Muchísimas gracias a todos los que habéis participado dejando vuestros "reviews", que como ya os he respondido en MEMORIAS DE UN LICÁNTROPO, no es cosa de repetirse. Eso sí: ¡animaos!, ¡dejadme sugerencias!

ESCENA N.º 4 (HELEN NICKED AMA A REMUS LUPIN)

(Muchísimas gracias a HelenNickedLupin que, con su "review", me ha dado esta fenomenal idea para escribir. Ya sabéis que sigo esperando las vuestras, que creo quqe podéis tener ideas muy originales. ¡Pensadlo! Haré realidad vuestras ideas...).

Los señores Nicked aguardaban impacientes en la estación de King's Cross.

–¡Cuánto tarda esta niña!, ¿no? –exclamó el señor Nicked revolucionado–. ¿Vendrá ya?

La esposa lo ignoraba, avergonzada de sus voces, de sus paseos impacientes, de sus bufidos que sobresaltaban a las demás personas de alrededor. En un momento, cuando lo pilló desprevenido y al resto de la gente ignorando lo que hacían, le propinó un collejón en la nuca sin darle explicación alguna. Sin embargo, no por ello consiguió que el pobre muggle se estuviera quieto o dejara de hacer ruido.

–Eres un caso... –musitó–. ¡Oh, cállate, Matt!

El muggle se sentó en un banco vacío, con los codos apoyados sobre los muslos y el mentón sostenido sobre sus manos. Consultó la hora no menos de diez veces hasta que, harto, se puso en pie, paseando de un andén a otro, nervioso, la señora Nicked mirándolo histérica.

–¡Ya vienen, ya vienen! –exclamó la bruja a media voz para que el resto de muggles no la pudiera escuchar.

Desfiló un grupo de chicos, de once a trece años. Iban riendo, charlando; cruzaron la barrera del andén nueve y tres cuartos con total tranquilidad. Aguardaron unos minutos, expectantes, hasta que vieron surgir a Helen Nicked, de aspecto radiante. La abrazaron y besaron.

–¡Qué grande estás ya! –dijo su madre mientras la miraba de arriba abajo con atención–. Me tienes que contar por qué no viniste a casa a pasar las vacaciones de Pascua.

–Claro –respondió sonriente.

–¡Huy, la niña bonita! –Rió el señor Nicked–. ¡Que quince años más bien puestos! Trae para acá ese baúl.

El muggle tomó el asa y lo arrastró con evidente esfuerzo, derramando numerosas gotas de sudor por su frente.

–¿Por qué no pides un carrito? –le sugirió su esposa.

–Eso era precisamente lo que pensaba hacer –mintió.

Salieron de la estación de trenes londinense y recogieron el coche del señor Nicked, que estaba aparcado en sus aledaños, bajo un frondoso árbol. El matrimonio se sentó en los asientos de delante, mientras que Helen, una vez el baúl fue acomodado en el maletero, se sitúo detrás, con los codos apoyados en los respaldos de sus padres, asomada como una ratilla entre el resquicio que ambos asientos conformaban.

–Ahora nada de magia. No se te olvidé –le reconvino su madre–. No vaya a ser que nos vuelva a pasar lo mismo del año pasado. Te expulsarían...

–Guarda cuidado –dijo Helen sin apartar la sonrisa–. Este verano guardaré la varita en el lugar más inaccesible. No haré magia, te lo prometo. Esto...

–¡Tenía yo unas ganas de verte! –exclamó el muggle al frenar bruscamente ante un semáforo que acababa de iluminar el disco rojo–. ¡Unas ganas locas! Esta noche te vienes a dormir a nuestra cama, cuando pequeña.

La señora Nicked lo fulminó con una mirada de la que el pobre hombre no fue consciente. Helen se limitó a sonreír incómoda.

–Y he estado guardando todos los periódicos de estos meses para ponernos a hacer anagramas como locos –prosiguió.

–Oh... Gracias –respondió fingiendo una sonrisa que su padre admiró gustoso por el espejo retrovisor.

–¡Oh, cállate, Matt! –chilló la señora Nicked incorporándose sobre su asiento, que chirrió. El semáforo se puso súbitamente en verde y el auto arrancó con brusquedad, golpeándose la cabeza la bruja con el respaldo–. ¡Oh! Ten más cuidado. Conduces peor que los del Autobús Noctámbulo. ¡Uf! Y deja a tu hija de tonterías. ¿No ves que ya no le interesan vuestros aburridos anagramas?

El muggle se achicó en su asiento.

–No pasa nada, mamá... –participó Helen.

Un incómodo silencio se apoderó del interior del coche. Helen, entretanto, se quedó mirando por la ventanilla: veía pasar a los demás coches a una velocidad de infarto a su lado, pero lo cierto era que su padre sentía miedo a pisarle al acelerador. Alzó la vista y se encontró con la extensa pradera azul del cielo y se acordó, no supo por qué, de Remus. Había llegado el momento...

–Mamá, papá...

–¿Sí, Helen? –Se volvió hacia ella su madre.

–Tengo algo que contaros.

–¿Qué? –inquirió el señor Nicked manejando con rudeza el volante.

–Bueno, esto... Yo... Esto... ¿Os acordáis por casualidad cuando estaba a punto de entrar a Hogwarts de un sueño que tuve?

–¿Un sueño? –inquirió el señor Nicked.

–¿Al entrar a Hogwarts? –concluyó la señora Nicked–. No, no me acuerdo.

–Sí –exclamó Helen avivando sus mentes–, un sueño en el que veía un chico saliendo de un árbol. Os desperté a los dos.

–¡Ah, sí! –recordó de pronto la bruja–. ¿Qué pasa?

–Nada... –se intimidó–. Es que ya lo he conocido.

–¿Ah, sí? ¿Y cómo es?

–¡Oh! Es muy simpático, ¡y muy guapo!... –El señor Nicked le lanzó una cruda mirada a través del espejo–. Es... simpático.

La señora Nicked se volvió hacia delante y nada dijo. Helen, pensando que el tema se iba a enfríar, respiró hondo y asintió para sí.

–¡Estoy saliendo con ese chico! –exclamó a toda prisa.

El señor Nicked, sorprendido, blanco como la harina, dio un volantazo tan violento que se metió en la acera y a punto estuvo de arrollar a una viejecita de piernas delgaduchas, paso corto y ayudado de bastón y pelo blanquecino.

–Sinvergüenza –gritó la anciana alzando el cayado cuando el muggle, recuperado del susto, regresó a la carretera.

–¿Estás loca? –gritó el señor Nicked–. Tienes quince años. ¡Quince años! Si yo a tu edad era monaguillo. Y de los buenos, ¿eh? Vives en el pecado, hija. Helen, por favor, sujétame un momento el volante –le pidió a su mujer.

Ésta se apresuró a cogerlo, porque el muggle lo soltó sin aguardar su respuesta, se metió la mano en el bolsillo del pantalón, se sacó un pañuelo de tela de él y se secó el sudor de la frente y la cara.

–Madre mía, madre mía –iba diciendo por lo bajo.

–No sé qué tiene de malo, Matt –dijo la señora Nicked cuando su esposo retomó el volante y ella se apartó, con los brazos cruzados.

–¿Que qué tiene de malo? –gritó apartando la vista de la carretera–. ¡Helen!

–¡Matt! –lo remedó–. Yo a su edad también salía con un chico de la escuela.

A punto estuvo el señor Nicked de dar otro volantazo.

–¿Qué? ¡Ay, ay, ay! –Se apretó el pecho–. ¡Ay, Helen!, ¡ay, Helen! –Soltó el volante y la señora Nicked tuvo que cogerlo a toda prisa, porque se desviaron peligrosamente hacia la derecha–. Helen... ¡Ay, Helen!

–¡Oh, cállate, Matt! –le reprendió–. Deja de ser peliculero. ¡Y coge el volante ya de una vez, leche, que me voy a doblar la espalda! Y pisa los pedales, que nos estamos frenando...

Los coches que los seguían apretaron con irritación el claxon.

El señor Nicked, mirándola con los ojos entornados, la obedeció. Fue refunfuñando un rato hasta que exclamó:

–Pero ¿es que es ése el ejemplo que das a tu hija? ¡Lujuria, lascivia!

–¡Oh, cállate! Pero ¿te escuchas lo que dices? –Se volvió hacia su hija, sonriente–. ¿Y cómo se llama?

–Remus Lupin –respondió radiante de felicidad, aguardando el momento en que se lo fueran a preguntar.

–¿Y es... guapo?

–Mucho.

El señor Nicked refunfuñó por lo bajo.

–Pero será también inteligente, ¿no? No nos irás a traer ahora un trol, ¿verdad?

–No... Es un chico muy aplicado.

–¿Y cuántos años tiene?

–Los mismos que yo. Está en mi mismo curso, pero él está en Gryffindor.

–¿En Gryffindor? –inquirió con alegría la señora Nicked–. Un valiente, qué bien. Me llegas a decir Slytherin y... Bueno, no todos son malos, ya, pero cría fama... Pero, a ver, descríbemelo.

–Pues, veamos... Tiene el pelo castaño, así corto –le hizo una indicación con la mano, señalándole por encima de la oreja–, es alto, un poco más que yo, de figura atlética y con los ojos dorados.

–¿Dorados? –preguntó con sorpresa la bruja.

–Sí, dorados –confirmó.

–Qué raro. ¿Es metamorfomago?

–No...

–Qué raro. ¿Y desde cuándo lleváis saliendo?

–Desde mediados de noviembre.

El señor Nicked dio otro pequeño volantazo.

–O sea, que va en serio... –lloriqueó.

–¿Y no has sido para contárnoslo desde entonces? –inquirió enfadada la señora Nicked.

Helen se sonrojó.

–Me daba vergüenza –reconoció tímidamente–. En Navidad no os lo dije porque me sentía tirante. Y me daba reparo contároslo por carta. Prefería hacerlo en persona.

–¡Ah!, eso está bien –la apremió su madre.

–¿Qué bien ni bien? –escupió el señor Nicked–. Ahora mismo, cuando llegues a casa, lo llamas por teléfono y le dices que arrivederci, que si lo has visto no te acuerdas.

–No seas antiguo, Matthew –lo reprendió su esposa–. La niña ya es mayorcita para tener sus primeros novios. Además, ha dicho que es un chico aplicado. ¡Y que tampoco va a presentarnos a sus padres mañana!... –replicó.

–No tiene padres –confesó Helen irreflexivamente. La señora Nicked la miró lívida–. Su madre está muerta y su padre está en paradero desconocido. Lo persigue Quien-Tú-Sabes.

–¡Oh, pobrecillo! –se lamentó–. Qué pena, solo en la vida desde tan pronto. ¿Y con quién vive? Si vive en un orfanato, se podría venir a casa... –sugirió mirando a su marido de reojo.

–¿Estás loca? –gritó al dar un nuevo volantazo.

–No es necesario –respondió Helen–, vive con Dumbledore.

–¿Con Albus Dumbledore? ¿Y eso?

–Era amigo de la familia. Ahora se ha hecho cargo de él.

–¿Has oído? –comentó la señora Nicked a su marido–. De Dumbledore. Ese chico es buena pieza, te lo digo yo.

–Sólo hay un inconveniente... –habló la chica con voz melosa, arrastrando las palabras con su dulce tono adolescente–. Aunque no es realmente culpa suya. El pobre no lo ha podido evitar nunca. Y se siente muy desgraciado por ello. Me da pena.

–¿Qué le pasa?

–Es un hombre lobo.

Al señor Nicked se le volvió a ladear el automóvil y chocó con un Seat rojo, rompiéndole los faros traseros. El coche de los magos se detuvo en seco y, a los cinco segundos, apareció el airbag del asiento del piloto, oprimiendo al muggle.

–¡Esto era lo que me faltaba! –dijo con el plástico en la boca–. Ayúdame, Helen.

Se apeó del coche y bajó a solucionar el papeleo con el otro conductor. La señora Nicked, aparentando calma, se volvió lentamente hacia su hija y le tomó una mano. Le habló con dulzura maternal:

–No quiero darle la razón a tu padre, hija, pero... Lo siento.

–No, mamá –respondió apresuradamente–. Es una persona excepcional. Y yo lo quiero.

La señora Nicked, al verla tan convencida, asintió. Se volvió hacia delante, sacó un espejo de la guantera y se retocó las comisuras de los labios. Al terminar lo guardó y miró a su hija a través del espejo retrovisor. Le sonrió. Sin añadir ni una palabra, le asintió y paseó la mirada vagamente por la ventanilla.