Dore-malfoy, gracias por el interés. Ya estoy actualizando otra vez. Espero que te guste, aunque no hace avanzar la trama. Seguirá habiendo escenas fuera de Hogward además de las escenas dentro del castillo por un rato más.
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DISCLAIMER: Nada de lo que les resulte conocido es mío, sino de J. K. Rowling (y tal vez algunos otros, pero en esos casos agregaré notas al pie para identificarlos) y mis intenciones al respecto no son buenas, pero tampoco delito.
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El verbo se hace carne o deja de serlo.-
El primer squib en más de un centenar de generaciones de magos.
Afortunadamente para él había nacido de padres muy modernos. Investigadores, que formaban parte de ambos mundos, el muggle y el mágico; del segundo por nacimiento, del primero por interés "científico".
De haber sido un Malfoy seguramente no lo hubieran dejado vivir.
Claro que, de haber sido un Malfoy, tampoco lo habrían descubierto hasta que cumpliera los once años, y para entonces ni aún las más duras entrañas de mortífago habrían de serlo tanto como para destruir a un hijo que has críado.
Se supone.
Quizás las leyes que prohibían la magia a los infantes hasta los once años eran, a fin de cuentas, humanitarias. Protegían a los bebés lentos de la impaciencia y frustración de padres y abuelos.
Quizás esas leyes que hoy en día nos parecen atenazantes, fueron originalmente diseñadas para salvar la vida a los recién nacidos que en pretéritas épocas salvajes morían a cientos, a la primera sospecha de carecer de magia.
Historia conocida. Pero que se prefiere olvidar. Que se excluye de los libros de texto. Que pronto nadie sabrá salvo aquellos que aún sean capaces de practicar los rituales que permiten acceder a las "registros" energéticos que los muggles que creen en la magia conocen como "akásicos". Difíciles de encontrar, arduos de accesar y nada fáciles de interpretar.
También había sido abolido aquel clásico que autorizaba el inmediato repudio y anatema de la esposa que producía dos squib seguidos, a no ser que tuviera ya anteriormente una cuerda de hijos magos, cinco o seis.
Claro que esa ley, nunca escrita, más antigua que las Normas para el conjuro efectivo de acuerdo a los cánones de los antiguos, no había sido abolida por un cambio en la actitud ante el fenómeno squib, sino por movimientos feministas tan perseverantes como los sufragistas del mundo muggle. Y sobre todo por la comprensión, cada vez más extendida entre los magos, de que hacer recaer toda la responsabilidad de la mala herencia en la mujer implica, si se es coherente, adjudicarle también todo el mérito por la buena.
¡Oh!, ciertas sectas lo hacen, aún hoy en día. No olvidemos que Merlín era hijo de mujer y demonio, no de mujer y hombre. Y tampoco Jesúcristo era hijo de hombre. Los hombres pintan poco como progenitores en los mitos y las religiones. Es la mujer la que cataliza la chispa del cielo o del infierno que incendia de sentido al mundo.
Sólo los griegos imaginaron a un varón para traer el fuego al mundo, y tuvo que robarlo. Y ese fuego no encarnó; no se hizo cuerpo, mente, voluntad y destino humano, sólo fue utilizado.
El hombre instrumenta, la mujer incorpora.
Los magos comprendieron esto mucho antes que los muggles, porque la palabra instrumentada no tiene poder, debe ser incorporada. Porque el fuego instrumentado no tiene dirección, debe ser incorporado. Porque unir el fuego a la palabra es privilegio femenino. Si no fuéramos todos tan mujer como hombre por dentro, sólo las mujeres serían brujas, y el mundo mágico no se diferenciaría demasiado de aquel histérico aquelarre permanente que imaginaban los inquisidores del medioevo.
Porque instrumentar también es necesario.
Pero incorporar es imprescindible.
Prometeo dividió al mundo al separar a la ciencia de la magia.
Ése es su fuego famoso. Su precaria libertad.
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—¿Conoces la leyenda del robo del fuego y la palabra? –me preguntó en ese momento Erik, interrumpiendo su relato autobiográfico.
—Cuéntamela –pedí, enroscándome un poco más entre sus piernas. Estiré el rostro para robarle un casto beso, pero en seguida lo solté para dejarlo hablar.
—¿Elisa duerme?
—Creo.
—Lástima. Me habría gustado que escuchara este cuento.
—Aquí estoy –se escuchó en ese momento la voz de Elisa tras el sofá.
Resoplé de indignación, nos había estado espiando. Pero no dije nada porque una mano de Erik cubrió mi boca y en silencio me pidió con su expresión dejarlo pasar. Sospeché que él lo había previsto, y que por eso había preguntado por ella.
«Los nombres cambian –empezó, mientras Elisa salía lentamente de su escondite, a cuatro patas, como un gato mimoso, y se refugiaba contra su costado, lo más lejos posible de mi predecible furor-, de isla en isla, de tribu en tribu, pero en todas una era hembra y el otro varón, y ambos habían sido desde siempre y serían para siempre, y a la humanidad la habían creado, hembra y varón la habían creado, a imagen y semejanza de ellos mismos.
En el lugar en que yo escuché esta historia a los protagonistas se los conocía como Tiague y Anolf, pero en todas las islas y todas las tribus la historia es la misma, salvó detalles irrelevantes, aunque los nombres cambien.»
Comprendí que era una historia muggle, porque entre los magos los nombres pueden ser cualquier cosa, pero jamás irrelevantes. Pero no interrumpí, porque la esquiva magia de los contadores de historias había encarnado momentaneamente en Erik, y escuchar en atento silencio se impone en esos casos.
«A Él las mujeres parecíanle fruto de la tristeza de Ella. A Ella los hombres (fruto de) la rabia de Él.
Él a los suyos la palabra había dado. Ella el fuego a las que creara.
Tan separadamente creados, sostenidos ignorándose, pero se habían encontrado. Se habían conocido.
Se habían temido, primero, y luego se habían robado.
Así ellas sonaron la palabra y ellos tocaron el fuego.
Confusión y quemadura. Ardor y ruido, miedo primero, para ambos.
Cuando Ellos vieron fuego y palabra en ojos y boca de la humanidad se enojaron mucho. Primero en silencio y en oscuridad y en desencuentro. Luego fueron Una contra Otro. Fueron en recriminación, en descontento, en intolerancia, en impaciencia.
El fuego que ella había puesto en el mundo para que las mujeres tuvieran luz cuando Ella no estuviera, los hombres habíanlo usado para extender la rabia de Él contra todos los seres, y transformaban el mundo que ella había fabricado con tanta dedicación. Y estaban cocinando los metales, su último secreto.
A las huellas sonoras de la presencia de Él las mujeres habíanlas puesto a conversar entre sí. Ya no querían servir más para significar las cosas.
Y Ellos se enojaron uno con el otro.
Porque Ella dijo que las cosas eran salidas de su ser y no las quería atrapadas en redes de palabras. Y Él dijo que ella no tenía derecho a poner luz en el mundo para alargar su presencia allí, con un falso ser de luz que no era mundo.
Y Ellos discutieron.
Porque Ella dijo que las palabras de Él eran algo muerto, cadáveres a los que las mujeres habían dado vida, y Él afirmó que los seres de Ella no tenían sentido si no podían usarse y transformarse.
Y Ellos pelearon.
Y el mundo se conmovió y tembló, y la humanidad sintió terror.
Un terror que nunca había sentido. Un terror que parecía tan poderoso como Ellos, tan digno de pleitesía como Ellos.
Ellos, los ahora ausentes, porque el furor de la pelea los había arrastrado fuera del mundo.
Eso era peor que el terror, eso era soledad vacía, todo vacío, nada importa, nada significa.
Se agarraron al terror, la última sombra de ellos, el último sustento del sentido.
Porque las palabras ya no decían, y los hombres sintieron el absurdo y el ridículo de la repetición de los sonidos.
Se miraban los unos a los otros, y se tapaban las orejas con las manos, enojándose cada vez más por lo inútil de las imitaciones. Se acusaban mutuamente de pretensión y de torpeza.
Y los hombres pelearon.
Y el fuego ya no daba luz. Sólo resplandores breves, calcinantes, mostraban caricaturas de sus ademánes de súplica. Y sintieron vergüenza, y escondieron el rostro entre los brazos, los brazos en el suelo, hechas ovillos de vergüenza, soledad y tristeza.
Y las mujeres lloraron.
Ellas no sabían quien le había hecho eso al fuego, ni que habían sido robadas. Solas se avergonzaban de no haber sabido cumplir los rituales, de haber arruinado el regalo de Ella, y de haberla alejado.
Y ellos se acusaban mutuamente de no haber entendido las palabras de Él, de haberlas equivocado al usarlas para pensar en Él y en el mundo, como Él les había exigido.
Y así los hombres habían empezado una gran lucha. Y así las mujeres se habían echado todas a morir, tiradas por los suelos, imitando la vez cuando habían estado muertas, cuando por primera vez Ella había llegado, la única vez que había llegado de verdad.
Pero ninguno sabía lo que había ocurrido.
Que Tiague había robado la palabra, porque la había escuchado un día al cruzar los bosques, y la había repetido, porque repetía los cantos de los pájaros y los sonidos todos de los animales, y éste le pareció muy especial.
Tiague había estado recogiendo ramitas caídas de los árboles, y Anolf, que seguía a los animales para aprender sus costumbres, la vio y la siguió, porque le pareció un ejemplar extraño y muy hermoso.
Y Anolf iba hablando solo mientras la seguía, porque la palabra era una novedad de la que nunca se cansaba, y fue entonces que Tiague lo escuchó sin saber qué escuchaba. Y Anolf tras ella llegó a dónde ella regresaba, y no vio a las otras, porque vio el fuego y ya no vio nada más sino el fuego.
Y Tiague había encendido la punta de una rama y él pasándole por encima como si fuera la sombra de un espíritu oso le arrebató la rama encendida y desapareció en el bosque.
Y ellas no supieron lo que había pasado. Y él no sabía lo que había recogido.
Tampoco ellas sabían lo que habían recogido con su voz.
Así Anolf robó el fuego, y Tiague robó las palabras.
Y para Anolf, Tiague fue como una diosa. Y para Tiague la ráfaga que había sido Anolf fue un misterio anonadante que cautivó su deseo.
Pero Tiague repetía las palabras y las otras las aprendieron, y las repetían y las aprendieron, y las inventaron, cosa que Él había prohibido.
Y los hombres hicieron lo que Anolf contó que había visto hacer a Tiague, y encendieron ramas, cada uno una rama, muchos fuegos pequeños, cosa que Ella había prohibido.
Habían hecho todo lo prohibido.
Entre todas las mujeres empezaron a darle nombres a las cosas. Y entre todos los hombres empezaron a probar el fuego en todo lo que los rodeaba. Ninguno respetaba lo que había robado, pues no había recuerdo de ritual alguno, de muerte y resurrección, de dios alguno entregando como un don aquello nuevo tan maravilloso. De modo que ningun grupo respetó lo que el otro grupo trataba con un fervor sagrado, y así las palabras y el fuego fueron aplicados a todo.
Y para Anolf, Tiague era como una diosa, que le había entregado el fuego, y para Tiague, Anolf era el dios cuya voz había escuchado hablándole, para que ella aprendiera.
Y Tiague sólo pensaba en volver a encontrar al dios que de ese modo había sonado creando sentido en sus oídos. Y Anolf sólo pensaba en volver a encontrar a la diosa, que de una rama había sacado luz.
Debe hacerlo de Sí misma, pensó. Como Él hace las palabras.
Pero no lo había matado de miedo. Lo había encantado y seducido, y asustado también, pero no se había muerto del miedo, como se muere uno cuando se enfrenta a Ellos. Como la primera vez que los hombres Lo vieron, a Él, que se murieron todos y Él tuvo que revivirlos con sus palabras. Fue al hacer esto que les entregó la palabra. Y fue con el calor de su fuego que Ella revivió a las mujeres que su presencia había matado de terror.
Pero Tiague no era Ella, y esto Anolf no lo sabía.
Era diosa pequeña, deseable, no tan terrorífica como Él.
Y Tiague a las mujeres les habló sólo de las palabras y la ráfaga que se llevó su rama. Y la que esto había hecho era divinidad sorprendente pero no terrorífica. Tiague nunca explicó lo que había sentido y cómo quería que la ráfaga volviera a arrebatarla, porque aún no había inventado suficientes palabras como para explicar esto. Pero lo deseaba.
Era un dios de su tamaño, deseable. Nada tan pavoroso como Ella.
Por eso cuando Ellos en su lucha abandonaron por unos breves eones aquello que había estado sostenido por sus voluntades, y la humanidad fue alcanzada por esa perfecta soledad que es atributo exclusivo de los dioses, y no pudiendo soportarla los hombres se pusieron a pelear, y las mujeres se echaron a morir, y el terror se erigió en lo único conocido, el único consuelo, hubo dos excepciones: Anolf no peleó, se separó de la horda. Tiague no se arrojó al suelo, como aplastada sombra, se alzó en alerta pleno. Ambos buscaban.
Para ambos había un dios más pequeño, más a su tamaño, que podía tal vez ser encontrado.
Y Anolf vagaba hablando sin cesar, como había aprendido a hacerlo en oración a Él, aunque ahora buscaba a Tiague, la luz desconocida. Y Tiague, ansiosa de su voz, escuchó sus palabras llamando a la diosa con el fondo de los golpes de los demás hombres, un fondo de sonido que era como un ritmo.
Y Tiague ya no quiso perder la palabra de nuevo, aquel ritmo, aquello que escuchaba, así que no trató de imitarlo, hizo lo que mejor sabía, lo que hacía sin pensar, se dejó llevar por él y empezó a bailar, el fuego en sus manos, saltando de una a otra, y moviéndose cual un lenguaje que solo se escribiera contra la oscuridad, la rama invisible, sólo el movimiento existiendo.
No era para Anolf incitador el ritmo de sus propias palabras que él mismo no escuchaba, ni el ruido de la batalla, cuyos golpes y gritos Tiague interpretaba con sus movimientos. Ni aún el ritmo de su propio corazón podía escuchar Anolf, que sólo hablaba en cumplimiento de un ritual, pero imitarla a ella era una manera de intentar apropiarse de esa nueva forma de lenguaje de luz. Él imitaba solamente el movimiento de ella, y así fue diferente su baile del de ella, pues mientras ella lo escuchaba él la miraba, y así bailaron juntos mucho rato.
Mucho, mucho rato estuvieron así, Anolf mirando a Tiague e imitándola, y Tiague sin ver a Anolf, pero escuchándolo, escuchando sus palabras y siguiendo su ritmo con los pies y las manos, la cabeza y los hombros, y la cadera y la pelvis.
Mucho, mucho rato estuvo Anolf imitando esos movimientos que no comprendía e intentando asirlos en sus palabras de súplica, de tal modo que él cantaba el baile de Tiague, y Tiague bailaba su canto.
Al final ambos bailaban y cantaban, aunque con bailes y cantos diferentes.
Mucho, mucho rato, hasta que llegó el agotamiento de la batalla y de los llantos, pues hombres y mujeres eran sólo eso, hombres y mujeres, y se cansan, y eso es bueno. Pues Ella y Él aún no se han cansado de su lucha, de la cual aún no han regresado, pero los hombres y mujeres hace mucho ya que olvidaron su desesperación.
Y las mujeres finalmente levantaron la vista desde el suelo en que se habían refugiado, y miraron. Sus ademanes doloridos, miraron.
Y los hombres, cansados, sedientos de algo que no fuera sangre y furia, vieron la sangre y vieron la furia, y oyeron sus voces que sonaban odio, que ya no Lo llamaban, y escucharon. Sus propias voces, escucharon.
Y entonces Tiague vio el baile de Anolf, y Anolf escuchó la música que movía a Tiague.
Y Anolf supo que él era la música, que bailaba Tiague, y Tiague supo que ella era el baile que movía a Anolf, y lentamente se acercó a él. Y él habló más fuerte, con más ritmo, con más furia, para que ella nunca dejara de moverse en su dirección.
Todos estaban solos, y hacía frío, y el mundo era mundo, y era grande, y quienes los habían arrojado en él, y quienes los habían privado de la muerte que primero les causaron les habían ahora retirado sus rostros.
Pero estaban solos juntos, y esto es algo que no puede expresarse ni con las palabras de Él. Y ni aún el fuego de Ella puede producir un calor como ése.
Y así Tiague encontró a Anolf, y así las mujeres encontraron a los hombres.
A pesar de Ellos que no lo habían querido.
Pero ellas y ellos estaban hecho a imagen y semejanza de Ella y Él, estaban pues destinados a encontrarse y a estar juntos, como Ellos están juntos incluso ahora.
Y la humanidad no supo nunca del robo que había hecho ni del que había sufrido, y de que eso fue la causa de todo, ignorancia y accidente.
O bueno sí, ahora se sabe, pero ahora ya no importa.
Porque los dioses hace mucho que se han ido.»
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—Ahora te acuestas sin rechistar si no quieres que utilice la polvera.
—Sí, tía; ¡NO, tía! ¡Sí! Ya me voy.
—¿No tienes nada más que decir?
—Que me perdones. Que me perdonen –gimió.
—No se puede pedir perdón si uno no se arrepiente –presionó Erik.
—Ni si uno está pensando en volverlo hacer, ¡menos! –agregué yo.
—Dime, Elisa –preguntó él, y cuando miraba de esa manera a los ojos era imposible mentirle-. ¿Qué interés tienes en mi vida?
—Soy la chaperona de mi tía –lo dijo con tanta cachaza que era increible. Digo, para ser un pretexto o una broma, era increible, la naturalidad con que lo había dicho.
Erik me miró. Yo sonreí, disculpándome con el gesto por broma tan basta. Él se aguantó la carcajada.
—Tenía que venir a ver qué hacían, por si me necesitaba, para ayudarla a defenderse de sí misma.
—Elisa –pregunté-, ¿en serio quieres que crea que aún andas con eso en la mente?
—Cuando en el cine me siento entre los dos para que no estén juntos, lo apruebas –se defendió.
¡Sorpresa la mía! Y yo que había estado creyendo que se sentaba entre los dos en señal de cariño y de que nos estaba tomando como pareja parental secundaria.
—Y me quedé porque estaban hablando de squibs. Era por mí, ¿no? Por eso me escondí en lugar de venir a chaperonear bien. -A Elisa le gustaba inventar palabras-. Porque si hablaban de squibs, al verme se iban a callar.
—No –le aclaró Erik-, no era por ti. Era de mí que hablábamos.
Abrió bastante los ojos, sorprendida. Luego bajó la mirada. Ahora sí estaba pidiendo disculpas.
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