Hola. Sí, cuánto tiempo. Sé que he tenido un poco descuidado este "fic", pero bueno... Incluso esta escena ha quedado un poco corta, pero no sabía cómo iba a continuarla, disculpadme. El final es un poco brusco. Muchísimas gracias a los que me habéis dejado "reviews" recompensando mi labor: Valita J. Lupin, Lunis Lupin, Joanne Distte y Paula Yemeroly, y, en general, a todos los que habéis desperdiciado vuestro tiempo leyéndome. Muchas gracias también a Helen Nicked Lupin, sin cuya idea de escribir la infancia de Remus (antes del inicio de MDUL) no hubiera sido capaz de escribir esta escena. Discúlpame que al final parezca tener tan poco sentido, pero, al menos, he introducido varios elementos que serán al lector de gran ayuda para cuanto queda por suceder, tú lo sabes.

ESCENA N.º 8 (MEMORIAS DE REMUS LUPIN)

La tarde del diez de marzo de 1960, Nathalie Lupin, grávida de nueve meses, sintió un fuerte dolor en el vientre y una fría humedad en el nalgatorio. Cuando se lo comunicó a su marido, Julius Lupin, éste parecía medio atontado; muy nervioso se puso cuando las contracciones hundieron a su mujer en el sillón y respiraba agónicamente, con el rostro sudoroso. La cogió de la mano y le pasó un paño húmedo por la frente secándole el sudor.

–Tranquila –le dijo agarrándola con fuerza–. Tranquila. Ya he dado el aviso a San Mungo. Pronto vendrán y todo irá bien. ¿Me escuchas?

No mucho, la verdad sea dicha, pues los dolores que acosaban en aquel momento el bajo vientre de la mujer la impedían de cualquier otra cosa. Se lamentaba; entre angustiosos gemidos y fuertes gritos se quejaba. Si el bebé hubiese nacido dos meses después, ya habría estado aprobada la ley que se discutía tan intensamente en el Ministerio justo mientras la señora Lupin daba a luz a su hijo: dentro de dos meses podría haber utilizado un traslador ilegal para aparecerse en el hospital mágico y tener cómodamente allí al bebé. Entretanto se hacía a la vieja usanza.

Un par de sanadores se aparecieron por la chimenea con prisa. Obligaron al señor Lupin a dejarles espacio para trabajar con holgura y abrieron sus maletines con rapidez. Uno de ellos sacó una larga inyección que clavó en el muslo de la mujer y, a partir de aquel momento, la señora Lupin dejó de quejarse tan continuamente. La asistieron, la ayudaron, enseñándole cómo había de respirar, cómo había de expulsar al bebé al sentir una nueva contracción.

–¡Empuje!

Su vagina se dilató y por ella apareció la diminuta cabeza de Remus, todo ensangrentado. Nathalie gritaba por el esfuerzo, apretándole la mano que su marido le tendía mientras éste lo observaba todo con pánico y preocupación. En un último esfuerzo, el niño cayó en los brazos del sanador que sonrió satisfecho. No fue necesario ningún tortacito en el culete, pues el niño arrancó a llorar con las mismas fuerzas que un barítono.

–Es un niño –dijo–. Es un niño precioso.

Exhausta por el esfuerzo, Nathalie sonrió cansada. El sanador le tendió a su hijo en una blanca toalla para que lo cogieran y Remus, con sus pequeñitas manitas de recién nacido, se frotó la cara expirando los últimos lamentos de su primer llanto.

Era una criatura rosada y regordeta de manitas diminutas, rostro aplastado, poco pelo y nariz respingona. Movía los piecitos con gran goce cuando su madre le tendía ante sus brillantes labios su recto pezón para amamantarlo. Julius Lupin, como el pintor callejero que busca cada jornada la escena más emotiva a retratar, los observaba acodado sobre la mesa, atendiendo a los gorjeos de su pequeño primogénito, que se ahogaba con la leche materna de tan impulsivo que era, y a sus eructos al acabar. Él lo dejaba sobre su inmaculada cunita y lo mecía hasta que, bostezando, el niño se dormía. Lo contemplaba embobado hasta que su esposa, histriónicamente displicente, venía a recogerlo, tan hermosa como estaba desde que alumbrara, y, cogidos de la mano, subían al dormitorio de matrimonio mientras el pequeñín Remus dormía tranquilamente.

Su madre decía a menudo que tenía madera de gimnasta. Gateaba por el pasillo con la prisa de un atleta de alta competición, como si alguien lo viniera persiguiendo. Con su trasero turgente a causa del pañal, hasta los pies de su madre llegaba y se encaramaba para que lo cogiera. Nathalie había de soltar cuanto tuviera en sus manos para recogerlo y mecerlo unos minutos en su regazo, suspirando y haciéndose el dormido el listo Remus. Entonces su padre, fingiendo ser un ogro, llegaba con los brazos levantados y gritaba con la expresión de una fiera corrupia para que el niño se aferrara al cuello de su madre con miedo. Luego se lo arrebataba a la mujer y levantaba al niño en volandas que hacían a Remus reír en limpias carcajadas.

–Papi –repetía con su voz cándida en la seguridad que le proporcionaba saber que aquella simple palabra le despegaba varias carcajadas al padre y luego se sucedían los besos y las pedorretas en el ombligo con que le pinchaba su áspera barba y que tanto hacían reír a Remus.

Crecía alto y fuerte, bien alimentado y rellenando la sesera con sabiduría, cosa que a su madre interesaba mucho, pues, decía, prefería a un feo intelectual que a un tonto míster mago. Mucho menos enclenque que los chicos de su edad, un mes antes de lo habitual comenzó a andar, se paseaba por la casa con las piernas arqueadas, zigzagueando de un lado a otro, apoyando las manos para no caer. Su madre lo perseguía y Remus huía en tanto agitaba los brazos con nerviosismo, pero siempre conseguía atraparlo y lo abrazaba, echándole entonces él sus manitos por encima y acariciándole el cuello de la nuca. «Mamá...»

Pero el juego acabó convirtiéndose en realidad. Remus, consciente de que su madre se desvivía por él, desde su más temprana edad la acompañaba a todas partes, la seguía, la observaba y la admiraba con devoción casi religiosa. Su padre lo sabía y no podía menos que sentir envidia; una envidia que no expresaba pero que lo devoraba por dentro. Y en él fue creciendo la sombra del ogro que perviviría hasta su muerte. Gruñía por lo bajo cuando el chico se soltaba de su mano al ver pasar a su madre para agarrarse de su falda o se deshacía en llanto porque quería acompañarla a comprar. Un día, no pudiéndolo soportar más, al poco de cumplir los dos años el pequeñuelo, lo subió boca abajo sobre su regazo y le dio una buena tunda de palos tras similar lloriqueo. Su madre, encogida bajo el marco de la puerta de la cocina, corrió a interrumpirlo, pero el señor Lupin, deseoso de que se cumpliese su voluntad, la empujó a un lado tirándola al suelo. Ambos, niño y madre, lloraron de impotencia y, más tarde, volvieron a llorar abrazados el uno al otro. Aquel día, Nathalie Lupin prometió a su hijo, entre besos, que nunca lo abandonaría a su suerte, que siempre lo protegería, que mientras ella estuviese a su lado nada malo le pasaría. Pero no pudo cumplir la promesa...

El señor Lupin disimulaba ante su hermano Richard el cada vez menos aprecio que sentía por su hijo, a quien consideraba un niño faldero, malcriado, mimado en exceso y que no gozaba de la virilidad propia de la antigua estirpe de los Lupin. Tío Richard, en broma, le decía a su hermano que el chico no había heredado más que sus ojos, que poco empeño había puesto en la faena, y aquello, pese a la simplicidad del comentario mismo, fustigaba aún más al padre, que se encogía con una sonrisa sarnosa. Observaba a su hijo corretear detrás de su prima Charlotte y, pese a su fuerza y su ingenio, se le antojaba un chiquillo encanijado y escurridizo y de poco talento. Después miraba a su mujer y, al hacerlo, era incapaz de culparla de algo; se atribuía entonces su mal magisterio al no haberle sabido enseñar a su hijo el amor y el respeto adecuados para un padre. Con mano dura había sabido su padre resolver aquellos problemas, pero él estaba ya muerto y, como bien le decía, lo acobardaba equivocarse. Dejaba al chiquillo corretear con Charlotte, que pronto se aburría con él y lo dejaba jugando sentado en el césped, y que fuera corriendo a esconderse en las faldas de su madre sin que se atreviera a ponerle una mano encima so pena de sufrir una recriminadora mirada de su mujer, o una lágrima tal vez, que tanto le pesaba en su conciencia.

Sólo cuando el chiquillo se le acercaba para hablarle despreocupadamente, aunque fuera simplemente para comunicarle algún recado que su madre le hubiera hecho llevar, Julius era completamente feliz. En ocasiones hasta llegaba a darle una moneda de plata para que se comprase algo a la tarde, pero Remus, gran previsor, la introducía en la ranura de su hucha-cerdo, que luego agitaba para ver cuánto tintinaba. Al hacerlo y comprobar que había bastantes monedas ya, corría con la hucha en alto para enseñársela a su madre y el señor Lupin, encogido, volvía a sentirse decepcionado por su único hijo, al que no conseguía querer más que a su propia vida.

La infancia de Remus se escapaba por entre sus dedos como el helado en un niño al que se le derrite en las manos. El destino caería sobre él con la agitación y la impiedad del mazo que rebana las cabezas, pues largo tiempo llevaba aguardándolo para que se cumpliesen los designios. Ni un ápice de culpa sintió Julius al saber que, por haberse enfadado con él, el niño había sido mordido por un hombre lobo, la especie a la que tanto odiaba. Ya no lo quería. Estaba dispuesto a hacer... lo que fuera.

xoxoxoxoxoxoxoxoxoxoxoxox

La siguiente escena: cómo se conocieron los señores Nicked, idea de Paula Yemeroly.