Esta escena surge de una de las ideas de Paula Yemeroly, a quien le interesaría saber cuál es el regalo de cumpleaños que Remus le tenía destinado a Helen según se comenta en el capítulo 24, "Sonada...".

Espero que os guste y sigáis participando activamente en las solicitudes. ¡Muchas gracias a Joanne Distte, Leonita y Helen Nicked Lupin por sus "reviews"!

ESCENA N.º 6 (FELIZ CUMPLEAÑOS, HELEN)

El día despertó soleado, con los rayos filtrándose juguetones a través de la ventana de Helen Nicked. Era el treinta y uno de mayo, su cumpleaños. Abrió los ojos lentamente, recibiendo con molestia la claridad y se desperezó sin desarroparse. Llamaron a la puerta; era Remus.

–Hola. ¿Qué tal? –Traía una bandeja con el desayuno que puso sobre su novia, obligándola a incorporarse–. Feliz cumpleaños, guapetona.

Le dio un largo y hondo beso que Helen, con un aspaviento, rompió, alejándose de él.

–Aparta, Remus –le dijo alejándolo de sí–. Esto era lo que nos faltaba ahora¡que viniera mi padre y nos encontrase morreándonos en mi cama! Sobre todo después de lo que pasó la otra noche. ¡Mira qué ocurrencia¡Mira que darle un beso a mi padre en todos los morros...!

–¡Oh! –escupió el licántropo–. No me lo recuerdes, por favor. Es que tuviste la feliz idea de no decirme que te ibas a acostar con tu madre y que tu padre iba a acostarse en tu cama porque tenía que levantarse temprano para ir a trabajar y no quería descomponer a nadie. –Puso expresión de asco–. Le pinchaba el bigote.

–Y la mala uva. ¡Aún le dura! –Helen rió–. Creyó que eras un pervertido, que querías rollo con él. Pobre... Habrá de pasar un tiempo hasta que deje de pensar que eres un invertido. –Volvió a reír.

–Yo no le veo la gracia por ningún lado –comentó ofuscado Remus, torciendo el gesto–. Pero déjate de eso¿quieres? Te he traído el desayuno.

–Ya lo veo. Gracias...

–De nada.

Le dio otro beso en la frente y esta vez Helen no se opuso.

–Me alegro de que Dumbledore te haya dejado pasar el día aquí, en casa –apuntó Helen–. No me gusta que estés solo en la sede de la orden. –Helen le pasó las yemas de los dedos por la mejilla con amor–. ¿Por qué no te deja que vuelvas¿No creerá que se va a repetir el ataque de Voldemort de anteayer aquí, en casa?

–No lo sé, Helen. Yo no sé nada –respondió Remus con amargura–. Lo único que sé es que no quiero pasar ni un día más alejado de ti. Te quiero tanto... No quiero que te pase nada.

–No me pasará nada. Lo sé.

Tomó una tostada y la probó en un pequeño bocado.

–Deliciosa. Te has pasado con la margarina, pero deliciosa... –El chico sonrió–. ¿Me vas a decir ya qué me has regalado? Lo he buscado por toda la casa y no estaba. –Rió tontamente–. No creas que estoy nerviosa por saberlo; tan sólo era curiosidad.

–Lo tenía guardado en la Orden del Fénix –explicó–, en mi cuarto. No habrías podido encontrarlo. Tampoco creas que es gran cosa... Quiero decir, después de lo del viaje a París te puede saber a poco.

–Tus besos los tengo todos los días, Remus –comentó altiva, en tono de chanza–, y cada día los encuentro más sabrosos. Sea lo que sea, me gustará.

–No lo he traído conmigo. Disfrutemos de la mañana y luego me pasaré a por tu regalo¿te parece?

Helen consintió.

Cuando terminó de desayunar, Remus observándola entretanto ensimismado, se levantó y quitó el pijama, sin que Remus le quitase ojo de encima. En ropa interior, se paseó por la habitación hasta el armario y escogió unos vaqueros ajustados y un jersey de manga francesa de color verde pistacho y cuello alto. Remus tuvo que esperar a que se peinara y se echase un poco de colorete en las mejillas; después ella propuso que quería dar un paseo de su mano.

La larga avenida muggle los acogió con los rectos arbolitos sirviendo como la guardia real que los protegía. Paseando lentamente, sin prisa, entre la gente que corría, mirándose a los ojos entre los peatones que cruzaban la carretera casi sin mirar, parecían una pareja normal, una pareja de muggles enamorados.

–Helen...

–¿Sí? Dime.

–No quiero tener que volverme a separar de ti. Te necesito a mi lado. Todos los días.

Sonrió.

–Y yo a ti.

–Entonces... ¡cásate conmigo!

Helen se quedó en suspenso, detenida ante él, los ojos reflejando una sonrisa que se extendía por sus labios como un veneno.

–Remus... –fue lo único que consiguió vocalizar.

–Sí, casémonos. Nos compraremos una casita y nos iremos a vivir juntos. Tú y yo. No tendríamos que separarnos nunca. Helen. –Le cogió la otra mano y permanecieron un rato así, unidos, detenidos en medio de la acera–. Te amo.

La chica pasó sus dedos por los labios de Remus y contempló en sus retinas la lágrima que se deslizaba por su propia mejilla.

–Oh, Remus...

–Di. ¿Qué me dices?

La chica le soltó las manos y posó sus largos cinco dedos sobre su pecho. Escuchó a través de su tacto el latido de su corazón. Cerró los ojos y otra lágrima cayó en el polvo de la calle. Remus le enjugó el rastro que había quedado prendido en su rostro.

–No llores –le dijo.

–Es que te quiero tanto, Remus.

Se abrazaron y el mundo se detuvo a su lado, la luz se suspendió y ya nadie existía que no fuese su unión. Pero Helen se separó.

–Pero no podemos.

–¿Por qué? –inquirió Remus.

–No mientras Voldemort siga acechando. Dumbledore no nos lo permitirá. Ni mis padres. Estamos obligados a amarnos en la distancia.

–Me escaparé.

–Y yo haré que vuelvas. –Remus indagó su mirada con un brillo entristecido–. Nos casaremos, Remus. Pero todavía no. –Sonrió–. Ni siquiera hemos acabado las carreras. Somos demasiado jóvenes.

Recuperó su mano y ascendieron por la calle, Remus cobijado a su lado en una soledad ardorosa. Helen, que lo intuía, se dejó caer sobre su hombro y se perdieron en la inmensidad del mundo.

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En la casa de los señores Nicked todo eran prisas. Las cadenetas pendían del techo como serpientes de vivos colores. El ramo de flores encargado aquella misma mañana por el señor Nicked reinaba en la habitación inserto en el agua como en un trono de cristal. La tarta de vainilla y merengue reposaba encogida y deliciosa en un panel dentro de la nevera.

–Suerte que el muchacho se ha llevado a Helen a dar una vuelta¿no? –preguntó el señor Nicked, encaramado sobre una escalera para darle los últimos toques a la cadeneta.

–Sí, se han ido porque aquí no haces más que vigilarlos –apuntó la señora Nicked–. Querrán un poco de libertad.

–¿Li... Libertad? –El muggle estuvo a punto de caer. Se aferró a la cadeneta y se descolgó del lado opuesto. La señora Nicked resopló exageradamente–. ¿Dónde estarán ahora¿Qué estarán haciendo ahora, eh?

–A saber.

Rápidamente, el señor Nicked descendió de la escalerilla y se plantó de un salto ante su mujer.

–Anda, llámala¿quieres¡Llámala!

–Déjala, hombre.

–Anda... –insistió.

–¡Oh, cállate, Matt! Eres un muggle insoportable. Seguramente la haya llevado a dar un paseo para darle su regalo. Hace tan buena mañana...

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–¿Quieres que nos pasemos por la orden y te doy tu regalo? –sugirió Remus tras un intenso rato en silencio.

Helen se encogió de hombros, sonriente.

–¿No se suponía que me lo ibas a dar más tarde¿Qué hora es?

–Las once –le dijo Remus–. Es buena hora¿no te parece?

–Como tú veas.

Caminaron un poco más y torcieron a la derecha en cuanto llegaron a un callejón oscuro y deshabitado. Ni se dieron cuenta de que un indigente dormía sobre cuatro mantas amontonadas y una incómoda pila de cartones. Al ver que desaparecían ante sus ojos, apartó la botella de vino de su lado y se echó a dormir la mona otro rato.

Accedió Remus a su habitación, dejando fuera a Helen. Al instante salió con un paquete cuadrado y envuelto en un llamativo papel de color rojo.

–Feliz cumpleaños –le dijo alargándoselo.

Helen, nerviosa, separó el celofán con dedos temblorosos. Retiró el papel de embalar con inquietud y descubrió una caja de cartón de serie. Contempló a Remus un instante, inquisitiva, intranquila, y procedió a abrir el paquete. Procedió con manos torpes, con el corazón bombeándole veloz. Al depositar la caja sobre la mesa, una bola de cristal se deslizó por ella y, de no ser por los ágiles reflejos del licántropo, hubiera caído al suelo.

–Es... bonita –dijo contemplándola.

–Ya sé que no es gran cosa, pero no se me ocurría nada interesante que regalarte. Comprende que después de lo de París... Lo siento.

–No te disculpes, Remus. Me gusta.

Colocó un trapo en el centro de la mesa, y sobre éste la bola para que no se escurriera. Rozó con las yemas la fría y plateada pared de cristal de la bola y sintió un calor súbito. La niebla que había en su interior se disipó y vio un traje de novia, a su tía Ángela ayudándola a vestirse y maquillándola; vio también a Remus y un hombre alto, vuelto de espaldas, de pelo claro que le anudaba la corbata con una sonrisa radiante; vio una cuna. La niebla cubrió la bola de nuevo.

–¿Te gusta?

Helen alzó la vista con parsimonia. Asintió varias veces, sonriendo con un gesto apagado.

–Feliz cumpleaños, Helen.