Aviso
Este capítulo contiene una escena levemente erótica. A quienes le disguste el lenguaje con referencias sexuales, lean bajo su responsabilidad. Este capítulo fue publicado originariamente en sin esta escena, pero puede encontrarse el texto original ampliado en inglés en la página personal de fanficción de WolfieTwins2:
Capítulo Ocho:
Locura
"Un hombre va hacia el conocimiento como va a la guerra, completamente despierto, con miedo, con respeto, y con absoluta convicción. Ir al conocimiento o ir a la guerra de otro modo es un error, y quien quiera que haga esto vivirá para volver sobre sus pasos."
Carlos Castañeda, Las Enseñanzas de don Juan.
Rumanía, Año Ocho
—¡Justo lo que necesitábamos!—La voz de Mike retumbó delante de Remus antes incluso de que entrara en el campamento.—¡Un botánico!
Remus suspiró mientras apartaba las hierbas para hacerse camino hasta el pabellón de los estudiantes de doctorado. Estaba impaciente; faltaban sólo dos días para la luna llena, y no quería que Vlad –o lo que era peor, Vlad y su compinche vampiro-, hicieran presa de los desprevenidos muggles cuando él mismo sería peor que inútil.
—¡Mira esto!—Mike corrió hacia delante, llevando entre las manos un hongo del tamaño de un pomelo. Era verde por la parte de arriba, con un anillo alrededor del tallo como la minifalda de un hada, y una bulbosa pelota de golf por base.
Flora mágica, se percató.
—Amanita phalloides—dijo simplemente.—Un solo bocado es muerte segura.
Mike dejó caer la seta al suelo, manteniendo las manos apartadas del cuerpo como si la toxina pudiera saltarle encima desde sus dedos contaminados.
—Tiene ciertos usos—continuó Remus.—Repele moscas y mosquitos. También sirve para identificar objetos de plata, el hongo los deslustra.
—¿En serio?—Mike se mostró escéptico, pateando el bulto venenoso con desagrado.—Usaré DDT. Y hay otras maneras de reconocer plata.
—Desde luego—dijo Remus.—Lo cual me recuerda... he venido para advertiros que debéis estar lejos de aquí en luna llena.
Tal como había esperado, Lamia, que estaba sentada a bastantes metros de distancia, escuchó aquellas palabras y se acercó con curiosidad.
—¿Qué?—exclamó Mike.—¿De qué estás hablando?
—¿Nunca has oído llamar a la plata el metal lunar?—preguntó Remus con sorpresa medio fingida.—De todos modos, el motivo de mi visita es hablaros de una marea de primavera excepcionalmente fuerte que va a tener lugar este mes. Esto atraerá a unos enjambres enormes de polillas, de las que los murciélagos se alimentan antes de buscar refugio en las cuevas para hibernar.—Tomó aliento profundamente. Una parte de aquello estaba basado en hechos ligeramente modificados que había sacado de los periódicos muggles (estaba bien que siempre leyera las partes sobre animales), pero la mayoría se lo había inventado, simplemente.—Es importante no molestar a los murciélagos en agosto, porque necesitan tanto comer como encontrar un lugar de descanso.—Eso sí era verdad, pero a los murciélagos no les gustaba volar en luna llena... aunque ellos no necesitaban saberlo.
Con las manos levantadas como un noctámbulo, Mike aún se hacía de rogar.
—Así que nosotros nos mantenemos fuera de las cuevas cuando sea luna llena, los murciélagos comen y duermen, y todos felices, ¿no?
—Eh... sí—dijo Remus, sabiendo lo estúpido que sonaba y echando un vistazo en dirección a Lamia para conseguir ayuda.
—¿Cómo sabes exactamente cuando es la luna llena astronómica?—inquirió Mike.—La luna puede estar iluminada entre un 97 y un 99 por ciento durante varios días...
—Lo sé—interrumpió Remus con algo de impaciencia. Lo último que necesitaba era que un muggle le diera clases sobre su más amado y odiado cuerpo celeste.—Pero...
—... la marea no alcanza su punto más álgido hasta la luna llena astronómica—continuó Lamia, sin revelar nada.—Es durante ese pico cuando los insectos acuden en enjambre. Sé lo que es; tenemos que proteger el equipo.
—Sí—corroboró Remus.—Podéis cubrirlo todo para protegerlo de las polillas muertas y del guano de murciélago... aparte de que...
—... quiero estar segura de que todo esté protegido de cualquier animal salvaje que pueda deambular por aquí—agregó significativamente.
—No sé...—Mike estaba resultando un duro adversario.—No estamos cerca de ningún océano, así que ¿de dónde vienen esos bichos? A los lagos y los ríos no les afecta la atracción lunar.
—El Mar Negro—dijeron Remus y Lamia a la vez.
—¿En serio? ¿Estamos cerca del Mar Negro y no me lo habías dicho?—Mike le hubiera dado a Lamia un codazo juguetón, pero tenía miedo de tocar algo.—Le hacemos el tongo a Gamberi, y nos vamos a la playa un día de estos... tienes que estar estupenda en bikini, con esa dieta que estás haciendo.
Remus frunció el ceño para sí mismo. Lamia parecía dispuesta a seguirle con el plan; ya contaba con eso, puesto que ella sabía qué era lo que rondaba por las montañas en luna llena. Mike estaba resultando difícil de camelar, y los otros dos estudiantes, que estaban como en trance delante de sus ordenadores, no habían ni levantado la cabeza.
—Tendréis que proteger el equipo, y, bien, sería buena idea que pasarais la noche en Rosu porque... los murciélagos harán mucho ruido toda la noche—dijo Remus titubeando.—He mirado y hay habitaciones en el hostal de allí.
—Bah—dijo Mike quitándole importancia, limpiándose las manos en la camiseta, y luego pensando mejor lo que hacía.—Un poco de ruido no me molesta. Fui a la universidad en Nueva York. Y hablando de ruido toda la noche, prueba a vivir en Harlem.
Casi nada de lo Mike decía tenía mucho sentido para él, pero Remus continuó de todos modos.
—Hay un gran festival en Rosu, el Festival Anual del Ajo.—Mike le dio a Lamia un codazo en las costillas, y ella pareció ligeramente irritada.—Y también están exhibiendo algunas películas americanas—Remus empezaba a desesperarse, tratando de recordar el póster que había visto en una pared cuando se detuvo en el hostal para comprobar lo de la habitación.—Eastwood esto o lo otro.
—¡Harry el Sucio!—llegó el grito ininteligible de Taofang, que levantó la vista de su trabajo excitadamente.—¡Por un puñado de dólares! ¡Infierno de cobardes!
Los balbuceos del estudiante chino eran incomprensibles para Remus, pero Mike estaba excitadísimo.
—Vamos, alégrame el día—dijo, lo cual provocó carcajadas idiotas por parte de Taofang. Vijay parecía tan confuso como Remus ante este intercambio, mientras Lamia mantenía un impasible ceño en su expresión.
—¿Pero de qué estáis hablando vosotros dos?—preguntó Vijay, después de que se extinguieran algunas de las risas.
—Ay, ay, chaval—suspiró Mike con satisfacción.—Clint Eastwood... te va a encantar, compañero.
—¡Vamos, Lamia, el desfile ha empezado!
Mike la arrastraba por la atestada plaza principal de Rosu como si fuera una muñeca de trapo. Por supuesto que había un desfile; siempre lo había.
La gente pululaba por alrededor vestida de una mezcla de ropas que parecían ser los atuendos de la "ciudad" y de las "montañas". Los primeros eran sosos y de aspecto barato, mientras que los otros deslumbraban por sus intrincados y coloridos bordados. Las brillantes ropas le recordaron su infancia en Tirgoviste, en la que no había pensado desde hacía mucho, mucho tiempo. Aunque pareciera increíble, la moda de la gente de las montañas no había cambiado mucho en setenta años.
Pero las muchedumbres... demasiados humanos en un espacio tan pequeño le ponían ansiosa, lista para atacar. Mike no creyó sus protestas de querer pasar la tarde leyendo en su habitación del hostal. Si le seguía la corriente y miraba el desfile, quizás pudiera escabullirse de vuelta a la habitación más tarde.
—Hey, tíos—tronó Mike cuando sus compañeros de estudios aparecieron a la vista.—Mirad quien estaba intentando estudiar. ¡Já!
Vijay y Taofang le sonrieron abiertamente al verla. Incluso el por lo general bastante adusto estudiante chino parecía relajado hoy, esperando con impaciencia las películas de vaqueros de más tarde, sin duda. Estaban todos de pie en la acera frente al ayuntamiento, un monótono edificio de hormigón que habían adornado para la ocasión con un vistoso estandarte que cubría el bloque gris, proclamando tanto la buena salud del comunismo como el festival. El pueblo era una mezcla de lo nuevo y lo viejo; la antigua iglesia encalada de la plaza estaba flanqueada por elegantes edificios centenarios, pero esas nuevas monstruosidades de hormigón, como el ayuntamiento, brotaban justo al lado como malas hierbas en un jardín que atravesara tiempos difíciles.
El Festival del Ajo de Rosu tenía un desfile, como todos los festivales. Mike hablaba entusiasmado sobre los desfiles que había presenciado durante su niñez en el barrio italiano de Nueva York, cuando sus abuelos vivían. Lamia pensaba en desfiles similares de cuando era niña. Estaría vestida con un vestido blanco almidonado y cintas en el pelo, no con la camiseta y los vaqueros que llevaba hoy. Mejor no pensar en eso, se reprendió a sí misma. El contraste era demasiado grande y, al fin y al cabo, ya no volvería a ser humana nunca más.
En lugar de eso, se concentró en la gente que marchaba por la calle ante ellos, que acababan de entrar a la vista; el alcalde, un sacerdote viejecito de la iglesia, docenas de escolares, una banda de música y bailarines con trajes llenos de color, brillantes pantalones blancos para los hombres, que sobresalían bajo las túnicas oscuras, y revoloteantes faldas para las mujeres, que sostenían con anchos cinturones magníficamente bordados. Todos llevaban trenzas de ajo alrededor del cuello, que balanceaban con alegría mientras desfilaban cogidos del brazo.
—¿Y qué te contó el tipo del hostal sobre esto?—gritó Mike mientras la banda pasaba justo por delante de ellos.
Lamia sonrió tirantemente, más bien como una mueca, y respondió;
—Estos festivales tienen artesanías, comida, concursos. La comida estará toda llena de ajo, lo cual estoy segura que te encantará.—Los otros rieron, sabiendo lo poco que a ella le gustaba el ajo.—Puedes conseguir que te digan la buenaventura. Y allí habrá un baile.—Señaló con un gesto a las coloradas caras de los hombres y mujeres jóvenes que desfilaban ante ellos.—Tradicionalmente, los hombres escogen a sus esposas según lo bien que bailen. Bastante sencillo, ¿no?
—Sí—saltó Mike alegremente,—y ya que las chicas llevan collares de ajos, un chico puede estar seguro de que no se está casando con una vampira, ¿verdad?—Salvo Lamia, todos rieron efusivamente. Por algún motivo, no lo encontró divertido.
Lamia cerró la pesada puerta de madera de la habitación del hostal y se apoyó contra ella, aliviada de estar fuera de la multitud. La habitación daba una sensación de vuelta al siglo anterior que le recordó al dormitorio de su abuela (sí, había tenido una abuela rumana), en la casa de sus padres, en Tirgoviste. Cortinas de encaje cubrían las ventanas, con pesadas colgaduras bordadas a un lado y otro. Muebles grandes y oscuros atestaban la habitación: una alta cómoda y un aún más alto guardarropa, un pequeño escritorio, y un tocador con jarra de cerámica y jofaina. La cama era de dosel, con cuatro columnas y un baldaquino blanco de gasa flotando por encima. Había un sofá, también, donde se había ofrecido voluntaria para dormir.
Sólo había una habitación disponible en el hostal, el más lujoso del lugar y que probablemente los vecinos locales no podían permitirse. El coste había sido cercano a nada para ellos; los estudiantes de doctorado eran ricos en comparación con los rumanos. El propietario del hotel se había mostrado especialmente encantado de recibir divisa fuerte; lira en lugar de lei, la moneda local.
Cerró las ventanas y corrió las pesadas cortinas, pero no pudo bloquear la cacofonía de música y bullicio. Por descontado, el omnipresente olor a ajo tampoco podía ser evitado. En el exterior, la gente llevaba collares de ajo y comía los platos especiales repletos del mismo.
El ajo era una de las pocas cosas en las que los otros tres estudiantes estaban de acuerdo, ya que raramente convenían en física o en cualquier otra cosa. A pesar de proceder de diferentes culturas, Mike, Vijay y Taofang adoraban la comida con ajo. En el campamento, ella solía pasar las horas de la comida en su tienda. No necesitaba comer, y el olor de cualquier cosa que ellos cocinaran la hacía sentirse débil e irritable.
Y se sentía irritable ahora, mientras daba vueltas por el cuarto. Intentó leer, primero un libro de texto, luego una revista. Desde la pared, Ceaucescu, el líder del país, le sonreía con gravedad desde un retrato mal hecho (el cual probablemente era obligatorio que colgara en la pared). Casualmente, el mismo rostro le sonreía desde las páginas de la revista, El Economista.
En una ocasión había pensado en obtener un título en económicas, pero la suscripción a la revista era cuanto quedaba de aquella iniciativa. No hubiera funcionado, posiblemente porque mientras estuvo en la Escuela de Económicas de Londres, pasaba la mayor parte del tiempo faltando a clases para poder deambular por las calles de la ciudad de noche bebiendo sangre. Aquello fue antes de darse cuenta de que debía renunciar a la sangre humana si quería estudiar seriamente alguna materia.
De acuerdo con la revista (y con el retrato de la pared), el comunismo todavía tenía al país aferrado en su puño, desde el verano de 1989, y parecía seguro que iba a continuar en el siglo siguiente. Poco de todo aquello le importaba a ella. Nunca se había visto afectada por la política rumana. El castillo, que había sido su hogar durante treinta años, estaba demasiado aislado. Después de dejarlo para siempre, había tratado de olvidar su país natal, y pronto descubrió que occidente ofrecía posibilidades casi infinitas a una vampira que quería mejorarse a sí misma.
Todo lo que quería ahora era conseguir el doctorado y luego un puesto de investigación, en Suiza o en California estaría bien. Podía mantenerse completamente al margen del más grande mundo de la política, al igual que del reinado de los magos y vampiros, a favor del cautivador mundo de las partículas físicas.
Y ese pensamiento la llevó de nuevo a su preocupación actual, la que le hacía pasear agitadamente de un lado a otro de la habitación. Necesitaba un verano ininterrumpido para llevar a cabo algunas mediciones en las cuevas. El profesor Gamberi, el director de la investigación en la universidad, sospechaba de ella, y estaba claro que tendría que hacer logros mayores que los otros para demostrar su valía. Quizás no confiaba en las mujeres; quizás no confiaba en la recomendación excesivamente elogiosa que le había dedicado el profesor Mannheim, de Stuttgart (el cual había estado tratando de deshacerse de ella, después de todo, antes de que se produjera el escándalo).
El trabajo tenía que continuar aquel verano, y si alguno de los estudiantes del proyecto resultaba herido, o si algo del equipamiento de las cuevas resultaba dañado, supondría el fin del proyecto.
El mago inglés Lupeni sabía que algo iba a pasar en las cuevas esa noche, y no se trataba de polillas o murciélagos. A juzgar por su familiaridad con lo que había atacado a Mike en mayo, podría haber hombres lobo corriendo sueltos por el campamento. Siempre había tenido miedo de aquellos monstruosos perros, más que nada como consecuencia de haber vivido treinta años en el castillo, escuchando inconscientemente sus aullidos durante las lunas llenas. Se había sorprendido mucho a sí misma por haber sido capaz de deshacerse de los dos hombres lobo que atacaron a Mike. Confiaba en que pudiera hacerlo otra vez, siempre que no hubiera demasiados. Se estremeció al recordar que los hombres lobo solían correr en manadas en aquellas montañas.
Se le ocurrió una idea. Había hechizos para repeler licántropos y ella todavía tenía una varita. No la había usado desde hacía años, pero la había encontrado recientemente buscando el libro de zoología que le había pedido Mike. Con una varita podría...
¿En qué estaba pensando? ¿Realmente pretendía volver al campamento?
Parecía la única manera de proteger el equipo. La idea de tener una manada de hombres lobo dando tumbos por el campamento la alteraba terriblemente. Por qué lo harían, no tenía ni idea. Al fin de cuentas no eran más que unos animales estúpidos y despiadados. Recordó los aullidos que rodeaban el castillo cada luna llena, provocando que los vampiros más recientes corrieran a cubierto, mientras los más antiguos irrumpían en desdeñosos ataques de risa. ¿Quién podría desentrañar el comportamiento de una panda de perros salvajes?
Sin una deliberación consciente, supo que iba a volver. Revolvió las bolsas de los otros, buscando las llaves del Jeep, pero la búsqueda fue en vano. Mike, que parecía pensar que el ser americano le daba el derecho a conducir, todavía debía tenerlas. Sin embargo, el viaje de vuelta de Rosu al campamento no sería mucho para un murciélago, si bien resultaría agotador puesto que el sol todavía estaba alto. Aunque no había usado una varita en años, había otras habilidades que sí había mantenido activas. Poder volar como murciélago era demasiado práctico como para renunciar a ello.
¿Se encontraría con Lupeni si volvía?, se preguntó mientras buscaba lápiz y papel para escribir una nota. Había algo misterioso en él; no era un hippie, no era un botánico, y era más que un mago extranjero de vacaciones. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué estaba matando vampiros? Evidentemente, la sangre fría que había tenido al liquidar a Emil significaba que ya había matado a otros.
¿Una valerosa cruzada desde Inglaterra para forjarse una reputación como matador de vampiros? No. Leroy Di Garthlock -si es que ese era su verdadero nombre-, era el ejemplo perfecto de cómo uno podía conseguir la fama en esa línea de trabajo. Pero Lupeni era demasiado educado, demasiado inteligente y bien hablado como para estar allí simplemente para hacerse un nombre.
¿Un exiliado? ¿Un criminal? No exactamente, pero algo de aquello había relacionado con él. Podía detectar una fragilidad en él; bajo su férrea calma, tenía guardado un oscuro secreto...
Bueno, ella misma tenía un oscuro secreto bastante grande...
Se sentó en el borde de la cama con el lápiz y el papel, pero no podía concentrarse en la sencilla nota que tenía que escribir. En lugar de eso pensó, él mata vampiros, y si descubre lo que eres, serás la próxima en ser ejecutada.
Resultaba divertido, pero no le importaba si Lupeni limpiaba las montañas de otros vampiros, como Cuza, por ejemplo. Se estremeció al recordar su último encuentro. No quería tener nada que ver con ninguno de ellos; estaba deseando marcharse de esas montañas demasiado familiares y librarse de su pasado.
¿Podría entenderlo Lupeni?, se preguntó. ¿Podría creer que una vampira pudiera ir en contra de su naturaleza tan por completo? No. Por supuesto que no.
Juró para sí misma. Escribir esa nota le estaba llevando demasiado tiempo, y cualquiera de los otros podría volver pronto para ver qué tal estaba. Se aplicó y por fin la terminó; explicaba que se había dejado uno de sus cuadernos de laboratorio en el campamento, y había encontrado a alguien que iba en esa dirección y podía acercarla. Que volvería antes de la mañana. Si consiguiera recordar unos pocos encantamientos protectores, entonces quizás pudiera volver antes. De todos modos los otros no descubrirían que se había ido hasta mucho después de anochecido.
Si se encontraba con Lupeni en el campo, trataría con él. Era un mago, a fin de cuentas, debería entender que ella quería y podía protegerse de los hombres lobo.
¿Cuándo fue la última vez que habló con un mago, uno vivo? ¿Realmente habían pasado más de cincuenta años? Después dejar las montañas veinte años atrás, había temido estar demasiado cerca de algún mago o bruja, por temor a que su secreto pudiera resultar demasiado obvio.
Y Lupeni mataba vampiros.
Trató de no pensar en eso, recordando en cambio cuando acudió para curar el brazo de Mike, escuchando otra vez aquella sorprendente conversación sobre poesía griega y algo más. Él era único, pero no realmente como Ulises; no tenía nada de la tortuosidad despiadada del hombre de Ítaca.
Pero quizás Lupeni no había estado muy alejado de la verdad al relacionarla a ella con Calipso, la ninfa que mantuvo a Ulises prisionero por amor, y lo hubiera hecho inmortal con tal de tenerlo junto a ella para siempre. Podría haber estado describiendo a una vampira. Pero los vampiros no aman nada más que a su próxima víctima.
Lamia se puso en pie, arrojó la nota sobre la cama y trató de concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Los instrumentos de la cueva necesitaban ser controlados y allí es donde iría.
—Te estás perdiendo unas cosas impresionantes—dijo Mike con voz resonante, abriendo la puerta de golpe. Tropezó con una de las bolsas en la oscuridad del cuarto, pero siguió hablando mientras daba con su propia bolsa y empezaba a tantear el contenido.
—Esa vieja nos ha leído la fortuna y creo que Vijay va a ganar el premio Nobel o algo así. Y atención a esto; un alto y oscuro desconocido me provocará un problema. ¿Puedes creerlo? Siempre te dicen cosas así. Posiblemente será el profesor Luca tratando de suspenderme en teoría cuántica de campos.
Mike se quitó la camisa embadurnada de fango y se afanó en buscar una limpia, parloteando sin parar.
—Y tienen un concurso de atrapar ovejas. Sólo participé porque Taofang dijo que no podía. Parecía más fácil... estaban en un redil pequeño... pero, oh, tío... A lo mejor es que he tomado demasiada cerveza local. No lo sé, pero esas mamonas pueden correr bastante rápido. Yo sería un pastor malísimo. Me llevó un buen revolcón en el fango conseguir que esas estúpidas...
Por fin se percató del hecho de que le estaba hablando a una habitación vacía.
—¿Lamia? ¿Estás aquí?—Mike echó un vistazo en torno a la poco iluminada habitación, como si Lamia pudiera estar escondida tras los muebles o las densas cortinas que bloqueaban las ventanas. Al darse cuenta de que la puerta del cuarto de baño estaba cerrada (la mejor habitación del hostal tenía su propio baño), Mike golpeó la puerta, gritando—Hey, ¿estás bien?
Ya que sus gritos y golpes no obtuvieron respuesta alguna, hizo girar el picaporte y entró sin esperar permiso al encontrar que la puerta estaba abierta.
—¿Qué demonios estás...?—se cortó en seco. No había lugar para esconderse en el pequeño y vacío cuarto de baño. El ruido del festival se colaban a través del diminuto ventanuco abierto, sobre la bañera de patas de garra pasada de moda.
Bueno, no puede haberse ido volando por la ventana. Con el ceño fruncido, Mike volvió a entrar al dormitorio pisando fuerte y abrió bruscamente las cortinas. No entendía qué estaba pasando, y eso lo volvía loco.
Encontrar la nota de Lamia no contribuyó para nada a apaciguarlo.
—Será chalada—murmuró para sí mismo mientras arrugaba la nota y la arrojaba volando a través del cuarto.—Lobos, arañas, murciélagos. Vaya país de locos.—Hizo tintinear las llaves del jeep en su bolsillo.—Me parece que voy a tener que ir para que no le pase nada...
Echando un vistazo al este y otro al oeste, Remus calculó que le quedaban unos veinte minutos como ser humano. Había visto a los muggles irse en su vehículo por la mañana, y sabía que tenían una habitación en el hostal del pueblo, pero había decidido hacer un vuelo de última hora al campamento sólo para asegurarse de que no habría nadie por ahí.
Estaba tan seguro de que lo encontraría vacío que no la vio hasta que se movió. Parar en seco con un derrape en escoba no era posible, así que hizo un descenso en picado y se dejó caer desde el aire con un veloz movimiento que hubiera impresionado incluso a James. Una vez que escondió la escoba bajo un montón de hojas, por si acaso había muggles por la zona, corrió hacia el campamento.
—¡Lamia!—gritó, corriendo hacia ella, que estaba junto a uno de los ordenadores del pabellón. Los otros estaban todavía cubiertos con plástico, pero ese se encontraba completamente desempaquetado, y ella estaba instalada delante con un gran cuaderno y una variedad de lápices y bolígrafos, con la clara intención de pasar allí la noche.
—Lupeni—respondió con tranquilidad, sin levantar la mirada.
—Pero no deberías... no es seguro...
—Se trata de hombres lobo, ¿verdad?—pareció complacida al verle estremecerse, y le mostró la varita de diecisiete centímetros y medio, de acebo y nervio de dragón, entre sus útiles de escritura.—Crecí en estas montañas; poco necesito que un mago inglés me de lecciones de monstruos.
—Pero...—no tenía tiempo para sutilezas.—Se trata de un hombre lobo que he estado cazando—explicó con el aliento acelerado.—Sabe que voy tras él y amenazó con comerse a los estudiantes de las cuevas. No es un mago muy hábil, como humano, pero cuando es un lobo...
—Quizás te estás inmiscuyendo demasiado con nuestros monstruos—contestó Lamia algo fríamente.—Rumanía ha tenido vampiros y hombres lobo durante cientos de años, y tú, un extranjero, ¿pretendes eliminarlos?
—No, no, no se trata de eso—exclamó Remus, sin poder sacar de él ninguna oración más compleja pasado ese punto.—¡En serio, ten cuidado! Ahora tengo que irme—añadió, dándose la vuelta para correr hacia su escoba, mientras sentía el dolor en sus huesos que anunciaba el cambio.
Se produjo un crujido entre las hojas mientras Remus se iba, y el callado murmullo de una voz contenida. Dos observadores habían estado mirando la escena con gran interés. Cuza golpeó a Vlad en la boca cuando vio a Lamia levantar la cabeza para escuchar, y buscó en su bolsillo una daga que colocó en la mano del hombre lobo.
Vlad se quedó perplejo, pero pronto cayó en la cuenta cuando Cuza hizo un gesto hacia la estudiante de doctorado sentada. Con un veloz salto, Vlad se plantó tras ella y le puso el filo en la garganta.
Lamia gritó.
Remus, a no más de diez metros de distancia, hizo otro descenso a tierra digno de un buscador, esta vez tropezándose con la horquilla de un árbol y cayendo de bruces. ¿Se atrevería a volver? Obviamente, no podía haberla atacado un hombre lobo, puesto que él mismo era humano. Quizás un vampiro.
Este último pensamiento le hizo decidirse. Ella había prometido que sabía defenderse de los hombres lobo, y si se trataba de un vampiro, Lunático podría ser útil. Corriendo de vuelta al campamento, Remus fue sorprendido por la luna llena antes de tener la oportunidad de quitarse la ropa.
Al lobo gris le bastaron cinco grandes saltos para volver al campamento, donde lo primero con lo que se encontró fue Vlad.
Lunático se ocultó detrás de unos matorrales, observando a su enemigo. No pensó en preguntarse qué había pasado cinco minutos antes que causara los gritos, pero la piel de su lomo se erizó ante el comportamiento de su enemigo. El lobo negro estaba rodeando a Lamia gruñendo, sin atacarla, a pesar de que no llevaba varita. Sus ladridos eran poco entusiastas, y sacaba la lengua ocasionalmente con repugnancia, e incluso con miedo.
No era luparia; Lunático había dejado a James y a Sirius que practicaran repeliéndolo las suficientes veces como para saberlo. Sus instintos le gritaban que atacara a la humana, pero la cautela lo mantenía atrás. Debía de tratarse de una magia muy poderosa lo que hiciera a Vlad comportarse así.
Nunca consiguió la respuesta a esa pregunta. Mientras se encontraba oculto entre la maleza, gruñendo suavemente, se produjo un rugido de neumáticos, un chirrido de frenos, y un vehículo muggle irrumpió en el campamento. El hombre que salió de él estaba muy apetitoso, y Lunático y Vlad hicieron sólo una breve pausa para ladrarse el uno al otro antes de arrojarse hacia él.
—¡Ayuda!—gritó Mike, apretándose contra la parrilla del jeep cuando Vlad lo golpeó con las enormes garras.—¡Lamia! ¿Por qué has vuelto aquí?—gritó acusadoramente, esquivando a duras penas la arremetida de unas fauces.
Lamia tomó su varita mágica y la mantuvo alzada frente a ella, pensando con rapidez. Había pasado muchísimo tiempo desde que había tenido que repeler a un hombre lobo atacando a un humano. Mientras que ellos podían destripar a un vampiro perfectamente, los no-muertos no eran su presa favorita, y se echaban atrás rápidamente si se les hería o asustaba. Pero era mucho más difícil hacerles renunciar a la posibilidad de morder o devorar a una persona.
Al final rechazó la idea de usar un hechizo específico, y empezó a lanzar bolas de fuego verde. La primera le dio al negro en las ancas, provocando que se sentara y empezara a rodar por la hierba, aullando.
El gris era más espabilado. Podía ver la inteligencia calculadora en sus ojos por cómo anticipaba cada bola de fuego esquivándolas hábilmente, consiguiendo ponerse detrás de Mike y derribando al americano al suelo.
Por fortuna, el otro lobo le echó una mano. Después de aliviarse el aguijonazo del fuego, el negro saltó hacia el gris, plantándole los colmillos en el cuello con firmeza. En esa posición Lamia fue capaz de enviarles una bola de llamas a los dos, quemándole la nariz al negro y prendiendo fuego a los bigotes del gris.
Empezaron a aullar, llevándose las patas a la cara y arrastrando el hocico por tierra. Pensaba que ya se había deshecho de ellos, y se dirigía a comprobar el estado de Mike, cuando los lobos –medio cegados por el fuego, y buscando frescor y sombra-, se persiguieron el uno al otro hasta el interior de las cuevas, con todos los aparatos.
Aquello era precisamente lo que la había hecho volver esa noche. Olvidando a su compañero estudiante, tirado en el suelo, sangrando y quizás mordido, arrancó a correr hacia la cueva detrás de los animales, con la varita en alto.
Los hombres lobo no podían haber causado más daño si se lo hubieran propuesto en serio... y quizás aquella era su intención; no sabía en qué pensaban las criaturas, y todavía estaba impresionada por la inteligencia del enorme animal gris y marrón que había esquivado sus bolas de fuego como si estuviera jugando.
Empezó a inspeccionar los aparatos rápidamente; lo más crítico eran las mangueras de goma que salían de los tanques de argón, que habían sido mordidas, y estaban liberando el gas. Los sensores de nivel de oxígeno se habían disparado, y debía de haber sido el agudo estruendo de las alarmas lo que ahuyentó a los lobos.
El argón, como gas inerte, resultaba inofensivo, excepto al sustituir al oxígeno de un espacio cerrado. Ni los humanos ni los animales podían sentir la ausencia de oxígeno, sólo la presencia de dióxido carbónico, y seguir respirando argón puro sin notar ninguna sensación de asfixia o dolor, hasta caer inconscientes y morir. Esa era la razón por la cual había sensores de oxígeno, por si acaso una fuga de argón hacía que el gas se acumulara hasta niveles peligrosos. Todos ellos habían sido entrenados para correr de la cueva en caso de que los sensores sonaran, y no volver a ella hasta que el sonido hubiese cesado.
Por fortuna, Lamia no estaba viva. El chillido agudo de las alarmas le molestaba enormemente, pero no podía silenciarlas porque no tenía otro modo de saber cuándo la cueva volvería a ser segura para las criaturas que respiraban.
Se metió unos tapones de algodón en los oídos y consiguió empezar a trabajar, cerrando los tanques de gas, buscando las mangueras mascadas, sacando recambios de entre las cajas de cartón a medio empaquetar, que estaban esparcidas por la cueva. ¿El bajo nivel de oxígeno podría matar a un hombre lobo?, se preguntó despreocupadamente, mientras las bajas frecuencias de unos aullidos de dolor se filtraban a través de los tapones de algodón. Le resultaba difícil ubicar la posición exacta de los sonidos con los oídos tapados; los animales podrían haberse adentrado en el laberinto de huecos de la cueva, y allí quedarse atrapados y asfixiarse. O quizás el argón no llegaría tan lejos, hasta los pasadizos menores; esto era un ejercicio puramente intelectual para alguien que no había necesitado oxígeno desde hacía cincuenta años.
Lupeni podrá estar orgulloso de mí si los lobos mueren, pensó de pronto, pero rápidamente volvió a lo que estaba haciendo. Recambiar las mangueras de gas no era complicado, pero tenía que arrancar todos los ordenadores, que habían sido desconectados para el viaje al pueblo, y controlar la presión del argón de todas las cajas de metro por metro ochenta que estaban apiladas en el centro de las cuevas. No estaba segura de cual de los recipientes había perdido gas, si lo había perdido alguno, y quería cerciorarse de que no había más fugas aparte de en las mangueras.
Si los otros volvían del pueblo y la encontraban ahí con las alarmas sonando... Bueno, casi mejor revelarse como vampira que ser expulsada del curso de doctorado otra vez. Era su cuarto intento de conseguir un título de doctora, y había retrocedido hasta el primer año de universidad para adquirir una buena base de conocimientos de física antes de involucrarse en ese proyecto. Los predoctorados de física la habían aceptado, por lo menos, lo cual era bastante más de lo podría decir acerca de la primera vez, en la especialización de psicología.
"Aceptada" era mucho decir, no obstante. Los pregraduados de física habían tolerado su presencia silenciosamente, en sesiones de estudio en las cuales nadie habla de otra cosa que no fuera ecuaciones, donde raramente había comida, y el mayor logro posible era llamar idiotas a tus colegas y no ofenderse cuando ellos te hacían lo mismo.
El perfecto campo de estudio para un vampiro.
Pero ese era el por qué había evitado las ciencias "duras" durante tanto tiempo; porque aquello le demostraba que había perdido todo lo que la convertía en humana. Después de rechazar la fría, despiadada y chismosa sociedad de los no-muertos, había deseado encontrar, en algún lugar dentro de sí misma, algo que aún pudiera conectarla con las personas y recuperar alguna emoción, algún calor. No encontró nada de eso en psicología, donde sus compañeros especulaban constantemente acerca de ella -¿Anorexia? ¿Depresión? ¿Trastorno de personalidad disociativa?-, ni en sociología o económicas, donde se desesperaba por falta de inspiración y volvía a caer en la tentación de beber sangre humana. Por vía del escándalo o por simple aburrimiento, siempre acababa renunciando, marchándose a otra escuela donde sólo podía usar sus credenciales más recientes para esconder una historia que se retrotraía varias décadas.
Mike, Vijay y Taofang nunca preguntaban porqué nunca comía. Estaban impresionados por su falta de emoción (¡incluso cuando le rechazaban artículos!), y demasiado intimidados por sus dominios en nueve idiomas como para pedir detalles de cómo los había adquirido. Si podía manejar ecuaciones de Maxwell y soldar un circuito impreso averiado, era una de ellos.
Y ahora estaba determinada a demostrar su valía. Los depósitos de argón pronto fueron sellados y llenados de nuevo, las presiones de los mismos estabilizadas, y las captaciones de acontecimientos de neutrino diligentemente registradas. Los datos eran ruidosos, sin embargo; ¿habrían rasgado los lobos también el recubrimiento?
Tiró a un lado los restos de los plásticos que habían colocado para proteger el equipo del "guano de murciélago", y comprobó los vástagos metálicos que ceñían los contenedores de gas. En efecto, algunas de ellas estaban fuera de lugar, y tuvo que luchar con algunos de ellos, de dos metros y medio de largo y difíciles de manejar, lo cual era un trabajo para dos o tres personas. Pasaron un par de horas antes de que consiguiera colocarlos todos en su sitio otra vez.
Una vez más comprobó las mangueras de gas, los cables electrónicos, todo lo que serpenteara a través del suelo de la cueva y fuera susceptible de hacer que un animal tropezara o lo royera. Los cables de uno de los osciloscopios se habían soltado, eso era fácil de arreglar... A medida que encendía los equipos para comprobar que todo funcionaba, los sensores de oxígeno detuvieron su penetrante ulular.
Con un suspiro de alivio, Lamia se quitó el algodón de los oídos. Ya no tenía que preocuparse por que entrara nadie, y todo lo que sabía cómo probar funcionaba perfectamente.
Pero ahora se oía otro sonido; un aullido lejano, y un escarbar de patas en roca sólida. Así que los hombres lobo estaban vivos, uno de ellos por lo menos... y una mirada al exterior de la cueva le mostró el borde de la luna llena cerca del horizonte.
Fue el negro el que salió de uno de los angostos corredores de la cueva, con los cuartos traseros todavía chamuscados por el fuego y el hocico y las patas goteando sangre. Le apuntó con la varita y le bloqueó la salida antes de que pudiera acercarse a cualquier cosa del equipo otra vez. No estaba dispuesta a dejar que saliera corriendo; tuvo que seguirla lentamente por encima del cableado hacia la entrada principal y el exterior...
Suspiró profundamente del alivio cuando el gas continuó fluyendo y los osciloscopios parpadeando, sin registrar apenas en su mente el sobrecogedor sonido del aullido de triunfo del hombre lobo, seguido de los ruidos de unos pasos sobre las hojas. Pasos humanos, así que el hombre lobo debía haberse transformado.
Sólo fue tras comprobar una vez y otra más los cables y los tubos, que pensó en Mike.
¿Había pasado la noche su compañero de estudios fuera de la cueva? Si los hombres lobo lo habían mordido, poco importaba; los muggles morían por la mordedura de hombres lobo. Aún así, no podía simplemente darlo por muerto. Con cuidado, salió de la cueva y vio el cuerpo de Mike a la luz de la luna, que yacía pálido, todavía junto al jeep. Una fría niebla se arrastraba a ras de suelo por el campamento, extendiendo fantasmagóricos zarcillos hacia el cuerpo sin vida.
Varias cosas no iban bien. La luna todavía no se había puesto, de modo que el hombre lobo no podía haber recuperado aún la forma humana; así que, el humano que había oído pisando las hojas, ¿cómo había podido pasar tan cerca de un hombre lobo sin ser atacado? ¿Y por qué había ignorado el animal un humano perfectamente comestible, aunque estuviera muerto?
Mike no estaba muerto, encontró cuando se acercó a él y tocó su brazo frío y manchado de sangre. Había sido mordido por un vampiro. Otra vez.
En las profundidades de las cuevas Petrosna, a cosa de un metro del área derrumbada, Lunático gruñó con rabia cuando oyó el grito de triunfo de Vlad, reclamando el territorio. Habían estado persiguiéndose y luchando toda la noche, pero como Lunático sólo había estado allí una vez –y esa vez tan sólo había recorrido uno de los pasadizos, y bajo los efectos de la poción de matalobos-, había salido con mucho el peor parado. Había acabado perdido en las vueltas y giros de los pasadizos, sin más idea de cómo salir de ahí que cavando a través del desprendimiento que él mismo había causado dos meses atrás. Sus músculos contusionados y mordidos se rebelaban al más mínimo movimiento, enviando constantes sacudidas de dolor que acabaron por ocultar las que señalaban la llegada del alba.
Tras la transformación, Remus yació durante un largo rato sin hacer ningún movimiento. Sin garras resultaba más difícil excavar, y era más grande y fuerte como animal que como persona. Peor aún, su personalidad humana experimentaba el pánico y la aprensión que el animal no podía sentir; ¿cuánto tiempo sobreviviría, perdido en una cueva sin agua? ¿Llegaría a encontrar el camino correcto?
Se acordó de lo que encontró la primera vez que estuvo allí; un esqueleto, un esqueleto humano. Se había arrastrado sobre él accidentalmente, sintiendo la redondeada caja torácica, las mandíbulas prominentes, los últimos restos de carne descompuesta.
¿Estaría Sirius muerto también? ¿Habrían encomendado sus restos a las olas de la costa escocesa... o habrían simplemente quemado el cuerpo como una alimaña comida por la plaga? Remus sintió frío, demasiado para poder moverse. Sus dedos se volvían de hielo, las lágrimas que manaban de sus ojos se le helaban en las pestañas como copos de aguanieve. Se preguntó si habría algo familiar y reconocible en el esqueleto de un mejor amigo, o si sería tan sólo otro montón de huesos.
Como en respuesta a sus pensamientos, un rostro emergió de la oscuridad, mirando con lascivia al suyo propio. Sólo tenía encima la carne suficiente para poder estar vivo, pero cada hueso y tendón se marcaba formando un relieve terrorífico, un espectro que era aún más espantoso por el parecido que guardaba con el muchacho risueño que había sido Sirius Black. "Casi lo logro con los dos", siseaba en voz baja. Los ojos estaban hundidos y eran dos pozos sin fondo, como los de un vampiro. "Severus... siempre siguiéndome a todas partes... me di cuenta de que podría ser peligroso en el futuro. Aunque era cruel y resentido, se negó a unirse a nosotros. Y Potter..." El rostro se contrajo en un rictus de odio. "Potter, el perfecto prefecto. Yo no quería que él muriera, oh, no... Pero si le sorprendían transformado..." Hizo un gesto hacia la distancia, como señalando una pantalla por la que discurría una película.
Remus vio a James, con la cabeza agachada de vergüenza mientras su varita mágica era partida en dos, alejándose con dificultad, tratando de esconder las lágrimas de humillación por ser el tercer estudiante expulsado de Hogwarts en cincuenta años.
Arriba, en las cuevas, Mike dormía plácidamente a los pies de Lamia mientras ella registraba y analizaba datos. No se atrevía a ponerle los ojos encima otra vez, porque un Mike vampiro –a pesar de los ejemplares lamentables, incapaces de volar y fotofóbicos que resultaban ser los muggles- no era un pensamiento agradable. Al menos parecía que los hombres lobo no le habían mordido, aunque le habían arañado bien a fondo. Probablemente había sido el olor a sangre fresca lo que habría atraído al vampiro, el cual debía de haber empezado a chupar sangre de las heridas antes de hacer las suyas propias, en el punto opuesto al del primer vampiro que se había alimentado de aquel desafortunado físico americano.
A no ser, pensó con gravedad, que el vampiro hubiera estado allí toda la noche, observando o esperando algo, y las heridas de Mike no hubieran sido más que un afortunado bocado de medianoche. Los pasos que había justo antes de la puesta de la luna debían de pertenecer a aquel vampiro, lo cual explicaba por qué el hombre lobo no le había atacado... y sólo había un vampiro que ella conociera que se atreviera a cazar en luna llena. El mismo vampiro que ya había estado allí con anterioridad, que no renunciaría tan fácilmente a convencerla para que volviera. Que podría caer tan bajo como para aliarse con un perro, si eso convenía a su objetivo.
Cuza.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando los débiles gemidos y aullidos que emergían de la cueva de pronto se convirtieron en sílabas inglesas. El primero en el que pensó fue en Vijay –justo lo que necesitaba, dos muggles mordidos en una noche-, pero el acento no era lo bastante correcto, y después de unas pocas frases lo supo.
—¡No!—gritaba la voz, con una angustia que resultaba incomprensible para alguien que llevaba cincuenta años sin experimentar muchos sentimientos.—No lo hizo a propósito... no lo hizo...
El rostro de Lamia se endureció. De modo que Lupeni se había perdido en las cuevas, sin duda al ir detrás del hombre lobo que estaba cazando. Por eso sólo había salido uno. Ella odiaba y temía a Cuza, y despreciaba a los licántropos, pero de algún modo ni uno ni otros eran peor que imaginarse a un inglés medio loco yaciendo a la espera como una especie de mago capitán Ahab. ¿Trataba de escapar de sus propias tinieblas a base de matar a todo monstruo? Semejante filosofía podía ir demasiado lejos.
Se sentía tentada de dejarle morir allí, pero los gritos se hicieron aún más patéticos, y le crispaban los nervios más que conmoverle el corazón. Si todo el equipo estaba bien, y Mike parecía estable, podía ir a husmear a los pasadizos y averiguar qué estaba pasando.
"Lunático, viejo amigo". Las palabras eran de Sirius, pero la maligna tonalidad no, y la mano que extendió para aferrar el hombro de Remus era una garra huesuda.
Remus estaba demasiado entumecido por el frío para sentirlo, así como tampoco podía sentir las lágrimas heladas que corrían por su cara, excepto cuando hacían escocer las quemaduras provocadas por las bolas de fuego de Lamia.
"Aunque dijeras que no te unirías a nosotros, no hay escapatoria a lo que eres" continuaba el demonio-Sirius, alargando su horripilante brazo como si fuera de goma, cuando Remus trató de alejarse de él. "Eres malo, compañero, y querías matar a Severus incluso más que yo. Sabía que serías útil algún día." Se paró para echar la cabeza atrás y reír, mostrando sus dientes amarillos. "¿En serio fuiste tan idiota como para pensar que yo era tu amigo?"
Remus se apretó los ojos con las manos, pero eso no bloqueó la visión, y su grito de "¡No!" salió como un simple quejido.
Cuando de pronto sintió un toque sobre su cara, le pareció tan cálido y suave como la pata de un gatito.
—Este lugar está lleno de dementores, Lupeni—dijo Lamia con total naturalidad.—No puedo ahuyentarlos, pero sí sacarte de aquí.
Las palabras no le decían mucho, pero no protestó cuando ella le tomó de las muñecas y empezó a tirar de él a través del angosto pasadizo. En su estado de dementación, no estaba seguro de si ella era una continuación de la visión, un patronus, o una persona real, o si realmente alguien le estaba moviendo o aún se encontraba acurrucado en la cueva, esperando la muerte.
Cuando llegaron a la cueva principal, Lamia le soltó y él cayó desplomado. Echó una mirada alrededor, pero no vio a nadie más que al inconsciente Mike (que esta vez estaría así durante días).
¿Habría pasado Lupeni la noche en las cuevas? ¿Le habrían atacado los hombres lobo? Menudo idiota, murmuró para sí misma mientras le agarraba por debajo de los brazos, forzándolo a ponerse en pie.
—No puedes quedarte aquí tal cual, va a volver todo el mundo dentro de poco. Por aquí... y no pises los cables. Me ha costado toda la noche arreglarlos, después de que esos lobos pasaran haciéndolo todo pedazos. Tenía que haberte dejado terminar con ellos...
Algo la detuvo a mitad de la frase, mientras le pasaba el brazo por la cintura, guiándolo entre los estantes del equipo hacia la boca de la cueva. Sangre procedente de profundas heridas punzantes estaba empapando su camiseta... sangre de él, y no era completamente humana.
La comprensión se abrió paso en su cabeza cuando salieron tropezando al exterior, entre una niebla densa que debía haberse deslizado al amanecer, como era frecuente en la ladera de la montaña. Lupeni no había sido atacado por hombres lobo. Él era un hombre lobo, el gris, el del destello de inteligencia en los ojos dorados.
Sabía tanto de hombres lobo porque era uno. Saber eso hizo crecer, no disminuir, la confusión de su mente, y se vio asaltada por el loco impulso de echarse a reír. Los hombres lobo eran lo más bajo de las criaturas tenebrosas; mortales, sin educación, impredecibles y sanguinarios, casi siempre con una timidez animal hacia los humanos, excepto la noche al mes en que los hacían pedazos. No podía hacer cuadrar sus pocos encuentros con "perros" con aquel seguro de sí mismo y bien hablado mago inglés.
Debe haber sido mordido durante una cacería, conjeturó. Por eso seguía matando hombres lobos a la vez que vampiros. Evidentemente no se había unido a ellos, puesto que había acudido para advertir a los estudiantes, una obvia traición a la especie. Eso podría explicar, también, porqué no podría volver a su país de origen; el simple descuido de una noche le había abocado a un perpetuo exilio.
Gemía incoherentemente, algo acerca de unos sirios, y luchaba como si estuviera rechazando a un enemigo imaginario. Lamia le forzó y se forzó a sí misma a bajar por el sendero metido en la niebla.
—Vamos—apremió, no muy segura de por qué exactamente estaba rescatando a alguien que debería ser su enemigo. En lo alto, por encima de sus cabezas, la luz del sol danzaba entre algunas nubes dispersas, desvaneciéndose ya los últimos trazos rosados del amanecer. Alrededor de ellos, sin embargo, la espesa niebla se arremolinaba entre los árboles, ocultándolo todo salvo los tramos más cercanos al sendero.
Se mostraba brusca con él, obligándolo a seguir moviéndose, a pesar de que parecía estar demasiado débil y fuera de sí para seguir adelante. A pesar del frío glacial de su piel, Lamia podía sentir la vida que fluía en él bajo las yemas de sus dedos, como en cualquier otro ser humano. Pero por sus venas corría sangre de hombre lobo. ¿Importaba eso? Había jurado renunciar a la sangre humana, al fin y al cabo.
Una batalla ardía en su interior. El viejo odio a los licántropos, el omnipresente deseo por la sangre humana, y el ansia de liberarse de su pasado, todo ello chocaba dentro de su cabeza, haciendo que se sintiera tan desconcertada y confusa como si hubiera bebido sangre humana. Lo que tenía que hacer era lavarlo, vestirlo, y hacer que se fuera por donde había venido antes de que se volviera todo más complicado.
Una vez en el campamento, tiró de él hasta un tanque de madera con una manguera de goma verde enrollada al lado. Abrió la espita al máximo y lo roció con agua fría, quitándole de encima la sangre y el polvo, y provocando con ello que el profundo corte de su pecho empezara a sangrar otra vez. Él aguantó sin emitir sonido alguno; fue más delicada cuando llegó a la cara, bajando la presión del agua y limpiándole las marcas de barro y lágrimas con unos ligeros toques.
—¿Dónde tienes la ropa? ¿La varita? ¿La escoba?—preguntó, dirigiendo la manguera a lo alto de su cabeza para aclararle el pelo.
Él sacudió la cabeza para indicar que no podía recordarlo, pues aún no era capaz de usar el lenguaje con sentido.
Lamia suspiró, mirándolo con exasperación. Un tipo desnudo y ensangrentado debería ser el deseo más íntimo de cualquier vampira, pero la sangre de ése en concreto era tan apetecible como una lata de comida de perro.
—Vamos—dijo bruscamente.—Puedes quedarte en mi tienda hasta que recobres el sentido; no quiero tener que explicar esto a los muggles.
Consiguió ponerlo en movimiento otra vez, dejándolo a la entrada de su tienda, donde se tambaleó inestable y empezó a temblar violentamente. Después de colocar una lona en el suelo de la tienda, para que no lo dejara todo ensangrentado, lo hizo pasar adentro y prometió tomar prestadas algunas prendas de Vijay.
Los dientes de Remus castañeaban, y le costó un inmenso esfuerzo hablar;
—Si tuvieras un... algo de chocolate—consiguió articular.—Los dementores...
—Oh, ¿ése es tu problema?—exclamó sorprendida.—Olvidaba que...
No acabó de formular el pensamiento, pero se marchó para volver tan sólo al cabo de cinco minutos con un juego de ropa, una manta, vendas y una tableta de 250 gramos de chocolate negro de Cadbury, sacado de la tienda de Taofang. El estudiante chino tenía una pasión secreta por todos los bienes decadentes occidentales, incluido las tabletas de chocolate que le enviaba un primo de Canadá.
Remus se sentó solo en la tienda, tembloroso y aturdido. Apenas había sido consciente del trayecto fuera de las cuevas. Bajo el ataque de los dementores salvajes, su mente se había retraído a un territorio distante y aterrador donde la familiar risa de Sirius se burlaba de él.
Alguien había tirado de él y lo había obligado a andar cuando sabía que no habría tenido fuerzas para hacerlo. Alguien lo había guiado por el sendero, con unos brazos fuertes que impidieron que tropezara.
En el exterior de las cuevas, la niebla gris se había cernido sobre él, igual que en aquel lugar donde Sirius reía áspera y cruelmente y donde casi podía oír los chillidos de Lord Voldemort.
Pero cada paso lo llevaba más lejos. Desde el momento en que dejaron atrás los árboles, supo donde se encontraba. Las tiendas de los estudiantes emergían de la niebla, reconocibles como parte de lo que él consideraba el mundo real. Entonces supo quien lo sostenía, quien lo había sacado de las cuevas antes de que cayera en la demencia de los dementores.
Lamia. Debía ser una poderosa bruja para hacer retroceder a aquellas desalmadas y terribles criaturas.
Libre de las frías garras de los dementores, el dolor bañó su cuerpo como una ola gigante, sumergiendo sus recién recuperada consciencia, casi aplastándolo. El dolor se hizo peor con cada paso, hasta explotar como un misil de hielo puro cuando Lamia lo roció con agua fría. Había empezado a temblar violentamente cuando lo empujó hacia la tienda. La petición de chocolate fue la única cosa inteligible que fue capaz de decir; incluso aquello pareció tomar de él más fuerzas de las que tenía.
A solas en la tienda, se abrazó las rodillas con los brazos fuertemente y trató de sacar algo de sentido a toda la situación presente. Se había peleado con Vlad en las cuevas, de eso estaba seguro. (Su única esperanza era que el otro hombre lobo estuviera más dolorido aquella mañana de lo que él estaba). Después de la puesta de la luna, había sido atacado por dementores salvajes, y rescatado por la misteriosa bruja que se hacía pasar por muggle.
Parte de su mente esperaba desesperadamente que las cosas cobraran sentido pronto. Miró a su alrededor en la tienda, tratando de hallar algo de orientación en el mundo físico. Un techado rojo de algún tipo de tejido muggle se extendía tirante sobre su cabeza. La poca luz que se filtraba desde fuera daba al interior una sensación turbia y subacuática. La tienda parecía diseñada para dos personas, como mucho. Nada sorprendente, había libros apilados por todas partes, haciendo que se sintiera encerrado y recluido. Otros sentidos empezaron a trabajar. Olió su extraño y pesado perfume, y debajo de éste, el rastro de otro olor dulzón y familiar.
Vampiro.
No quería creerlo. Los sentidos le decían que un vampiro había estado en la tienda. Ahora recordó que la noche anterior le había preocupado que fuera atacada por un vampiro. Lunático y Vlad habían visto un vampiro; también estaba seguro de eso. Pero Lamia para nada podría haber tenido fuerzas para sacarlo de las cuevas de haber sido mordida por un vampiro. Sintió un gran alivio al pensar eso, pero continuó igual de confuso sobre lo que había pasado.
Escuchó sus pasos acercándose. Tatareaba de un modo extraño y poco melodioso que a Remus le resultó a la vez ajeno y familiar. Se quedó desconcertado mientras ella gateaba dentro de la tienda, empujando ante sí unos cuantos bultos de tela. En el momento en que se halló en el interior y le colocó una manta sobre los hombros, lo supo.
Supo lo que ella era, pero esto no le sirvió para entender nada.
—Ten—dijo cortante, tendiéndole un trozo de chocolate.
Él cerró los ojos y lo comió, sintiendo cómo el calor empezaba a discurrir por sus brazos y piernas, así como por su ralentizado cerebro. Cuando abrió los ojos otra vez, ella le estaba contemplando con esos ojos suyos, del violeta intenso de una amatista, no el abismo oscuro de un vampiro. De cerca, en cambio, algo acechaba ahí, algo listo para salir...
Tenía un centenar de preguntas que hacerle, pero todo lo que pudo pasar a través de sus dientes castañeantes fue un "¿Por qué?".
—¿Por qué estoy aquí?—respondió casualmente, mientras preparaba cuadrados de gasa y rasgaba ruidosamente el esparadrapo en la longitud exacta.—Para proteger un equipamiento valioso de hombres lobo rastreros, por supuesto.
—No—Remus giró la cabeza de un lado a otro, y no pudo controlar el temblor que se había adueñado de sus hombros y se desplazaba hacia abajo.—¿Por qué me has salvado?
—¿Y tú por qué me has mentido?—siseó ella entre dientes.—¡Eres un hombre lobo! No querías proteger a ninguno de nosotros. ¡Sólo los advertiste para poder correr a tu aire con tu asquerosa manada de perros salvajes!
La ira de Lamia sacudió su confuso cerebro, y de algún modo le sirvió para aclararse y enfocar el asunto.
—Vlad no es... uno de los míos—declaró firmemente.— Sí, estaba cazándole. Atacó a mi manada el mes pasado, y hasta la suya propia le ha abandonado.
Esto no la aplacó en lo más mínimo.
—¿Tu manada?—dijo con desdén, sonando incluso más horrorizada que Alexandru.
—La más fuerte y mejor organizada de las montañas—respondió calmadamente.—Tú misma has sido menos que honesta, Lamia—añadió, con una pizca de algo –ira, o traición, o sorpresa- en su voz.—Eres una vampira.
—Y tú eres un matador de vampiros, ¿o no?—dijo en respuesta, apartándose de él rápidamente.—Emil no fue tu primera víctima, ¿verdad? ¿Qué te empuja a hacerlo? ¿Se trata de tu repugnante instinto, que te empuja a revolcarte en la basura?
Remus hubiera querido responder airadamente, pero el modo en que ella se estremeció al ver su ceño ligeramente fruncido le hizo detenerse. Ella esperaba que actuara como una bestia; bien, le enseñaría que ahí había un perro que sabía mantener la compostura cualquiera que fuera el cariz de las circunstancias.
—Podías haberme dejado morir en las cuevas—señaló con frialdad, incapaz de penetrar en el turbulento torbellino de emociones que oía en su voz y veía en su rostro.—Podías haberme matado fácilmente en cualquier momento desde entonces. Pero no lo has hecho, ¿Por qué, Lamia?
Ella no pudo responder; en lugar de eso, volvió la atención al despliegue de gasas y esparadrapos que tenía en la lona frente a él.
—Ven aquí—dijo, sosteniendo una venda en la mano mientras con la otra le apartaba bruscamente los brazos para descubrir su pecho desnudo.—Voy a vendarte esta herida. Es la peor.—alisó la gasa y aplicó el esparadrapo para sujetarla en su lugar. Mantenía la cabeza inclinada, sin mirarle a los ojos.
—¿Por qué?—repitió, resumiendo en aquella pregunta la infinidad de cosas que preocupaban sobre ella.
Lamia se incorporó de pronto y se desplazó detrás de él sin responder. Oyó como rebuscaba entre la ropa, y luego se hizo el silencio absoluto. Podría estar preparándose para estrangularlo mientras hablaba, pero no lo pensó. Algo se ocultaba tras las frágiles vallas con las que se rodeaba a sí misma; algo se debatía en su oscuridad, tratando de liberarse. Algo que él reconoció.
—¿Qué eres tú?—susurró en el silencio absoluto de la tienda, alcanzando a verla por el rabillo del ojo y temiendo que cualquier ruido brusco pudiera ahuyentarla.
—Ya no lo sé—contestó lenta y cautelosamente, tras una larga pausa que sólo fue llenada por el único sonido de la respiración de él, ocupando el espacio entre los dos.
Lamia se quedó callada por varios minutos más, mirando fijamente la espalda de Lupeni y aferrando la camiseta sucia y ensangrentada que se acababa de quitar. ¿Qué era ella? ¿Por qué había vuelto? Tan sólo una hora atrás, diez minutos incluso, podría haber sabido la respuestas a aquellas preguntas, o al menos eso pensaba.
¿Qué era ella? Pensaba que sabía también qué era él, pero aquello había cambiado. Si tenía una manada, significaba que mantenía contacto con otros hombres lobo, era uno de ellos desde hacía más tiempo de lo que ella sospechaba. La certeza la golpeó de repente, dolorosamente; si averiguaba quien era él, podría saberlo de ella misma otra vez.
Pero eso era una locura.
Arrojó la repugnante camiseta fuera de la tienda y se puso otra limpia, forcejeando por desenredarse el pelo en el punto donde la prenda se trabó con su prendedor, una pesada pieza de oro que había conseguido de una vieja gitana en Bucarest años atrás.
—Yo era... soy una vampira, eso es verdad—dijo severamente, mientras se levantaba y volvía para mirar a Lupeni a la cara, acurrucado bajo la manta y contemplándola con la misma inteligencia despierta que había visto en los ojos del lobo gris la noche anterior.—Pero no quiero... no he vuelto para eso... quiero algo diferente para mí...
Se interrumpió, incapaz de mirarle a los ojos, y se arrodilló para recoger los restos de esparadrapo y envoltorios de papel, arrugándolos ruidosamente en un puño hasta hacer una dura pelota, y luego arrojando ésta aparte. Recogió el montón de ropa de Vijay y se las tendió bruscamente.
—Mejor te vas—dijo, tratando desesperadamente de dar algún tipo de entonación determinante a su voz. Estaba asustada ahora, asustada de lo que podría pasar si se quedaba.
—Sí—murmuró, intentando ponerse en pie. Su cabeza rozó contra el techo de la tienda cuando se tambaleó inestablemente, aferrando las prendas como si estas pudieran sostenerle. Casi cae al perder el equilibrio, pero ella se levantó de inmediato y lo agarró de los brazos para ayudarle a sentarse otra vez. No podía resistirlo, pero volvió a mirarla fijamente, el pelo enredado y enmarañado cayéndole por la cara.
Parecía un animal salvaje, de pronto, y de algún modo ella lo necesitaba para parecer humana. Con mucho cuidado, le apartó el salvaje desorden de cabellos de la cara y reunió las enmarañadas hebras, dejándolas descansar sobre uno de sus hombros mientras se quitaba el prendedor de su propio pelo. Le deslizó las manos por los hombros mientras prendía la pieza de oro en su cabello. Aquellos ojos suyos estaban fijos en los de ella. Más allá del vórtice gris, esperaba él.
Remus tomó su rostro entre las manos y la besó. Su piel se sentía fría, como el límpido mármol de una estatua que hubiera vuelto a la vida sólo para él, sacudiéndose el pelo hacia atrás y descendiendo lentamente de su pedestal, con los brazos bien abiertos...
Sus dedos eran ásperos, curtidos, pero sus caricias delicadas. Aquellas manos habían asesinado vampiros. ¿Cuántos?, se preguntó Lamia. Aquellas manos habían sostenido una estaca, y seguramente la habían utilizado. Aquellas manos podían asesinarla, pero en lugar de eso acariciaban sus mejillas.
Nunca otras manos habían contenido la promesa de tanto, placer u olvido. El miedo se mezclaba con deseo, como no había conocido en cincuenta años.
Él quería entregarse a ella, pero luchaba contra las ansias de morderla, dándole bocados juguetones al modo en que lo hacía con Liszka, la única mujer que había conocido en ese aspecto. Donde Liszka era caliente y musculosa, a Lamia la sentía fresca y sinuosa; enloquecía de deseos de cederle todo su calor, hasta que él mismo quedara convertido en una cáscara fría y sin vida.
¿Así era lo que sentían siempre las víctimas? Remus pensó en el pobre Stefan, gritando, luchando contra él, arañando el suelo, sólo para alcanzar lo que él tenía ahora.
Sintió al lobo gruñir en su interior, y casi logró desterrar a la bestia cuando ella se separó de sus labios ligeramente y le recorrió con la lengua suavemente la línea del mentón, por debajo de su oreja y hasta su cuello. Él sumergió los dedos en su pelo, impregnado de perfume. Las largas y oscuras hebras se deslizaron entre sus dedos como fina arena de playa.
Lamia lo probó, notando de nuevo el ansia de consumir, de llenar ese vacío interior que nunca sería satisfecho, sólo anulado por alguna muerte final. Su sangre no era mala, pero sí no-humana de un modo que sonó como a campanillazos de alarma repicando en su cabeza. Esquivó las heridas y, dulcemente, lamió su mandíbula, oreja, cuello.
—No hay marcas de dientes aquí, Lupeni—murmuró, deslizándose por su cuello y acariciándole la clavícula con la lengua.
—Mmmmmm—rió entre dientes, dejando caer las manos y echando la cabeza hacia atrás,—Vlad siempre ataca por el flanco derecho. Los ataques de lobos son muy predecibles...
—Piensas demasiado—susurró, llevando los labios de vuelta a él.
Mago y hombre lobo. Trató de descubrir los signos de ambos en su beso, descubriendo que era diferente a cualquier otro muggle o vampiro. Podía saborearlo y recrearlo en su interior sin que se produjera aquel agolpamiento de sangre insoportablemente intenso que la volvía insensible con los humanos. Él nunca sentiría el vacío, nunca podría experimentar la vacuidad que dos vampiros sentían al acoplarse como un modo de fingir vida en el momento del orgasmo.
Ella no sabía aún qué era él, y eso la empujaba con un deseo que creía que había muerto hacía tiempo.
Su beso se hizo más intenso y barrió a un lado cualquier pensamiento analítico que pudiera haber tenido, sobrepasándolo como una ola que anegara una roca en la orilla, chocando contra él y luego retirándose.
Sus manos siguieron el contorno de sus hombros, bajando hasta su espalda, con más firmeza. Necesitaba aquella solidez, tenía que sentir que ella era real, que no iba a desvanecerse en la niebla. Sentía sus huesos a través de la delgada camiseta de algodón, trazando el arco de su columna con una mano mientras con la otra le abarcaba un hombro.
Será toda su piel así de perfecta y fría, se preguntó para sí mismo, y respondió a esa pregunta deslizando las manos bajo la camiseta, recorriendo la tersa e impecable piel, y subiéndole la camiseta hasta la barbilla para revelar los pequeños y redondos pechos rematados por pálidos pezones, casi sin color.
—Ya no puedo pensar más—suspiró suavemente, mientras ponía la mejilla contra su pecho y exploraba uno de los pezones con la lengua. El lobo que había en él gruñó de nuevo, aparándose de la parte humana con las orejas echadas hacia atrás, como diciendo que allá él si quería comer cosas muertas. Remus se sintió perdido, mareado de soledad, de modo que la abrazó aún más fuerte.
Ella emitió un suave sonido de suspiro, y se sacó la camiseta por la cabeza, sacudiendo el pelo despacio. Las manos de él acariciaron lentamente su cintura, siguiendo cada uno de sus movimientos, definiéndola de alguna manera.
¿Cómo puede ser un animal? Le acarició el pelo con las yemas de los dedos, enroscándolos en las mechas grises y marrones... los mismos colores que el lobo que la había mirado con aquella inteligencia y conciencia que consiguieron confundirla la pasada noche, y que la confundían ahora.
¿Humano o bestia? Ella había visto a ambos; de pronto sabía quién era él.
Él levantó la vista para verla sonriéndole, una sonrisa secreta de invitación. No sabía cómo lo hacía para que sus ojos tuvieran ese color de gema violeta –un truco muggle, quizás-, pero le complacía no tener que ver el oscuro abismo detrás de aquellas joyas brillantes.
Sin quitarle los ojos de encima, ella se levantó despacio y con gracia, permitiendo que su mejilla se deslizara por su pecho y vientre. Se desabrochó los pantalones vaqueros, lánguidamente, en un tiempo líquido que parecía extenderse al infinito. Él le rodeó la cintura con las manos, y luego las deslizó por las caderas, muslos y pantorrillas, apartando la tela para descubrir las gráciles curvas del nexo donde las caderas se convierten en muslos.
Cerrando los ojos, deslizó las manos, rozándole las piernas con las yemas de los dedos. Su cadera estaba fría contra su mejilla. El olor que emanaba le confundía, el olor familiar de los vampiros mezclado con algo más que era exclusivamente y dolorosamente Lamia... como nada más en su experiencia.
Olvidó lo que era ella y dejó de escuchar los confusos mensajes de sus sentidos.
Suspiró, más una sensación de aire caliente contra su cadera que un sonido. Ella olvidó lo que era él en el mismo momento que le fue revelado. Ahora sólo quería tenerlo dentro de sí, ir más allá de lo físico a un lugar que recordaba en sueños, de un tiempo en que era humana y tenía la capacidad de soñar.
Colocó las manos alrededor de sus caderas, con cuidado, al principio. A medida que la estrechaba más fuerte contra sí, sintió una oleada de deseo en su interior... deseo como no lo había sentido en mucho, mucho tiempo.
Y no por Liszka, pues ellos se poseían el uno al otro de algún modo a la manera en que los miembros de una manada se poseían unos a otros cuando era una llena. ¿Cómo podía ansiar poseer lo que ya tenía? ¿Cómo podía ella excitarlo y hacerle sentir lo que sentía en aquel momento? Incluso cuando no había luna llena, Liszka tocaba el lobo que había dentro de él, pero no el humano.
Años atrás, hubo algunas mujeres a las que él había añorado secretamente de ese modo –una maestra de uno de los sitios donde trabajó, la camarera de una tetería a la que solía ir-, pero aquel deseo estaba mezclado de culpa y temor. Hubieran averiguado lo que era, y habrían reído, o gritado, o ambas cosas. Él las habría herido, incapaz de detener su lobo interior.
Cuando abrazó las caderas de Lamia y la empujó hacia él, un salvaje deseo explotó en su interior. Sin barreras. Sin miedo. Sin culpa.
Él se echó de espaldas, sujetando todavía su cintura, y ella se arrodilló sobre él. Sin palabras –su humano interior no tenía vocabulario para esto y el lobo había huido-, arqueó la espalda y la penetró, uniéndose a ella en un lugar más allá de las palabras, y casi más allá de lo que la emoción pudiera transmitir. Allí él era humano, y encontró la parte de ella que, muy hundida en las tinieblas, seguía siendo humana, también.
Lamia dio un grito ahogado, un jadeo humano de placer de alguien que hacía mucho que no exhalaba aliento. Se abrió a él, no para devorarlo, sino para encontrarlo, abrazarlo, y nunca dejarlo marchar.
Se aferraron uno a otro, a la deriva en un mar embravecido, sacudidos por olas picadas y oscuros truenos. Durante un instante de intenso placer, las nubes se hicieron a un lado para dejar paso a un rayo de luz solar –un regalo de los dioses-, para iluminar su solitaria lucha y desvanecer las tinieblas por algún tiempo, más allá de la comprensión humana.
-----------------------------
Próximo capítulo; Traición
Nota de las autoras: Se aplica la disclaimer habitual, y nosotras nos inclinamos ante la magnificencia de JK Rowling... pronto, pronto.
WT2; Sé que dijimos que íbamos a tomarnos un respiro, pero... nos hemos obsesionado.
WT1; Sí, con ese agradable vampiro. ¿De veras tenemos que hacerlo como un vampiro?
WT2; Ella apela a su lado intelectual...
WT1; Pero uuuf, es asqueroso...
WT2; ... y su lado humano.
WT1; Me gusta más Liszka.
WT2; Es muy aburrida... y analfabeta.
WT1; ¡Liszka!
WT2; ¡Lamia!
WT1; Grrr..
WT2; Hey, ¿qué haces con esa estaca? ¡¡¡Baja eso!!!
Versión corregida, 10 de Julio de 2001
Nota de la Traductora: Según mis cálculos, y posiblemente también los vuestros, este capítulo debía haberse publicado en agosto. Algunos de vosotros habéis llegado a preguntarme si es que ya me había cansado de traducir, y ya no iba a actualizar más. Nada más alejado de la realidad. Van a seguir apareciendo capítulos de "Call of the Wild" hasta el final, más tarde o más temprano, y si hay algún retraso se debe a que... bueno, todos tenemos una vida detrás del ordenador (o casi todos) en la que las cosas no salen a veces como deberían... Pero tengo la firme intención de acabar lo que he empezado, y os prometo que lo que queda por venir vale mucho la pena. Muchas gracias a los últimos reviewers por sus comentarios, y ¡seguid leyendo!
Besos, Ariel.
