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AranelCAPÍTULO 3: AVAQUETTI
(SIN PALABRAS)
Muchas veces, en la noche, Avaquetti dejaba su cabaña solitaria y vagaba por Brethil en busca de plantas que era preciso cortar bajo el influjo de Isil, o bien salía a distraer sus insomnios con el aroma nocturno del bosque o, como aquella noche, se tendía en un claro y contemplaba las misteriosas danzas de los astros.
Avaquetti era una anciano.
El tiempo le había encanecido los cabellos y era también la causa de que su larga y descuidada barba ralease.
Pero no solo eso.
Las piernas y los brazos habían perdido su vigor y a veces a los pulmones les costaba retener el aire. Muchas mañanas, al lavarse en el agua del río que se remansaba al lado de su casa, veía los estragos que el paso de los años le causaba, inexorable, y una oscura amargura se apoderaba de él.
Unos Silvanos lo habían criado y entre ellos, poco a poco, olvido a sus padres y a su pueblo. Llegó a creer incluso que él mismo era un Elfo y su corazón se permitió el lujo de amar a Lothluin, arrogancia que pagó a un alto precio: demasiado alto.
Por que el tiempo...
El tiempo se encargó de ponerlo en su sitio: la vida se le escapaba de entre los dedos con la rapidez con que la arena se desliza por las clepsidras: cuando las primeras canas profanaron el color de sus cabellos entendió que él era un Edain y que debía volver entre sus gentes.
Los aldeanos le acogieron como a un pariente perdido por largo tiempo y, aunque le tomaron por hechicero y le trataron con cierta reserva, no pudo decir que estuviera mal. Incluso muchas muchachas se habrían dejado seducir por el aire melancólico de sus ojos claros.
Pero se encontró que si era demasiado humano para vivir entre Elfos era igualmente demasiado élfico para vivir entre los hombres.
Y se retiró.
Buscó un árbol robusto, allí donde el poderoso Sirion se remansa aún en la juventud de sus aguas, e hizo una cabaña.
Los aldeanos le buscaban para curar a sus enfermos y él iba, paciente y resignado, pero siempre silencioso. Oscuramente recordaba la lengua de los hombres y no la hablaba ni quería hablarla. Le hacía presente su esencia humana y mortal.
Por eso le empezaron a llamar Avaquetti, el que no tiene palabras.
Y se refugió en su soledad y en sus dos libros, regalo de los Elfos.
Para ser feliz le bastaba mirar los pergaminos amarillentos y acartonados, acariciar sus tapas, evocar a Lothluin... dedicaba horas enteras a la dulce tarea de contemplarlos amorosamente.
De hecho uno de ellos jamás lo pudo leer. No conocía las tengwar ni la Alta Lengua. Pero sabía que ella lo había escrito y eso le bastaba para repasar con los ojos, que cada vez veían menos, las letras manuscritas... lo que dijeran no importaba el buscaba amor y no conocimiento.
En cuanto al otro, contenía fórmulas para hacer ungüentos, y clasificaciones de plantas medicinales, y venenos, y remedios... tareas a las que Avaquetti dedicaba sus días y gracias a las cuales salvó la vida de muchos aldeanos de las garras de las fiebres o de la mordedura de crueles animales.
Si Avaquetti no solo se complaciera mirando las estrellas, si supiera interpretarlas, se daría cuanta de que aquella noche era diferente de todas las otras noches, de que aquella noche algo iba a cambiar.
Los cantos de una caravana, sin duda élfica, sonaron en la lejanía y su tristeza, profunda y conmovedora lo sacó de sus sueños. Asombrado vio que le buscaban a él.
¡A él!
¡Elfos¡
A medida que se aproximaban constató Avaquetti que no eran Silvanos; estos eran más altos y resplandecientes. Sus voces, hermosísimas, cantaban en la Lengua Prohibida y transmitían un gran pesar. Sus ropas de fiesta estaban rotas y sucias: de sangre, de lodo, de lágrimas...
A pocos metros de su casa se detuvieron. Entonces avanzó hacia él en solitario una figura delgada, cubierta con un manto gris y con una capucha tapándole el rostro. Entre sus brazos, pero distante de su pecho, llevaba un bulto envuelto en mantas. Parecía un niño muy pequeño. Al llegar a la altura de Avaquetti se agachó y dejó su carga a los pies del anciano.
Una voz hermosa, pero fría le dijo:
Si sigue con nosotros morirá sin remedio. Cuídala tú y, si consigues que viva, déjala en alguna colonia de Silvanos.
Avaquetti quedó pasmado mirando los ojos de la Elfa y conoció que era una Caliquendi, porque la luz de su mirada era bellísima. Pero no entendía aquello...
Tú eres una Elfa de Aman, tus ojos dicen cómo era la luz de los Árboles y ¿Dices que no puedes cuidar de esto?
La mujer no contestó. Sus facciones no tenían más expresión que una mueca de asco que las afeaba y endurecía. Se dio la vuelta sin mirar al hombre ni tampoco al bulto abandonado. Con los ligeros pasos que tienen los Elfos llegó entre sus gentes y se unió a ellos. Los Caliquendi emprendieron la marcha retomando sus cánticos de luto y de desesperanza.
Avaquetti esperó a que aquella caravana patética se adentrara de nuevo por los senderos del bosque y luego se inclinó hacia el envoltijo de ropas que la Elfa había dejado a sus pies.
Era una niña, de no más de tres años, inconsciente, gravemente herida en un brazo y sucia, terriblemente sucia. Avaquetti tocó su frente: ardía de fiebre.
El tiempo de los niños es impreciso. Gira sobre si mismo, se enreda en volutas imposibles, se estira y se encoge. Con frecuencia el ayer se confunde con el mañana y, desde luego, las horas de chocolate son infinitamente más cortas que las de pescado.
Náredriel vivió aún más intensamente esa imprecisión, por que además de ser una niña, era también una Elfa.
Y por que aquella tarde, en medio de la fiesta, en la confusión de una batalla que no entendía, se perdió y arrancó a correr aturdida y asustada: tras girar una esquina en su enloquecida huida hasta no sabia donde, Náredriel vio una sombra monstruosa, un horror envuelto en llamas y oyó un chasquido al que acompañó un inmundo escozor y tras aquello caminó, durante una difusa eternidad, angustiada y sola por los senderos serpeantes de la inconsciencia.
Conservaba de esos días visiones imprecisas, como fogonazos:
... el dolor intensísismo en el brazo obligándole a abrir unos ojos que buscaban la luz, como buscan el aire los pulmones de aquellos que se ahogan.
...el ritmo irregular del corazón de Súlima en una carrera hecha de bruscos parones, encogimientos, roce de muros ardientes en las piernas desnudas...
... la abrasadora calor de los fuegos y el humo que invadía sin permiso los pulmones y el resplandor de las hogueras llenando de sombras y luces los párpados de los ojos entornados...
... los gritos estremecedores de los dragones, su lluvia de llamas, las alas membranosas abanicando el cielo y a veces lluvias de plumas de las heridas águilas de Thorondor
... la agitada respiración de Súbita y su grito inquietante:
"¡ ¡ ¡ V A N I M E L D Ë ¡ ¡ ¡ "
... que empujó a Náredriel a abrir un instante sus ojos que apenas si vislumbraron el horror indescriptible del cuerpo desfigurado de su madre. Quizá sus labios pronunciaron "Amme" (mami), pero no podría dar fe de ello.
... Luego hubo un cambio de brazo: notó la fuerza más firme de un nér, la seguridad de sus manos, la presión de unos labios besando su frente, y cómo un trapo la aferraba a una espalda. Sus brazos y sus piernas se desparramaron. Algo rozó su brazo quemado y aulló de dolor y de nuevo abrió los ojos que descubrieron pegada a ellos la rubia trenza de un guerrero: "¡Detrás de ti, Glorfindel!" Gritó una voz y un rápido giro precedió el estruendo de unos metales entrechocándose.
Poco más.
Porque luego su cuerpo se internó en regiones húmedas y oscuras, como si quisiera armonizar con su espíritu.
Y todo fue una noche fría y angustiosa.
Y el último recuerdo, el más terrible, el que la obligó a cerrarse irremisiblemente en la inconsciencia, volvió a ser la sombra y el fuego, el terror surcando el aire en forma de látigo... la sensación de ser arrojada y la rubia trenza en llamas, abismándose en una batalla funesta y la sensación de caer en un abismo, de hundirse en la nada. Y un brusco golpe contra unos brazos sin más piedad que el impulso de recoger lo que cae. Y luego ir de brazo en brazo. Cuando un olor y un ritmo la acunaban, bruscamente otras manos la tomaban, cada vez mas frías, cada vez más distantes.
Y el dolor.
Compañero inseparable de su miedo.
¿Dónde estaba?
¿Y Amme?
¿Y Súlima?
Súlima se alejó de aquel anciano rápidamente.
No miró hacia atrás.
Se sentía libre de un peso.
Y se había vengado.
Con una sonrisa se dijo que ya no vería más el rostro de su hijo desaparecer en el crujiente Helcaraxë, abandonado en una tumba de nieve perpetua.
La caravana marcó un ritmo rápido en la marcha. Los cantos arrullaron sus mentes y por un momento Súlima quiso olvidar a la pequeña Náredriel.
Quiso olvidar que durante muchas horas la había dejado al pie de un árbol, sola y doliente, como un juguete usado, como una basura.
Quiso olvidar que solo al llegar la noche, cuando dio por cumplidas todas sus otras tareas, se acercó al árbol y tomó en brazos a la niña herida. No Advirtió su gesto de dolor, su suciedad o que ardía de fiebre: Latía entre sus sienes una idea que había ido conformándose a lo largo del día, adquiriendo una consistencia, tomando piezas de aquí y de allá.
Tenía que comprobarlo.
Si entonces Náredriel estuviera consciente, si fuera más mayor y pudiera entender, se daría cuenta de que algo había de diferente en los brazos que una vez más la acogían. Súlima por primera vez, la miraba con un interés frío por sus rasgos, triste sustituto de la tierna admiración con la que hasta ahora la había contemplado.
Súlima fue sorteando los bultos de los heridos, con la idea fija de encontrar a Enerdhil, el Maestro Herrero.
Una pregunta le corroía la mente.
... Que Vanimeldë le había mentido era un hecho consumado... Pero a la tumba se había llevado su secreto y su secreto les comprometía ahora a todos... por que si lo que ella pensaba era cierto...si fuera cierto...
Mecida por los cantos de su pueblo, aquella noche tristísima en la que la estrella de la venganza intentaba en vano eclipsar a la de la vergüenza, Súlima quiso olvidar que, al mirar el rostro amado de la pequeña Náredriel lo vio descolorido. Quiso olvidar las trenzas desgreñadas de la pequeña cayendo sobre su brazo y sus ojos grises ocultos bajo el velo de unos párpados cerrados... por que aquella noche había perdido para siempre la inteligente mirada de Náredriel, sus gestos de cariño, la loca alegría de sus pisadas cuando correteaba por las amplias estancias de la casa de sanación...
Burlada, engañada, traicionada... y sintió en su pecho un frío tan intenso que ni siquiera notaba el relente de la noche.
Súlima quiso olvidar muchas cosas, pero Enerdhil caminaba cerca de ella y la miraba acusador... Y Súlima cantó para no recordar aquella conversación con él. No había manera de borrar las llamas acusadoras de la hoguera que el herrero había improvisado en una pequeña grieta de la montaña para refundir los fragmentos de las espadas rotas. Enerdhil era un Elfo fornido, de manos encallecidas por el trabajo en las fraguas. En los ojos grisáceos destellaba la pasión por crear y dominar.
Súlima no se entretuvo. Tenía prisa. Y además no le gustaban los herreros.
Enerdhil, quiero hablarte.
Aiya Súlima, ¿Mánen ná pitya? (Hola Súlima ¿Cómo está la pequeña?) –Preguntó el Elfo sorprendido.
Pero la sanadora no estaba para cortesías. Una sola idea ocupaba su mente: "¿Tu? ¿Fëanáro ? Estirpe maldita ¿Nos reencontramos? Si...estirpe suya. La voz de tus ojos confirma el sabor de tu sangre... "
¿Tu aprendiste en las fraguas de Fëanor, no es así? –Preguntó a bocajarro.
Si –respondió Enerdhil. ¿Por qué?
¿Conocías a un herrero llamado Nármacil? Supongo que era un aprendiz...
Le conocía sí, pero no era un aprendiz, Nármacil era uno de los Maestros de la Plata... Estaba casado con una doncella, Antenís, que era sanadora–el herrero no sabía a qué venía todo aquello- ¿Le conocías tú, Súlima?
No, no... te lo pregunto porque Vanimeldë me dijo que ese era el nombre del padre de Náredriel...
¿Te dijo eso?. -Respondió el Herrero con desconcierto-. Te mintió. Nármacil era el padre de Vanimeldë, no su esposo, y murió en Alqualondë. Entonces Vanimeldë era una niña, y Antenis, la mujer de Nármacil, estaba encinta. Según me dijeron ya en Endor nació de aquel embarazo otra niña ...
Aquellas palabras confirmaban lo que Súlima pensaba. Era lo que a la vez quería y no quería oír... De pronto sus ideas dispersas se asentaban y tomaban forma:
Los rasgos infantiles de Náredriel en un rostro adulto fácilmente podrían transformarse en la belleza sabia y dulce de Nerdanel...
... El propio Turgon había bromeado sobre el extraño color de sus cabellos, rojos como los de la casa de Mahtan...
... y aquellas últimas palabras de Gothmog "¿Tu? ¿Fëanáro?"
Pero... –dijo vacilante, como si quisiera asegurarse de que había entendido bien- ese era el nombre que me dio Vanimeldë... así me dijo que se llamaba el padre de Náredriel...
Bueno, -admitió el Herrero que no acababa de entender qué quería a la mujer y por que a aquellas alturas todavía no se había ocupado de sanar a la pequeña- podría ser, pero yo no he conocido a más Elfos con ese nombre... y es raro que su esposo y su padre se llamaran igual...
¿No podría ser que intentara ocultar algo?. –Inquirió Súlima como pensando en voz alta.
La sanadora se estremeció. Un rigor extraño le recorrió el espinazo... No había duda...
Súlima se levantó de pronto dejando a Náredriel en brazos de Enerdhil, con repulsión, como si la niña le fuera a contagiar una enfermedad. En su rostro se había dibujado una expresión de repugnancia que conmovió profundamente al herrero para quien aquella pequeña no era más que una pobre niña herida, posiblemente condenada a morir.
Debo hablar inmediatamente con la Dama Idril. –dijo ella.- Tenemos que deshacernos de esa niña. Es hija de Maedhros.
