I-14. GUSTUS

Gustus, rey de Kharbranth, despertó con la espalda dolorida y los músculos entumecidos. No se sentía estúpido. Eso era buena señal.

Se sentó con un gemido. Esos dolores se habían convertido en algo constante, y sus mejores curadores se limitaban a sacudir la cabeza y a asegurarle que estaba en forma para su edad. En forma. Sus articulaciones crujían como leños en el fuego y no podía sentarse con rapidez, por miedo a perder el equilibrio y caerse al suelo. Envejecer era en realidad sufrir la traición definitiva, la del propio cuerpo contra uno mismo. Se sentó en el camastro. El agua lamía suavemente el casco de su camarote y el aire olía a sal. Sin embargo, oyó gritos no muy lejanos. El barco llegaba a tiempo. Excelente. Mientras se acomodaba, llegó un criado con una mesa y otro con un paño húmedo y caliente para limpiarle los ojos y las manos. Tras ellos esperaban los examinadores reales. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que Gustus estuvo solo por última vez, completamente solo? Esa situación no se había dado desde que lo asaltaron los dolores.

Maben llamó a la puerta, portando la comida en una bandeja, guiso y papilla especiada. Se suponía que era bueno para su salud. Sabía a agua sucia. Agua sucia sosa. Maben entró para depositar la comida en la mesa, pero Mrall (un thayleño con una coraza de cuero negro que llevaba la cabeza y las cejas afeitadas) la detuvo cogiéndola por el brazo.

—Primero pruébalas —dijo Mrall.

Gustus alzó la cabeza, mirando al hombretón a los ojos. Mrall podía alzarse sobre una montaña e intimidar al mismo viento. Todo el mundo daba por hecho que era el jefe de los guardaespaldas de Gustus. La verdad era más preocupante. Mrall era quien decidía si Gustus iba a pasar el día como monarca o como prisionero.

—¡Lo puedes dejar comer primero! —dijo Maben.

—Hoy es un día importante —dijo Mrall con voz grave—. Quiero saber el resultado de la prueba.

—Pero…

—Tiene derecho a exigirlo, Maben —intervino Gustus—. Pongámonos a ello.

Mrall dio un paso atrás y los examinadores se acercaron, un grupo de tres predicetormentas ataviados con túnicas y gorros deliberadamente esotéricos. Presentaron una serie de páginas cubiertas de cifras y glifos. Eran la variante de una secuencia de problemas matemáticos cada vez más complicados que el propio Gustus había diseñado en uno de sus mejores días. Cogió la pluma con dedos vacilantes. No se sentía estúpido, aunque de hecho rara vez le daba por pensar eso. Solo en los peores días reconocía inmediatamente la diferencia. En esos días, su mente era espesa como la brea y se sentía prisionero en su propia capacidad, consciente de que algo había fallado de raíz. Por fortuna, aquel no era un día de esos. No era un completo idiota. Como mucho, sería solo muy estúpido. Se dedicó a la tarea, resolviendo los problemas matemáticos que pudo. Tardó casi una hora, pero el proceso le permitió calibrar su capacidad. Como había sospechado, no era un genio, pero tampoco completamente tonto. Era… un término medio.

Algo era algo.

Entregó los problemas a los predicetormentas, que consultaron entre sí en voz baja. Se volvieron hacia Mrall.

—Es adecuado para servir —proclamó uno—. Puede que no ofrezca comentarios vinculantes sobre el Diagrama, pero puede interactuar sin supervisión. Puede cambiar la política gubernamental siempre que haya un lapso de tres días antes de que el cambio cobre efecto, y puede dar su veredicto libremente en los juicios.

Mrall asintió, mirando a Gustus.

—¿Aceptas esta evaluación y estas restricciones, majestad?

—Acepto.

Mrall asintió, luego dio un paso atrás y permitió que Maben colocara la comida matutina sobre la mesa de Gustus. Los tres predicetormentas archivaron los papeles que había rellenado, luego se retiraron a sus propios camarotes. La prueba era un ritual extravagante, y consumía un tiempo valioso cada mañana. Con todo, era el mejor modo que Gustus había encontrado para tratar con su estado. La vida podía ser peliaguda para un hombre que despertaba cada mañana con un nivel de inteligencia distinto. Sobre todo cuando el mundo entero dependía de su capacidad mental o podía acabar aplastado por su idiotez.

—¿Cómo están las cosas ahí fuera? —preguntó Gustus en voz baja mientras picoteaba la comida, que se había enfriado durante la prueba.

—Fatal —dijo Mrall con sonrisa—. Tal como queríamos.

—No te alegres del sufrimiento —replicó Gustus—. Aunque sea producto nuestro. —Probó la papilla—. Sobre todo cuando es producto nuestro.

—Como desees. No lo haré más.

—¿De verdad puedes cambiar tan fácilmente? —preguntó Gustus—. ¿Desconectar tus emociones a voluntad?

—Naturalmente —dijo Mrall.

Algo en eso llamó la atención de Gustus, un hilo de interés. Si se hubiera hallado en uno de sus estados más inteligentes, podría haber profundizado en el tema, pero ese día sentía que el pensamiento se le escapaba como agua entre los dedos. En otros tiempos se preocupaba por las oportunidades perdidas, pero había acabado por aceptarlo. Había descubierto que los días de inteligencia conllevaban sus propios problemas.

—Déjame ver el Diagrama —pidió. Cualquier cosa con tal de distraerse de esa bazofia con la que insistían en alimentarlo.

Mrall se hizo a un lado, permitiendo que Adrotagia, la jefa de las eruditas de Gustus, se acercara con un grueso volumen encuadernado en cuero. Lo colocó en la mesa y luego inclinó la cabeza. Gustus posó los dedos sobre la cubierta de cuero, sintiendo un momento de… ¿reverencia? ¿Era eso? ¿Reverenciaba algo ya?

Dios estaba muerto, después de todo, y el vorinismo por tanto era un fraude. Ese libro, sin embargo, era sagrado. Lo abrió por una de las páginas marcadas con una caña. Dentro había garabatos. Frenéticos, ampulosos, majestuosos garabatos que habían sido concienzudamente copiados de las paredes de su antiguo dormitorio. Los bocetos se amontonaban unos encima de otros, listas de números que no parecían tener ningún sentido, líneas sobre líneas sobre líneas de escritura realizada con mano agarrotada.

Locura. Y genio.

Aquí y allí, Gustus descubrió atisbos de que el escrito era obra suya. La forma en que torcía una línea, la manera en que escribía en el borde de una pared, igual que escribiría por el lado de una página cuando salía corriendo de una habitación. No recordaba nada de aquello. Era el producto de veinte horas de lúcida locura, lo más inteligente que había sido jamás.

—¿No te parece extraño, Adro —le preguntó a la erudita—, que genio e idiotez sean tan similares?

—¿Similares? —repuso Adrotagia—. Vargo, no veo ninguna similitud.

Adrotagia y él habían crecido juntos, y ella todavía empleaba su apodo de la infancia. A él le gustaba. Le recordaba el pasado.

—Tanto en mis días más estúpidos como en los más increíbles —dijo Gustus—, soy incapaz de interactuar de manera significativa con quienes me rodean. Es como… como si me convirtiera en un engranaje que no puede encajar con los que giran a su lado. Demasiado pequeño o demasiado grande, no importa. El reloj no funcionará.

—No se me había ocurrido —dijo Adrotagia.

Cuando Gustus estaba en su momento de mayor estupidez, no se le permitía salir de esa habitación. Esos días se los pasaba babeando en un rincón. Cuando era solo medio lelo, se le permitía salir bajo supervisión. Esas noches las pasaba llorando por lo que había hecho, sabiendo que las atrocidades que cometía eran importantes, pero sin saber por qué. Cuando era tonto, no podía cambiar la política. Curiosamente, había decidido que cuando era demasiado inteligente, tampoco debía hacerlo. Había tomado esta decisión después de un día de genialidad en que pensó arreglar todos los problemas de Kharbranth con una serie de edictos muy racionales, como exigir que la gente se hiciera una prueba de inteligencia que él mismo había diseñado antes de que se les permitiera reproducirse. Tan inteligente por un lado. Tan estúpido por otro. «¿Esa es tu broma entonces, Vigilante Nocturna? —se preguntó—. ¿Esa es la lección que he de aprender? ¿Te preocupan siquiera esas lecciones, o solo lo haces por pura diversión?». Volvió de nuevo su atención al libro, al Diagrama. Ese plan grandioso que había diseñado en su único día de inteligencia sin parangón. También entonces se había pasado el día mirando a la pared. Había escrito en ella. Farfullando todo el tiempo, haciendo conexiones que ningún hombre había hecho antes, y lo había escrito todo en las paredes, el suelo, incluso en las partes del techo que podía alcanzar. La mayoría lo había escrito en un lenguaje extraño, un lenguaje que él mismo había inventado, pues las escrituras que conocía no podían transmitir las ideas con la precisión suficiente. Por fortuna, se le había ocurrido tallar una clave en la superficie de su mesilla de noche, o de otro modo no habrían podido encontrarle sentido a su obra maestra.

Apenas podían encontrárselo de todas formas. Pasó varias páginas, copiadas exactamente de su habitación. Adrotagia y sus eruditas habían hecho anotaciones aquí y allá, ofreciendo teorías sobre el posible significado de los diversos dibujos y listas. Lo escribían en la escritura de las mujeres, que Gustus había aprendido hacía años. Las notas de Adrotagia en una página indicaban que una de las imágenes parecía ser un boceto del mosaico que había en el suelo del palacio veden. Gustus se detuvo en esa página. Podría tener relevancia para las actividades de ese día. Por desgracia, no era lo suficientemente listo para encontrarle mucho sentido al libro o a sus secretos. Tenía que confiar en que su yo más inteligente tuviera razón en sus interpretaciones de su yo genial aún más inteligente. Cerró el libro y soltó la cuchara.

—Vamos a ello.

Se levantó y salió del camarote, con Mrall a un lado y Adrotagia al otro. Salió a la luz y la vista de una humeante ciudad costera con sus enormes formaciones en terraza que parecían placas, o secciones de cortezapizarra; los restos de la ciudad las cubrían y prácticamente se desparramaban por los lados. Antaño, esta vista fue maravillosa. Entonces era negra, pues los edificios, e incluso el palacio, habían sido destruidos. Vedenar, una de las grandes ciudades del mundo, había quedado reducida a un montón de cenizas y escombros. Gustus se detuvo junto a la amura. Cuando su barco había entrado en la bahía la noche anterior, la ciudad estaba salpicada por el brillo de los edificios en llamas. Parecían vivos. Más vivos que esto. El viento soplaba desde el océano, empujándolo desde atrás. Se llevaba el humo tierra adentro, lejos del barco, de modo que Gustus apenas captaba su olor. Toda una ciudad quemada casi al alcance de su mano, y sin embargo el hedor se desvanecía en el viento. El Llanto vendría pronto. Tal vez borraría parte de esta destrucción.

—Vamos, Vargo —dijo Adrotagia—. Están esperando.

Él asintió y bajó tras ella al bote que lo llevaría a la orilla. En el pasado hubo muelles grandiosos en esta ciudad. Ya no. Una facción los había destruido en un intento de derrotar a la otra.

—Es sorprendente —comentó Mrall, sentándose a su lado.

—¿No dijiste que no ibas a sentirte complacido nunca más? —señaló Gustus, mientras el estómago se le revolvía al ver uno de los montones en el borde de la ciudad. Cadáveres.

—No estoy complacido —declaró Mrall—, sino asombrado. ¿Te das cuenta de que la Guerra de los Ochenta entre Emul y Tukar ha durado seis años, y no ha producido este nivel de desolación? ¡Jah Keved se devoró a sí misma en cuestión de meses!

—Moldeadores de almas —susurró Adrotagia.

Era más que eso. Incluso en su estado dolorosamente normal, Gustus podía verlo. Sí, con moldeadores de almas que proporcionaban comida y agua, los ejércitos podían desplazarse velozmente, sin carretas ni líneas de suministros que los retrasaran, y comenzar una matanza casi al momento. Pero Emul y Tukar también tenían sus moldeadores de almas. Los marineros empezaron a remar hacia la orilla.

—Había más —dijo Mrall—. Cada alto príncipe pretendió hacerse con la capital. Eso los hizo confluir. Fue casi como las guerras de los salvajes del norte, con una fecha y un lugar convenidos para agitar las lanzas y cantar amenazas. Solo que aquí despobló un reino.

—Esperamos, Mrall, que estés exagerando —dijo Gustus—. Necesitaremos a la gente de este reino.

Se dio la vuelta, sofocando un momento de emoción cuando vio cadáveres en las rocas de la orilla, hombres que habían muerto al ser despeñados desde un acantilado cercano. Este promontorio rocoso normalmente protegía los muelles de las altas tormentas. En la guerra, había sido utilizado para matar, cuando un ejército empujó al otro al vacío. Adrotagia vio sus lágrimas y, aunque no dijo nada, frunció los labios en gesto de desaprobación. No le gustaba lo emotivo que se volvía cuando era intelectualmente inferior. Sin embargo, él sabía con certeza que la anciana quemaba una glifoguarda cada mañana como plegaria por su esposo muerto. Una acción extrañamente devota para unos blasfemos como ellos.

—¿Qué noticias hay hoy de casa? —preguntó Gustus para distraer la atención de las lágrimas que se secaba.

—Dova informa de que el número de Susurros de Muerte que encontramos se ha reducido aún más. No encontró ninguno ayer, y solo dos el día anterior.

—Moelach se mueve, entonces —dijo Gustus—. Ahora es seguro. La criatura debe de haber sido atraída por algo al oeste.

¿Y ahora qué? ¿Suspendía Gustus los asesinatos? Su corazón ansiaba hacerlo… pero si pudieran descubrir un atisbo más del futuro, un hecho que pudiera salvar a cientos de miles, ¿no merecería el sacrificio de unos pocos?

—Dile a Dova que continúe el trabajo —indicó. No había previsto que su alianza atrajera la lealtad de una fervorosa, nada menos. El Diagrama, y sus miembros, no conocían límites. Dova había descubierto su trabajo por cuenta propia, y ellos tuvieron que admitirla o asesinarla.

—Así se hará —respondió Adrotagia.

Los remeros los llevaron hacia algunas rocas más lisas al borde de la bahía y luego saltaron al agua. Eran sirvientes de Gustus; formaban parte del Diagrama. Confiaba en ellos, pues necesitaba confiar en alguien.

—¿Has investigado ese otro asunto que pedí? —preguntó Gustus.

—Es una cuestión difícil —respondió Adrotagia—. Es imposible medir la inteligencia exacta de un hombre: incluso tus pruebas nos dan solo una aproximación. La velocidad con que respondes a las preguntas y la manera en que lo haces… bueno, eso nos permite hacer un juicio, pero burdo.

Los remeros empezaron a tirar de cuerdas para llevarlos a la playa rocosa. La madera rozó la piedra con un horrible sonido, pero al menos evitó que se oyeran los gemidos que se alzaban no muy lejos.

Adrotagia sacó de su bolsillo una hoja de papel y la desplegó. Mostraba una gráfica, con puntos que marcaban una especie de forma jorobada, un pequeño rastro a la izquierda que se convertía en una montaña en el centro, y luego caía en una curva similar a la derecha.

—Cogí los resultados de las pruebas de los últimos quinientos días y asigné a cada uno un número entre cero y diez —explicó—. Una representación de la inteligencia que tenías cada día, aunque como digo no es exacto.

—¿Y esa joroba cerca del centro? —preguntó Gustus, señalando.

—Cuando tenías una inteligencia media —respondió Adrotagia—. La mayoría de las veces estás en esta zona, como puedes ver.

Los días de pura inteligencia y los días de estupidez absoluta son poco frecuentes. Tuve que extrapolar a partir de lo que teníamos, pero creo que esta gráfica es más o menos precisa. Gustus asintió y permitió que uno de los remeros lo ayudara a desembarcar. Sabía que tenía más días de inteligencia media que de extremos. Sin embargo, lo que le había pedido a ella que calculara era cuándo podía esperar que se produjera otro día como cuando creó el Diagrama. Habían pasado años desde aquella jornada trascendental. Ella bajó del bote y Mrall la siguió. Se acercó a Gustus con la hoja en la mano.

—Así que aquí es donde fui más inteligente —dijo Gustus, señalando el último punto de la gráfica. Estaba muy a la derecha, cerca de la zona inferior. Una representación de inteligencia alta, con baja frecuencia de repetición—. Este fue el día de la perfección.

—No —dijo Adrotagia.

—¿Qué?

—Ese fue el momento en que fuiste más inteligente durante los últimos quinientos días —explicó ella—. Este punto representa el día en que terminaste los problemas más complejos que te habías dejado y el día que diseñaste otros nuevos para emplearlos en pruebas futuras.

—Lo recuerdo. Fue cuando resolví el Problema de Fabrian.

—Sí. El mundo puede que te lo agradezca en el futuro, si sobrevive.

—Fui listo ese día —comentó él. Lo suficiente para que Mrall declarara que había que encerrarlo en el palacio, no fuera a revelar su naturaleza. Él estaba convencido de que si pudiera explicar su estado a la ciudad, todos atenderían a razones y le permitirían controlar sus vidas a la perfección. Había cursado una ley que exigía que toda la gente de inteligencia inferior a la media se suicidara por el bien de la ciudad. Había parecido razonable.

Pensaba que tal vez se opusieran, pero consideraba que la irrebatibilidad del argumento los convencería. Sí, había sido muy listo aquel día. Pero no tanto como el día del Diagrama. Frunció el ceño, inspeccionando el papel.

—Por eso no puedo responder a tu pregunta, Vargo —dijo Adrotagia—. Esa gráfica es lo que llamamos una escala logarítmica.

Cada paso a partir de ese punto central no es igual: se solapan unos sobre otros a medida que avanzas. ¿Cómo eras de listo el día del Diagrama? ¿Diez veces más listo que cuando eres más listo?

—Cien —respondió Gustus, mirando la gráfica—. Tal vez más. Déjame hacer los cálculos…

—¿No eres estúpido hoy?

—Estúpido, no. Corriente. Esto lo puedo calcular. Cada paso al lado es…

—Una cantidad mesurable de inteligencia —dijo ella—. Podríamos decir que cada paso al lado dobla tu inteligencia, aunque es difícil de cuantificar. Los pasos hacia arriba son más fáciles: miden con qué frecuencia tienes días de la inteligencia indicada. Si empiezas por el centro del pico, verás que por cada cinco días que pasas siendo corriente, hay uno en que eres ligeramente estúpido y otro en que eres ligeramente listo. Por cada cinco de estos, pasas un día siendo moderadamente estúpido y un día moderadamente genial. Por cada cinco días así…

Gustus se detuvo en las rocas. Sus soldados esperaban arriba, pero él siguió contando la gráfica. Se desvió hasta llegar al punto donde suponía que podía encontrarse el día del Diagrama. Incluso eso le pareció conservador.

—Todopoderoso en las alturas… —susurró. Miles de días. Miles y miles—. Nunca debería haber sucedido.

—Pues claro que sí —replicó ella.

—¡Pero es tan improbable que casi resulta imposible!

—Es perfectamente posible. La probabilidad de que sucediera es uno, ya que sucedió. Esta es la rareza de los valores atípicos y la probabilidad, Gustus. Un día como ese podría volver a producirse mañana. Nada lo prohíbe. Todo es puro azar, por lo que entiendo. Pero si quieres conocer la probabilidad de que vuelva a suceder…

Él asintió.

—Si vivieras otros dos mil años, Vargo —dijo ella—, podría haber un solo día como ese entre ellos. Tal vez. Al cincuenta por ciento, diría yo.

Mrall bufó.

—Entonces fue suerte.

—No, simple probabilidad.

—Lo que sea —dijo Gustus, doblando el papel—. Esta no era la respuesta que yo quería.

—¿Desde cuándo ha importado lo que nosotros queramos?

—Nunca, y nunca lo hará. —Gustus se guardó la hoja en el bolsillo.

Se abrieron paso entre las rocas, dejando atrás cadáveres hinchados por haber estado demasiado tiempo al sol, y se unieron un grupito de soldados al final de la playa. Llevaban el blasón naranja quemado de Kharbranth. Gustus tenía pocos soldados a su nombre. El Diagrama exigía que su nación no representara una amenaza. Sin embargo, el Diagrama no era perfecto. Encontraban errores en él de vez en cuando. O… no errores auténticos, sino deducciones fallidas. Gustus había sido soberanamente inteligente ese día, pero no había podido ver el futuro. Había hecho deducciones educadas (muy educadas) y había acertado un sorprendente número de veces. Pero cuanto más se alejaban de aquel día y el conocimiento que tuvo entonces, más había que atender y cultivar el Diagrama para seguir el rumbo. Por eso esperaba que se produjera otro día así pronto, un día para rehacer el Diagrama. Sin embargo, lo más probable era que no se produjera. Tendrían que continuar confiando en el hombre que una vez fue, confiando en su visión y comprensión. Era mejor que nada. Los dioses y las religiones les habían fallado. Los reyes y altos señores eran egoístas, mezquinos. Si iba a confiar en algo en que creer, sería en sí mismo y en el genio absoluto de una mente humana sin trabas. Sin embargo, en ocasiones era difícil seguir el rumbo. Sobre todo cuando se enfrentaba a las consecuencias de sus acciones.

Entraron en el campo de batalla.

Al parecer, cuando empezó el incendio gran parte de la lucha se había desviado a las afueras de la ciudad. Los hombres continuaron guerreando a pesar de que su capital ardía. Siete facciones. El Diagrama había deducido seis. ¿Importaba?

Un soldado le entregó un pañuelo perfumado para que se lo llevara a la cara mientras pasaban ante los muertos y moribundos. Sangre y humo. Olores que llegaría a conocer muy bien antes de que todo esto terminara. Hombres y mujeres ataviados con las libreas de color naranja quemado de Kharbranth examinaban a muertos y heridos. Por todo el este, el color se había convertido en sinónimo de curación. De hecho, tiendas donde ondeaba el estandarte (el estandarte del cirujano) salpicaban el campo de batalla. Los curadores de Gustus habían llegado justo antes de la batalla y habían empezado a atender a los heridos inmediatamente. Mientras dejaba atrás los campos de muertos, los soldados veden empezaron a levantarse de donde estaban sentados con ojos velados de estupor. Entonces empezaron a vitorearlo.

—Por la mente de Pali —dijo Adrotagia, viéndolos levantarse en las lindes del campo de batalla—. No puedo creerlo.

Los soldados estaban separados en grupos según los estandartes, atendidos por los cirujanos de Gustus, aguadores y confortadores. Heridos e ilesos por igual, todo el que podía se levantaba por el rey de Kharbranth y lo vitoreaba.

—El Diagrama dijo que sucedería —dijo Gustus.

—Pensé que era un error —respondió ella, sacudiendo la cabeza.

—Lo saben —dijo Mrall—. Somos los únicos vencedores hoy. Nuestros curadores, que ganaron el respeto de todos los bandos. Nuestros confortadores, que ayudaron a los moribundos a fallecer. Sus altos señores solo les trajeron miseria. Tú les has traído vida y esperanza.

—Les he traído muerte —susurró Gustus.

Había ordenado la ejecución de su rey, junto con los altos príncipes concretos que indicaba el Diagrama. Al hacerlo, había empujado a la guerra a las diversas facciones. Había puesto este reino de rodillas. Y ahora lo vitoreaban. Se obligó a detenerse con uno de los grupos, a preguntar por su salud, a ver si había algo que pudiera hacer por ellos. Era importante que lo vieran como un hombre compasivo. El Diagrama lo explicaba con fría indiferencia, como si la compasión fuera algo que se pudiera medir en una copa junto a una pinta de sangre. Visitó a un segundo grupo de soldados, luego a un tercero. Muchos se acercaron a él, para tocarle los brazos o la túnica, llorando lágrimas de agradecimiento y alegría. Sin embargo, un número aún mayor de soldados veden permanecía sentado en sus tiendas contemplando los campos de cadáveres. Aturdidos.

—¿La Emoción? —le susurró a Adrotagia mientras dejaban atrás al último grupo de hombres—. Lucharon durante toda la noche mientras su capital ardía. Deben de haberla experimentado a fondo.

—Estoy de acuerdo —dijo ella—. Eso nos da un punto de referencia mayor. La Emoción es al menos tan fuerte aquí como en Alezkar. Tal vez más fuerte. Hablaré con nuestras eruditas. Tal vez esto ayude a localizar Nergaoul.

—No inviertas demasiados esfuerzos en eso —dijo Gustus, acercándose a otro grupo de soldados veden—. No estoy seguro de qué haríamos siquiera si lo encontráramos. —Un spren antiguo y maligno no era algo que tuviera recursos para domar. No todavía, al menos—. Preferiría saber adónde se dirige Moelach.

Con suerte, Moelach habría decidido no irse a dormir otra vez. De momento, los Susurros de Muerte les ofrecían la mejor forma que habían encontrado de aumentar el Diagrama. No obstante, había una respuesta que nunca había podido determinar. Una por la que daría casi cualquier cosa.

¿Sería todo esto suficiente?

Se reunió con los soldados, y adoptó el aire de un anciano amable, aunque no muy listo. Preocupado y servicial. Casi era realmente ese hombre hoy. Intentó hacer una imitación de sí mismo cuando era un poco más tonto. La gente aceptaba a ese hombre, y cuando tenía ese intelecto, no necesitaba fingir compasión tanto como cuando era más listo. Bendecido con la inteligencia, maldecido por la compasión de sentir dolor por lo que había hecho. ¿Por qué no podía tener ambas cosas a la vez? No creía que en otras personas la inteligencia y la compasión estuvieran relacionadas de esa forma. Los motivos de la Vigilante Nocturna tras sus dádivas y maldiciones eran insondables.

Gustus avanzó entre las filas de hombres, oyó sus súplicas para que les dieran más asistencia y medicinas que aliviaran su dolor. Escuchó su agradecimiento. Los soldados habían sufrido una lucha que, incluso en ese momento, parecía no tener ningún vencedor. Querían algo a lo que aferrarse, y se suponía que Gustus era neutral. Resultaba sorprendente con cuánta facilidad le desnudaban sus almas. Llegó al siguiente soldado en la fila, un hombre con capa encapuchada que se sujetaba un brazo aparentemente roto.

Gustus miró a los ojos del encapuchado.

Era Octavia-hija-hija-Vallana.

Gustus sintió un momento de puro pánico.

—Tenemos que hablar —dijo la shin.

Gustus agarró a la asesina por el brazo, apartándola de la multitud de soldados veden. Con la otra mano, palpó en su bolsillo la piedra jurada que llevaba encima en todo momento. La sacó solo para verla. Sí, no era falsa. Condenación, ver a Octavia allí le había hecho pensar que de algún modo lo habían superado, le habían robado la piedra y enviado a Octavia a matarlo. El encapuchado se dejó llevar. ¿Qué había dicho? «Que tenía que hablar, idiota —pensó Gustus para sí—. Si hubiera venido a matarte, estarías muerto».

¿Habrían visto a Octavia allí? ¿Qué diría la gente si vieran a Gustus relacionarse con una shin? Con menos se habían propagado rumores. Si alguien veía un atisbo de que Gustus estaba relacionado con la infame Asesina de Blanco…

Mrall advirtió inmediatamente que algo iba mal. Ladró órdenes a los guardias, separando a Gustus de los soldados veden. Adrotagia (que estaba sentada cruzada de brazos cerca, observando y dando pataditas en el suelo) se puso en pie de un salto para acercarse. Miró a la persona bajo la capucha, luego se quedó boquiabierta, el color borrado de su rostro.

—¿Cómo te atreves a venir aquí? —le dijo Gustus a Octavia, hablando entre dientes mientras mantenía una pose y expresión alegres. Hoy solo era de inteligencia media, pero seguía siendo rey, criado y formado en la corte. Podía mantener la compostura.

—Ha surgido un problema —dijo Octavia con voz inexpresiva.

Hablar con esta criatura era como hacerlo con uno de los muertos.

—¿Por qué no has matado a Bellamy Griffin? —exigió Adrotagia con ansiedad—. Sabemos que huiste. ¡Regresa y haz el trabajo!

Octavia la miró, pero no respondió. Ella no poseía su piedra jurada. Sin embargo, Octavia pareció estudiarla con aquellos ojos inexpresivos suyos. Condenación. Su plan era impedir que Octavia conociera o supiera de Adrotagia, por si decidía volverse contra Gustus y matarlo. El Diagrama especulaba con esta posibilidad.

—Griffin tiene a alguien que es capaz de potenciar —dijo Octavia.

Así que Octavia conocía a Anya. ¿Había fingido entonces su muerte, como sospechaba? Condenación.

El campo de batalla pareció callarse. Para Gustus, los gemidos de los heridos se apagaron. Todo se redujo a Octavia y a él. Esos ojos. El tono de voz del hombre. Un tono peligroso. ¿Qué…?

«Habla con emoción —advirtió Gustus—. Ha dicho la última frase con pasión». Parecía una súplica. Como si la voz de Octavia estuviera siendo aplastada por los lados.

Esta mujer no estaba cuerda. Octavia-hija-hija-Vallana era el arma más peligrosa de todo Roshar, y estaba rota. Tormenta, ¿por qué no podía haber pasado esto en un día en que Gustus tuviera algo más que media inteligencia?

—¿Qué te hace decir eso? —preguntó, tratando de ganar tiempo para que su mente examinara las implicaciones. Tenía la piedra jurada de Octavia ante él, casi como si pudiera espantar los problemas igual que la glifoguarda de una mujer supersticiosa.

—Luché con ella —explicó Octavia—. Protegió a Griffin.

—Ah, sí —respondió Gustus, pensando furiosamente.

Octavia había sido desterrada de Shinovar, convertida en Sinverdad por algo relacionado con una afirmación suya de que los Portadores del Vacío habían regresado. Si descubría que no se equivocaba en esa afirmación, entonces qué…

«¿Ella?».

—Luchaste con una potenciadora —dijo Adrotagia, mirando a Gustus.

—Sí —respondió Octavia—. Una alezi que se alimentaba de luz tormentosa. Hizo sanar un brazo atravesado por una hoja esquirlada. Es… Radiante. —Aquella tensión en su voz no parecía segura. Gustus miró las manos de Octavia. Abría y cerraba continuamente los puños, como si fueran corazones latiendo.

—No, no —dijo Gustus—. Me he enterado de esto hace poco. Sí, ahora tiene sentido. Una de las hojas de Honor ha desaparecido.

Octavia parpadeó, y se concentró en Gustus, como si regresara de un lugar lejano.

—¿Una de las otras siete?

—Sí —dijo Gustus—. Solo he oído insinuaciones. Tu pueblo es reservado. Pero sí…, veo que es una de las dos que permiten la Regeneración. Griffin debe tenerla.

Octavia osciló adelante y atrás, aunque no parecía consciente del movimiento. Incluso en estas circunstancias se movía con la gracia de una luchadora. «Tormentas».

—La mujer con la que luché no invocó ninguna espada —dijo Octavia.

—Pero usó luz tormentosa —apuntó Gustus.

—Sí.

—Por tanto debe de tener una hoja de Honor.

—Yo…

—Es la única explicación.

—Es… —La voz de Octavia se volvió más fría—. Sí, la única explicación. La mataré y la recuperaré.

—No —dijo Gustus con firmeza—. Volverás con Bellamy Griffin y llevarás a cabo la tarea que se te ha asignado. No luches contra esa otra mujer. Ataca cuando no esté presente.

—Pero…

—¿Tengo tu piedra jurada? —preguntó Gustus—. ¿Hay que cuestionar mi palabra?

Octavia dejó de oscilar. Su mirada se encontró con la de Gustus.

—Sinverdad soy. Hago lo que mi amo requiere y no pido explicaciones.

—Aléjate de la mujer de la hoja de Honor —insistió Gustus—. Mata a Bellamy.

—Así se hará.

Octavia se dio media vuelta y se marchó. Gustus quiso darle más instrucciones. «¡Que no te vean! ¡No vuelvas a acudir a mí en público nunca más!». Pero no hizo tal cosa: se quedó allí sentado en el camino, perdida la compostura. Jadeó, temblando, mientras el sudor le corría por la frente.

—Padre Tormenta —dijo Adrotagia, sentándose en el suelo junto a él—. Creí que estábamos muertos.

Los criados acudieron con una silla para Gustus mientras Mrall se excusaba en su nombre. «El rey está abrumado de dolor por las muertes de tantos. Es viejo, sabéis. Y tan compasivo…».

Gustus inspiró y espiró, luchando por recuperar el control. Miró a Adrotagia, que estaba sentada en medio de un círculo de criados y soldados, todos fieles al Diagrama.

—¿Quién es? —preguntó en voz baja—. ¿Quién es esta potenciadora?

—¿La pupila de Anya? —dijo Adrotagia.

Se habían sobresaltado cuando aquella muchacha llegó a las Llanuras Quebradas. Ya habían planteado la hipótesis de que había sido entrenada. Si no por Anya, entonces por su hermano, antes de su muerte.

—No —dijo Gustus—. ¿Uno de los miembros de la familia de Bellamy? —Pensó durante un rato—. Necesitamos el Diagrama.

Ella fue a traerlo del barco. Nada más, ni sus visitas a los soldados, ni las reuniones más importantes con los líderes veden, importaba ahora. El Diagrama estaba equivocado. Estaban perdidos en territorio peligroso. Adrotagia regresó con el Diagrama y los predicetormentas, que emplazaron una tienda alrededor de Gustus allí mismo en el sendero. Las excusas continuaron. «El rey está débil por el sol. Debe descansar y quemar glifoguardas al Todopoderoso por la conservación de vuestra nación. Gustus se preocupa mientras vuestros propios ojos claros os envían al matadero…».

A la luz de las esferas, Gustus revisó el tomo, repasando las traducciones de sus palabras, escritas en un idioma que él había inventado y luego olvidado. Respuestas. Necesitaba respuestas.

—Adro, ¿alguna vez te dije lo que pedí? —susurró mientras leía.

—Sí.

Él apenas escuchaba.

—Capacidad —susurró, pasando una página—. Capacidad para detener lo que se avecinaba. La capacidad para salvar a la humanidad.

Siguió buscando. Ese día no era muy inteligente, pero había pasado muchas horas leyendo estas páginas, repasando los párrafos una y otra y otra vez. Las conocía. Las respuestas estarían allí. Tenían que estar. Gustus ya solo adoraba a un dios. Al hombre que fue aquel día.

«Aquí está».

La encontró en una reproducción de un rincón de su habitación, donde había escrito con letra diminuta unas frases encima de otras porque se había quedado sin espacio. Con su claridad de genio, las frases habían parecido fáciles de separar, pero sus eruditas habían tardado años en desentrañar lo que decía esto. «Ellos vendrán. No puedes detener sus juramentos. Busca a los que sobrevivan cuando no deberían hacerlo. Este patrón será la clave».

—Los hombres del puente —susurró Gustus.

—¿Qué? —preguntó Adrotagia.

Gustus alzó la cabeza, parpadeando cansado.

—Los hombres del puente de Bellamy, los que recibió de Sadeas. ¿Leíste el relato de su supervivencia?

—No pensé que fuera importante. Solo es otro juego de poder entre Sadeas y Bellamy.

—No. Es algo más.

Habían sobrevivido. Gustus se levantó.

—Despierta a todos los durmientes alezi que tenemos: envía a todos los agentes a la zona. Se contarán historias de uno de esos hombres. Supervivencia milagrosa. Favor de los vientos. Hay uno entre ellos. Puede que no sepa exactamente lo que está haciendo, pero se ha vinculado con un spren y ha jurado al menos el Primer Ideal.

—¿Y si la encontramos? —preguntó Adrotagia.

—La mantenemos alejada de Octavia a toda costa. —Gustus le tendió el Diagrama—. Nuestras vidas dependen de ello. Octavia es una bestia que se roe la pata para escapar de sus cadenas. Si se libera…

Ella asintió y se marchó a hacer lo que le había ordenado. Se detuvo en la puerta de su tienda temporal.

—Tal vez tendríamos que volver a calibrar nuestros métodos de determinar tu inteligencia. Lo que he visto en la última hora me hace cuestionar si hoy puede aplicársete el término «medio».

—Las calibraciones no están equivocadas —respondió él—. Simplemente, subestimas al hombre medio.

Además, al tratar con el Diagrama, él podía no recordar lo que había escrito o por qué… pero en ocasiones había ecos. Ella se marchó, dejando paso a Mrall, que entró luego.

—Majestad. Se nos acaba el tiempo —dijo—. El alto príncipe se está muriendo.

—Lleva años agonizando.

Con todo, Gustus avivó el paso, tanto como era capaz de hacer hoy en día, mientras reemprendía la caminata. No se detuvo con ningún soldado más, y solo dirigió breves saludos a los vítores que recibía. Por fin, Mrall lo llevó al otro lado de una colina, lejos del hedor de la batalla y la ciudad humeante. Allí, en una serie de carromatos ondeaba una bandera de buen augurio, la del rey de Jah Keved. Los guardias dejaron pasar a Gustus al círculo de carretas, y se acercó a la más grande, un vehículo enorme que casi parecía un edificio con ruedas. Encontraron al alto príncipe Valam… al rey Valam, en la cama, tosiendo. Se le había caído el pelo desde la última vez que Gustus lo vio, y tenía las mejillas tan hundidas que en ellas podía haberse acumulado el agua de la lluvia. Redin, el hijo bastardo del rey, permanecía al pie de la cama, con la cabeza gacha. Con los tres guardias que había en la habitación, no había espacio para Gustus, así que se detuvo en la puerta.

—Gustus —dijo Valam, luego tosió en su pañuelo. Lo retiró manchado de sangre—. Has venido a por mi reino, ¿no?

—No sé a qué te refieres, majestad.

—No te hagas el tonto —replicó Valam—. No lo soporto en las mujeres ni en los rivales. Padre Tormenta… no sé qué van a hacer contigo. Casi creo que te habrán asesinado antes de que acabe la semana. —Agitó una mano enferma, toda vendada, y los guardias dejaron paso a Gustus para que entrara en el pequeño dormitorio.

»Un ardid astuto —dijo el rey—. Enviar esa comida, esos curadores. He oído decir que los soldados te aman. ¿Qué habrías hecho si uno de los bandos hubiera ganado claramente?

—Habría tenido un nuevo aliado —dijo Gustus—. Agradecido por mi ayuda.

—Ayudaste a todos los bandos.

—Pero más al vencedor, majestad. Podemos atender a los supervivientes, pero no a los muertos.

Valam volvió a toser con grandes estertores. Su hijo bastardo se acercó, preocupado, pero el rey hizo que se apartara.

—Tendría que haber imaginado que serías el único de mis hijos que viviría, bastardo —le dijo el rey entre jadeos. Se volvió hacia Gustus—. Resulta que tienes una reclamación legítima al trono, Gustus. Por parte de madre, ¿no? ¿Matrimonio con una princesa veden hará unas tres generaciones?

—No tengo noticias de ello —dijo Gustus.

—¿No me has oído? Te he dicho que no te hagas el tonto.

—Los dos tenemos un papel que representar en esta función, majestad. Yo simplemente recito las líneas tal como fueron escritas.

—Hablas como una mujer —dijo Valam. Escupió sangre en el suelo—. Sé lo que pretendes. Dentro de aproximadamente una semana, después de cuidar a mi pueblo, tus escribas «descubrirán» tu pretensión al trono. Reacio, aceptarás para salvar el reino, como te pedirá mi propio pueblo.

—Veo que te han leído el guión —dijo Gustus en voz baja.

—Esa asesina vendrá a por ti.

—En efecto, es posible. —Era la verdad.

—No sé por qué tormentas intenté hacerme con este trono —masculló Valam—. Al menos moriré como rey. —Inspiró profundamente, luego alzó la mano, haciendo un gesto impaciente a las escribas que esperaban fuera de la habitación. Las mujeres se levantaron y asomaron la cabeza.

»Voy a nombrar a este idiota mi heredero —anunció Valam, señalando a Gustus—. ¡Ja! ¡A ver qué tal les sienta a los otros altos príncipes!

—Están muertos, majestad —explicó Gustus.

—¿Qué? ¿Todos ellos?

—Sí.

—¿Incluso Boriar?

—Sí.

—Mmm. Bastardo.

Al principio, Gustus pensó que era una referencia a uno de los difuntos. Luego, no obstante, advirtió que el rey llamaba a su hijo ilegítimo. Redin dio un paso al frente y se arrodilló junto a la cama mientras Gustus le dejaba sitio. Valam se debatió con algo que tenía bajo las mantas: su puñal. Redin le ayudó a sacarlo y luego sostuvo torpemente el arma. Gustus inspeccionó a Redin con curiosidad. ¿Este era el implacable verdugo del que había oído hablar? ¿Este hombre preocupado de aspecto indefenso?

—En el corazón —dijo Valam.

—Padre, no…

—¡En el corazón, tormentas! —gritó Valam, esparciendo saliva ensangrentada por toda la sábana—. No pienso quedarme aquí tendido y permitir que Gustus soborne a mis propios criados para que me envenenen. ¡Hazlo, muchacho! ¿O no puedes ocuparte de una cosa sencilla que…?

Redin clavó el puñal en el pecho de su padre con tanta fuerza que Gustus dio un respingo. Entonces Redin se levantó, saludó y salió de la habitación. El rey jadeó una vez más; tenía los ojos vidriosos.

—Así la noche reinará, pues la opción del honor es la vida…

Gustus alzó una ceja. ¿Un susurro de muerte? ¿Allí, en ese instante? Rayos, y no estaba en una situación donde pudiera anotar la frase exacta. Tendría que recordarla.

La vida de Valam se disolvió como si fuera simplemente carne. Una hoja esquirlada apareció del vapor junto a la cama, y luego cayó al suelo de madera del carromato. Nadie intentó cogerla. Los soldados de la habitación y las escribas de fuera miraron a Gustus, luego se arrodillaron.

—Cruel, lo que le ha hecho Valam a ese —dijo Mrall al tiempo que señalaba con la cabeza al bastardo, que salía de la carreta.

—Más de lo que crees —respondió Gustus, extendiendo la mano para tocar el puñal que asomaba a través de la manta y las ropas del pecho del viejo rey. Vaciló, los dedos a milímetros de la hoja—. El bastardo será conocido como parricida en los archivos oficiales. Si tuviera interés en este trono, esto se lo pondrá… difícil, más aún que su parentesco. —Gustus retiró los dedos del puñal—. ¿Puedo quedarme un momento con el rey caído? Quisiera pronunciar una plegaria por él.

Los demás salieron de la habitación, incluso Mrall. Cerraron la puertecita y Gustus se sentó en un taburete junto al cadáver. No tenía intención de decir ningún tipo de plegaria, pero esperó un momento. A solas. Para pensar. Había funcionado. Tal como instruía el Diagrama, Gustus era rey de Jak Keved. Había dado el primer paso importante hacia la unificación del mundo, como Gavilar habría insistido si hubiera sobrevivido. Eso era, al menos, lo que habían proclamado las visiones. Visiones que Gavilar le había confesado hacía seis años, la noche de la muerte del rey alezi. Gavilar había tenido visiones del Todopoderoso, que también estaba muerto, y de una tormenta venidera. «Únelos».

—Estoy haciendo todo lo que puedo, Gavilar —susurró Gustus—. Lamento que tenga que matar a tu hermano.

Ese no sería el único pecado que pendería sobre su cabeza cuando todo hubiera terminado. Ni por una leve brisa ni por un vendaval. Deseó, una vez más, que ese día hubiera sido una jornada de inteligencia superior. Entonces no se habría sentido tan culpable.