- Capítulo 7 –

No le cabía ya la menor duda. El lenguaje de los astros era claro y preciso, y desde su privilegiada posición en lo alto del Monte de las Estrellas, leía en el firmamento la señal inequívoca de que el ansiado momento estaba a punto de llegar.

Tras el paso de largos doscientos años, al fin la reencarnación de la Diosa Atenea, la portadora de la ciega justicia, regresaría a la Tierra en cuerpo mortal, y el deber de sus caballeros, fieles desde tiempos mitológicos, sería cumplido.

Shion era el único que tenía potestad para ascender hasta la sagrada ubicación, desde la que divisaba la totalidad del Santuario a sus pies. La emoción llenó cada poro de su piel cuando un halo de luz estelar se materializó a escasos metros de él. Se arrodilló, en señal de respeto, dejándose invadir por la dulzura de ese cosmos ahora tan débil, pero que pronto alcanzaría una potencia incluso superior a los llantos del bebé recién nacido que por gracia divina ahora se retorcía en el frío suelo.

- Volvemos a encontrarnos, mi señora… - musitó el Patriarca, envolviendo el frágil cuerpo de la recién nacida en sus ropas.

Había sido el único testigo del acontecimiento, pero deseaba hacer partícipe del mismo a aquel en quién más confiaba. Haciendo uso de toda su facultad mental, entabló comunicación con el séptimo caballero de Oro.

El momento ha llegado, mi fiel amigo. Ya he tomado la decisión, he escogido a mi sucesor. En breve lo comunicaré. Mi etapa como mandatario ha llegado a su fin.

¿Será Mu, caballero de Aries, finalmente? - obtuvo como nítida respuesta.

No… Su papel no es personificar al Patriarca de Atenea… Al menos por ahora. Pero algo me dice que estamos a las puertas de algo que escapa a nuestra comprensión. Tú también lo debes haber visto en el universo.

Si Shion hubiese sabido que serían las últimas palabras que en vida diría a Dohko de Libra, quizás las hubiese prolongado. O tal vez no. Lo cierto era que encerraban un significado que sólo serían capaces de destramar en una situación completamente opuesta a la que concurría. Se apresuró a regresar a sus aposentos, y una vez en los mismos cubrió a la Diosa de todas las atenciones posibles. Adoró su diminuto cuerpo, le proporcionó abrigo y alimento, la calmó, como sólo tan divina criatura merecía, y finalmente la dejó dormir en la misma cuna que había sido destinada a tales menesteres desde hacía siglos.

Contempló gravemente su rostro ante el espejo que coronaba aquella habitación, y se dispuso a vestir las avituallas destinadas a su puesto: la larga y oscura túnica, los adornos, el soberbio casco… Si los llamados a la cita eran puntuales, cosa que daba ya por dada, en breve se produciría la reunión en la Cámara del Patriarca donde anunciaría a Saga de Géminis y Aiolos de Sagitario, ambos candidatos a sucederle en su puesto, la decisión final. Echó un último vistazo al sueño de la recién nacida Palas Atenea y abandonó la estancia, llenando el vacío con el eco de sus pasos.

(Salto temporal)

- Alguien como tú no debería llevar un bindi temporal…

Mu terminó de preparar aquella tinta del rojo más vivo que jamás había conseguido instantes después de pronunciar dichas palabras. En sus manos sostenía un afilado cincel de cristal y un recipiente de igual material, reliquias sagradas destinadas a encumbrar el ritual con el que los miembros de la Casa de Aries quedaban marcados como tales desde incontables generaciones… Y pese a que su acompañante no fuese un guerrero del carnero, era una ocasión especial.

Por el día eran los caballeros de Oro de la primera y sexta Casa, insondables, intachables, estrictos y entregados a la autoridad y burocracia de la Orden que les envolvía por completo. Mas por la noche se despojaban de sus máscaras doradas para transformarse en los protagonistas de lo que parecía una historia de amor clandestino, otra más entre las tantas que se habían escrito a lo largo del curso de la humanidad en diversos lugares y épicas, todas ellas con enclaves y diferentes rostros protagonistas, pero siempre conservando la misma emoción palpable como nexo.

Sentado al abrigo de los Sales, con las primeras estrellas a modo de fieles confidentes, Shaka no dejó que la sonrisa desapareciese de su rostro mientras sentía las pequeñas incisiones de la aguja de cristal sobre su piel. El bindi, característica señal que adornaba su frente, consistía en la tradición de oriente signo asociado con la sabiduría, guiño a la diosa Parvathi de los hindúes… No era casualidad pues que los alquimistas, seres cautos y sapientes, hubiesen prolongado su andar por los milenios con dos variantes de bindi enmarcando a los espejos del alma: una marca por la vida, otra por la muerte, escenificando la más sencilla de las dualidades que doblegaban la existencia del hombre.

El tibetano realizó su labor con habilidad y precisión, y pronto la circunferencia inicial estuvo tatuada. Se disponía a rellenar su interior de homogéneo rojo sangre cuando un murmullo constante, melodioso y extrañamente familiar brotó de los labios del ario, el cuál parecía ensimismado a juzgar por su expresión y el brillo melancólico de su profunda y cristalina mirada.

- ¿Qué recitas? – le preguntó con curiosidad, sin dejar de grabar en la palida piel.

- Hace varios días que este sutra se repite en mis sueños, pero no soy capaz de comprender lo que dice.

Aries escuchó con atención el cántico. No volvió a pronunciarse hasta concluir el grabado, el cuál observó con satisfacción. La tinta, conseguida gracias al empleo de laboriosas secuencias de descomposición y unión atómica, era absorbida rápidamente por al dermis y permanecía inalterable durante décadas. Le miró a los ojos con dulzura.

- No es un sutra. Yo conozco ese texto.

Shaka mostró un gran interés, instándole a que procediera a aportarle más datos.

- Es un viejo poema de la traición japonesa. Habla de la cualidad divina, aquella que permite alcanzar el estado de suspensión. Si mal no recuerdo, trata de explicar las consonancias en las que un humano puede alcanzar el reinado de las almas en pena sin haber conocido aún su condición de mortal… - hizo memoria breves segundos – Su nombre es… Arayashiki.

- Araya… shiki… - repitió él, embelesado.

Mu le sonrió, y dejó los utensilios sobre la pradera. La noche era cálida, el prado mostraba su imagen más hermosa desplegando los vivos colores de las flores que por doquier crecían, y el viento mecía con suavidad los cabellos de ambos, acomodados bajo uno de los ancestros árboles que coronaban aquel jardín ajeno al conocimiento ajeno.

Podría pasarse la eternidad contemplándole, sin más. A veces dudaba de si hacían bien en ocultar acérrimamente aquello que les unía, pero todas sus dudas se disipaban cuando contaba con su preciada compañía… Haber encontrado al fin a alguien que le acompañase en el solitario y largo camino que la vida le había preparado constituía su remanso de paz más íntimo y preciado. Sólo la Diosa, a la que esperaba poder servir al fin según decían las profecías, era consciente de cuan profundo era el amor que por aquel singular joven sentía.

Atraído por el intercambio de las miradas, acercó con parsimonia el rostro al suyo. Las manos del guerrero hindú recorrieron su cuello para acabar enredadas en su cabellera, la cuál quedó suelta al ser despojada de la cinta que la ataba la inmensa mayoría del tiempo.

Habían aprendido a conocerse a través del lenguaje de las palabras y el de la mente, pero aprendices se consideraban todavía del más poderoso de los métodos de comunicación que el ser humano poseía: el físico.

Correspondió a su acción acariciando las finas proporciones del óvalo facial, y los ojos se buscaron los unos a los otros, llamándose en un susurro que transmitía complicidad y… Deseo. No tardaron los labios en quedar sellados en un profundo beso, el cuál se prolongó por un espacio de tiempo mucho más extenso que el hasta el momento conocido. Como cediendo sin ofrecer resistencia a la fuerza de la gravedad, quedaron recostados sobre la mullida alfombra de fresca hierba.

Fundido en su cuerpo, con la melena purpúrea cayendo por los hombros, le contempló, justo debajo de sí. Sentía su calor, lo perfecto de sus formas, la mística sonrisa dibujada, los azules iris llamándole, los cabellos rubios desparramados por doquier… No había nada en el universo más que él, y por unos segundos juro haber visto como brotaban a su alrededor blancas flores de Loto, como las que Siddharta había dejado a su paso nada más nacer.

Shaka, aquel ser magistral tocado de lleno por la bendición de los Dioses estaba entre sus brazos, mostrándose más deslumbrante que nunca, místico, insinuante, devoto… Y virgen. Como él mismo.

¿Sería correcto que se entregasen mutuamente? ¿No estarían violando algún precepto establecido en la moralidad de las leyes comunes? ¿Y si…?

Todas las cuestiones que se agolpaban sin cesar en su cabeza quedaron acalladas por la respuesta final del ario, que le atrajo hacia sí tirando de su mentón sin perder la sensual sonrisa en ningún momento.

Como dos caminantes extraviados por un desierto de dudas se perdieron en aquel oasis de besos y caricias que no había hecho más que comenzar. Fue así, caminando de la mano por un nuevo territorio que juntos iban a explorar por vez primera, como permanecieron ajenos al acontecimiento que no sólo cambiaría sus vidas para siempre, sino el de la totalidad de la Orden de Atenea.

(Salto temporal)

Necesitaba recurrir de nuevo al consuelo del firmamento. Sin despojarse del brillante casco, Shion alzaba la vista hacia las estrellas, viviendo sus últimos minutos como Patriarca. Una escasa hora antes, había proclamado al fiel Aiolos de Sagitario como su sucesor. En cuanto el alba llegara, tomaría sus pocas pertenencias y abandonaría el que había sido el epicentro de su vida, la milenaria Atenas, para siempre.

Soñaba despierto con la paz de su Jamir natal, donde disfrutaría a cada segundo de la tranquilidad ganada con los siglos, y aguardaría apaciblemente, disfrutando de los días que le restasen a que la muerte le llamara. Había vivido casi doscientos cincuenta años, sirviendo a la señora de la sabiduría durante todo aquel tiempo, incluso sobreviviendo a una Guerra Santa… Como caballero lo había dado prácticamente todo. Su misión había concluido, debía sentirse orgulloso de ello.

Y sin embargo… Aquel presentimiento no hacía sino incrementarse a marchas forzadas a medida que los minutos transcurrían.

Una sombra a sus espaldas y la presencia de un cosmos que hasta el momento había permanecido desapercibido le alertaron.

-¡Saga! ¿Qué estás haciendo en el Monte de las Estrellas? Deberías saber de antemano que la entrada a este recinto del Santuario te está vetada tanto a ti como al resto de tus compañeros.

Su tono sonó desconfiado. La ascensión al enclave era incluso difícil para él, un tibetano acostumbrado a los abruptos terrenos de las laderas del Himalaya. Aunque hubiese sopesado la candidatura del gentil caballero de Géminis como sucesor hasta el último minuto, su presencia allí le inquietó.

- Lo sé, Patriarca, pero necesitaba hablar con vos en privado… Quiero saber, por qué pese a contar con el apoyo y reconocimiento de gran parte de esta Orden y de la población, no me habéis elegido.

El saliente pontífice respiró profundamente. No esperaba toparse con aquella situación, y fue consciente de que en aquel preciso instante, se encontraba en inferioridad con respecto al joven y poderoso guerrero de la tercera Casa.

- Si realmente quieres saberlo, Saga, te lo diré… Es cierto que cuentas con dicho apoyo, que tu bondad traspasa las fronteras de este sagrado lugar, pero… Veo algo oscuro en tu corazón, caballero. Y en aras de legar el mejor futuro posible a esta comunidad, me decanté por el guerrero de Sagitario.

Horrorizado, fue testigo de la transformación que se apoderó del hermoso griego. Sus ojos se inyectaron en sangre, y su larga melena cobró poco a poco el tono ceniciento más lúgubre jamás visto.

- Has descubierto mi secreto, anciano… ¡Ese ha sido el mayor error que has podido cometer! ¡MUERE!

El sonido sordo y seco de lo afilados dedos de Saga clavados en su corazón a la velocidad de la luz fue lo último que Shion de Aries pudo escuchar. Ni el intenso dolor que sentía hizo frente a las últimas imágenes que recorrieron su mente y supusieron su última voluntad: la niña, la criatura que descansaba en su alcoba, la reencarnación de la Diosa Atenea… Con su muerte, el Patriarca de Atenea no pudo hacer frente al maquiavélico plan que tras tanto tiempo de análisis y preparación Saga de Géminis al fin ponía en marcha.

Ya había empezado su partida, y tenía preparado a su primer peón: sería Shura de Capricornio el que con su Excalibur asestaría el primer golpe mortal en su escalada hacia el poder supremo… Se cubrió con las ropas del muerto, ocultó su rostro tras la máscara, y se deshizo del cadáver, como si aquello nunca hubiese ocurrido. Y rió, rió con desquiciado entusiasmo, consumándose al fin la satisfacción de los anhelos que su trastornado ego reclamaba para sí.

(Salto temporal)

- Shaka… Despierta…

Le retiró de la cara los cabellos que traviesos se empeñaban en desplazarse hasta la misma. No sabía cuánto tiempo llevaba así, observándole mientras dormía a su lado protegido por el calor de ambos cuerpos desnudos.

La dulzura de su rostro, la marca en la espalda que evidenciaba lo especial de su condición… Quiso grabar en su corazón aquella estampa y guardarla para siempre, dejarla a salvo de cualquier dolor que pudiese amenazar con su quema.

La felicidad envolvía cada poro de su piel con tanta intensidad que deseó poder llorar, pero no lo hizo. No era momento adecuado. Volvió a insistir con suavidad.

- Shaka… Tengo que irme.

Al fin el ario abrió los ojos, regresando poco a poco de los brazos de Morfeo. Volvió a sonreírle, para peinar lentamente los cabellos de Aries que caían en cascada sobre su pecho.

- La Aurora pronto llegará. – contestó, mirando por unos segundos al cielo, que empezaba a teñirse de naranjas y rojos.

Mu asintió, comenzando a vestirse con sus ropas, hasta el momento desperdigadas por los alrededores más próximos. Debía apresurarse si quería estar en su templo para cuando el sol asomara por el horizonte, como cada mañana. Tendió al hindú su correspondiente túnica, y para cuando estuvieron preparados caminaron hasta el pórtico del jardín de Sales.

Una vez en el interior del templo, el primero de los caballeros de Oro se dispuso a transportarse por la telequinesis, no sin antes depositar en sus labios un último beso que coronase aquella velada tan especial que habían compartido.

- Volveré esta noche si nos resulta posible.

Shaka asintió, viendo como su amante desaparecía disolviéndose en la materia. Nunca había conocido tanta dicha, y sin embargo debía esforzarse por encauzarse en la meditación y la compostura que en su papel debía ejercer. Sus pasos se detuvieron de camino al altar donde oraba. Pudo detectar una sombra que oscurecía su alma, algo hasta entonces desconocido.

Algo similar fue lo que Mu sintió al materializarse en el pórtico principal de su Templo. Se giró con rapidez, observando como en lo alto las Casas del Zodíaco marcaban el camino hacia el templo de Atenea. Sus ojos se abrieron, horrorizados, y todo su ser se puso en alerta. No sólo la magnificencia de esa aura que había detectado por breves instantes a lo largo de la noche, la cuál había querido atribuir a la encarnación de la Diosa que debía llegar a la Tierra, ya no estaba… La presencia de Aiolos, tan firme y serena como potente, se había disipado como polvo en la brisa.

Pero lo que provocó la mayor de las congojas en el alquimista fue el hecho de que por mucho que se asegurase una y otra vez, obtenía siempre el mismo resultado en su fina percepción psíquica: el cosmos de Shion de Aries, su bienamado maestro, el Patriarca de Atenea… Había desaparecido.