enfermera la mordedura de troll en su brazo, o las marcas que le dejó en el tobillo aquel cepo de hierro? Pero ella no hizo nunca ninguna pregunta, por lo cual él le estaba eternamente agradecido.
—¿Quién necesita una cura?—preguntó, llevando el frasco de poción al hogar, en donde Liszka había iniciado un vivo fuego.—Vamos, no seáis tímidos.
—A mi me han mordido aquí—Grigore levantó el brazo.
—A mi también,—admitió Liszka, descubriéndose el hombro de la manta con la que estaba tapada.
Remus le echó una ojeada a Bela. El chico estaba cabeceando de sueño frente al fuego, aparentemente intacto. Tal vez Liszka tenía razón; como animal, estaba completamente desarrollado. Ella tenía muchísima razón.
—¿Crees que los volveremos a ver?—le preguntó, aplicándole la poción en las marcas de dientes sobre su cuello y omóplato.
—No—declaró rotundamente.—No están a nuestra altura.
Siseó ligeramente cuando la poción le penetró en la herida, y luego cortó el suspiro de alivio de Remus con un bufido.
—No creas que has visto lo último de Vlad. Le conozco desde que tenía diez años... y todo este tiempo no he hecho más que esperar la ocasión para matarle.
No había ira alguna en su voz, pues ella le había consultado y luego había seguido su dictado de buen grado. Sólo sonaba levemente melancólica, y Remus tuvo que preguntarse una vez más si había hecho lo correcto.
Los Cuatro le mostraron a Vlad su ira con rotundidad. El precio que les había pagado no bastaba para compensar la paliza que habían recibido, que iba a mantener a sus miembros más fornidos en cama por una semana. Los había engañado acerca de la fuerza y el número de los Cinco y, según sospechaban, acerca del peligro que representaba el Alfa Cinco para los hombres lobo en general.
Gastaron el poco dinero que les quedaba del soborno en llevar a los heridos más graves al herbologista. Todos y cada uno de los hombres lobo que conocían se enteraron de la historia, y tanto los Uno, como los Dos y hasta los Siete proveyeron sus propios relatos de acoso a la instigación de Vlad. Era un lobo viejo para aquellas montañas, con casi treinta y cinco años, y todos convinieron en que su arrogancia había ido demasiado lejos. Ya habían visto con anterioridad otros perros viejos que habían perdido la prudencia, y Vlad podía irse pronto. Además, ¿qué podía hacer él con todos los de su raza en contra suya?.
Por su parte, Vlad contempló las bajas de los Cuatro y la cojera de los Seis de lejos rumiando sus propios deseos de venganza insatisfecha. Los lobos no eran lo bastante duros como para derrotar al Alfa Lupeni, dada la fuerza de los Cinco. Pero había otro aliado al que podía acudir, si bien le estremeciera el pensar el precio que habría de pagar a cambio.
Próximo capítulo; Jugando al escondite.
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N de las A; Ya conoces la disclaimer. Sí, el patronus de Remus se ha dejado deliberadamente un poco ambiguo, así que ¡usa la imaginación!. Y, ¿quién es el joven que aparece con Dumbledore? Bien... ¿Alguna conjetura?
{Versión corregida 10 Julio 2001}
N de la T; Gracias a Daga Saar por publicar recientemente esta historia en su excelente página web, (www.sietepilares.galeon.com). ¡No os perdáis el fanart!
{Versión traducida 17 Junio 2004}
