ARANEL15.

EÄRENDIL KALTA LÓMESSE

(Eärendil Brilla En La Noche)

Quiero explicártelo, Elerondo, porque sé que no lo entenderás. Quiero que conozcas mis motivos, que intentes ponerte en mi piel. Eso en otro tiempo no nos era difícil.

Mi elección está hecha. Todos mis caminos me han conducido a ella, sobre todo esta guerra interminable. Ancalagon el Negro cayó, abatido por Padre, y eso todo el mundo lo recordará. Todas las miradas que se fijaron en ti, que se fijaron en mí, ioni Eärendilo, ancalima elenion, (hijos de Eärendil, la más brillante de las estrellas) ensalzarán con cantos esos instantes y las bocas de los niños del futuro se abrirán de emoción al escucharlos. Pero hay otros cantos que no se entonarán: son los del cansancio y el hastío, son los de cuarenta y dos años de sangre, de destrucción, de cólera... nadie alaba los gritos y los miedos y la vergüenza del musgo que cubre los restos de los muertos sin tumba... ¡Nadie canta las dudas en el momento de clavar tu espada, ni los nervios que te mueven las tripas en la angustia ciega de la espera!

¡Son tantos los horrores que mis ojos han visto que ya no puedo más! He decidido cerrarlos un día y entregarme a la misericordia que Eru pueda tener.

Hecha está ya la apuesta; tirados los dados.

Después de todo, como decía Maitimo, el mismo sol luce en Valinor que en Endor, ¿Sin la luz de los Árboles, quien quiere vivir para siempre en sus prados? ¿Soportarás tú días sin término? ¿No desearás abrazar la nada? ¿Te bastará la beatitud de Aman para saciar tu espíritu?

No sé, hermano, nunca he sabido quién soy... qué soy...

Desde donde alcanzo a recordar he sentido el amor a la belleza de los Eldar y también el latido apresurado de los Atani: la prisa por vivir, la pasión de aprovechar el momento presente...

Muchas veces preguntaba a Madre qué o quién era yo y no obtenía respuestas de sus labios... sólo una mueca, una palabra evasiva, un beso... tal vez ella también se lo preguntara...

Cuando éramos niños y Padre partió, cuando se hizo a la mar con su barco soberbio, me dejó el corazón lleno de añoranzas, pero también de sueños:

"Un día yo también surcaré las aguas, buscaré tierras nuevas más allá de lo conocido" me prometí.

Los ojos de Madre quedaron heridos de nostalgia y su corazón de malos augurios. Ella era débil. Había nacido para reina, pero no para reinar. Sin la autoridad de Padre, todo acabó en las manos de los Consejeros.

Ahora, que lo contemplo en la distancia, entiendo que nuestro pueblo formaba un entramado complejo, difícil de gobernar. La mayoría eran gentes de Gondolin. Refugiados que habían visto hundirse en la nada la sólida seguridad de la Ciudad Oculta. Pisaban Arvernien como si no estuvieran seguros de su estabilidad, igual que cuando caminábamos sobre la arena de la playa hundiéndose bajo nuestros pies. Así se sentían, como peregrinos que ya no podían llamar patria a ningún suelo. Para ellos la vida se había transformado en un perpetuo vagar, y las cosas pasajeras apenas si les interesaban.

Junto a ellos vivan los Doriathrim, como Madre. La palabra "fratricidio" les espoleaba el alma y los hacía recelosos y desconfiados, los mejores clientes de los Herreros, a quienes encargaban afiladas espadas y gruesas llaves con las que cerrar todas sus puertas.

El tercer grupo de Elfos lo formaban los Falmari, buenas gentes que amaban el mar, las barquitas pesqueras con velas blancas y concretas recortándose en el azul del cielo de la tarde. Carecían de la ambición de las gentes de Círdan y sus obras eran pequeñas y amables como las perlas.

Luego había Atani, gentes de las Tres Casas que huían del empuje creciente de los orcos, buscando la paz en los refugios del Sirion. Se afanaban en crear hogares y crecían a prisa, y enfermaban trayendo de cabeza a nuestros curadores, que sólo sabían sanar las heridas de las armas pero que se inquietaban ante la mirada suplicante de los niños que ardían de fiebre o se llenaban con los granos del sarampión o de la varicela. Yo los miraba de lejos, algo había que me atraía en su forma de vivir.

Nosotros íbamos creciendo con todo eso en el corazón.

Recuerdo que a la tarde bajábamos con Madre hasta la playa y ella dejaba que sus ojos se cansaran escrutando un lejano horizonte lleno de promesas incumplidas. Entretanto tú y yo jugábamos con la arena.

Al caer la noche, cuando volvíamos a palacio, muchos nos saludaban con una sonrisa, sin llamarnos por el nombre porque pocos eran los que nos distinguían. De hecho hubo un tiempo en que yo miraba curioso a los otros niños: era como si les faltara una mitad que yo sí tenía, fuera y dentro de mí a la vez. Cuando te miraba me veía, y en el fondo de mi ser pensaba que tú eras el mejor, el original... tal vez yo sólo fuera una copia tuya, imperfecta... pero al mismo tiempo, tus ojos reflexivos y quietos me testificaban que yo existía, que mis acciones eran importantes, que mis huellas sobre la arena de la vida no serían borradas por el mar sin entrañas, que para siempre vivirían en tu mirada prodigiosa...

Por las noches me costaba dormir. Añoraba la voz de Padre, su mirada bondadosa, llena de luz, su voz profunda que me adormecía junto al fuego... su ausencia me dejó un agujero y unos ojos abiertos y absurdos que inútilmente lo buscaban en la noche. En lo material todo seguía igual; el bocado mejor, mullidos lechos y túnicas preciosas para cubrir dignamente el cuerpo de los príncipes-niños.

Hasta el día de nuestra huida.

Aguerridos Gondolindrim, nobles en los que Padre confiaba, nos condujeron a ti, a madre y a mí a casa del abuelo Galathil, en los Puertos, y su casa se transformó en una prisión. Dura lección aprendimos vitalmente: la clandestinidad. Quietos en oscuras habitaciones, con el patio interior de la casa como único dador de un breve aire libre, silenciosos siempre... tú encontraste consuelo en los libros, pero a mí me mordían los perros del aburrimiento con las quietas fauces de las runas. Sólo encontraba consuelo cuando Aurenar venía por las tardes y jugaba conmigo a espadas. Madre estaba distante, abismada en un dilema que yo entonces no entendía, triste... cuando estaba con nosotros se limitaba a acariciarnos y morderse el labio, para que no temblara. Sus ojos solían abortar algunas lágrimas.

Luego llegó el día aciago, el día en que escuché por vez primera el diálogo asesino de las espadas, que ya no eran divertidos palos de mentirijillas sino afiladas hojas que segaban miembros y vidas; que lamían lascivas los sueños antes de despedazarlos. Ese día perdimos a Madre, perdimos nuestra forma de vida, perdimos la inocencia, quizá la infancia, si por infancia entendemos esa vida confiada de actos repetidos y gratos desde que sale Anar hasta su ocaso.

¡Pero ganamos tantas cosas que ignoran!

Yo entonces no entendía de amigo o de enemigo. De pronto una gran confusión estalló a mi alrededor y me invadió la sensación de ahogo ¡No podía ni llorar! Todo eran gentes enormes, gentes de hierro.

No juzgué la fragilidad de los brazos que me ciñeron. No me daban seguridad ni certeza, pero me arrancaban de aquella soledad sin aire. Y rodeé el cuello de Míriel, ceñí con mis piernas su cintura... tú ibas delante, concentrándote en entender qué pasaba... Yo sólo sentía su aliento apresurado; su corazón que daba un latido de duda y otro de certeza; sus ojos ardiendo entre el espanto y la luz. Sus cabellos rojos me cubrían la cara y de pronto el deseo de aferrarlos me llenó toda la mente. Aflojé mi brazo y acerqué una mano, temerosa de quemarse en sus llamas, pero que poco a poco se acercó hasta cerrarse sobre un mechón sedoso que ya no quise soltar...

Sí, ya sé que sabes que te escribo esto acariciando su trenza cortada... esa reliquia que quiero que pongáis entre mis dedos... ya sabes... cuando... cuando yo ya no pueda... ¡aún huele a ella después de los años y del ajetreo!

Aquel galope apresurado, duro, sin rumbo, fue el primero de muchos. Pero pronto acostumbré mis ojos a ver la vida desde el lomo de un caballo, a mirar más allá, a buscar el verano, cuando los árboles pierden sus hojas y elevan al cielo sus dedos de palo, como súplicas sin sentido a Poderes hechos de jirón de nube.

Quizá éramos tan pequeños que simplemente nos pareció natural pasar de la luz de un destino glorioso a la sombra de una maldición, de la inocencia de la víctima a fría soledad del verdugo que vomita cada noche por la sangre derramada...

Dicen que no es posible que reviva la sequedad de un árbol, ni que pueda ser frondosa su patética sombra de líneas proyectadas sobre la tierra dura; o que los harapos del muérdago estirándose hacia el suelo puedan alimentar y hacer crecer a un niño... Pero más luz encontramos en la cercana oscuridad de este padre que en la brillante lejanía de Eärendil.

Muchos no saben, ni quieren saber, que en el corazón de la casa de Fëanor el amor supera al odio como la luz a las tinieblas. Pero yo lo digo y lo diré: el día en que Eru, cuyos designios ignoro, me llame a juicio y me siente ante su Majestad, yo gritaré bien fuerte:

"Atarinya ná Macalaurë: erye topiem collanen i lómessen ringe, erye apsiem fëanya ar hroanya erye tangweim andor eressean ar ossean, erye istiem i melme ataro, i si i men arano auta voronwesse ar i fillawesse"

(Mi padre es Macalaurë: él me cubrió con su manto en las noches frías, él alimentó mi espíritu y mi cuerpo, él cerró las puertas a la soledad y al terror, él me enseñó el amor de un padre y que el camino de los reyes pasa por la fidelidad y la justicia)

¿Recuerdas tú la aparición de la estrella?

Yo sí.

Recuerdo muy bien aquella noche fría.

Era una de esas noches en las que vivir sin hogar es pesado y deprime, y hace que el corazón desee un cobijo para el cuerpo, un fuego en una casa de piedra y un plato humeante, una luz encendida que haga familiares las sombras de la noche.

Había llovido por la tarde y el agua helaba el regazo de la tierra tornando inhóspito lo que otras noches nos acogía maternal y dulce.

Alimentábamos un buen fuego y nos sentamos alrededor; nuestros ojos jugaban con las llamas.

Yo busqué el regazo de Míriel, su mechón de cabello cayendo sobre mi pecho, retorcido entre mis dedos.

Recuerdo cómo nos miraba Maitimo, sus ojos de rey derrocado, noble aún ante la adversidad. La rabia con la que arrojó otro tronco al fuego traducía lo mucho que se reprochaba a sí mismo el no poder ofrecernos algo mejor.

Padre dijo:

"¡Elerondo, a tuka nander!" (Elerondo, trae las arpas!)

Y tú corriste a buscarlas. Era esa tu orden preferida, aquella que te deleitaba cumplir... Con ansiedad dejabas el instrumento en sus manos y tus ojos brillaban a la espera de un canto antiguo o nuevo, daba igual, pues aunque mil veces repetido siempre sonaba especial y único si lo oíamos de sus labios.

Pero aquella noche Macalaurë puso el arpa en tus manos:

- ¡A tula, nessa hér, a talya i nandele si istatye! ("¡Venga, joven maestro, repite los arpegios que te enseñé... !")

Tus ágiles dedos corrieron por las cuerdas, alegres de poder tañer... La derecha buscaba las notas de la melodía y la izquierda arpejiaba los acordes: primera de la octava, tercera, quinta, primera de la octava siguiente... Una luna quieta arrancaba al arpa destellos de plata.

- ¡Mára, ionya! –decía Padre satisfecho.- si hilyat Míriel ar ananyet nandenya. (Bien, hijo mío, ahora sigue a Míriel y te ganarás el arpa)

Yo la dejé libre para que pudiera tocar contigo y fui a recostarme contra Maitimo.

Ella tomó el arpa y su voz estremeció la noche y los corazones. Por mucho que vivamos nunca podremos escuchar cantos mejores que aquellos, voces más hermosas...

"las hojas eran largas, la hierba era verde,

las umbelas de los abetos altas y hermosas

y en el claro se vio una luz..."

Ante mis ojos, como si yo mismo fuera Beren, se materializó Luthien. Macalaurë sonreía alejando de sus ojos la tristeza por un rato mientras te miraba fijamente, orgulloso de ti.

El arpa iba a ser tuya.

Yo lo sabía.

Cerré los ojos: era imposible saber de cuál de las arpas salía la segunda voz...

De nuevo la lluvia empezó a caer helada y constante, como los malos pensamientos. Un escalofrío me surcó la espalda: fría era en verdad la noche. Maitimo se quitó la capa que le cubría la cota de malla y me abrigó con ella sonriéndome. No me cabía duda de que me amaba, de que yo era importante para él. Hay cosas que no necesitan de las palabras para alcanzar la certeza.

La canción seguía:

"El encantamiento le reanimó los pies

condenados a errar por las colinas

y se precipitó, vigoro y rápido

a alcanzar los rayos de la luna..."

Recuerdo que me dejé proteger por sus brazos y le susurré: "Eres manco, como Beren...". Y él me tomó la barbilla con su izquierda y me miró y me sonrió melancólico y tierno: "Cortesía de su mismo enemigo..." susurró. Sus largos cabellos mojados y rojos me caían por el pecho como una caricia. Sus brazos me apretaron cariñosos: creo que le sorprendió que lo comparara con mi bisabuelo.

"y el destino cayó sobre Tinúviel

y centelleando se abandonó a sus brazos."

Macalaurë se dejó arrebatar por el canto y unió su voz, tan hermosa y profunda, a la de Míriel.

" Larga fue la ruta que les trazó el destino

sobre montañas pedregosas, grises y frías,

por habitaciones de hierro y puertas de sombra

y florestas nocturnas sin mañana.

Los mares que separaban se extendieron entre ellos

Sin embargo al fin de nuevo se encontraron

Y en el bosque cantando sin tristeza

Desaparecieron hace ya muchos años."

Con los últimos acordes pareció disminuir el frío, y yo pensé que era un efecto de la música. Pero no era así, porque la lluvia cesó y la niebla contumaz que tapaba las estrellas se disipó y las constelaciones aparecieron radiantes ante nuestros ojos.

Todos miramos al cielo y vimos por vez primera a Vingilot, refulgente y brillante.

- Es un signo... dijo Maiimo admirado.

- Gil-estel... pronunció Macalaurë... la estrella de la esperanza... y me miró.

Maitimo habló: "¿No es acaso un Silmaril, que brilla ahora en occidente?"

Y Padre respondió:

–Sí es en verdad el Silmaril que vimos hundirse en el mar y que se eleva otra vez con el poder de los Valar, regocijémonos entonces; porque su gloria es ahora vista por muchos, y no obstante está más allá de todo mal.

Elrond dejó el pergamino sobre la mesa y éste se enrolló sobre sí mismo como si quisiera replegarse.

- "Úhanyanyet, ónoni úhananyet...(No te entiendo, hermano, no te entiendo...).

Luego levantó la vista hacia la ventana de enfrente de su escritorio y por encima del friso vio el océano y el horizonte lejanísimo... ¿Por qué no podía ser así para ellos? El cielo y el mar nunca se separaban, esa línea indeleble los unía, los confundía...¿Por qué a ellos no?.

Atormentado, se levantó arrastrando hacia atrás la silla con un desagradable ruido. Sólo hacía eso cuando la cólera lo vencía, muy pocas veces... y se acercó a la ventana...

Ante sí se erguía un reino a medias... piedras cortadas en montones, argamasa y herramientas, ruido de canteros y ruido de albañiles, gritos dando órdenes y martillos golpeando madera... Llevaban así varios años y muchos más pasarían antes de que todas las obras concluyeran: casas humildes, mansiones y palacios iban poblando Mithlond con un esplendor nacido de la nueva paz y con la ilusión de los supervivientes que piensan que ahora harán por fin un reino perdurable y feliz.

Los gritos de Ereinion le llamaron la atención: discutía con su arquitecto. No dejaba pasar por alto un detalle. Aquella mañana parecía estar especialmente enojado. Elrond lo contempló largamente. El negro cabello que se apartaba nerviosamente de la cara, los ojos penetrantes, los gestos firmes y autoritarios... Tras él la bahía de Lune aparecía joven y sonriente, como si el mar mirara con ilusión a los nuevos habitantes de la costa, frenéticos constructores de un Reino hermoso.

El tiempo los había ido acercando pero su relación con Ereinion no había sido fácil...

Lo recordaba partiendo con su flota, al mando de un barco precioso, para unirse a los Noldor venidos de Occidente. El gesto de su rostro serio, preocupado pero a la vez feliz por partir, por enfrentarse a un enemigo que tenía cara y ojos, que era más que un fantasma, que le permitía salir de sí mismo...

También Glorfindel partía en lo que iba a ser su primer enfrentamiento serio desde su regreso... preclaro escudero de dorados cabellos y gesto noble y grave...

Y ellos se quedaron ahí, en Balar, bajo el mando directo de Artahér, severo y exigente, encargado del gobierno de Balar en ausencia del Monarca.

Todo aquel tiempo había sido como una pesadilla. No era fácil tener dieciseís años y dejar de ser libre de pronto. Las miradas de todos pendientes de ti, sin explicarse el rápido crecimiento, sin sabe qué eres, gigante al lado de los Eldar de tu misma edad, con la muerte incierta sobre tu cabeza No era fácil dejar de sentir bajo tus piernas un caballo, saber que un techo se interpone entre tu cabeza y las sonrisas de una estrella... No era fácil levantarse día a día de un lecho fijo en un sitio fijo, con una retahíla absurda de trabajos pendientes, todos iguales a sí mismos; no era fácil cambiar por libros las bellas historias que Macalaurë les cantaba alrededor del fuego. Pero lo peor era aquella fría sensación de la sonrisa de alguien que te mira sabiendo que contigo cumple un deber.

Aún veía la expresión rígida de Artahér, cuando los guardias los trajeron, harapientos y sucios, vacío el estómago.

- ¿Es este el buen trato que os han dado los desposeídos? –Dijo arqueando una ceja.

Y los confió a Gaeruil, la antigua niñera de Ereinion, que los sumergió largo rato en agua caliente y les corto los salvajes cabellos hasta dejarlos reducidos a una melena de paje a la altura de los hombros:

- Péinalos bien, quizá tengan piojos –había dicho Artaher con su odiosa voz.

Elrond nunca se había sentido tan humillado. Su hermano había protestado vivamente hasta que un guardian lo sujetó con fuerza. Su fama de rebelde empezaba a cimentarse.

Pasar del mundo de Macalaurë al de Gaeruil, del frente a la retaguardia, de la profundidad de una voz cálida al tono agudo y frío del constante reproche; olvidar la mirada sabia y templada a golpes de fracasos por la observación juiciosa; la ternura, a veces severa, del padre, por la ironía, siempre hiriente, del preceptor.

A Elrond le costaba aceptar que no fuera el hambre la señal para alimentarse, sino las dos campanadas de la Mindon que siempre esperaba Gaeruil antes de servir la comida. No entendía que fuera el interés de Artahér y no su curiosidad el motor que lo empujara a leer un libro, y prefería mil veces aprender al lado de Míriel a coser heridas abiertas que tocar el arpa en los salones reales. Interminables protocolos oficiales empezaron a llenar su tiempo en una liturgia aburrida y vacía en la que los mínimos gestos expresivos se castigaban severamente.

Pero crecían aprisa: eran Medio Elfos, y su tiempo más parecido al de los hombres. Con veinte años eran gallardos y fuertes y habían recibido la instrucción de las armas; y la guerra los llevó al frente, al lado de Ereinion.

Gil-galad intentaba actuar como un padre, pero no era capaz... no podía tratar como a sus hijos a aquellos jóvenes cuyo verdadero padre iluminaba todos los amaneceres. No podía paliar el daño de la guerra, el terror y la sangre vertida. Sólo podía ofrecerles lo que a su vez había conquistado: la larga búsqueda del olvido en una existencia repleta de cosas qué hacer para no pensar más. Elrond sentía que cada vez que Ereinion lo miraba se veía a sí mismo, su realidad de niño abandonado, de príncipe y rey a la fuerza. Tampoco a él le gustaba estar cerca del Rey. No quería para sí aquella opresora existencia de obligaciones ineludibles, de demostrar día a día su valor, su inteligencia, su nobleza... Entre los dos hicieron un pacto tácito y sólo se veían cuando era imprescindible, hasta que poco a poco se fueron acostumbrando el uno al otro, como el pie al zapato que roza. Y Elrond descubrió que trabajar como un loco, sin tregua, lleva a olvidarse de sí mismo, que protege de los sentimientos como una armadura de mithril.

Elrond se sentó otra vez. Sus manos volvieron a abrir la carta como si le dijera a su hermano: "Vamos a ver: reflexionemos..." y deslizó sus ojos por las tengwar escritas...

¿Por qué?

El horror de la guerra había concluido; el viejo enemigo estaba recluido en la nada, en el vacío intemporal, mutilado, vencido, aniquilado... Todo presagiaba una larga paz, la posibilidad, por fin, de vivir con gozo una vida inmortal...

Y... sin embargo...

¿Por qué la muerte? ¿Cómo y para qué vivir si todo acaba con la inercia, con la tierra por encima, con la nada escondida detrás de una incierta promesa de Eru que ni los sabios de los sabios son capaces de descifrar? ¿Cómo disfrutar del hoy, para qué evocar el ayer, si el mañana trae la aniquilación?

¿Y él?

La muerte era separarse. Para siempre.

Del todo.

¿Por qué el destino de los Eldar y el de los Atani se separaban tan drásticamente?

- Eka onono, ná néca... sine nati quentat anta antasse ("Mira hermano, eres débil, estas cosas se dicen cara a cara") –Le dijo al pergamino apuntándole con un dedo...

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