Gracias de nuevo a todos y aquí vamos:

Capitulo uno: Soujiro

El ideal:

Supongamos que eres una chica. Supongamos que eres una chica y estas en una fiesta, o en un bar, o en un club y yo me acerco a ti.

Supongamos que no me has visto en tu vida. Ciertas cosas las averiguas de inmediato. Veras que mido casi un metro setenta y cinco y soy de complexión corriente. Si nos estrechamos las mano, comprobaras que me apretón es fuerte y que llevo las uñas limpias. Observaras que tengo unos ojos azules, muy claros, que hacen juego con mi pelo oscuro. Y calcularas que tengo entre 25 y 30 años.

Supongamos que lo que ves te gusta lo bastante como para entablar conversación conmigo. Charlaremos y si las cosas van bien, averiguaras otras cosas. Te diré que me llamo Soujiro Seta. Si me preguntas, como me hice la cicatriz que tengo en la ceja te diré que un amigo mío, Kai Yamagata, me pego un tiro con una pistola de aire comprimido cuando tenia doce años. Te diré, que hoy en día, Kai es menos impulsivo y que estoy tan seguro de el que incluso vivimos juntos. Te diré que trabaja en un bufete de la City, pero no te diré que la casa la casa en la que vivimos es suya y yo le pago un alquiler. Tu me preguntaras como es la casa y yo te diré que es un antiguo bar reformado como vivienda de la zona oeste de Kyoto y que, sí, hemos conservado la mesa de billar, la diana del juego de dardos y la barra, pero no, no hemos otorgado derecho de visita a los violentos alcohólicos que antaño se sentaban con expresión enfurruñada en un rincón. También te diré que el jardín es muy grande y esta muy descuidado.

Tu me preguntaras en que e gano la vida actualmente y yo te responderé que soy artista, lo cual es cierto, y que me gano la vida con eso, lo cual no lo es. No te diré que trabajo tres días a la semana en una pequeña galería de arte para poder llegar a fin de mes. Echaras un vistazo a mi ropa y supondrás erróneamente que soy rico. Puesto que a lo largo de nuestra conversación, yo no mencionare ninguna novia, deducirás acertadamente que estoy libre. Yo no te preguntare si tienes novio, aunque te miraré el dedo para ver si estas comprometida o casada.

Supongamos que acabamos yendo a tu casa o a la mía.

Nos acostaremos juntos. Si tenemos suerte, puede que incluso lo pasemos bien. Y si lo pasamos bien puede que incluso repitamos. Y después nos quedaremos dormidos. A la mañana siguiente si estamos en tu casa, lo mas probable sea que yo me vaya sigilosamente antes de que tu te despiertes. No dejare ningún teléfono. Y si estamos en mi casa, tu harás lo mismo. No me darás un beso de despedida. Quien quiera que se quede en la cama, al final se despertara. Y descubrirá que esta solo. Pero será bueno, porque será lo que quiere.

El comienzo:

Es un viernes por la mañana del mes de junio de 19998 y tengo un problema.

Peor todavía no consigo recordar su nombre.

Ella suspira y murmura algo incomprensible en sueños, se da la vuelta de cara a mi, me rodea la cintura con el brazo y lo deja allí, sudando contra mi piel. Echo un vistazo a los números de mínimo común denominador del despertador: 7.31. Después la miro a ella: un tapiz de cabello oscuro como la noche que lo oscurece todo menos su nariz. Una preciosa nariz. Miro al techo, atrapado en un juego cruzado de pensamientos contradictorios.

Por una parte, no me encuentro en absoluto en una mala situación. Aquí estoy yo, heterosexual y soltero, acostado en la cama al lado de una mujer desnuda que, por más que la información de que dispongo se limite a la forma de su nariz y a toda una seria de recuerdos de borracho, es una compañía razonablemente buena y razonablemente buena en la cama. Que yo sepa, anoche no ocurrió nada que no fuera raro: no hubo grilletes, fallos o manifestaciones de amor imperecedero. Nos conocimos en una discoteca, bailamos y flirteamos y nos vinimos aquí en un taxi a primera hora de la mañana.

El sexo fue satisfactorio. Un sudoroso paquete de ojos en blanco y profundos suspiros. Nos movimos bien juntos teniendo en cuenta que nunca lo habíamos hecho con anterioridad. No hablamos. A veces me gusta así. Ningún contacto vocal. Ningún contacto mental. La situación esta tan desnuda como nosotros.

Y después del acto, cuando nos sentamos a beber dos vasos de agua que yo había llenado en el cuarto de baño, El ideal siguió siendo verdad.

Buena prueba de ello fue el hecho de que ella no:

Oprimió mi mano.

Me miro largamente a los ojos.

Pregunto como era posible que no me sintiera solo sin novia.

Siguió el camino de la intimidad, compartiendo mi cigarrillo como si fuera un porro.

Sugirió que nos volviéramos a ver muy pronto.

En su lugar:

Mantuvo las manos quietas

Miro al techo

Me dijo que lo mejor de acostarse por ahí era que no nunca había dos tíos iguales.

Encendió su propio cigarrillo.

Me dijo que se iba a hacer un viaje a Australia de tres meses de duración.

Después, ambos apagamos nuestros cigarrillos individuales, yo apagué la luz y nos quedamos dormidos.

De momento todo bien. La perfecta aventura de una noche. Hace unos minutos, cuando me desperté, me sentí satisfecho de mi mismo. Pero talvez seria mas exacto decir complacido. Todos los habituales temores de soltero se habían desvanecido. Si, aun podía ligar. Si, aun podía acostarme con una desconocida. En otras palabras, si, aun tenia lo que era menester.

Por otra parte, la situación no es que sea lo que se dice buena. Es un viernes por la mañana y tengo cosas que hacer. A pesar de lo facil que me seria permanecer acurrucado aquí en un cómoda posición y tal vez incluso levantar su mano de mi estomago y mantenerla en la mía para prolongar un poco más la ilusión de la intimidad, ha llegado el momento de que nos levantemos y nos pongamos en marcha.

Procurando no molestarla, me incorporo, levanto de mi cuerpo el peso muerto de su mano y lo deposito sobre la sabana. Desde este encumbrada posición, veo su ropa amontonada en el suelo al lado de la cama. Me pongo los calzoncillos, salgo de mi dormitorio y me dirijo a la cocina.

Kai está allí, ya vestido y calzado, con el castaño cabello todavía mojado de la ducha, inclinado sobre un cuenco de cereales y una taza de te. Abre la boca para decir algo y yo me acerco un dedo a los labios. Me siento delante de el junto a la mesa y tomo un sorbo de su taza.

- Kai: Pero ¿es que todavía esta ahí?

- Soujiro: Si.

- Kai: ¿Cómo se llama? ¿La vecina de Yumi?

Yumi es una chica con la que íbamos a la escuela, pero con la que jamás salimos cuando íbamos a la escuela. Como consecuencia de ello, consiguió pasar de la categoría de novia en potencia a amiga.

- Soujiro: Si, la como se llame. Esa es.

- Aoshi: ¿Es buena?

- Soujiro: No esta mal.

- Aoshi: Yo diría que muy ruidosa.

- Soujiro: Dímelo a mi – le contesto sonriendo- por cierto feliz cumpleaños.

- Kai: ¿Te as acordado? Gracias, hombre.

- Soujiro: Hasta tengo un regalo para ti.

- Kai: ¿qué es?

- Soujiro: Tendrás que esperar a la noche.

- Kai: Lo cual quiere decir que aun no lo a comprado.

- Soujiro: Lo cual quiere decir que tendrás que poderte y esperar. Por cierto ¿quienes viene esta noche?

- Kai: los de siempre y algunos otros.

- Soujiro: ¿algunos otros que serán mujeres soltera¿

- Kai: Es posible.

- Soujiro quiero mas información.

- Kai: tendrás que joderte y esperar.

- Soujiro: entonces serán adefesios

Pero no pica el anzuelo.

- Soujiro: Como si tu le hicieras ascos a eso... pude que no o puede que si.- Toca el billetero con el dedo-. ¿Has perdido la memoria?

Lo abro y hecho un vistazo al carné de identidad.

- Soujiro: Ya no.

- Kai: ¿y bien?

- Soujiro: Y bien ¿que?

- Kai: ¿Cómo se llama la "como se llame"?

- Soujiro: Mikio Wong, nacida en China, el 16 de octubre de 1969.- saco una foto suya y la miro-. ¿Puntuación sobre un máximo de diez?

- Kai: Siete.- mira la fotografía con mas atención-. Mas bien seis. Anoche tenia mejor pinta.

- Soujiro: Siempre la tienen.

- Kai: la cámara nunca miente.

- Soujiro: Exacto.

- Soujiro: Corrígeme si me equivoco, pero ¿hoy no viene Sadomaso? Sadomaso es el apodo que Kai le ha puesto a Mina Kimura porque cree que me duele el cerebro de sólo pensar en lo fabulosa que es.

- Kai: Sí, a las diez.

Consulta su reloj y suelta un leve silbido.

Me acerco al mando del termostato y lo pongo al máximo. -Plan A -digo, llenándome un vaso de agua de la fría botella del frigorífico-. Hacerla sudar la gota gorda.

- Kai: ¿y si falla?

Me bebo el agua y me seco los labios.

- Soujiro: No falla jamás.

Pero todo tiene una primera vez.

El reloj pasa de las 08.40 a las 08.46. La calefacción lleva más de una hora al máximo y la única conclusión a la que puedo lle­gar es la de que el carné de identidad de Mikio ha sido falsificado y, en lugar de haber nacido en China, ésta na­ció en realidad en Bombay. En verano, durante una ola de calor. Al lado de un horno. Al mediodía. Mi truco del agua fría me ha fallado. Con los rayos del sol aplastando los cristales de las ven­tanas cerradas y los radiadores hirviendo, es como si estuviera en una sauna. El sudor me baja desde la frente. La almohada en la que apoyo la cabeza se ha transformado en una botella de agua caliente y el edredón es una esterilla eléctrica. Pero Mikio se lo está tomando literal y metafóricamente con mucha frialdad. Ni un solo gruñido de incomodidad. Ni una sola peti­ción de que abra la ventana o de que le lleve agua. Sólo el ritmo regular de su respiración y la relajada expresión de sueño pro­fundo de su rostro. La doncella de hielo.

Plan B.

- Soujiro: Mikio -digo, incorporándome-. ¿Mik? -Creo que esta vez lo digo levantando un poco más la voz y sacudiéndola por el hombro-.¿Miki?

- Mikio: ¿Mmmm? -contesta finalmente con los ojos todavía cerrados.

- Soujiro: Tienes que levantarte. Me tengo que ir. Voy con retraso.

Se frota los ojos con los nudillos y consulta su reloj.

- Mikio: No son ni siquiera las nueve - cu­briéndose los hombros con el edredón y volviendo a cerrar los ojos-. Dijiste que hoy no trabajabas... pensaba que nos íbamos a tomar el día libre... El pacto, ¿no lo recuerdas? Hicimos un pacto.

Es cierto. Fue el pretexto para alargar la velada más allá de la discoteca.

- Soujiro: Lo sé, pero me acaban de llamar de la galería. Tienen a un coleccionista americano interesado por algunas de mis obras -miento-. Me quiere conocer. Esta misma mañana. Regre­sa a Los Ángeles esta tarde y, por consiguiente, no me queda más remedio que ir.

- Mikio. Bueno, bueno, ya te oigo.

Para cuando se ha duchado y vestido, ya son las nueve y cuarto. Entra en la cocina, donde yo estoy sentado contemplan­do con expresión ausente la superficie de la mesa. Como super­ficie de mesa, vale para que alguien pueda simular un cierto in­terés por ella. Fue una idea de Kai, canalizar el rótulo del bar que colgaba sobre la puerta principal. Lástima que no pudiéra­mos dejarlo colgando donde estaba, pero algunos de los ex pa­rroquianos no eran muy inteligentes y se­guían viniendo y pidiendo que los dejáramos entrar en mitad de la noche. Sigo mirando con aire ausente. Ella me devuelve la mirada con expresión de reproche. ((Jamás, en el campo de las relaciones humanas...» Bueno, bueno, sigamos con el espectáculo.

No le ofrezco:

a) Café.

b) Acompañarla a casa en mi coche.

c) Charla intrascendente.

Recuerdo el billetero mientras me dirijo a la puerta principal y ella taconea a mi espalda sobre las baldosas del suelo. Vive en Kanan, o sea que puede coger el metro.

- Soujiro: El metro está a sólo dos minutos a pie -le digo mientras sa­limos.

Cierro la puerta a nuestra espalda y bajamos veinte metros por la acera hasta llegar a la altura del Spitfire de Kai.

- Mikio: ¿Es tuyo?

- Soujiro: Sí. Sigue hasta el final de la calle y gira a la izquierda. La boca del metro está a unos cuatrocientos metros.

En lugar de decir adiós y de salir de mi vida y regresar a la suya, echa un vistazo al otro lado de la calle y sus ojos se posan finalmente en la parada del autobús.

- Mikio: No importa, voy a coger el autobús. Será más rápido.

- Soujiro:Muy bien, ya nos veremos, pues.

- Mikio: ¿Sí?. Te he dejado mi número en la habitación. En una cajetilla de cigarrillos. En la mesilla de noche.

- Soujiro: Yo creía que te ibas a Australia.

-Mikio: Sí, pero dentro de seis semanas.

- Soujiro: Ah.

Nos pasamos unos pocos segundos mirando a nuestro alrede­dor con expresión turbada.

- Mikio: ¿No te vas?

- Soujiro: Sí. Ahora mismo. Las llaves. Me he dejado las llaves. Ya nos veremos.

- Mikio: Sí, ya lo has dicho.

Regreso rápidamente a la casa y cierro la puerta a mi espalda. Consulto el reloj: las nueve y veinte. Me acerco muy despacio a la puerta del salón. Escondiéndome detrás de la barra que discurre a lo largo de la pared del otro lado, miro a la calle a través de la ventana. Mikio Wong se encuentra ahora en la pa­rada del autobús, directamente al otro lado de la casa. Me arro­dillo y levanto los ojos hacia la vacía hilera de dosificadores. Mierda. Estoy cansado. Estoy hecho polvo. Omasu, la mujer que me obsesiona desde hace dos semanas, llegará dentro de algo más de media hora. y Mikio está esperan­do en una de las paradas de autobús menos concurridas del pla­neta, sin una revista o un periódico, un libro o un walkman, sin nada que hacer como no sea contemplar distraídamente la puerta principal de la casa de Kai, a la espera de que yo vuelva a salir y me aleje al volante de un descapotable que no es mío, para reunirme con un coleccionista de arte norteamericano que no existe.

Una voz interior me está diciendo, «¿y qué? ¿y qué si no vuel­ves a salir y confirmas con ello su sospecha de que toda la his­toria de la galería y el coleccionista no es más que una com­plicada estratagema para librarte de ella? ¿y qué si ella está esperando todavía el autobús cuando recibas a Omasu en la puerta?)). Acabamos de conocernos. No salimos juntos. «Pues en­tonces -añade la voz-, ¿por qué no has podido ser sincero con ella? ¿Qué te costaba? ¿Por qué no podías decirle simplemente gracias por el revolcón? Ha sido muy divertido. Pero la puerta está por allí. ¿No sería ahora la vida más sencilla si te hubieras limitado a hacer eso? Reconócelo, ¿no lo sería?))

Pero otras voces discrepan.

Está la voz egoísta: Es la vecina y amiga de Yumi y Yumi es amiga tuya. Si le haces un feo a Mikio, se lo haces por aso­ciación a Yumi. Como sigas por este camino, verás derrumbarse tu círculo social y convertirse en una línea plana de inactividad)). y la insegura: No quieres que ella, o que cualquier otra, que para el caso es lo mismo, vaya por la vida propagando la opi­nión, o simplemente guardándosela, de que eres un hijo de p...)). La honrada: Eres un buen chico y los buenos chicos ha­cen que las buenas chicas se sientan bien. Pero aunque supongo que todas estas voces dicen la verdad, ninguna de ellas dice la verdad esencial. En realidad, la verdad esencial no tiene nada que ver con los razonamientos. No se trata de algo tan inteli­gente. Se reduce pura y llanamente a un simple condiciona­miento. Se reduce a la forma en que he sido programado. No es algo que yo pienso sino simplemente algo que yo soy instintiva­mente. Es fácil engañarte diciendo que, cuando sales de una re­lación, te limitas a cambiar tus hábitos de pareja por los de una persona sola. Rompí con Shura entre las seis de la tarde y las nueve de la noche del sábado, 13 de mayo de 1995, en­tre el momento en que regresé de un fin de semana de examen de conciencia y lágrimas en casa de mi mamá y el momento en que el padre de Shura fue a buscarla al apartamento alquilado que ambos nos habíamos pasado los anteriores quince meses convirtiendo en un hogar. Llevábamos saliendo juntos algo más de dos años. En los meses que siguieron, entre las alteracio­nes de mi estilo de vida y de mis hábitos emocionales figuraron:

a) Dejar de utilizar suavizante de ropa y ver cómo aparecían inexplicablemente unos agujeros en mis calcetines.

b) Dejar de sustituir el cepillo de dientes cada tres meses, hasta llegar al extremo de tener la sensación de que me estaba cepillando los dientes con un trozo de alfombra de pelo.

c) Utilizar las uñas de las manos en lugar de unas tijeras de uñas para arreglarme las uñas de los pies.

d) Dar la vuelta cada dos semanas a las sábanas de la cama en lugar de lavarlas.

e) Dejar de sentirme culpable por hablar con alguien del sexo contrario con quien no era seguro hacerlo (por ejemplo, la novia de un amigo, o una amiga mía con quien Shura se lle­vaba bien, o una amiga de Shura).

f) Usar preservativos durante el acto sexual.

g) Dormir abrazado a una almohada en lugar de a una perso­na amada.

h) Permanecer tendido solo en la cama los domingos por la mañana, pensando que ojalá tuviera todavía a una persona que me interesara lo bastante para desear pasar el día con ella.

Pero otras costumbres que había adquirido durante el tiempo que estuve saliendo con Shura perduraron a pesar de que ella ya no estaba a mi lado para guiar mis pensamientos, pues ahora ya se habían convertido en mías. Entre ellas figuraban:

a) Acostarme en el lado derecho de la cama, a pesar de que tenía ya una cama de matrimoni010da para mí solo y ha­bría podido tenderme en el lado que hubiera querido.

b) Lavar los platos después de cada comida en lugar de efec­tuar un lavado relámpago de cacharros y cubiertos al final de cada semana.

c) Deleitarme con el sabor de las verduras y las ensaladas, en lugar de despreciarlas Como artículos obsoletos tras el ad­venimiento de las píldoras de vitaminas.

d) Dejar el asiento del excusado bajado.

e) Ver la serie Rurouni kenshin.

f) Procurar desviar la conversación del resultado de los parti­dos de fútbol cuando estaba en grupos mixtos.

g) Mirar a las mujeres a la cara en lugar de al escote cuando hablaba con ellas.

h) Comprender que el amor propio de otras personas, a pesar de lo que las apariencias externas te puedan inducir a creer, es tan frágil y tan quebradizo como el tUyo.

Pero ya que no soy psiquiatra y no sé explicar por qué algunos de loS hábitos adquiridos con Shura han perdurado, mientras que otros se han perdido. Lo que sí sé es que loS que han persistido son auténticos y forman tanta parte de mí como mis huellas di­gitales. y en ello se incluye también lo del amor propio de loS demás.

Claro que también cabe la posibilidad de que Mikio se alegre de perderme de vista tanto como yo a ella. Cabe la posibilidad de que el hecho de dejar su número de telé­fono fuera su manera de hacerme sentir mejor o de sentirse ella mejor, o ambas cosas a la vez. Cabe la posibilidad de que, aun­que yo la llame, ella niegue conocerme o desarrolle una habili­dad hasta ahora desconocida para ponerse a hablar en letón en cuanto reconozca mi voz. Pero, de igual modo, cabe una peque­ña posibilidad de que le importe algo. y esa posibilidad significa que, si yo la trato como si fuera una basura, acabaré sintiéndo­me yo mismo una basura. Por consiguiente, hay que darle la vuelta a la cosa: trátala bien y te sentirás bien a tu vez. La ge­nerosidad y el egoísmo mancomunados. Una combinación per­fecta para una conciencia tranquila.

Por suerte, las llaves del coche de Kai están colgadas de un dardo de la diana que hay en la cocina y, por consiguiente, a los pocos minutos, saludo con la mano a Mikio, que está en la acera de enfrente, subo al Spit de Kai, corrijo la posición del espejo retrovisor y del asiento e inserto la llave en el encendido. Mientras doy la vuelta a la manzana, medito acerca del hecho de que no estoy asegurado y de que tal vez Kai reaccionaría acercándome un cuchillo a la garganta y haciéndome comer todo lo que encontrara aunque sólo tubiera la más mínima sospecha de que yo había tomado lo que constituye su mayor orgullo y alegría para darme un paseíto. Aparco el Spit en una calle secundaria, muy lejos de la parada del autobús, apago el motor y enciendo la radio.

Cuatro canciones, una información de última hora sobre el tráfico, un avance informativo y dos cigarrillos después, me atrevo a correr el riesgo de bajar del automóvil y subir por la ca­lle para echar un vistazo. Justo cuando me estoy acercando a la esquina y aminoro el paso para mirar cautelosamente y compro­bar que ahora mi camino es una zona libre de Wong, pasa un autobús. Me quedo petrificado y mis ojos se cruzan a través del cristal de la ventanilla del autobús con los de Mikio Wong. Miro mientras ella sacude la cabeza y levanta el dedo del corazón a modo de saludo.

Hay ciertos pensamientos que se captan sin necesidad de ser un telépata. Gilipollas es uno de ellos.

Estamos a última hora de la tarde. Estoy apoyado contra la pa­red de mi estudio, fumándome un cigarrillo mientras contemplo la tela montada en el caballete que acabo de volver a poner jun­to a la puerta vidriera que da al jardín. El sol inunda la estancia con la clase de luz que produce una bombilla no protegida por una pantalla.

El estudio se encuentra en la parte de atrás de la casa. El blanco uniforme del techo y de las paredes sólo está interrumpi­do por unos bocetos y unos estudios de color. Las tablas del sue­lo no están barnizadas sino tal como yo las encontré cuando arranqué la alfombra manchada de cerveza poco después de mudarme a vivir allí. A Kai no le importó, en parte porque sa­bía que la estancia era un desastre de todos modos (poco más que un espacio para almacenar las cajas que nunca había tenido el ánimo suficiente para abrir tras haberse llevado todas sus co­sas de la casa de sus padres en Tokio) y en parte porque sabía que yo no podía permitirme el lujo de pagar un alquiler en otro sitio. Tras la desaparición de la alfombra y la pintura de las pa­redes, sólo queda la mesa de billar como testimonio de los días de gloria del Churchill Arms'.

Una de las cosas que dije anoche a Mikio es verdad: no trabajo los viernes. Por lo menos, no hago un trabajo normal que se pague con un cheque. Eso ocurre los martes, los miércoles y los jueves allá abajo en la galería de Paulie. Paulie me llama su repre­sentante, pero puesto que soy la única persona que trabaja allí, el título no me permite hacerme demasiadas ilusiones en cuanto al poder que ostento. Lo que hago, en realidad, es permanecer sen­tado en el mostrador de la parte anterior de la galería, hojeando revistas o novelas y esperando a que suene el teléfono, cosa que raras veces sucede... a no ser que sea Paulie el que llame para ver cómo va la cosa desde cualquier palacio de la ginebra del Med en que se encuentre en aquel momento. Ocasionalmente, entra al­guien para curiosear, y me hace una o dos preguntas sobre un cuadro. Y más ocasionalmente todavía, puede que unas tres veces al mes, compran algo y yo corro a la caja, les hago la factura y dispongo lo necesario para la entrega o la recogida. Pero más que nada me dedico a leer o a mirar la calle y ver pasar a la gente.

Sin embargo, los viernes, los viernes y los lunes, soy dueño de mí mismo. Lo único que tengo que gestionar los viernes y los lu­nes es mi propia persona. Y eso justamente es lo que intento hacer. Procuro no salir de casa, a menos que se trate de algo vi­tal como bajar al bar de la esquina para comprarme cigarri­llos y latas de Pepsi Max o humillarme ante el director de la su­cursal de mi banco a propósito del Abismo Sin Fondo (es decir, el saldo deudor de mi cuenta). Trató de responder a mi desperta­dor a la misma hora en que lo haría si mi intención fuera llegar a la galería de Paulie para abrirla con puntualidad (a las 10 de la mañana), me ducho y, si está en casa, charlo un ratito con Kai mientras éste desayuna. Después me voy al estudio y pongo la radio para que me haga compañía. Enciendo un cigarrillo, elijo un pincel y reanudo mi trabajo allí donde lo dejé.