Seis años pasaron desde que Siddharta abandonara palacio hasta conseguir encontrar el camino hacia la Iluminación. Mendigó por los parajes de la India y Nepal como asceta, sometiendo su cuerpo a condiciones extremas y quedando reducido a un cúmulo de huesos y piel. Fue cuando una mujer, conmovida por su estado y la energía que de él irradiaba, le ofreció su caridad con unas gotas de leche. Renovado su ímpetu con el gesto, decidió alcanzar la verdad suprema derrotando a cuantas tentaciones trataron de impedírselo.
- Capítulo 4 -
El eterno murmullo del agua llenaba cada espacio de aquel valle del que se erigían los Picos de los Cinco Ancianos, regados por el apacible Yantsé a su paso, completando ese paraje de ensueño con la espectacular caída de la cascada de Rozan.
Inmutable siempre desde la misma posición, Dohko de Libra se permitía el lujo de deleitarse con la paleta de la madre naturaleza, la cuál había pintado el más hermoso de los lienzos que sus ancestros ojos pudiesen contemplar. A lo lejos un pico destacaba sobre los demás, aquel que siempre retenía su atención noche tras noche, lloviere o nevase, cada uno de los más de doscientos años que habían transcurrido desde que la Diosa delegara en él la misión más importante de su existencia.
Años de soledad, de aguardar un cambio, de esperar a que los nuevos acontecimientos se presentaran por si solos con la apariencia y los rostros que sólo el destino podría escoger.
Lo había leído en las estrellas, el día señalado estaba cercano. Nuevos tiempos se avecinaban en la Orden de Palas Atenea, y todo parecía indicar que serían lustros oscuros aquellos que deparaban. Su cuerpo, encogido y maltrecho por los efectos inevitables del paso de los siglos, albergaba ese presentimiento al que trataba de resistirse. Su noble corazón estaba preparado para afrontar las adversidades, por muy duras que fuesen. Ese era su cometido, el equilibrio de la balanza era precario y correspondía a todo un representante de la séptima Casa mantenerlo.
Sonrió, pues el cosmos que había detectado a lo lejos hacía días al fin había dado con su paradero exacto. Se trataba de alguien al que nunca había visto, y sin embargo de quién ya conocía identidad incluso antes de leer en sus ojos y escuchar su voz. Era una visita que esperaba con alegría y cierta curiosidad.
- Ruego disculpéis mi osadía al acudir directamente a entrevistarme con vos sin solicitar previo permiso, Roshi.
Libra asintió. Hacía mucho tiempo que nadie le llamaba así. Desde lo alto de su posición analizó con parsimonia los rasgos finos del recién llegado, lo llamativo de su condición física, la pureza que manaba de su cosmos. Pero sobre todo, el distintivo inequívoco en su rostro.
- El viejo Shion me previno. Te estaba esperando, Mu, Caballero de Aries.
El Patriarca, a quien hacía más de doscientos años que no veía en persona, solía ponerle al tanto de todo lo acontecido en el Santuario. Inevitablemente el tema que más se había repetido últimamente en sus profundas charlas era su heredero. Tantas eran las alabanzas con las que Shion cubría a su alumno que la expectación y la simpatía se habían creado por si solas. Pese a ello, debía someterle a ciertas pruebas antes de poder depositar en el caballero su total confianza.
Se lo dejo todo a él, Dohko. Si mi intuición no me falla, su papel en la próxima Guerra será determinante. Quisiera que fuese tu mano derecha y tú la suya cuando yo ya no esté, cuanto la paz esté condenada a caer bajo el yugo del que hablan las profecías.
Le bastaron unos pocos minutos sosteniendo la serena y madura mirada de aquel joven para saber que los deseos de su íntimo amigo serían cumplidos.
Se despojó del pesado casco, dejando que los espesos mechones de cabello se dispersaran por los hombros como si contaran con vida propia. Meneó la cabeza en signo de preocupación mientras tomaba asiento en el trono que presidía la Cámara del Patriarca.
Esa última década había sido agotadora en la búsqueda y consecución de nuevos guerreros para las muchas Casas del Zodiaco que habían permanecido vacías durante su mandato. De hecho, todas ahora quedaban custodiadas por jóvenes caballeros que habían ganado sus armaduras en un periodo de dos años, justo el tiempo que había transcurrido desde que Mu, el que fuese su alumno, arribara a suelo sagrado como el primero de la nueva generación de más alto rango.
Todas las Casas estaban ocupadas... Menos dos. Una permanecía vacía en ausencia de su inquilino, el guerrero de Libra. Y la otra...
Un estigma prevalecía sobre el sexto Templo, el de Virgo, y su armadura. No había guerrero que pudiese optar a ella, era la misma Virgen quién escogía a su portador.
Durante la última Guerra Santa había visto morir a la práctica totalidad de sus compañeros, a los cuáles había tenido en gran estima pese a lo dispar de sus personalidades, nacionalidades y métodos de combate. Y sin embargo, sólo uno de ellos acudía a su memoria en los últimos días.
El recuerdo de Isaiah seguía vivo al igual que sus palabras, siempre escuetas y envueltas en un halo de misterio. La serena convicción que envolvía sus ojos, de un extraño tono arenisca, no le abandonó ni siquiera en el mismo instante en que la muerte le dio alcance mientras el mismo Shion le sostenía entre sus brazos.
Pero habían transcurrido más de doscientos años, y la Virgen dorada, aquélla que rezaba sin descanso rogando al cielo, seguía hueca y vacía. Los astros hablaban de un acontecimiento y todo le hacía presagiar que tantas premoniciones no podían deberse al mero azar.
Unos pasos le sacaron del ensimismamiento. Procedió a incorporarse con lentitud para recibir al llegado. Sonrió, había regresado al fin del viaje que le había encargado emprender.
- Rápido ha sido tu regreso desde la lejana China.
- El viejo maestro os envía sus mejores deseos, Patriarca.
Mu se arrodilló ante quien fuese su mentor, y éste le alentó a volver a incorporarse posando las manos sobre los hombros. Desde que sus roles cambiaran, escasos eran los momentos que ambos podían compartir fuera de los estrictos parámetros en los que la vida marcial y política se desarrollaba.
Aries correspondió a la sonrisa, mas la fatiga podía apreciarse en su rostro.
- Has conocido a un gran guerrero pese a lo peculiar de su situación. Nunca olvides que sigue siendo un compañero y aliado indispensable.
- Sí, Patriarca. - contestó el llegado rebuscando en el interior de las avituallas que portaba, hasta acabar en sus manos un pequeño paquete envuelto cuidadosamente. - Para vos, té de Nepal. Se echa de menos en Europa.
Shion tomó el obsequio agradecido, ya nadie tenía esos detalles con él. Era el efecto despersonalizador que tanto poder acababa por causar.
- ¿Me harás compañía un poco más? - preguntó, deleitándose con el intenso aroma de las hierbas asiáticas- ¿O deseas retirarte?
- Siendo sincero, quisiera descansar. Me encuentro agotado por la última travesía. Pero acudiré a contaros con detalle todo lo acontecido esta noche.
Asintió. La conversación, el sencillo acto en sí y la íntima química entre intercomunicadores era como un rito sagrado para el antiguo custodiador de la primera Casa. Los años le habían dado paciencia, sabía esperar por lo que merecía la pena.
- Espero tu visita a la puesta del sol. Puedes marchar ahora, me alegra contar de nuevo con tu presencia en Santuario.
Tras una leve reverencia Mu abandonó los aposentos del Patriarca. Y pese a que podría haber llegado a su Templo en escasos segundos haciendo gala de sus dotes psicoquinésicas, prefirió recorrer el camino a pie y poder saludar a sus compañeros. Mantenía un trato cordial con la mayoría de ellos, pese a no ser de muchas palabras. Tener a tantas personas a su alrededor tras años enteros de silencio seguía turbándole, pese a que pronto se cumpliría un bienio desde su nombramiento como caballero de Oro.
Muchos hombres y mujeres convivían en aquella comunidad anónima, desde los aprendices a ellos, la cúspide. Jóvenes de una belleza y vigor tales que podían eclipsar el brillo del mismísimo astro rey.
Pero él era demasiado reservado como para dar paso a algo más que un cordial y puntual intercambio de palabras. Tan sólo con Aldebarán, dada la cercanía de sus respectivos Templos, podía decirse que había entablado amistad. Precisamente empleó sus últimas energías en compartir unos momentos con el brasileño. La amabilidad que se escondía tras su gran fortaleza física le había conmovido desde el principio.
Se despidió de él, y suspiró hondamente al refugiarse en la penumbra de su Templo y sentir el característico frío húmedo que proporcionaba la piedra. Fue despojándose poco a poco de sus ropas y dejando los enseres de la travesía en lugar adecuado. Encendió las múltiples lámparas de aceite que poblaban el interior de sus dependencias privadas, algunas velas y numerosas varas de incienso. Aquel ambiente que recreaba siempre que le era posible constituía su refugio particular, allí a donde acudía en busca de algo de paz entre lo caótico de los calurosos días griegos y las interminables responsabilidades de las que debía hacerse cargo.
Soltó su larga cabellera y vistió su cuerpo con una liviana y fresca túnica blanca a la usanza del lugar, y que a su vez era la indumentaria oficial fuera de las horas de guardia. No se entretuvo demasiado en instalarse, tenía mucho que hacer.
Extendió sobre la mesa en la que solía trabajar un antiguo pergamino y se dispuso a proseguir con la tarea de transcripción y codificación de aquellos textos, trazando a golpe de pluma los caracteres correspondientes en aquella lengua que tan sólo Shion y él conocían en el momento presente.
Concentrado así pasó tiempo suficiente como para que el sándalo se consumiera. Fue cuando varias presencias desde las proximidades a la entrada del Templo del Carnero llamaron su atención. Dejó el útil de escritura dentro del tintero y salió al exterior, descalzo y con la cascada purpúrea desparramada sobre ambos hombros para comprobar que, efectivamente, reclamaban su presencia. Varios de los muchos guardias que mantenían a raya a los posibles intrusos en el Santuario esperaban expectantes al primero de los Caballeros de Oro.
- ¿Habéis sido vosotros quienes me habéis llamado?
- Sí, mi señor. Un extraño a la Orden desea entrevistarse con el sumo Patriarca, o al menos eso nos ha parecido entender, apenas habla el griego. Hemos tratado de disuadirle, pero no hay manera de hacerle entrar en razón. Hemos creído conveniente traerle ante vos.
Mu frunció el ceño. ¿Y para eso habían interrumpido su ardua labor? Asintió levemente y comenzó a bajar los peldaños. Él nunca sucumbía al enfado, en su interior fluía un manantial de paciencia y bondad, y dicho manantial no se desbordaría en una situación tan rocambolesca.
Cuando hubo llegado hasta los soldados, éstos se retiraron, abriéndole paso y formando un improvisado pasillo hasta el sujeto en cuestión.
Fue entonces cuando le vio. Rodeado de guardas, vestido con largas y vaporosas telas de colores que podían adivinarse vivos pese a mostrar evidentes signos de deterioro, y sin perder la serena expresión, había un joven de piel clara como la luz de la luna, cabellos dorados y párpados caídos. Debían tener más o menos la misma edad, pero su extrema delgadez le hacía ganar muchos más años de los que seguro tenía.
El corazón le dio un vuelco al aproximarse y quedar a su lado. Su cosmos aún sin estar expandido, era cálido, brillante... Poderoso. Su rostro cansado parecía no perder nunca la leve sonrisa.
¿Quién era... ese hombre?
- Estáis en suelo sagrado. ¿Cuál es vuestra intención?
Su voz, cristalina como el rocío de la mañana, le envolvió. Tal y como le habían dicho los soldados el llegado no hablaba en la lengua oficial en aquel recinto, tan sólo alcanzaba a pronunciar una palabra coherente a oídos de los bajos estratos del Santuario.
Patriarca
Pero con un poco de atención pudo identificar aquel melódico código en que el joven se expresaba. Era hindi, el más puro y refinado que había escuchado pese a sus años en la frontera entre Tíbet y la India. Aunque no dominaba el dialecto en cuestión pudo entablar comunicación, lo justo y necesario para hacerse entender.
- ¿Queréis ver al Patriarca? Habéis de ser consciente de que es imposible sin una autorización previa.
- Lo sé, pero he de hacerlo. He venido desde muy lejos con este propósito. Quedaré bajo vuestra custodia si es necesario.
Mu permaneció en silencio unos segundos, maravillado por el aura que manaba de él. ¿Cómo podía un enemigo de Atenea poseer un espíritu tan místico y estar rodeado de un resplandor con vida propia?
- Marchaos. - dijo a los soldados.- Yo me encargaré de esto.
Los hombres obedecieron, y dejaron al extranjero junto con el primero de los dorados.
- Acompañadme. - rogó con suavidad.
Juntos avanzaron hasta las escalinatas del Templo, pero cuando comenzaron a ascenderlas el famélico joven tropezó, cayendo exhausto sobre los peldaños de mármol. El caballero de Aries se apresuró a tratar de incorporarle, pero al sentir el tacto frío de sus manos contra las suyas cambió de idea.
- Aguardad aquí, enseguida volveré a vuestro lado.
Entró en su Templo con una rapidez inaudita en un ser tan calmo como él, regresando al exterior y sentándose al lado de su inquilino, tendiéndole un cuenco a rebosar de agua.
- Bebed, por favor. - dijo, dejando el bello recipiente entre los esbeltos dedos.
Mientras observaba embelesado cómo éste ingería el líquido con lentitud, estableció comunicación con el Patriarca alzando su cosmos hasta que éste quedara ligado al del pontífice. Era un acto íntimo y arriesgado, si con Shion lo empleaba era por la confianza que entre ambos existía.
Patriarca, a mi Templo ha llegado un hombre que desea veros pese a no contar con el permiso. No hubiera tenido compasión en cualquier otra circunstancia, pero su cosmos y su presencia... Algo me dice que obro bien si le llevo ante vos.
Recibió una respuesta afirmativa, justo en el momento en que el muchacho de largos y rubios cabellos agradecía el gesto que con él había tenido.
- Se me ha dado permiso para llevaros ante la Cámara del Patriarca, mostraos respetuoso, se os ha concedido un privilegio lejos del alcance de incluso muchos miembros de esta comunidad sagrada. Apoyaos en mí.
Volvió a sentir un pinchazo en el pecho mientras sostenía el liviano cuerpo sobre sus hombros. ¿Sería ciego y por ello sus ojos permanecían mudos¿Cuáles eran esas razones de peso que le hacían arriesgar tanto por conseguir un objetivo?
Ya que era evidente que sería imposible atravesar las doce Casas a pie se fundieron con la materia, desvaneciéndose en el Templo del Carnero para materializarse a las puertas de la Cámara. El joven no debía estar habituado a aquellos desplazamientos, dado que pudo leer en su expresión un cansancio aún más acusado.
Penetraron en el edificio donde el propio Mu había estado hacía apenas una hora, rompiendo con todas las normas protocolarias existentes, pues ni en procedimiento ni vestiduras cumplían las mismas, pero con el claro convencimiento de que así debía ser.
Una vez quedaron ambos frente al trono sagrado Shion permaneció inmóvil, observando a aquél que había solicitado una entrevista. Antes de que sus labios se movieran para preguntar hizo lo propio con la mente. Quería probar a aquel extraño joven al que Mu había dejado próximo a él.
¿Qué es lo que te trae ante el Patriarca de Atenea?
Un escalofrío le recorrió de cabeza a los pies cuando el enlace se hubo consumado.
Eres tal y como en mis sueños te vi, Shion. Las estrellas dictaron que hasta ti debía volver para poder reclamar aquello que sólo a mí corresponde
El universo pareció consumirse alrededor para sólo quedar ambos en el mismo, uno frente al otro. No apartó la mirada del resplandor que emitía su cosmos. Un aura del dorado más cegador le cubría, creando de la nada el campo energético más potente que jamás había visto en un semejante o enemigo.
- ¿Aquello que te corresponde? - preguntó, ya en alta voz. - ¿Y qué es, dado que con tanta soberbia lo expones?
Los dos Aries, más sensibles que el resto del Zodiaco a la actividad del metal divino, sintieron una conmoción que sacudió a la totalidad del Santuario. Asombrados, Shion y Mu fueron testigos de cómo la Virgen dorada, aquella que había permanecido en silencio durante tantos años, hizo súbita aparición para ensamblarse sobre el frágil cuerpo del recién llegado.
Un nudo presionó el estómago del Patriarca cuando el joven de párpados caídos, y portador ahora de una de las doce armaduras sagradas, pronunció en un griego perfecto las mismas palabras que Isaiah dijera antes de morir cuando sólo con vida quedaban Dohko, Shion y él mismo.
- La estrella que con su brillo eclipsa a las demás... ya ha cruzado el firmamento.
Tras ello el elegido por Virgo se desvaneció, no golpeándose estrepitosamente con el duro suelo gracias a los reflejos de Mu, el cuál lo sostuvo entre los brazos ya casi de rodillas.El caballero de la primera Casa, estupefacto, no quitaba ojo de encima a su maestro dado que en ese momento no era al Patriarca a quién pedía una explicación, sino a su mentor.
- ¿Qué ha ocurrido?
Shion se levantó y se arrodilló a su lado, llevando una mano a la frente del desmayado a fin de calificar el nivel de inconsciencia.
- Este momento había de llegar tarde o temprano. - murmuró más bien para sus adentros.
Clavó su insondable mirada en Mu, y dictó sentencia.
- Como el primero de los caballeros es tu deber mostrar hospitalidad con aquellos que la requieren. Encárgate de él hasta que esté en condiciones de convalecer. La asamblea será convocada y a ella todos los caballeros de Oro. Al fin las doce Casas están representadas.
- Pero...
Aries calló ante el rostro serio de Shion, nunca había sido capaz de desobedecer a una de sus órdenes, y ésta no sería la primera ocasión. ¿Significaba aquello que el joven al que sostenía era un igual? La elección de Virgo era clara, mas la situación no dejaba de ser vertiginosa.
- Le llevaré a mi Templo, cuando su estado sea óptimo os lo haré saber.
Se incorporó portándolo en brazos para proceder a teletransportarse nuevamente. Contempló una última vez el rostro ensombrecido del Patriarca, quien había vuelto a tomar asiento y tenía ambas manos apoyadas en los reposaderos del trono. Con una última y leve reverencia de cabeza desapareció junto al sexto guerrero.
Ya de nuevo en el más absoluto silencio, el ancestro tibetano sopesó lo que acababa de suceder y las consecuencias futuras. Era plenamente consciente de que la proclamación de aquel joven como Virgo no sería recibida de buen agrado por la mayoría de sus compañeros. Todos los guerreros del Zodíaco habían pasado por arduos años de entrenamiento y duras pruebas, y sin embargo de él desconocían pasado e intenciones, tan sólo contaban con la evidencia de la elección de la armadura. Pero hasta el momento en que la asamblea se llevara a cabo no podía hacer más que aguardar, y esperar que la súbita conmoción de aquel cosmos no suscitara preguntas a las que no era oportuno en esos momentos contestar.
Su andar era tan ligero y sus movimientos tan elegantes que el contacto desnudo de los pies con el mármol no producía ruido alguno. Mu avanzó ya una vez en su Templo hasta el interior de éste, ahí donde estaban las dependencias privadas. Trataba de no pensar en lo que acababa de presenciar, pero al observar el hermoso rostro de aquel hombre, coronado por las exquisitas formas del casco de Virgo, no podía evitarlo. Captaba la fuerza de su espíritu, la serenidad... El recuerdo de su voz, de sus palabras.
¿Quién sería¿Quién le habría enviado, y por qué en esas condiciones?
Le tendió sobre su propio lecho, en el cuál aún podía respirarse la atmósfera perfumada por el sándalo quemado mezclado con lo acre del aceite de las lámparas.
Deslizó suavemente las manos por la armadura, la cuál reaccionó a su llamada permitiendo ser desmontada lentamente. Una vez extraídas todas las piezas éstas se unieron, edificando la figura femenina en constante plegaria. Comprobó las constantes vitales de aquel que estaba a su cuidado, y tras cerciorarse de la falta de males mayores procedió a despojarle de sus ropas.
Sus estudios de anatomía y medicina eran profundos, como tal siempre que eran requeridos sus cuidados actuaba con eficacia y discreción. Sin embargo una sensación de dulzura le invadía, haciéndose cada vez más y más grande a medida que pasaban los minutos. Había algo en él que le resultaba terriblemente familiar, y no saber el qué le producía cierta angustia. Al quitarle finalmente la vieja toga que cubría su torso vio que el joven llevaba un rosario budista al cuello, en tres vueltas. Sonrió levemente. De todos los guerreros dorados, él era, quitando a Dohko por su evidente distancia, el único de reminiscencias orientales.
Era un guardián de Atenea, pero distinto a los demás. ¿Ocurriría lo mismo con aquel misterioso ser?
Le cubrió con delicadas sábanas, y dejó que descansara mientras preparaba algo con lo que pudiera romper su previsible ayuno al recuperar la conciencia. Varias horas transcurrieron, las cuáles empleó en rendir culto a la fabulosa armadura de Virgo arreglando las pequeñas grietas que encontró en la misma y puliendo su superficie. Iba a dar un nuevo golpe de cincel cuando oyó pequeños ruidos a su espalda. Se sentó en la cama tras dejar los enseres en lugar adecuado.
Pese a que le había oído pronunciar aquellas enigmáticas palabras en griego, decidió hablarle en la lengua que había empleado en su primer encuentro. Le ayudó a incorporarse y apoyar la espalda en el respaldo del modesto lecho.
- Estáis en el Templo de Aries¿recordáis lo que pasó?
- Sí.- contestó - Gracias por vuestra atención, no quisiera seguir ocupando vuestro tiempo.
- No, no... - se apresuró a decir mientras impedía que tratara de ponerse en pie. - Debéis descansar, el Patriarca convocará asamblea cuando estéis en condiciones. Hasta ese momento os lo ruego, permaneced aquí. Siempre es agradable contar con compañía.
El joven le devolvió la sonrisa, pero sus ojos seguían cerrados. Quedó callado unos instantes, mirándole fijamente, hasta que se obligó a salir de su ensimismamiento, tendiéndole de nuevo el cuenco.
- Tenéis que recobrar fuerzas.
Le dejó beber con tranquilidad, hasta que no pudo retrasar la pregunta por más tiempo.
- Lleváis un rosario de ciento ocho cuentas...
El joven apartó el recipiente de sus labios, sorprendido.
- Ignoraba que por estas tierras alguien pudiera reconocer un abalorio budista.
Mu bajó la mirada, sentía un calor que nacía en su pecho, algo que hasta entonces no había experimentado. Era maravilloso el poder conversar con alguien como si le conociera de toda la vida.
- Para muchos resultaría un objeto sin valor, pero en mi caso, estoy familiarizado con el mismo. Fui monje hasta los cinco años, allá en mi Tibet natal.
Su compañero de diálogo no pronunció más palabras, pero pudo ver como en él se forjaba una sonrisa más intensa para desaparecer tras la fina decoración del cuenco que pronto estaría vacío. Lo tomó, con intención de volver a llenarlo.
- Os traeré más de esta bebida, ayuda a recuperar vigor.
Se había alejado unos pasos cuando se giró nuevamente hacia él.
- Me gustaría poder llamaros por vuestro nombre.
El divino joven, cuya melena dorada caía libre dándole un aire entre sofisticado e irreal, pareció dudar unos instantes.
No era para menos. Era la primera vez que rebelaba aquella información a otro mortal como él. Finalmente, su cristalina voz se lo hizo saber.
- Shaka. Mi nombre es... Shaka.
- Y el mío Mu. Bienvenido a la Orden de Atenea.
Tras ello, se alejó para dirigirse a las estancias próximas. Nadie más había para poder ser testigo de ello, pero aquel calor seguía creciendo, alimentando una sonrisa, una ilusión que nunca había tenido antes. Por vez primera en mucho tiempo no hubo cabida en su corazón para su eterna acompañante, la soledad.
