Desde lo alto de una escarpada roca un joven observaba el ritual de sus paisanos: se levantaban, unían las manos sobre el pecho en señal de ruego, caían suavemente de rodillas al suelo, y tras tenderse por completo sobre él repetían el ciclo, cubriendo con lenta parsimonia los penosos kilómetros. Solía acudir todos los años en esas fechas a observar en silencio las caravanas humanas, y aunque podía decirse que ciertamente no habían diferencias entre las sucesivas riadas, aquella que en concreto contemplaba tenía un significado especial para él.
Sería la última que viese en la vida, tal y como ahora la conocía.
A sus veinte años, Mu era consciente de la dimensión desorbitada que su mundo iba a cobrar. Había sido escogido a edad muy temprana por su peculiaridad. Aquel hombre deslumbrante y místico le dijo que de él se esperaba algo más que convertirse en un simple monje budista.
Estás llamado a ser algo que nunca hubieses imaginado.
La última noche de su mes de reflexión había concluido al fin. Recordó las palabras exactas de Shion, su venerado maestro, y cómo había abandonado así el modesto Templo en el que se había criado durante la primera etapa de su infancia. Tal y como le había indicado, tras el amanecer del trigésimo día volvería a las desoladas tierras a medio camino entre el Tibet y Nepal, más cerca del confín del mundo que de meras fronteras políticas.
Tras arduos años de entrenamiento y estudio, había llegado la hora de su proclamación. Como todo integrante de la Casa de Aries debía someterse a la ceremonia de iniciación, un ritual que, según le había detallado el Patriarca de Atenea, era un acto íntimo entre mentor y alumno, con el cuál se traspasaba de generación en generación de guerreros los secretos y legados de toda la Orden a la que iba a entregarse, conocimientos que contaban ya con cuatro milenios de historia.
Aún no había pisado la mítica ciudad griega, y pese a que la imaginaba a través de libros y relatos estaba llamado a cargar con más responsabilidad que el resto de sus futuros compañeros. Guardaría con recelo todos los registros y documentos que relataban la existencia de aquella comunidad vinculada a la Diosa de la sabiduría, codificados todos ellos en una lengua que sólo los custodios del primer signo del Zodiaco conocían, la lengua de los alquimistas, la de una cultura prácticamente perdida en las profundidades del olvido colectivo.
Su larga cabellera, siempre recogida, era azotada por la brisa helada llegada del Himalaya. Contempló una vez más la serpenteante y oscura mancha que formaban los cientos de personas congregadas, y se alejó de allí como si nunca hubiese estado en aquel lugar. Tras una hora de camino por abruptos terreros que sólo un nativo podía recorrer con paso ligero y seguro, llegó hasta la que había sido su morada todos esos años, la Torre de Jamir. Aunque pudo percibir su cosmos antes de siquiera tener la formidable silueta de la construcción en el horizonte, fue al contemplar el esbelto y portentoso cuerpo de Shion, sus cabellos ondulantes y la insondable mirada que dejaba entrever un alma pura y repleta de sabiduría, cuando fue plenamente consciente de que la hora había llegado.
Se inclinó en una sentida reverencia. Había seguido sus indicaciones, una por una, fielmente.
Siguiendo con la tradición había transformado paulatinamente su cuerpo. La totalidad de su piel carecía de vello, tan sólo quedaba en la misma la magistral melena y las cejas, bien delineadas, y que conseguían dar equilibrio a su rostro casi andrógino.
Había disfrutado minuto a minuto de la soledad y aislamiento en las montañas que le habían visto crecer. Se había empapado de los ritos propios de su tierra, de creencias profundamente budistas, ya que pronto debería despojarse de las mismas para abrazar a un precepto más potente que una mera religión. Defendería a nada más y nada menos que una divinidad. Aún así, se dijo que trataría de no olvidar los legados de su cultura. Al fin y al cabo Buda no había sido un Dios, sino un hombre que había encontrado en su forma de ver el mundo un camino hacia la búsqueda del equilibrio.
- ¿Lo has dispuesto todo como te indiqué?
- Sí, maestro.
Le siguió, y ambos se adentraron en la ancestral torre. La luz entraba por sus múltiples ventanales, creando todo un juego de formas y texturas, y justo en su centro había una pequeña sala circular sobre la que se elevaba una escalinata de caracol que conducía a los niveles superiores.
Era en esa sala donde se realizaban los complicados procesos de descomposición de la materia hasta obtener de la misma los ocho elementos básicos que constituían la base de la alquimia. Con ellos se creaba la Piedra filosofal, o como preferían ellos llamarla, el polvo de estrellas.
Tomó asiento con calma en el suelo, mientras el antiguo portador de Aries inició, una vez más, la secuencia en probetas y demás variopintos artilugios de todas clases, creando un sinfín de reacciones químicas y nubes de protones que teñían su alrededor de vivos e irreales colores.
Cuando hubo concluido diluyó el polvo resultante, obteniendo un líquido que reservó apartado en una mesita. Extrajo de la bolsa que le había acompañado durante su viaje una serie de enseres. Aunque no lo exteriorizara, se sentía profundamente emocionado por introducir a su pupilo en el camino al que había llevado de la mano durante la última década y media.
Se arrodilló frente a él y tomó su hermoso rostro entre las manos, aplicando un empaste en los arcos superiores a los ojos, vivos, brillantes.
- Dime, Mu¿en dónde reside la fuerza de la primera Casa del Zodiaco, a la que tú y yo pertenecemos?
- Somos los primeros custodios, los que guardan celosamente la técnica de la restauración de las armaduras... Los encargados de hacer que los secretos de esta Orden perduren generación tras generación, maestro.
Asintió, y tras cubrir con una venda la espesa capa de cera, tiró con fuerza y precisión de la misma, dejándole desprovisto de cejas. A continuación sostuvo entre los dedos un afilado utensilio y un elaborado envase de cristal. Impregnó su fina punta en la tinta que éste contenía, y a base de pequeñas incisiones fue grabando en su rostro dos círculos concéntricos, idénticos a los que él mismo llevaba. Era el signo inequívoco de su condición, el que le definía como guerrero, como guardián y elegido para vivir los días de varios hombres juntos.
Volvió a preguntarle, sin restar atención a su delicada labor.
- ¿Cuál es el verdadero poder de la alquimia?
- La unión de los ocho elementos básicos, aquellos en los que cada materia de este planeta puede descomponerse. La creación del polvo de estrellas que es capaz de otorgar vida al metal divino.
Observó el resultado una vez terminado. Aquel niño que le cautivara por lo poderoso de su cosmos aún latente se había transformado en el hombre en el que depositaba todas sus esperanzas. Su andadura por el mundo había sido larga. Algo le decía que sus días como máximo dirigente llegarían pronto a su fin, por lo que decidió darle al Santuario un nuevo morador para el primero de los Templos tras más de doscientos años de paz bajo su mandato. El joven había ganado a pulso la armadura y debía iniciar su propio camino, enfrentándose posiblemente a la más dura prueba que un caballero de Atenea debía pasar. Pero eso sólo el tiempo lo diría, y dicho tiempo apremiaba.
Fue en busca de la poción que había reposado durante el rito y se la tendió, volviendo a su lado.
- Sí, en lo cierto estás, salvo que existe un pequeño matiz que aún no conoces... No sólo la Piedra filosofal en forma de polvo de estrellas prolonga la vida de las armaduras... También la de aquéllos que portan su secreto y velan por él.
Las pupilas de Mu se clavaron en las suyas, resistiéndose a creer lo que acababan de escuchar.
- Bebe ahora, y recuerda... En la magia de la alquimia reside la clave de la inmortalidad.
Ese era el privilegio y el martirio de los guerreros del carnero. Al ingerir la piedra filosofal, el cuerpo cambiaba. A los terribles dolores que acercaban a la muerte seguía el renacer. El cuerpo permanecería inalterable, en el mismo estado físico que tenía en el momento de la ingesta, por doscientos, tal vez trescientos años, y la vida sólo terminaría de cobrársela alguien o procurarse el suicidio.
Muchos matarían por pasar en el mundo varios siglos, pero era sin duda una dura prueba de integridad asistir a la transformación del entorno conocido, observar el marchitamiento paulatino de los seres queridos, envejecer en espíritu y verse igual de jovial. Nunca la demencia había afectado a un escogido, pues si el proceso de elección era tan delicado y exhaustivo era para precisamente buscar al ser que contase con la fortaleza mental y espiritual suficiente como para resistirse a ello.
Le sostuvo entre los brazos con paciencia y comprensión mientras se retorcía de dolor. Él también lo había padecido, mas pronto conocería una profunda calma. Así fue, ayudando a su alumno a incorporarse cuando el rostro se hubo relajado y se sucedía la natural comprobación de los efectos.
Gracias al poder alquímico, su piel tenía ahora un extraño brillo nacarado. Seguía siendo humano, aunque su apariencia estuviese a medio camino entre la belleza del hombre y la de una criatura de fábula, atributos que se verían incrementados por el paso del tiempo.
- Es hora de marchar hacia Grecia. Mi misión contigo ha acabado. Buena suerte Mu, caballero de Oro de Aries.
- A vuestra disposición, Patriarca.
Y mientras empacaba todos los instrumentos, cinceles y demás pertenencias que llevaría consigo a Europa, Aries se preguntó por unos segundos lo que le depararía esa nueva etapa de su vida.
Nuevos cometidos, nuevas circunstancias... Nuevas personas. El fin de la soledad.
