Capítulo Nueve;

Traición

"Nos amamos el uno al otro, eso es cierto sea lo que signifique, pero no se nos da bien; para unos se trata de talento, para otros sólo una adicción"

Margaret Atwood

Rumanía, Año Doce

—Bela, recuerda tus modales.

El muchacho no prestó atención a la calmada y mesurada voz de su padre, sino que siguió mirando con la boca abierta al anciano mago que tenía ante sí, empapado y salpicado de barro, sonriendo afablemente como si hurgar entre el lodo fuera la clase de cosa que hacía cada día.

—Veo que también debo pedir disculpas por los modales de mi hijo—dijo Remus en un tono bastante agradable, si bien con un dejo de irritación latiendo bajo la superficie.—Este es Bela, el joven mago del que le he hablado, director.

—¡Qué maravilla!—gorjeó Albus Dumbledore, sus ojos azules centelleando pese al cargado cielo gris y la llovizna.—Todo un placer conocerte después de todo lo que Remus me ha contado sobre tus habilidades.

Bela no pudo mantener la expresión hosca de su cara por más tiempo ante esta jovial arremetida de Dumbledore, y después de haber sido referido por Remus como "mago", a pesar de cuarenta obstinados meses de no dar ni golpe. Su voz contenía una pizca de asombro cuando dijo;

—Usted es de aquella escuela de magos a la que pap- Lupeni fue... —A toda prisa alargó el brazo y sacudió brevemente la mano del director.

La lluvia seguía goteando por todas partes; la persistente llovizna les acompañaba en su trabajo de limpiar los escombros carbonizados. El resto de la cabaña de Grigore parecía un Leviatán varado en la orilla, con trozos de carne descompuesta colgando todavía de los descomunales huesos. Largas y gruesas vigas se ocultaban bajo los restos del tejado. La columna de una esquina, parcialmente quemada, asomaba por encima de las ruinas en un torpe ángulo. Tan sólo la chimenea de piedra parecía estar intacta, al acecho bajo la carga de tejas de la antigua techumbre.

El muchacho se dio cuenta de pronto de lo mojado que estaba por permanecer bajo la lluvia, y cogió su impermeable de plástico de donde lo había arrojado con furia. Siguió mirando fijamente el objeto que Dumbledore tenía en la mano, incluso mientras recuperaba el plástico lleno de fango y lo sacudía.

Aunque estaba manchado de negro, se apreciaba claramente que se trataba de un crucifijo grande y ornamentado. El metal había sido trabajado hasta parecer rugosas ramas de madera de olivo. Pétalos lobulados al final de cada uno de los tres extremos, sostenían los tripletes de joyas que el anciano mago había limpiado por encima para revelar lo que parecían ser rubíes, que brillaban rojos como la sangre bajo el encapotado cielo. Los restos de una cadena, rota y embarrada, oscilaban bajo la lluvia.

Remus miraba fijamente la cruz a su vez, rememorando la escena de hacía diez meses atrás en Stilpescu. La tensión aumentaba a medida que una muchedumbre se reunía a su alrededor y el hombre caía muerto sobre el polvo. Los susurros se convertían en un zumbido y luego en voces curiosas, para culminar en preguntas airadas. Estaba preparado para responder por sí mismo, pero la ocasión nunca se presentó. Un silencio repentino envolvió al gentío, que fue interrumpido por el grito de una mujer cuando una brillante cruz de plata pasó por encima de las cabezas de la gente, y se deslizó en la mano inerte del cadáver tendido. Cuando el metal se posó en la palma, los dedos muertos se contrajeron con un silbido, y pálidas quemaduras aparecieron en la piel ya cerúlea.

"¡Es un hombre lobo!" bramó una voz, y la turba se unió pronto al grito; de repente Remus ya no era un acusado de asesinato, sino un heroico cazador de monstruos. Uno tan experto (eran las murmuraciones), que podía matar un hombre lobo con un solo hechizo, y con tanto estilo que no tenía que rebajarse a utilizar las palabras para mostrar a la multitud lo que era el hombre muerto.

Sus intentos de protesta fueron ahogados por la ahora amistosa multitud, que por aquel entonces ya apreciaba a Lupeni y no deseaba imaginarlo culpable de asesinato. Él era el único confundido, el único participante de aquella escena que no podía explicar cómo un crucifijo de plata se había deslizado de ninguna parte para traicionar el secreto del hombre muerto.

Sólo ahora entendía qué había pasado.

—Bela fue capaz de hacerlo levitar—comentó Remus, apuntando con la cabeza hacia la cruz,—desde cierta distancia. Bastante excepcional para un hombre lobo ser capaz de controlar tan bien un objeto de plata. Yo no estoy seguro de haber podido hacerlo.

—Ah, sí. La plata puede resultar difícil¿no es así?—murmuró el director.

—No sabía que no hubiera podido hacerlo, supongo—dijo Bela, tras conseguir colocarse el impermeable sobre la espalda. Se encogió de hombros en un intento por parecer despreocupado y sacó la varita mágica, apuntando a la cruz con ella.—Fue bastante fácil.

La cruz se elevó en el aire, temblorosa al principio pero luego deslizándose suavemente por el vacío. Como un pájaro arrastrando el plumaje, bajó en picado sobre sus cabezas haciendo extravagantes piruetas. Bela disfrutaba luciéndose a todas luces, a juzgar por la expresión autosuficiente y maliciosa de su cara.

—Buen trabajo, Bela—comentó Remus resueltamente.—Si bien en primer lugar tú no tenías nada que hacer allí. No deberías haber estado en el pueblo, donde podías haber sido reconocido y...

La forma oscura cayó al suelo a plomo, aterrizando en el lodo a sus pies con un suave plop. Bela fulminó con la mirada a su padre, aferrando su varita y buscando palabras para expresar su cólera.

—No tengo miedo de ellos—gruñó.—Eras tú el que trataba que lo mataran.

Dumbledore aparentó no haberse dado cuenta de nada cuando se agachó para recuperar la cruz y meterla en un bolsillo interior de su capa.

—Ahora no es el momento de hablar de eso—dijo Remus en tono cortante.—Vamos a terminar de limpiar las ruinas. El suelo está demasiado lodoso para mover las vigas hoy, pero podemos dejarlo todo preparado.

Remus entró dando zancadas al ennegrecido desorden que otrora fuera el interior de la cabaña, dejando a Bela que echaba chispas mientras guardaba la varita mágica. Dumbledore se quedó donde estaba, contemplando amablemente al muchacho por encima de sus gafas de media luna, que parecían haber sido embrujadas para permanecer secas.

—Supongo que toda esta lluvia le irá bien a la polipora tentaculada—dijo Dumbledore alegremente.—¿Sueles coger polipora –aunque quizás tú la conozcas como ciudara- en estas montañas?

—Sí. Claro—respondió Bela distraídamente.—Tenemos de eso. Parecen hongos, pero en realidad son crías de lentinela.

—Desde luego. Las lentinelas rumanas pueden adoptar la forma de objetos de madera, tengo entendido—se informó Dumbledore con interés mientras uno y otro empezaban a seleccionar escombros de nuevo.

El muchacho se arrodilló, recuperando lo que parecían piezas de una cubertería y lanzándolas a una pila de artefactos, mientras el anciano mago dirigía guijarros por el aire y los apilaba cuidadosamente en el suelo a poca distancia.

—Cierto—respondió Bela, levantando la vista a Dumbledore más animadamente.—Una vez crié una, pero tuve que deshacerme de ella cuando empezó a comerse los muebles. Hasta entonces fue bastante útil. Conseguí que hiciera toda clase de cosas, pero después de un tiempo ya no encontraba los suficientes robles jóvenes para alimentarla –porque eso es lo que más les gusta- así que se comía la madera de lo que quería que se transformara, y luego siguió con la mesa y las sillas.

Remus, escuchando por casualidad el recital de Bela, movió la cabeza divertido, recordando la criatura peluda marrón y amarilla que su hijo le había suplicado mantener. La lentinela, del tamaño aproximado de un gato, tenía una docena de patas onduladas y pequeños ojos redondos como cuentas, bajo un pelaje similar a una corteza peluda. Otra de las mascotas de Bela que le seguía por todas partes, resoplando por la nariz y rastreando astillas. Parecía coleccionar criaturas útiles, sin embargo, y eran fascinante los trucos o la magia que podía conseguir que hicieran sus mascotas.

Dumbledore siguió preguntando a Bela por otras criaturas mágicas, deleitándose en las descripciones, mientras trabajaban en retirar los escombros de las vigas supervivientes. Remus estaba quitando pequeñas piezas de tejado de la gran chimenea de piedra, haciendo levitar trozos de madera empapada con la varita y colocándolos en una pila creciente, cuando varias piedras grandes se desprendieron con un crujido, haciendo que gran parte de la chimenea se derrumbara ruidosamente al suelo. Evidentemente, el mortero de la chimenea no había sobrevivido al hielo y a la nieve del pasado invierno.

Cuando Remus pisó con cautela sobre el desplomado revoltijo de piedra y madera, unos destellos de oro y plata le saltaron a la vista. Confuso, excavó entre los escombros hasta descubrir una polvorienta mezcolanza de monedas (tanto muggles como mágicas), y piezas de joyería que debían de haber estado escondidas en algún lugar de la chimenea.

—Malditas sean las flechas de Selene—masculló, y luego se recompuso al oír que los otros se acercaban.

—Guau. Mira todo esto. ¿Cómo crees que ha llegado hasta aquí?—preguntó Bela con curiosidad, pasando por detrás de Remus.

—A traición—replicó lacónicamente, poco dispuesto a explicar más, aunque ahora entendía claramente los sucesos que conducían hasta el tesoro escondido en la chimenea de la vieja cabaña de la manada Cinco.

—¿Quieres decir que alguien lo escondió aquí¿Después del incendio?

—No—dijo Remus, dando la espalda a los escombros y pasando de largo del joven boquiabierto y de la cabaña destruida. No le apetecía mirar aquella colección de bienes robados más de lo necesario, debido a las dolorosas conexiones que le obligaban a hacer.

—Su antiguo propietario—empezó Remus, poco dispuesto aún entonces a pronunciar el nombre,—la última persona viva que ocupó esta cabaña fue el responsable de esto.—Suspiró, convencido de que la historia debería salir tarde o temprano. Bela no sabía nada de aquello porque no habían tenido muy buenas relaciones durante aquellos últimos años.

—Pero cómo...—empezó Bela, siguiendo a Remus fuera de las ruinas.—O sea, mamá decía que Grigore era un cerdo canalla, pero...—titubeó, quizás debido a la expresión glacial de su padre. Señalando hacia los escombros, añadió—¿Qué vas a hacer con todo eso?

—Se lo pueden quedar los cuervos—respondió Remus airadamente, y luego, arrepentido de sus palabras, añadió:—aquello que no sea reclamado irá a la caridad. Lo llevaré todo al pueblo, a la iglesia.

Dumbledore permanecía callado durante todo el descubrimiento. Remus se preguntaba cuánto habría adivinado el viejo mago. La historia completa no era agradable, no era algo que estuviera impaciente por contar. Quizás no hubiera manifestado el juicio apropiado, pero al final, los culpables de esos monstruosos crímenes habían sido detenidos. ¿En qué consistía la justicia? Remus no estaba seguro.

—Bien, por hoy hemos hecho un buen progreso—le dijo a Bela como si tal cosa, cuando se hallaron reunidos fuera de las ruinas.—Una vez que la tierra esté seca, podrás mover las vigas.

—Sí, esto, gracias por la ayuda—murmuró el muchacho con torpeza.

—No estaría mal un poco de té y unos calcetines secos—sugirió Dumbledore gentilmente.—Y Bela quizás pueda hablarme de la bandada de peritones que ha mencionado ver.

—No estoy seguro de que...—comenzaron Remus y Bela simultáneamente, ambos incómodos aunque probablemente por motivos diferentes.

Pero Dumbledore no se dio por aludido mientras continuaba;

—Hagrid podría estar interesado en obtener algunas de esas criaturas. Va a enseñar Cuidado de Criaturas Mágicas este curso¿sabes?

—Me lo puedo figurar—caviló Remus, intrigándose al acordarse del gigantesco guardabosques de Hogwarts. Los peritones, recordó, tienen cabeza y patas de ciervo pero el plumaje de un ave.—Espero que los estudiantes estén preparados. Pueden ser bastante peligrosos.

—Hagrid es capaz—dijo Dumbledore gentilmente.—Me dijo que estaría interesado en conseguir algunas criaturas voladoras para principios de curso.

—Con que peritones¿eh?—preguntó Remus a Bela.—Tú has visto una manada por aquí¿no? A mi también me gustaría oírlo.

Y así quedó decidido que Bela les acompañara de vuelta al castillo para tomar el té.

El calzado de montaña de Dumbledore chapoteaba ruidosamente a través del piso de piedra del gran salón. Las sandalias de Remus producían un sonido golpeteante que hacía eco en las esquinas lejanas, mientras que las botas de cuero de Bela avanzaban a fuertes pisadas, aunque vacilantes. Se quitaron las capas junto a la gran chimenea y las tendieron sobre las losas para que se secaran. Remus conjuró un fuego que pronto estuvo crepitando alegremente, formando extravagantes sombras en los escombros del salón a medida que la luz del exterior empezaba a perder intensidad con la llegada de la noche.

El anciano mago se sentó sobre una viga del tejado y se despojó de las botas y los calcetines, agitando los dedos de los pies alegremente. Después de extender sus empapados calcetines sobre la chimenea, convocó otro par secos de su dormitorio. Los calcetines llegaron flotando a través del aire, cruzando el gran salón a toda velocidad hacia un encantado Dumbledore.

Bela se quedó de pie cerca, mirando nerviosamente las ruinas a su alrededor. Mientras Remus servía el agua para el té, se preguntaba acerca de la prudencia de haber llevado al chico hasta allí. La gran estancia derruida le provocaría casi con seguridad recuerdos dolorosos. La última vez que Bela estuvo allí fue cincuenta lunas atrás, y su vida había cambiado irrevocablemente, quizás no para mejor.

—Uno nunca tiene demasiados calcetines cuando viaja—dijo Dumbledore con satisfacción mientras se ponía el primero. Algo parecía estar atascado en los dedos de los pies del segundo calcetín, y el viejo mago adoptó una expresión de perplejidad cuando sacó con la mano un terrón de color oscuro, del tamaño aproximado de un hueso grande de melocotón.

—Querido mío—dijo, tendiéndoselo a Bela mientras se ponía el otro calcetín,—¿Cómo ha ido a parar esto a mi calcetín?

El muchacho parecía estar a punto de tirarlo cuando recibió una desagradable sorpresa. De la cosa brotaron dos pinzas que le pellizcaron dolorosamente la palma de la mano.

—¡Hey!—gritó Bela, sacudiendo la mano para deshacerse de la cosa, que seguía siendo un rugoso terrón marrón, pero con pinzas.—¿Qué es este chisme?

—¿Hummm?—Dijo Dumbledore suavemente sin mirar mientras tiraba de sus calcetines.—Oh, es un mutósfero. No había visto uno desde final del curso pasado. No sé como habrá llegado a mi calcetín.

—¿Y qué hace?—preguntó Bela a toda prisa mientras el mutósfero dejaba sus manos y echaba alas, zumbando alrededor de su cabeza y tirándole del pelo.

—Se transforma—replicó simplemente el viejo mago. Remus también se volvió del fuego para ver el alado y puntiagudo objeto elevarse hasta el agujero del tejado y luego precipitarse directamente hacia la cabeza de Bela, rebotando como si se hubiera convertido en goma.

—Realmente, director—dijo, casi con desaprobación.—¿Está examinando al chico?

—¿Examen¿Esto es un examen?—Bela hizo un gesto de dolor cuando la cosa empezó a brillar violentamente mientras se dirigía a su cara.

—Esto se utiliza en la parte de Transformaciones de los ÉXTASIS para los estudiantes de Hogwarts—respondió Dumbledore.—Debo de haberlo guardado en mi calcetín la primavera pasada porque no lo necesitaríamos hasta el próximo año.—El anciano mago se levantó de un salto de repente para quitarse del camino del veloz proyectil, que rebotó en la pared tras él y fue directamente hacia Bela.—Parece que te ha tomado cariño. Lo mejor es, ya sabes, obligarlo a adoptar una forma, eh, inofensiva, antes de que se convierta en algo realmente desagradable.

Tratando a duras penas de esquivar las brillantes púas metálicas que acababan de hacer erupción en la superficie, Bela sacó su varita.

—¡Florisalcum!—gritó, apuntando hacia el misil ofensivo. Algunas púas se convirtieron en flores con una serie de diminutas explosiones, pero el mutósfero no se detuvo. Lo esquivó, y la cosa pasó zumbando junto a su oído y derrapó tras él para volver a lanzarse en su dirección.

—¡Papilius!—En respuesta, del mutósfero brotaron unas brillantes alas naranjas y negras que lo detuvieron momentáneamente, colgado varios palmos por encima del muchacho, aleteando las alas graciosamente. Mientras cogía carrerilla para otra arremetida, Bela cerró los ojos con fuerza, apuntó con la varita y gritó—¡Primus!

El mutósfero cayó al suelo como una piedra con un ruido sordo recuperando su aspecto original, y rebotó dos veces antes de ir a parar a los pies de Dumbledore.

—En efecto—rió suavemente el profesor mientras lo recogía y lo guardaba en uno de sus bolsillos,—es mejor obligarlo a adoptar su forma original, si se puede adivinar.

Remus rió a pesar de su intención de permanecer serio, haciendo que Bela se sintiera un tanto incómodo mientras pasaba la mirada de un mago a otro. Remus le puso una mano sobre el hombro al muchacho y dijo con soltura;

—Bien hecho, Bela. Lo has averiguado sin resultar herido, lo cual es mucho más de lo que la mayoría de estudiantes de Hogwarts pueden decir.—Dirigiéndose a Dumbledore en un tono mucho más serio, Remus reprendió al director;—¿Realmente quiere decir que... no estará considerando...?

—Por supuesto que no—dijo suavemente su antiguo profesor.—Es demasiado mayor para empezar desde el principio.—Dirigiendo sus alegres ojos azules a Bela, Dumbledore rió con satisfacción.—Excelente trabajo, jovencito. Tengo que contarle a la profesora McGonagall lo de las alas de mariposa; apuesto a que no ha visto algo así en años.

Remus sacudió la cabeza, sonriendo todavía, mientras andaba hacia la chimenea y echaba el té en tazas de barro. Albus Dumbledore seguía teniendo la capacidad de sorprenderlo y deleitarlo, incluso cuando creía que había perdido la capacidad para semejantes emociones. Y le complacía más de lo que estaba dispuesto a admitir el que, a pesar de tantos años de pérdida y amargura, su hijo adoptivo no hubiera abandonado la magia.

Una gran gota de lluvia cayó directamente en el té de Bela cuando cogió la taza, y se sobresaltó por el chapoteo.

—Igual de hecho polvo que la cabaña...—murmuró, mirando los agujeros del techo como si fuera la primera vez.—Pero esas vigas...—añadió con deseo mal disimulado, clavando la mirada en la noble madera pulida.—Si no las necesitas...

—Sí, te avisaré—prometió Remus.—He estado pensando en reparar todo esto antes del invierno.

Bela asintió sabiamente; había visto más inviernos alpinos que Remus.

—Nosotros no... ya sabes, aquella noche... arrancamos el techo¿verdad?—preguntó de pronto, vacilante.

—No—replicó Remus con voz apagada, mirando de soslayo a Dumbledore.—Fue al día siguiente... después de que llegaran los vampiros.

—Extraordinario—comentó el director.—Con todas las barreras de Alexandru en su sitio¿cómo lo hicieron los vampiros para volver a entrar en el castillo?

—Una combinación de la Madre Naturaleza, mala suerte... y traición—dijo Remus, con una significativa mirada a Bela.

Bela adoptó un aire desdeñoso, como si su padre estuviera usando la palabra para asustarlo.

—Ah, venga, Grigore no estaba aliado con los vampiros.

—Por supuesto que lo estaba—corrigió Remus.—E incluso después de todo lo que pasó; la muerte de Alexandru, tu lesión...—se arrepintió de sus palabras cuando Bela se estremeció—...siguió aliado con vampiros, con el peor de todos ellos, robando, atracando y matando gente.—Aspiró profundamente, preguntándose si la tensión entre Bela y él habría aumentado desde el asesinato. ¿Cómo explicar algo así a tu hijo?—Yo no... me he tomado a la ligera lo que hice en el pueblo.

—Pero no lo hubieras hecho de haber sido él humano—respondió Bela, burlón pero amargo.

—Por supuesto que sí—objetó Remus.—Le dije a los aldeanos que era humano. Hubiera explicado su traición en el juicio.

—Sí, claro—resopló Bela.—Tú puedes ser noble y sufrido, pero eso no quiere decir que lo hubieras hecho.—Su rostro se contrajo de cólera cuando golpeó la taza de té contra la mesa y fulminó con la mirada un charco de lluvia.—Esperas que seamos lo que no somos.

—¿Qué, humanos?—preguntó Remus con curiosidad.

—Mejor que humanos—dijo Bela con acidez, golpeando la mesa con el puño para demostrar que no era una discusión filosófica, sino que tocabael núcleo de su ira y resentimiento hacia Remus.

Dumbledore aprovechó ese momento para preguntar su podría encontrar pluma y pergamino en su dormitorio, y se disculpó cortésmente. Mientras se alejaba, Remus pudo oírle decir algo en idioma búho, seguido de un batir de alas.

Los dos hombres lobo se miraron fijamente el uno al otro durante un largo rato, cada uno atrapado en la complejidad de sus propias emociones. Desde la última vez que Remus había hablado largo y tendido con Bela, el muchacho había adquirido una madurez sorprendente; no había necesidad de esconder nada.

—¿Entonces crees que le pedí demasiado a Grigore?—preguntó Remus por fin, muy quedamente.

—Mira—Bela apretó las manos en puños.—Los de nuestra especie fingimos ser leales, honestos, y que nunca mentimos... todos menos tú sabemos que eso es un chiste. Hay doce horas por mes en que sabes si somos leales, y el resto del tiempo no puedes confiar en nadie.

—Pero... pero eso le convierte a uno en mejor persona, inspirar confianza—reflexionó Remus.—Yo confío en ti, y confío en Liszka, y en el profesor Dumbledore. El profesor Dumbledore confía en mí, también... y él siempre lo ha hecho, algo que ha marcado para mí toda la diferencia.

Bela pareció impresionado a su pesar, pero luego volvió a fruncir el ceño.

—De todos modos tú sabías como era Grigore Beta. No puedes matar a alguien por ser un cobarde con pocas luces.

El muchacho empezaba a sonar demasiado como su propia conciencia.

—Hay muchas cosas que pudo haberme dicho y se hubiera evitado el desastre. Incluso aunque el vampiro lo tuviera aterrorizado, tuvo la posibilidad de clavarle una estaca y quemarlo... pero falló.

—¿Alguna vez has conocido a un humano traidor?—preguntó Bela de pronto.

Esas palabras cogieron a Remus de improvisto, arrojándolo a una vorágine de emociones, una vieja herida que se había abierto recientemente. Se puso en pie de golpe, tirando la silla, y fue casi corriendo hacia el otro lado de la estancia, apartando la vista de las piedras rotas y la lluvia, rehusando contestar, mientras luchaba contra el dolor y la ira.

Luego se volvió hacia Bela, y le puso furioso verlo sonreír por haber conseguido alterar al fin al imperturbable Lupeni. Pudo ver su propia intrepidez insolente reflejada en ese rostro sarcástico, y le aterró el pensamiento de Bela volviéndose como él.

—Sí, lo he conocido—dijo al final, y por primera vez no trató de ocultar sus emociones.

Esto hizo que Bela sonriera aún más ampliamente, posiblemente por todos aquellos años de oír "Bela, controla tu temperamento".

—¿Y lo mataste?

—No—dijo Remus.—Porque está en la cárcel. Pero si hubiera estado ante mí confesando lo que hizo, sin remordimientos, poniendo como única excusa su propia debilidad... entonces quizás lo hubiera hecho.—¿Habría hecho Sirius alguna vez algo por debilidad¿O había encontrado en Lord Voldemort la horma de su zapato?—Espero que nuca llegue a eso—añadió con voz queda.—Matar a un antiguo amigo es algo que nunca esperé hacer, pero cuando oí esas mentiras...

—Perdiste el control—dijo Bela burlón, comprendiendo.—Posiblemente yo hubiera hecho lo mismo, si llego a saber que él fue el responsable de... aquella noche.—añadió. Aquellas eran palabras de reconciliación, pero sinceras, y su acritud ya no estaba tan dirigida a Remus como a los acontecimientos de la conflagración.

—Grigore fue el responsable—dijo Remus con voz queda—y yo tenía pruebas. No sólo sus palabras, sino las ropas robadas que vestía y el dinero de sus bolsillos probaban su conexión con el vampiro que creí haber matado; el vampiro que mató a Alexandru y destruyó este castillo.—Y aún más, pensó, pero esa no era una historia que Bela necesitara oír.

—¿Y diste con el vampiro?—preguntó Bela ,sonando aún un poco escéptico.

—Lo encontré la cabaña, más prueba aún de la traición—dijo Remus con mala cara.

—Y entonces lo mataste y lo incineraste—Bela puso los ojos en blanco.—Por lo menos podías haberlo quemado fuera, yo quería la cabaña para no tener que vivir siempre con mamá.

—Así no es como se quemó la casa...—Le sorprendía que Bela no supiera eso. No le extrañaba que estuviera resentido con él, si le creía capaz de tanta violencia e irresponsabilidad.—El vampiro era un mago muy poderoso, como bien sabes, y no iba a dejarse matar sin luchar.

Bela sonrió con malicia.

—¿Tuviste un duelo de magos con un vampiro?—Obviamente le entusiasmaba la idea.—Guau... pensaba que sólo estabas enfadado y lanzabas maldiciones contra la pared.

—¿Por qué tendría que hacer eso?

—Yo lo hago—dijo Bela, encogiéndose de hombros.—Tendrías que sacar el mal carácter más a menudo, te sienta bien.

Dumbledore, posiblemente al oír que las voces habían vuelto a su volumen normal, entró revoloteando en la habitación con un viejo libro mohoso y un trozo de pergamino.

—¿Mal carácter?—especuló, mostrándoles un largo rasguño en su mano.—Debo decir que esta lechuza vuestra...

—Por eso no he enviado nada en cuarenta meses¿sabes?—dijo Bela a Remus con fingida mala cara.—Odio ese pajarraco.

—Hay vendajes para picotazos en el aparador—dijo Remus precipitadamente.—Ahora, permítame...

Pero Bela ya se apresuraba hacia el gabinete de piedra, donde Mihail se había dejado unas viejas manos de mortero y la caja con forma de ataúd para secar mandrágora. Por primera vez, Dumbledore notó que el muchacho arrastraba una leve cojera.

La traición les había costado mucho, pensó Remus; a Alexandru su vida; a Bela su habilidad para liderar una manada... y a él mismo la mujer que creía haber amado. Con su pérdida se fuero aquellas cosas que eran más intangibles; Remus se preguntó si alguna vez sería capaz de entregarse a nadie más, sin la omnipresente duda de que él mismo o la oscuridad de otros pueda destruir los tenues lazos que habrían creado.

¿Había sido un ser humano o un monstruo? O quizás no debería torturarse a sí mismo con esa falsa dicotomía; ella era una criatura imperfecta como cualquiera de ellos, que a la larga fracasó en su lucha, pero que había hecho tanto bien como mal. Siempre tendría pensamientos contradictorios, y siempre la echaría de menos...

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Rumanía, Año Ocho

Tras aterrizar a ochocientos metros del campamento de los estudiantes, Remus apoyó su escoba contra un árbol y se dirigió al pabellón, caminando tan silenciosa y furtivamente como un animal. Sería difícil eludir a Lamia, pero si encontraba a uno de los otros para entregar la poción de cataplasma rápidamente, entonces podría escabullirse sin hablar con ella.

Cuando estaban separados, no podía pensar en nada ni nadie más; su frío encanto, aquel misterioso pasado sobre el cual él nada podía adivinar, y el peculiar vínculo que compartían, que era a un tiempo intelectual e inexplicable. Sin embargo, cuando se encontraban parecían estar siempre en tensión. A pesar de que ella aparentaba ser diez años más joven, en realidad era mayor que él una cantidad indeterminada de años, tal vez siglos, y era difícil recordar cuánto superaba su experiencia y sabiduría la suya propia.

Pero peor que ser tratado como un niño, era ser tratado como una bestia; y mientras en cierta medida le resultaba divertido que un vampiro le tomara con condescendencia, la mayor parte del tiempo era simplemente molesto. Liszka le menospreciaba cuando no actuaba como un monstruo, y Lamia cuando lo hacía; difícil de combinar.

Además, ella había admitido que conocía a Cuza.

Sólo habían sido dos palabras –lo conozco-, pero era suficiente para llenar a Remus de culpabilidad sobre su lealtad a Alexandru. Ella había continuado diciendo que le encantaría que Cuza fuera aniquilado, pero su declaración le había causado punzadas de duda sobre quién habría sido cuando estaba viva.

¿Qué importaba eso si había renunciado a la sangre humana, como ella juraba? Había estado décadas viviendo como una intelectual muggle, aprendiendo cosas que él apenas sabía que existían, rechazando lo que el mundo mágico y los de su propia clase sabían que era...

Lleno de fascinación una vez más, apretó el paso y corrió hacia el campamento, haciendo oír sus pasos de lejos incluso para alguien con sentidos humanos.

Ella estaba esperándole, sentada a las afueras de su tienda, protegida del sol por un baldaquino, gafas oscuras y un gran sombrero con alas caídas.

Remus trató de fingir indiferencia.

—Le he traído a Mike una segunda tanda de poción—dijo, tendiéndole una botella grande y verde. El nuevo herbologista de Stilpescu hacía menos preguntas que Mihail, y ni parpadeó al recibir el pedido de otros dos litros de poción de luparia.

—Ah, si—sonrió débilmente. No parecía molestarle que su colega muggle fuera drenado o arañado (o ambas cosas) con sorprendente regularidad.—Ven dentro un minuto; te devolveré tu libro.

Sabiendo que no debería entrar en la tienda, pero incapaz de detenerse, Remus la siguió. Dejó la botella en el suelo y recibió a cambio Siete Siglos de Relaciones Muggles-Magos.

—¿Lo has terminado?—preguntó—¿En sólo dos días?

—Sí... Lo mandaron todo a paseo hacia el siglo trece¿no crees?—Se quitó el sombrero y las gafas, sacudiendo la cabeza para liberar el pelo largo y oscuro, haciendo que la pequeña tienda se llenara de su perfume. Se sentó en el suelo graciosamente y él la siguió. Se sentaron muy juntos, contemplándose el uno al otro con cautela con el libro en el suelo entre ambos.

—Bueno, los registros no son los mejores...—comenzó, y luego se detuvo, preguntándose si los vampiros hablarían entre ellos sobre historia tan antigua. Remus pensó en Stavrogin el librero, y se prometió a sí mismo que la próxima vez no tendría miedo a preguntar.

—Y termina con una nota tan positiva que es demasiado simplista—continuó ella—Yo no estoy de acuerdo en absoluto con que la mejor solución sea hacer que no crean en nosotros.

—Es mejor que el que traten de quemarnos¿no?

—Una actitud egoísta—Lamia se estremeció.—Esto sugiere básicamente que los magos no son buena gente. No queremos que sepan que existimos porque entonces nos pedirían ayuda¿no? Y bien¿por qué no tendrían que pedírnosla?

—Ellos no la quieren—objetó él.—Tienen burocracia, como nosotros. Tienen gente sólo interesada en sus propias riquezas, como muchas familias de sangre pura.—Pensó intensamente en un ejemplo.—Había algo llamado "crisis del petróleo" no hace mucho—dijo detenidamente,—y el Ministro de Magia fue de hecho amenazado por ofrecer ayuda. No sé exactamente lo que eso significa...

—Yo sí—dijo Lamia, y explicó;—muchos de los horrores que ves en este país vienen de los muggles, que intentan hacer electricidad. La atmósfera oscurecida, los ríos contaminados... nosotros podríamos cambiar eso, pero no lo hacemos.

—Pero ellos son...—buscó una palabra.—Intolerantes. No aceptarían a nadie que no sea como ellos mismos.

—¿Y nosotros somos diferentes?—rió amargamente, y luego lo contempló con esos ojos inquietantes, artificiales. (Él ya sabía que se llamaban lentes de contacto). ¿Había en ellos algo así como compasión? No podría estar seguro.—No dirás por qué dejaste Inglaterra, pero puedo imaginar que tú conoces bien la tolerancia de los magos.

Tragó con dificultad, pensando en la marca tenebrosa en el cielo que señalaba la muerte de aquellos cuyo único crimen era haber nacido de muggles... y en su propio exilio, y el de los gigantes y arpías que conocía y que también se habían cansado del rechazo del mundo mágico.

—De vez en cuando tenemos magos malos, pero nos deshacemos de ellos—protestó, un tanto débilmente. Sabía que sonaba como un joven e insensato idealista; pero había sido tan sólo ese idealismo lo que le había hecho capaz de luchar contra Voldemort, tan duramente y tanto tiempo. Nunca había sido tentado por el lado oscuro, tal y como sabía que significaba exclusión y fanatismo.

Sin embargo, fueron los aurores quienes mataron los últimos gigantes de Gran Bretaña. Remus sabía que estaba mal, pero no hablaría muy alto. Incluso el lado bueno, cuando se vuelve demasiado poderoso o demasiado seguro de sí mismo...

Quizás fuera por los dos encuentros con los dementores salvajes, o por esas discusiones con Lamia, o por simple experiencia... pero por primera vez, sintió una punzada de duda sobre la inocencia de Sirius.

Lamia apartó el libro y alcanzó uno de los suyos, colocándose a su lado y rozándole los hombros con los suyos, mientras abría el libro en el suelo ante ellos. Parecía tratar sobre las guerras muggles a mediados del siglo veinte.

—Mira esto. Los muggles se han matado a millones en sus estúpidas guerras. Podíamos haber evitado esto...—abarcó con un gesto algunas de las truculentas imágenes y continuó hablando sobre una guerra que había presenciado (si viva o muerta, él no lo sabía y ella no lo dijo). A Remus le costó un rato aceptar la analogía entre Hitler y Voldemort, quizás porque las guerras muggles eran tan a gran escala y sus métodos tan crudos y violentos.

Sin embargo, una maldición "avada kedavra" podía ser limpia, pero no por ellos te dejaba menos muerto.

¿Habría visto Sirius la magia tenebrosacomo algo no esencialmente distinto de lo que conocía¿Había esperado que le diera poder e influencia sin destruirle?

—La cooperación, la auténtica cooperación, podría ensanchar los horizontes de todo el mundo—insistió Lamia.—No más encantamientos desmemorizadores. No más... como lo llaméis en Inglaterra... ¿Departamento de Ocultación Mágica?

—Pero tienes que mentirles para lograr que te acepten—repuso Remus, sacudiendo la cabeza para quitarse pensamientos molestos.—Tienes que conectar el "generador". Y fingir que estás a dieta. Y...

—...Y que crío conejos como mascotas—añadió alegremente, cogiendo un mechón de pelo descarriado y haciéndole cosquillas con él en el cuello.

—¿Conejos?—levantó las cejas.—¿Vives a base de conejos?

—Conejos blancos en casa... y conejos de monte por aquí, sobre todo.

—Francamente, tus mentiras sólo tienen éxito porque los muggles que tienes cerca son idiotas sin remedio.

Ella rió por lo bajo, incitadora. Remus olvidó su irritación cuando le pasó los dedos por el pelo y lo acercó a ella. La discusión estrictamente intelectual estaba empezando a perder su encanto.

—¡HEY!—resonó una voz, y una cabeza asomó por la tienda, seguida del resto del gran cuerpo de Mike.—Lamia, yo...—paró en seco y dirigió una mirada de desdén a Remus. Parecía haber estado allí muy recientemente, la mayor parte del tiempo en la tienda de Lamia, y Mike no podía imaginar qué habría visto ella en un astroso hippie que ni siquiera era físico.

Remus estaba demasiado melancólico por los pensamientos sobre de Voldemort y los de su ralea como para decir "precisamente hablábamos de ti".

—Aquí hay algo más de poción para tus heridas. ¡NO, NO ABRAS AQUÍ LA BOTELLA!—ordenó, cuando Mike giró el tapón.

—¿Mmmm...?—Mike respiró hasta el fondo los tóxicos vapores púrpuras mientras Remus se levantaba a toda prisa y salía de la tienda.—No me parece que huela a nada...—Lo siguió fuera de la tienda, observando como el otro se frotaba los ojos y estornudaba.

—Está lleno de acónito, sumamente venenoso—dijo Remus, y entonces decidió probar la política de veracidad de Lamia.—Y eso me afecta porque soy un hombre lobo.

Mike rió.

—Claro... ¿Uno de los que me atraparon hace unos días?

—Sí, el gris.

—Tíiiiiiio...—Mike inhaló profundamente otra bocanada de poción, como tratando de encontrar algo nocivo en ella, y fulminó con la mirada a Remus.—¿Por eso te gusta, Lamia?

—No—dijo suavemente mientras salía de la tienda y se colocaba las gafas de sol y el sombrero una vez más.—A los vampiros no les gustan los hombres lobo. Hablando de todo un poco... ¿dónde tienes el ajo?

—Ni idea. En mi tienda, todavía.

—¿Qué te tengo dicho?—preguntó, ya sin bromear.—¡No puedes volver a andar por Rumanía sin ajo ni una vez más! Y nada de salir de la tienda después de la puesta de sol. ¡HE DICHO!—añadió, cuando Mike rió por lo bajo.

Miró a Remus y puso los ojos en blanco como una especie de gesto de complicidad masculina que el otro no entendió.

—Escucha esto. Ahora ya no puedo ni mirar las estrellas.

—Estamos demasiado cerca de la luna llena para eso, de todos modos—replicó Remus, recordando cuánto le gustaba cuando la profesora Sinistra les daba la semana libre.

—Aj�, pero a veces la luna llena es el mejor momento para hacer observaciones—respondió Mike con superioridad.

—No sabría decirte—dijo Remus.

Mike sonrió con suficiencia.

—Apuesto a que no sabes qué va a pasar a finales de mes.

—¿La Luna de las Cosechas?—aventuró Remus.

—No, más que eso.—Le dedicó una sonrisa de regodeo a Lamia, quien tampoco parecía saberlo.—¡La próxima luna llena, Júpiter será eclipsado por la luna poco después de la puesta de sol! Un eclipse total en el noroeste de Europa. Tenemos suerte de estar en este país para verlo. ¡Puedes apostar a que no estaré en mi tienda envuelto en ajos!

—Pues lleva algunos contigo, por lo menos—replicó Remus quedamente.

—Podría—dijo Mike encogiéndose de hombros, pretendiendo añadir algo más, pero se calló de repente al reparar en el aspecto preocupado de Lamia. No quería que lo regañara otra vez.

Pero ella no estaba mirando a Mike... había visto un murciélago, demasiado pronto para la puesta del sol y demasiado lejos de las cuevas como para ser un inocente mamífero insectívoro del género Quiróptero. Aunque no podía reconocer vampiros concretos en forma de murciélago, tenía sus sospechas.

Remus captó también su inquietud.

—¿Qué es eso?—preguntó, acercándose.

Ella lo apartó, luchando contra algo en su interior.

—Nada—dijo, al final.—¿Por qué no te vas ya?

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—Un plan sencillo, en efecto. El inconveniente de estos planes sencillos es que...—la voz de Cuza se volvía peligrosamente baja a medida que se acercaba al hombre encogido de miedo contra la húmeda pared de la cueva.—...¡PUEDEN FALLAR!—bramó, con una voz que de algún modo era ruidosa a pesar de no transportar aliento alguno.

—Pero, pero...—Vlad se apartó el pelo de la cara con una mano nerviosa. Estaba pálido y cubierto de sudor frío, respirando entrecortadamente.—Casi lo hice... casi lo maté...

La respuesta de su torturador fue de nuevo un apagado siseo, demasiado bajo incluso para los oídos de un licántropo.—¿Casi lo mataste¿De modo que nuestro cazador de vampiros escocés está un poquito muerto?

El hecho de que aquello era un comentario extraño para un vampiro no se le pasó por la cabeza a Vlad. Todo lo que quería era salir de allí sin otra exposición a la maldición cruciatus.

Había pensado que Cuza estaba siendo atrevido, al pedirle que se encontraran en una de las cuevas no muy alejadas de donde estaban los muggles. No había adivinado que allí, en lo profundo de los recovecos subterráneos, el mago no-muerto podría torturarlo sin posibilidad alguna de llamar la atención.

Había que infringir mucho dolor para conseguir que un hombre lobo llorara y rogara clemencia, pero Cuza había dejado claro que no había agotado en absoluto su repertorio.

—No quiero volver a escuchar tus planes—siseó.—Ya no me conformo con matar al perro extranjero. Quiero el castillo Arghezi... y para eso, necesito tu ayuda. Tu obediente y silenciosa ayuda—añadió, dando una patada a Vlad como si éste fuese un verdadero perro.

Vlad estaba empezando a odiar a los vampiros, mucho, mucho más que a los asesinos de vampiros. También sabía, con los últimos vestigios de honor que le quedaban, lo que merecía sufrir por su traición. Si los Seis averiguaban que se había aliado con Cuza, harían con él lo que cualquier manada de lobos con un Alfa cruel; despedazarlo.

Era un hombre lobo viejo, e incluso admitía para sí mismo que no había sido el mejor líder. Quizás iba siendo hora de acabar. Con valentía, levantó la barbilla, desafiante, y desafió al vampiro;

—No quiero colaborar contigo. Mátame. No me importa.

—Ah—Cuza sonrió, y sus puntiagudos colmillos se mostraron amarillentos a la luz de la cueva.—Pero es que yo no quiero matarte. Todavía me eres útil.—Elevando la mano en un gesto afectado y deliberado, susurró dulcemente—Crucio.

Agujas ardiendo se calvaron en los ojos de Vlad, meneándole atrás y adelante. La pulpa de cada diente golpeó contra el recubrimiento de esmalte, enviando rayos de dolor a su cara, que el grito sólo empeoró.

—Para...—susurró, cayendo al suelo, pues el acto de hablar era como fuego para su mandíbula.

Cuza esperó; cinco, diez segundos. Luego bajó la varita.

—¿Estás dispuesto a escuchar ahora, chucho desobediente?—susurró, con una sonrisa retorcida que mostraba sus colmillos una vez más.

Vlad sintió frío y desconsuelo, y cuando por fin se atrevió a levantar los ojos vio que Cuza había convocado dos criaturas que estaban de pie junto a él. Más altas aún que el vampiro, refulgían, grises y embozados, sólo sus rostros ocultos por harapos negros.

Sabía que era un traidor, y que no sobreviviría a la siguiente luna llena... pero carecía de voluntad para resistir.

—¿Qué quieres de mí?—murmuró, y su voz de desvanecía a medida que escenas de su vida pasaban como flashes por su mente. Su violento liderazgo, durante el que había sido más temido que respetado. Su niñez en el pueblo, y su padre corriendo tras de él con una daga de plata, una semana después de haber sido mordido, y su madre abriendo una ventana justo a tiempo para dejarlo escapar a los bosques. Liszka, de quien había abusado porque no conocía otra manera.

—Dentro de tres semanas—murmuró el vampiro, apenas audible por encima de los estertores de las dos criaturas que lo flanqueaban,—cuando te encuentres en tu estado de máxima utilidad, iremos al castillo juntos. Si todo va de acuerdo a lo planeado, durante esa noche especial serás capaz de entrar donde yo no puedo.—Se colocó junto a Vlad, y lo miró con lascivia.—No es gracias a ti el que haya descubierto cómo entrar al castillo. Fue tu pequeño amigo quien lo ha hecho posible. Ése fue menos difícil de convencer.

—Pero... cómo... sabía... Grigore...—preguntó Vlad débilmente, entre castañear de dientes, perdido aún en parte en la pesadilla de recuerdos inducidos por los dementores acechantes.

Con un chasquear de dedos, Cuza hizo desvanecer las escabrosas criaturas, y los miembros helados de Vlad recuperaron algo de calidez, si bien seguía arrodillado en el suelo de la cueva.

—No es que sea un mago poderoso—respondió Cuza con una afilada risa,—pero sabía lo suficiente sobre la Guardia de Júpiter... y he tenido ayuda de la fuente más insospechada.

Temblando tanto de frío como de miedo, Vlad trató de mantenerse en pie sin caer.

—Puedes irte, perro—dijo el vampiro con expresión de arrogante triunfo.—Te encontraré al crepúsculo de la Luna de las Cosechas. No necesitarás buscarme.

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La luna cerúlea brillaba débilmente entre los árboles, al acecho y espera de que el sol bajara para dominar la noche. Lamia lo vio marchar, elevándose en su escoba y recortándose brevemente sobre la luna, adonde quiera que viviese. Resultaba divertido el que él no se lo hubiera dicho, ni ella preguntado.

Tras tan sólo tres semanas, lo conocía mejor que a cualquiera de los amantes que había tenido en los últimos cincuenta años (salvo quizás uno), pero todavía había muchas cosas que se guardaban el uno del otro. Ella evitaba decir de dónde era exactamente y no mencionaba su estancia de treinta años en el castillo. Y él no le había contado dónde vivía o porqué había ido a ese país.

¿Importaba? Quizás todo lo que contaba era tocarle y sentir su toque.

Lamia caminaba sin prisa a través de los árboles, hacia el campamento, con sus pensamientos aún puestos en Lupeni. Sus dedos eran ásperos, curtidos, si bien muy tiernos cuando la acariciaban. Pero sus dedos habían sostenido una estaca; sus manos habían apuñalado en más de una ocasión, y podrían matarla más que fácilmente. Cuando él la tocaba, ella sentía placer, un sentimiento crudo y poderoso, y el eco distante de algo más, una dulce y tentadora nada. Él podía darle una u otra cosa.

¿Qué quería ella?

A medida que el sol se ponía, los murciélagos comenzaron a salir de las cuevas, chillando con impaciencia por la perspectiva de una jornada de caza. Alzó la vista por encima del frondoso dosel de hojas y los vio oscureciendo el intenso azul del cielo. No le habían asustado los murciélagos desde que era una niña. Últimamente, sin embargo, la simple vista de ellos sólo le servía para acordarse de Cuza. No había hablado con él desde hacía un mes, pero estaba segura por el momento de que el murciélago que veía casi cada tarde era él, espiándola.

Resultaba extraño que permaneciera oculto durante tanto tiempo. No parecía propio de él.

Podía tratar con Cuza, de eso estaba segura. Pero Lupeni... El deseo que sentía por él reverberaba en su interior, siempre presente, nunca en completo silencio. La eterna canción de hambre y saciamiento. La canción del vampiro.

Poseer a quien se ama para siempre, eso es lo que lleva a un vampiro a morder una, dos y tres veces. Pensó en sus antiguos amantes; Ioncu, Stephen, Christoph. Los había hecho suyos para siempre, o eso pensaba. Pero de un modo u otro, nunca parecía salir bien. Se acababan aburriendo uno del otro, o como en el caso del pobre Christoph, convertirse en vampiro les volvía dementes.

Quizás era mejor que no pudiera poseer a Lupeni de esa manera. La sangre licantrópica causa locura. Además, habían pasado cinco años desde que la última vez que probó la sangre humana, y quería mantenerse por ese camino.

—¿Lamia¿Has oído lo que acabo de decir?—la voz irritada, y no tan tranquila como de costumbre, la sacó de un salto de su ensueño. No se había dado cuenta de que había ido vagando hasta el campamento. Ahora un mosqueado Vijay estaba en pie frente a ella, tratando de captar su atención.

—Recuérdame que nunca me enamore—resopló burlonamente. Luego pareció recordar su propósito en la vida, diciendo—Dijiste que me ayudarías a instalar el experimento esta noche¿recuerdas?

—Sí. No quiero que vayas a las cuevas tú solo—contestó, un poco más serena.

—Estoy dispuesto a seguirte la corriente—dijo frunciendo el ceño, pues claramente no creía, al igual que Mike, que los peligros abundaran en las montañas transilvanas.—Pero empecemos en un plazo razonable de tiempo... minutos, no siglos.

—Por supuesto—dijo más resueltamente—Iré a por mis cosas.—Feliz, Vijay se encaminó al pabellón mientras ella le llamaba—¡Pero espérame antes de subir!

Sin embargo, lo primero era echarle un ojo a Mike, asegurarse de que estuviera en su tienda cubierto de ajos. El pensar en el estudiante de física americano convertido en vampiro la hacía estremecerse. Se volvería aún más irritante, de eso estaba segura, y sus chistes tampoco mejorarían.

—¿Mike¿Estás ahí?—llamó desde fuera de la tienda. El hedor a ajo era tan fuerte que le impedía entrar.

—Sí, mamá—fue la respuesta de Mike sonriendo de oreja a oreja, sacando la cabeza por fuera de la tienda.—¿Has venido a arroparme¿A darme un besito de buenas noches?

Tuvo que reír a pesar de sí misma. Mike no había perdido el sentido del humor a pesar de todo lo que le había acontecido. Le admiraba por eso.

—Hey, tomé prestados un par de libros de tu tienda, para leer un poco antes de dormir después de que me prohibieras salir de noche.

—¿Más libros de astronomía?—preguntó, levemente enfadada por que Mike hubiera estado rebuscando por su tienda.—No sabía que tenía más del tema.

—Nop. Encontré unos cuantos libros de botánica. Guau, nunca pensé que todo este rollo de las plantas fuera tan complicado.—Sonrió con una mueca de arrepentimiento y continuó.—Y no tienes que ir a ninguna oscura cueva de Transilvania para estudiarlo.

Lamia le dio las buenas noches con una risita y se fue a su propia tienda. Quería coger su varita... se había acostumbrado a llevarla cada vez que iba a las cuevas. En el interior, los libros estaban escampados por todas partes, prueba de la expedición de préstamo de Mike. Encontró la varita y apiló los libros, de modo que no fuera a tropezar con ellos más tarde. El Alzamiento Donbury y el Convenio de Magos de 1578, el último libro que Lupeni le había llevado, yacía en lo alto de la pila. Se preguntó si Mike habría intentado leer ese tomo.

Lupeni y ella habían tenido un apasionado debate sobre las relaciones muggle-magos; ese era el último de una serie de libros que le había prestado. Aunque a veces discutían ferozmente, las discusiones eran siempre estimulantes. No había pensado demasiado acerca de la historia de los magos en unos cincuenta años.

De décadas atrás, cuando estaba recién convertida en vampiro, recordaba debates similares con los únicos uno o dos del castillo que discutían temas tales con ella. Tras eso ella parecía sentirse más unida al mundo mágico. ¿Dónde estarían ahora, los no-muertos que Cuza había unido a su alrededor? Emil estaba muerto, eso lo sabía. ¿Qué era de los otros?

Se estremeció de pronto al recordar a Slaba, un joven vampiro que había cometido el error de morder a un hombre lobo. Sus gritos sacudieron el castillo durante semanas; fue encerrado en la torre, pero no había lugar alguno para escapar del ruido de su locura. No sobrevivió mucho tiempo, porque estaba demasiado loco como para alimentarse o descansar. Al final, no hubo pena por parte los otros vampiros, tan sólo alivio por haberse librado del escándalo.

Pero Slaba era un vampiro demasiado joven y débil. ¿Podría sobrevivir un vampiro viejo a la mordedura de un hombre lobo? No tenía pruebas directas porque ningún vampiro viejo cometería un error tan estúpido. Y ella tampoco debería.

Lamia se irguió rápidamente y dejó la tienda, tratando de dejar atrás también sus pensamientos. Pronto comprobó que Vijay no estaba en el pabellón; tan sólo Taofang sentado entre ristras de ajo que colgaban del armazón, como guirnaldas en un festival.

—¿Dónde está Vijay?—preguntó bruscamente.

—No esperó. Subió a cueva—respondió atropelladamente el otro estudiante, que no se molestó en levantar la mirada de la pantalla del ordenador.

Deseando tener a alguien que maldecir, Lamia salió del campamento con brío. Se abrió paso como una experta por los ahora oscuros bosques, familiarizada con el sendero después de tres meses en la montaña. Cuando entró en la cueva, lo primero que captó con la mirada fue Vijay al frente de la consola del ordenador principal, y se sintió aliviada. Pero la complacencia le duró poco, sin embargo. Al aproximarse, notó que estaba desplomado, los brazos y cabeza descansaban flojamente sobre el teclado del ordenador.

Vacilante, se acercó y le inspeccionó el cuello, sin encontrar heridas punzantes. Parecía estar profundamente dormido. ¿Estaba simplemente cansado, o había interrumpido a alguien?

—¡Muéstrate!—exigió, girándose y escudriñando la cueva con impaciencia.

—Ah, has venido—dijo una voz sedosa, mientras Cuza emergía de detrás de una de las torres de metal negro de detección de neutrino.—He estado esperándote. Ahora podemos comenzar.

—¿Qué le has hecho¡Te advertí que les dejaras en paz!—le espetó.

—¿Hecho?—replicó Cuza, deslizándose a través de la cueva y haciéndole cara a través del cuerpo inerte del estudiante.—Simplemente un encantamiento de sueño. Quería compartirlo contigo... como en los viejos tiempos. Por eso he esperado. Ahora podemos empezar.

Una sonrisa tiró de las esquinas de su boca, y sus afilados colmillos le hicieron guiños a la extraña luz de los instrumentos. Largo tiempo atrás habían compartido víctimas en ocasiones, mirándose uno al otro con lujuria por encima del cuerpo yaciente. Recordaba claramente a Mircea. Qué muchacho tan hermoso.

—Te lo he dicho—escupió con energía.—No voy a... no voy a hacer esto nunca más.

—Así es—ronroneó él, pero su voz se volvió mas dura.—Pero no es natural. No, es demencial. ¡Y ahora has tomado como amante a esa abominación, ese asesino!

Lamia había visto pocas veces a Cuza así de enfadado, y nunca con ese tono de temor en su voz.

—Sé lo que estoy haciendo—dijo lentamente, sin alterarse.—No necesito que me protejas.

—Oh, pero sí me necesitas—replicó el otro vampiro, recuperando el control habitual en la voz.—No perteneces a esos muggles ni a ese monstruoso perro, sino a tu propia especie. Tomaremos el castillo¿eh? Esta vez seremos solo tú y yo, nadie más.

—¿El castillo?—casi se ahoga con la palabra.—¡Se puede caer a trozos por lo que a mi respecta! No quiero volver a verlo jamás.

Se dio cuenta de que estaba asiendo el borde de la mesa con fuerza, haciendo que traqueteara ligeramente. Cuza la contempló pausadamente, como escogiendo con cuidado sus próximas palabras.

—Arghezi está viviendo en el castillo de nuevo—siseó.—¿No tienes curiosidad por verlo otra vez?

—¿Alexandru¿En el castillo?

—Oh, no lo sabes...—canturreó Cuza, suavizando la voz.—Bueno, acabo de averiguarlo recientemente por mí mismo. Ha vivido en Inglaterra durante muchos, muchos años, pero ha vuelto para darnos caza, en busca tuya, sin duda.

—Es bienvenido al castillo.—dijo Lamia con decisión.—Podéis pelearos por él, si tanto lo ansías. Ahora¡lárgate de aquí!

—Estás cometiendo un error, querida mía—fue la paciente respuesta,—si crees que puedes dejar todo esto atrás.—Cuza acarició el cuello del estudiante dormido, el cual se estremeció levemente en respuesta.—Esto es lo que eres; no puedes escapar. ¿Porqué tienes que negarlo? Vamos, bebe conmigo.

Fascinada –casi contra su voluntad- vio como él deslizaba sus blancos y largos dedos, acariciando la oscura y lisa piel de Vijay. Luchó para eludir el recuerdo de tantas otras víctimas, tratando de olvidar la lenta y sensual danza que llevaba a...

—¡LARGO!—le chilló, incapaz de escapar ella misma. En lugar de responder, él continuó con sus hipnóticas caricias, mirándola fijamente con la intensidad que sólo un vampiro o un ave rapaz pueden reunir.

—¿Crees tal vez que el hombre lobo inglés te salvar�?—se burló Cuza.—Él será tu muerte, querida mía.

—Él caza vampiros. Lo sé.—Le fulminó con la mirada.—¡Y espero que te mate!

—Ah¿pero no sabes donde vive¿No sabes a quien sirve?

La pregunta le asustó. Por supuesto que no sabía donde vivía. ¿Por qué tendría importancia? Estaba confundida, lenta en responder, así que él continuó.

—Vive en el castillo. Arghezi lo trajo desde Inglaterra, para que fuera su perro de caza...

—No. Estás equivocado—respondió rápidamente, huyendo confusamente no a la entrada de la cueva, sino hasta una de las mates torres metálicas. Se apoyó en ella y lo miró fijamente, horrorizada por las implicaciones de lo que acababa de decir.

—Estás mintiendo—masculló en voz baja. Incluso mientras hablaba, sabía que Cuza tenía razón. ¿De donde podría haber obtenido Lupeni esos libros, si no del castillo? Le parecían tan familiares, como si los hubiera leído décadas atrás...

Cuza vio como la comprensión florecía en su rostro y le sonrió invitadoramente. Ninguno de los dos vampiros se movió durante varios largos minutos, y luego él se inclinó sobre el fláccido cuerpo de Vijay y entró en contacto lentamente.

Ella sabía como era, sabía que lo saborearía como un beso lento, probando primero la piel y luego hundiéndose, hundiéndose en la carne mientras la sangre empezaba a fluir...

Mirar resultaba agónico, de modo que le dio la espalda y apoyó la frente contra el metal frío y sin vida. Podía quedarse con Vijay; ella no tomaría parte.

Pero, Lupeni... ¿qué era él¿Un monstruo¿Un ser feérico¿Sería tan frío y cruel como el Alexandru que recordaba, aquel que se enconaba contra ellos, contra ella en particular, y juró exterminarlos a todos? Ella pensaba que la amaba; lo sentía en el modo en que la tocaba y la miraba durante esas tardes sin fin en la tienda. ¿Y qué había sentido ella? Hambre, deseo, quizás algo más...

Todo se desmoronaba ahora, un desmarañado montón de experiencias que ya no tenía ningún sentido. Debería irse, dejar la cueva antes de que Cuza acabara de alimentarse con el muggle. Temblando por todas partes, se obligó a si misma a moverse, apartándose de la pared de metal. Pero Cuza estaba allí, a menos de quince centímetros de ella, bloqueándole el camino. Le sonrió sensualmente y pudo ver la sangre brillar en sus dientes. Y el olor la abrumó. Quería correr, pero estaba paralizada. Sólo fue capaz de ver con espeluznante anticipación cómo él levantaba la mano, con los dedos manchados de sangre –no, no, eso no, por favor- y tocaba ligeramente sus labios.

Igual que una sacudida eléctrica en un cuerpo con vida, la sangre sobre sus labios le puso rígida por un espasmo. En un instante no fue simplemente un olor o un sabor, sino una fuerza que provocó un grito de cada célula de su cuerpo. La besó y ella saboreó más, lo cual sólo aumentó su frenesí. ¿Por qué lo había dejado¿Por qué se había privado de ese...?

Las palabras le fallaron completamente cuando le separó de ella, sonriendo todavía, y guiándola gentilmente a través de la cueva.

—Te dije que quería compartirlo contigo, querida—susurró, empujándola hacia el cuerpo, aunque ella podría haberlo encontrado en la oscuridad, tan fuerte era ahora su lujuria.

El mundo entero de Lamia se contrajo, concentrado en el cuerpo cálido que tenía ante sí. Bebió con impaciencia y dejó de sentir, de saborear, de oler o de oír. No tenía sentidos, ni mente que procesara información. Un blanco placer caliente rasgaba cada célula, haciendo explotar su cuerpo, desconectando el cerebro. El tiempo se paró. Habiendo alcanzado la realización sólo encontrada en el olvido, ella estaba...

...echada bruscamente hacia atrás. Cuza le sostenía y le hablaba, pero no podía entenderle. ¿Por qué se había detenido? Necesitaba más. ¿Por qué no podía tener más? Las palabras empezaban a cobrar sentido; gimió, y él habló.

—Has vuelto a mí...—dijo suavemente, acariciándole la cara, besándola con delicadeza.—Todavía tienes hambre¿verdad? Ven conmigo, mi querida...

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—De repente, todos niegan haber oído hablar de él—rumiaba Alexandru, mirando su estofado de cordero con una expresión oscura que amenazaba erupción inminente.

—¿Hmmm?—preguntó Remus indiferente, comiendo con apetito mientras hojeaba el Troglodita Hoy.—Entonces, cuando los vampiros saben de Cuza, es bueno, pero cuando lo niegan es malo¿no?

—Así es como funciona—replicó Alexandru, con tanta severidad que Remus bajó el periódico.—Él aterroriza a los débiles, formando un círculo de sirvientes a quienes hace jurar secretismo.—El tono de su voz seguía siendo férreo, pero le recorrió un estremecimiento que el criado no dejó de notar.—Gracias, Mihail—murmuró Alexandru, mientras le rellenaba la copa de vino. Apuró la mitad de un trago, y añadió con voz forzada;—Mi hermano... y mi esposa... todavía deben andar por ahí libres, y yo nunca abandonaré la búsqueda...

—¿Ana María era...?—Remus abrió los ojos de para en par por la sorpresa, ignorando las vigorosas sacudidas de cabeza que hacía Mihail a espaldas de Alexandru. Hacía tiempo que había dejado de reparar en el marco de oro tallado de la galería de retratos junto a su habitación, del cual colgaban sólo tiras carbonizadas de lienzo. Ningún otro hombre había hablado nunca de Ana María Arghezi, esposa de Alexandru sesenta años atrás. Remus se preguntó de pronto qué aspecto habría tenido.—Y tú... ¿la matarías?—le salió sin previo aviso.

—Murió en el momento en que fue mordida por tercera vez—declaró el mago mayor, vaciando el resto de su copa y tendiéndola al sirviente para que la llenara de nuevo.

Remus se apropió del pan en el que Alexandru no parecía estar interesado, y extendió sobre él mantequilla fresca antes de sumergirlo en el espeso guiso. Nunca podría entender a la gente que dejaba de comer por un disgusto.

—¿Pero tú no crees...—comenzó, después de poder tragar—que es posible para un vampiro cam... cambiar su naturaleza¿Dejar la sangre humana?

Mihail emitió algo que sonó como un grito, y Alexandru se atragantó con una amarga risa.

—Ellos no pueden renunciar a la sangre del modo en que nosotros dejamos de fumar en pipa, o de beber licor—dijo, en un inconfundible tono de regañina.—Un vampiro es apasionado, no de forma humana alguna... y aquello que aman, deben poseerlo. No creas, mi joven amigo, que porque seas inmune a sus bocados, también eres inmune a su llamada.

El viejo mago se levantó de la silla con esfuerzo, ayudado por Mihail; éste último fue lanzando miradas furiosas a Remus mientras ayudaba a acostarse a su señor.

Remus no captó las miradas iracundas, enfrascado de nuevo en la lectura sobre transfiguraciones de no-vampiros en murciélago y acabando de cenar. No estaba particularmente preocupado; sin duda Lamia no iba a arriesgarse a contraer la "rabia" mordiéndolo¿no? Se mostraba tan desapasionada e impasible como ellos, y se había dicho a sí misma que quería a Cuza muerto.

Sólo levantó la vista cuando la madera arañó sobre la piedra, y se encontró de frente con los negros ojos líquidos de Mihail. El criado esperó un minuto, quizás dos, observando con el ceño fruncido el hecho de que Remus no mostrara impaciencia.

—Esas fueron las palabras de la señora—dijo al fin el amargo anciano.—Ella creyó que uno, ese monstruo, podría cambiar... ¡que él deseaba estar con ella, en lugar de devorarla como harías tú con una patata hervida!

Las últimas palabras fueron lanzadas en un ladrido entrecortado, y Remus, sorprendido, escupió la patata que estaba masticando.

—Sucede desde dentro—reflexionó Mihail, y sus ojos ya no enfocaban a Remus, sino que se perdían en algo a lo lejos.—Todas las defensas mágicas no protegen de eso. La señora Arghezi era una de las brujas más poderosas de la región... Temo también por el amo, es demasiado tarde. Y en cuanto a ti, me cabe poca duda.

Al final consiguió hacer perder el apetito a Remus, si bien el joven mago inglés no manifestó emoción alguna. Cuando el criado se retiró con una bandeja, en la que llevaba brandy y una bolsa de agua caliente para Alexandru, Remus se deslizó por la puerta del establo con su escoba, y enfiló en dirección a las cuevas Petrosna. No le haría ningún daño asegurarse.

Faltaban dos días para la luna llena, y una luz plateada iluminaba el bosque. Antes de conocer a Lamia, Remus raramente había salido de noche bajo forma humana, y siempre le sorprendía lo oscuras y silenciosas que parecían las montañas. Sólo con esfuerzo pudo ver cierto número de cazadores nocturnos mientras volaba; las delatoras orejas de penacho y el rabo meneante de un lince; el destello naranja-verdoso que sólo podían ser los ojos de un lobo; y una enorme y sigilosa lechuza, con los ojos puestos en la misma presa que el felino había elegido para sí mismo. ¿Estaría Lamia fuera también, cazando conejos?

La nerviosa voz, que hablaba en inglés, resultaba terriblemente escandalosa tras el silencio del bosque. No era una voz que Remus conociera; acento rumano, pensó al principio, y luego se dio cuenta que no. Italiano, eso era.

Subió el sendero de una carrera, casi olvidándose de ocultar la escoba, para encontrar el campamento sumido en el caos. Cajas enormes por todas partes, barras de metal, contenedores, y un misterioso equipamiento muggle tirado sin orden ni concierto dentro de ellos. Remus sólo reconoció a Taofang, el estudiante chino; había tres desconocidos, y los cuatro estaban gritando.

—¡Cuarenta gigabytes de datos, desperdiciados!—rugía el italiano, un hombre de mediana edad desaliñado y barbudo, con pantalones cortos holgados y una camiseta en la que se leía "Los Físicos lo hacen con Modelos". Aquel debía ser el director de investigación de la universidad del que Lamia le había hablado, concluyó Remus. Para ser un muggle tan poderoso, desde luego no vestía muy bien.—Si os quedáis dos semanas más, podréis conseguir lo bastante para el título. Los acontecimientos del neutrino son casi convincentes.

Ni siquiera Taofang, por lo general firmemente arrellanado tras su terminal de trabajo, estaba dispuesto a cambiar de opinión.

—Yo no. Marcharé antes de luna llena.

El italiano y sus dos jóvenes acompañantes alzaron las manos con disgusto. Uno dijo algo en italiano que ni Remus ni, aparentemente Taofang, entendieron.

—Así es—reconoció el mayor de ellos, cambiado la bondadosa indignación por furia peligrosa.—Nunca conseguirás un doctorado si abandonas este experimento. No de mi laboratorio. ¡Y son muy pocos los que te contratarían, después de esto¡De hecho, me parece que nunca volverías a entrar en ninguna otra escuela, en ningún punto del planeta! Y abandonas porque... ¿crees en vampiros?

—Mike mordido—dijo Taofang.—Vijay mordido.

Al oír esta última frase, Remus se abrió paso entre las cajas y el vocerío y se colocó frente a Taofang.

—¿Qué está pasando aquí?—preguntó.—¿Quién ha sido mordido por qué?

Pero el estudiante de doctorado seguía con la mirada fija en el hombre mayor, a todas luces alguien con el poder de dar la vida o quitarla en el mundo de las ciencias muggles, ignorando a Remus totalmente.

—Una araña—escupió el profesor italiano asqueado.—Estáis correteando como criaturas por una mordedura de araña.

—No ser araña.—Taofang sacudió la cabeza.—Mike muy enfermo, tres días, como rabia.

Remus sintió que le daba un vuelvo el estómago. ¿Habría sido Mike mordido por tercera vez? Desistiendo de esa conversación ininterrumpible, empezó a explorar el resto del campamento. Las tiendas habían sido plegadas, y el pabellón estaba también casi desmantelado, si bien una linterna brillaba sobre una mesa plegable por lo demás desnuda.

—¡Lamia!—llamó Remus, sabiendo que si estaba en algún lugar cercano, podría oírle.—¡LAMIA!—probó de nuevo, un poco más alto.

Pero fue Mike quien salió de la cueva a recibirlo.

—Ajá—rió.—Es el vampiro botánico.

—Hombre lobo—corrigió Remus con impaciencia.—¿Dónde está Lamia¿Has sido mordido por algo?—Cuando Mike se acercó, Remus pudo comprobar que iba envuelto de la cabeza a los pies en ajos.

—Yo no.—Parecía excesivamente divertido, quizás por haber dejado de ser la única víctima.—Yo estaba durmiendo inocentemente en mi tienda, como me dijo tu novia que hiciera.

Remus soltó un profundo suspiro de alivio.

—¿Vijay, entonces¿Qué le mordió?—preguntó, rogando por oír que fue una bestia salvaje.

La misma cosaque a mí, tío. Fue en la cueva, justo como a mí. La última vez estuve sin conocimiento tres días. ¡Tres días! Ni siquiera cuando me caí de la moto yendo a 140 estuve así tanto tiempo. Y no se puede conseguir una transfusión de sangre en este maldito agujero tercermundista.

—Eh... claro—murmuró Remus, preguntándose qué sería exactamente una "transfusión", y si una poción deEritropoyesis funcionaría con un muggle.—¿Vijay estaba... lleva él ajos ahora mismo?

Mike rió desdeñosamente, aún cuando llevaba bastante consigo como para repeler a todos los vampiros de Transilvania juntos.

—Más que yo—admitió.—Se los amontoné por todas partes... ¿quieres verlo?

—Sí, buena idea—asintió Remus, aliviado de que aunque Mike se burlara, por lo menos estaba preparado para dar consejos... y que por fin había averiguado que Remus no era botánico.

—¿Y Lamia?—preguntó, mientras buscaban el camino entre las cajas.

Pero Mike había sido interceptado por el italiano enfadado, el cual tenía a Taofang casi reducido a lágrimas.

—¡Dile que no es araña!—suplicó Taofang.—¡Dile que es peligroso...!

—Tíiiiiiio.—Mike dio media vuelta y encaró a su jefe, pero incluso él perdía gran parte de su tono desdeñoso al dirigirse al airado físico. Se abrió el cuello de la camiseta para enseñarle las mordeduras gemelas de vampiro.—No es una araña—dijo, con firmeza.

Los dos colegas señalaron las cabezas de ajo del bolsillo de Mike, y la ristra que llevaba alrededor del cuello, y se echaron a reír.

—¡Ridículo!—El jefe echaba humo.—¡Supersticiones¡Venís a Transilvania con las cabezas llenas de Hollywood¡Estáis arriesgando vuestras carreras por unos cuentos de hadas!

—Es mejor que arriesgar mi vida—replicó Mike descaradamente.

Los jóvenes visitantes hablaron en inglés por ver primera.

—No estés seguro de eso—dijo uno, riendo amargamente.

—Has muerto para la física, Mike—dijo el otro.

Ambos estaban delgados y terriblemente pálidos, con círculos oscuros bajo los ojos. Podrían ser tomados por vampiros, pensó Remus. A lo mejor Lamia no era la única en la universidad.

Mike los fulminó con la mirada por turnos.

—Vale—dijo al fin.—Tomad vosotros los datos.

—Ése es tu trabajo—dijo el primero.—Nosotros somos post-doctorados; sólo analizamos.

—Consigue tu título, y serás como nosotros—añadió el segundo.

Mike los miró una vez más, y luego dividió la ristra de ajo que llevaba en la cabeza y les lanzó los trozos.

—Diablos, no—dijo.—Voy a hacerme botánico.

Pisando fuerte para mayor efecto dramático, se fue casi corriendo hasta Remus, que estaba haciendo esfuerzos por no reír por las últimas palabras.

—Enséñame a Vijay, por favor—le dijo con voz queda.—Me gustaría asegurarme.

—Sí—coincidió Mike.—Pensaba que Lamia te lo habría dicho.

Remus redujo el paso sin darse cuenta, empezando a preocuparse.

—No he visto a Lamia desde hace días—admitió.—¿Te dijo si iba a buscarme?

—Na—Mike se encogió de hombros.—Desapareció la noche que Vijay fue mordido. Pensamos que te había ido a pedir hierbas, pero nunca volvió.

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Próximo capítulo; La Noche de los Licántropos

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Nota de las Autoras;

Los eclipses de esta historia son recursos argumentales, y no están basados en ningún acontecimiento ocurrido en Europa en ese momento. Sin embargo, los eclipses de Júpiter por la Luna de las Cosechas pueden darse; hubo uno en 1998 visible desde amplias áreas del hemisferio sur.

Versión corregida; 10 de Julio de 2001

Nota de la Traductora;

Por dificultades de traducción no he podido reproducir aquí el poema entrante que aparece en la versión original, así que incluyo la cita de M. Atwood proporcionada por WolfieTwins2.

Y... un saludo al SIRIUS BLACK FAN CLUB, y un abrazo muy grande a Leonita, y a Helena (aka Helen Nicked, del MDUL de KaikuDumb) gracias por ese extraordinario art de licántropos, que espero poder colgar muy pronto.